La ambición de Daniela

La ambición de Daniela

Daniela jamás imaginó que le iba a producir tanta emoción la llegada de un nuevo día, con su aroma a rocío, con el trinar de los pájaros y el juego de nubes color rosa. Ahora lo veía de otra forma, allí, hincada sobre el mueble con el ardor en su ano y su vagina después de haber recibido la entrada de veinte miembros endurecidos e incansables. Su oído se prestaba a recibir con beneplácito el ruido de los carros y las motos mientras sentía un ligero dolor en sus carnes tantas veces manoseadas y apretujadas. Gisela no cesaba de llorar, en un rincón del cuarto, con su cabeza entre sus piernas, ella prefirió ofrecer resistencia ante el plagio forzoso de sus caricias y sus besos conjugado al mal sabor en su boca por tantos sabores desagradables que chocaban incesantemente por la bifurcación de su laringe.

Daniela siempre le cedía la iniciativa a su hermana, por ella llegaron a esa casa en búsqueda de Doña Jacinta que era el contacto para conseguir un empleo de medio turno, ella y su hijo fueron los cómplices del plan para la embestida de un pelotón de jóvenes vagos y antisociales que una vez consumado el desfogue de sus hormonas sobre las dos flores delicadas emprendieron la fuga. Sólo Doña Jacinta y su hijo (quién también participó del festín) fueron aprehendidos luego de la acción policial una vez formuladas las denuncias. Del malestar y la repugnancia, su cuerpo le estaba haciendo entender a su mente que lo ocurrido podía ser la apertura a un nuevo estilo de vida, o mejor, disfrutar de una manera extrema las zonas de placer que hasta antes del acontecimiento les había dado un uso muy limitado y con cuotas de placer exiguas e insuficientes; aunque cojeaba, sentía por momentos ráfagas inusuales en el clítoris, las imágenes volvían una y otra vez (recibiendo doble penetración mientras hacia una mamada, realizando acrobacias a lo Nadia Comaneci, decilitros de semen recorriendo su delicado y escultural cuerpo) pero a diferencia de su hermana que significaba toda una pesadilla y un infierno, para ella representaba los límites del gozo, el placer por fin encontrado.

Todo esto sucedía en su mundo, en un monologo que se perpetuaba el sitio del suceso hasta la estación de policía. Confesarlo resultaba abominable. Se encontraba en un lugar del abismo donde la mayoría preferiría una muerte digna, un borrón y cuenta nueva de raíz, sin embargo ella se sentía invadida por dosis descomunales de estrógeno y un torrente de libido insospechado. Tomaba aire y cruzaba sus piernas, faltando poco para salir corriendo y volver a reunir la jauría de lobos esteparios y desfallecer de nuevo entre sus garras.

John, el hijo de Doña Jacinta, confesó luego de los sucesos que le brindaron una dosis excesiva de un coctel de estimulantes sexuales y alucinógenos a Daniela por ser ella la más bella y atractiva y disfrutar de sus atributos con locura extrema. Lo dijo con una risa perversa, lleno de satisfacción.

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