Operación finitud (parte 2 y final)

Parte 1:
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Me caí muerto en la cama casi como había llegado a la habitación. En la mañana desperté con el rostro baboseado, algo muy normal cuando el sueño es profundo, así que envíe las prendas a la lavandería del hotel. Tenía prohibido visitar a María Emilia cuando ella estaba con Giorgio. No debíamos despertar sospechas, aunque yo ya tenía las mías. ¿Qué carajo hacía un tipo como él afuera de su departamento, a las 2 de la mañana? ¿Tendría una amante en Italia sin que su compañera lo imaginase? Sé que ella no lo ama, pero, quedé en el medio de una tremenda encrucijada. Fui a caminar por las calles, no iba a permanecer el resto del día encerrado entre cuatro paredes. Aparte, al día siguiente íbamos a volver a Buenos Aires. En el vuelo de retorno, tanto tío Hipólito y Giorgio se contentaban por haberse hecho de millones de euros que empresarios de la Romagna les iban a dar para fabricar esos dichosos molinos de viento. Juro que la extrañé más que la primera vez. Ya no sé si habrá accedido a dar el sí, pues no falta tanto, apenas un mes.

Octubre de 2015. Sigo laburando como asistente del tío en su empresa distribuidora de hierro. No me pagan un mango, lo hago para no quedar como un vago. Obviamente que sé que se aproxima la boda de María Emilia, y yo vería con mis propios ojos cómo contrae primeras nupcias con una persona que nunca fue de su interés, que sólo hace esto para que sus padres estén orgullosos de ella, lo que me parece una soberana vergüenza. Un padre no debe decidir por arriba de sus hijos cuando son mayores de edad, pero eso es culpa de las tradiciones y de la educación que han recibido.
Un día antes del casamiento, ella me confirmó lo que ya venía calculando que iba a pasar. Giorgio tenía una amante y se llamaba Rosella Sacco: era de Módena y la verdad no sé si era una persona decente o alguien que “revoleaba la cartera”, como decimos acá. Esto me llevaba a pensar si tío Hipólito también se acostó con ella por dinero. Quizás este viaje hermoso a Italia era tan sólo una farsa sexual. Yo me acosté con la futura novia de un empresario conocido, mientras el susodicho, a su vez, se acostaba con una posible “meretriz”. Un viaje plagado de engaños y telarañas de mentiras. Emilia me garantizó que iba a dejarlo a Giorgio un tiempo después de que los humos de alegría por el casamiento se hayan evaporado, y los demás vean la felicidad en sus caras como algo normal. Ahí prometió que nos encontraríamos más seguido, pero podíamos seguir en contacto a través del teléfono. Le di un beso en la boca y prometí no ponerme a llorar el día del “sí, acepto”. Aunque no iba a llorar por un casamiento ficticio como ése. Sí disfruté de cruzar dos o tres palabras con la novia, hermosamente vestida de blanco y su rostro angelical haciendo juego con el día soleado de ese sábado que apadrinó de alguna forma la ceremonia. Hubo música típica italiana mezclada con hits remixados y había algunas personas que bailaban tan salvajemente como si estuvieran en un boliche. Eso fue asqueroso. Aunque yo amo a María Emilia, me seguía doliendo que mienta para conformar a sus parientes. Debía ser independiente, y sólo oir su propia voz de la conciencia. No la volví a ver hasta que algo horrendo sucedió.

Enero de 2016. Giorgio y su amante aparecieron muertos a puñaladas en el departamento de él en Puerto Madero. Yo quedé shockeado, y tío Hipólito tenía ganas de llorar, pero el ridículo se creía tan hombre que no se permitía dejar caer una lágrima. Hacía mucho calor, como 30 grados afuera. Estaba con el ventilador todo el día “disfrutando” del mes de vacaciones que me cedían. Aunque, la verdad no podía disfrutar una mierda sabiendo la atrocidad que se había cometido. Todas las sospechas caían en mi amada. Quizás no fue la manera más correcta de deshacerse de su horrendo marido y su dama de compañía, pero, ella reprimía su enojo, sus sentimientos, y seguro que estalló como un tsunami embravecido la noche del asesinato. Dos tardes posteriores al descubrimiento, recibí una llamada extraña de ella. Llorando, me pedía que vaya a su departamento que tenía algo importante que contarme, además de señalarme la dirección. Caché la SUBE y me tomé un bondi desde Recoleta hasta La Boca. Busqué el edificio y toqué el timbre. Dio la orden de pasó y subí al ascensor. Toqué la puerta y me abrió, con el rostro colorado de tanto llorar. No iba a echarle la culpa de la muerte de Giorgio hasta no escucharlo de sus propios labios. Lo confesó abrazándome mientras seguía llorando. La impotencia la llevó a hacer lo que hizo, afirmó. Le pedí que se relaje y que cuente cómo llegó hasta esa instancia. Una semana antes del ilícito, ella alquiló este departamento, harta de encontrar mensajes de Giorgio a Rosella con fines sexuales, y optó por no referirse de esto a sus padres, porque quizás don Ianotti hacía lo mismo que hizo su hija. Para la prensa, las hipótesis eran infinitas, sobre todo cuando se les hizo saber que Emilia ya no estaba con el tipo. Eso la hacía sentir peor. Le dije que la iba a acompañar todo lo que pueda, que la culpa era de su familia por ejercer presión. Coincidió conmigo y me pidió que hagamos el amor por última vez, pues porque ya no sabía si la policía iba a venir por ella. Nos desvestimos y nos acariciamos tanto, que era como si nada hubiese acontecido. No quería dejarla ir, aunque sabía que su vida estaba en peligro. No sabía cómo protegerla. Después de haber tenido sexo durante el resto de la tarde y el inicio de la noche, estábamos fulminados. Yo no me podía volver a mi casa porque me estaba por desmayar, y ella ni siquiera podía salir de la cama. El calor agobiante que había dentro nuestro por el exterior nos jugó una mala pasada, y casi nos deja al borde del otro mundo. Recién al otro día regresé, con los nervios de punta. Emilia iba a hacer un viaje a Sydney, Australia, y quería tener la ciudadanía. Hasta pensaba en cambiarse el nombre. Mi miedo era que sea capturada por Interpol y le den cadena perpetua.

Marzo de 2016. Recibo una llamada de larga distancia mientras estoy en la oficina. Era Emilia, desde allá, diciéndome que este era el fin, que la policía estaba afuera de su casa y que la tenían acorralada. Me puse a llorar y corrí al baño para que no me vieran. Le dije que la amo, que no me importara lo que pasó. Y ella, viceversa. El resto lo seguí por las noticias, que no dejaban de hablar del misterio del caso. Mostraron una imagen de ella en una playa, rodeada de policías que le apuntaban mientras ella amenazaba con tirarse al agua desde una escollera porque no sabía nadar. El caso estaba cerrado. Se quitó la vida y por los siguientes tres días vacié mis ojos de lágrimas y deseaba que sus padres hubiesen pensado todo lo mal que han tratado a su hija, que ahora estaba con Dios, descansando en paz. En la actualidad no he vuelto a formar pareja, ni creo que lo vuelva a hacer. Aún hoy sufro por semejante pérdida. Vivir en una familia millonaria no es fácil, y ser famoso o conocido por ello, tampoco. A veces quisiera ser un ciudadano común, de clase media, un laburante que puede vivir tranquilo sin que lo jodan. Así hubiese sido más feliz.

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