Siete por siete (151): Herramienta de trabajo




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Compendio I


Estos 3 últimos turnos han sido extremadamente fatigosos, pero al parecer, he logrado salirme con la mía.
En faena, todos saben que soy “excéntrico”, por decir algo y de una u otra forma, saben de mi existencia: que soy “El novio” o el que duerme con Hannah; el que vio el asunto de la cisterna el año pasado o el jefe que dio los primeros auxilios a Tom, a los pocos meses.
Y ahora, añadí a mi repertorio este incidente con la camioneta.
Por políticas de la empresa, cada 2 años se cambian los vehículos empleados por el personal, para prevenir accidentes y aunque la normativa exige que este proceso se haga cada 3 años, nuestra compañía es una de las pocas que apela por la seguridad de sus trabajadores, motivo por el que los Jefes de Departamentos que cuentan con estos equipos (Hannah no tiene) deben devolverlas, para reemplazarlas por otras más nuevas.
En mi condición de Jefe de Faena de Extracción y como una última atención del “Mecenas” que me colocó en este cargo, la mía fue entregada en Adelaide, mientras que las demás fueron distribuidas en Broken Hill.
Y el motivo fue simple: Estaba recién casado, recién llegado desde el extranjero y no tenía un auto, por lo que a su manera, fue el “regalo de bodas perfecto” que hizo a nombre de la compañía.
Pero ha pasado el tiempo y era necesario el recambio.
Hablé con la pedante sabandija de Roland, el flacuchento administrador que trató de culparme por lo que pasó con la cisterna el año pasado y con el que estoy envuelto en una estúpida reyerta, simplemente porque Hannah me prefiere a mí.
Mas fue infranqueable: también debía devolver mi camioneta.
No dudo que las nuevas son mucho mejores (son japonesas, de una marca conocida, mientras que mi camioneta actual es de marca china), pero sigue siendo mi primer vehículo y está bien cuidado.
Lo que quiero contar ocurrió un par de semanas atrás, cuando todo esto empezó.
Hannah trató disuadirme. Por alguna razón, creía que Roland puede ponerme el pie encima y ordenar que me despidan y a pesar que no le presto atención a las jerarquías laborales, tengo algunos “Santos en la corte”, como Sonia o el Intendente que vio mi caso en el incidente del camión, que pueden (y de hecho, pudieron) apelar a mi favor.
Como sea, la labor le probó ser monumental y por ese motivo, pidió apoyo a Tom.
“¡Te entendemos, Marco! Es tu primer vehículo… pero estás luchando por una tontería.”
“¡Te equivocas! Para mí, significa más que eso…”
Hannah se veía preocupada y bajó la mirada al ver que la situación no mejoraba.
“¡Oye!” dijo el viejo, pidiendo que me acercara. “Todos sabemos que coges a “Cargo” en ella, pero ya ¡Supéralo!…”
“¡Tom, es más que eso!” repliqué “¡Van muchos recuerdos!”
Y ese simple comentario hizo cortar la respiración de Hannah.
En esta camioneta, pude conocer “Ayers Rock” (y tomar la virginidad de Diana, la amiga azafata de mi ruiseñor); llevé a mi esposa al hospital, en uno de los días más felices de mi vida, que fue cuando me convertí en padre; pude estar con mi apetitosa cuñada, la sensual prima y la seductora tía de Marisol; en ella, traje a Lizzie a vivir a nuestro hogar y por supuesto, las innumerables tardes que Hannah y yo hicimos el amor, tanto dentro como fuera de ella.
Pero también están los recuerdos de los cuidados que le he dado. A diferencia del resto de las camionetas del lote, la mía sigue viéndose más nueva y en mejores condiciones, puesto que me preocupo de limpiarla al menos una vez a la semana y no tiene abollones.
Sin olvidar, por supuesto, esas tardes más tranquilas, pero no menos interesantes, donde Hannah le abría el capó y me enseñaba nociones básicas de mecánica automotriz, porque simplemente “le había escuchado un sonido extraño al motor” o porque “le molestaba que no me preocupara por el aceite, el líquido de frenos o el agua para el radiador”.
Incluso, mi camioneta tiene la mejor suspensión del lote y la única falla comparativa es que registra casi 200 mil kilómetros de uso, por mis constantes viajes de ida y vuelta a Adelaide.
“¡Es solo una camioneta!” rezongó el viejo, al ver que era tan testarudo como él.
“¡Eso será para ti, viejo!” respondí, hastiado de su falta de comprensión. “Para mí, es una herramienta de trabajo…”
Y tanto el viejo como yo nos sorprendimos por la belleza del rostro de Hannah: su mirada se dilató en sorpresa, con enormes e intensos zafiros, contemplándome con ternura, el rubor de su blanquecino rostro adquirió matices rosáceos adorables y esos pequeños rubíes brillantes, anhelando un beso, complementado con su cabellera rubia, le proporcionaban un aura divina y angelical.
Para Hannah, sus herramientas son casi parte de su vida y las cuida tanto como si fueran sus hijas y ella también sabe que para mí, cada objeto inanimado adquiere un valor sentimental, que al momento de averiarse causa dolor emocional.
La transmutación de Hannah dejó al viejo sin palabras y en esos momentos, supe que sería una tarde memorable.
Al finalizar nuestra jornada, Hannah se subió muy callada. Sus ojos celestinos inspeccionaban con ternura mi vehículo y me pareció ver que la acariciaba al abrir el marco de la puerta.
No hablamos en el camino a la cabaña y no hacía falta: el desierto sigue siendo bonito y tranquilo al momento del ocaso, por lo que las palabras sobraban.
Pero al entrar a la cabaña, se quedó sonriente mientras dejaba mi equipo sobre el catre, sus manos estaban tensas e impacientes, como si se tratara de una niña angelical, expectante a hacer una travesura.
“¿Me dejas hacerte feliz?” preguntó, mordiendo suave y sensualmente su índice.
No supe responder, lo que ella, siempre sonriendo, se acercó casi a saltitos a mi lado y muy despacio, se fue arrodillando hasta quedar en cuclillas y descubrir mi pene.
Todavía le intimida verlo. Es una especie de acto reflejo, pero al palpar mi glande con sus dedos y liberarlo del pantalón, gira con cierta brusquedad cuando lo tiene frente a su cara.
Aun así, le da suaves besos y lo mete, entre medio de sus labios, con la parsimonia y ternura de un ciervo bebiendo agua.
Pero en esta ocasión, me seguía mirando a los ojos, pendientes de mi reacción, subiendo y bajando con lentitud y saboreando el glande con su lengua.
Su estilo es completamente distinto al de mi esposa, dado que no puede engullirla entera. Sin embargo, me he dado cuenta que le gusta mamar del glande, como si se tratara de un biberón.
Agradado por la situación, me acomodé en la cama, mientras que ella, siempre feliz, no se apartaba de mí más de 2 pasos.
“¡No te pases de frio!” le ordené, viendo que subía y bajaba su cabeza con mucho entusiasmo, pero siempre arrodillada al lado del catre.
No se percató que el piso de la cabaña es de madera y lo que buscaba yo se colocó a centímetros de mi cara.
Besé sus muslos, distinguiendo una tierna risilla producto de sus cosquillas, pero eso sirvió para encubrir mis intenciones al ir desabrochando sus seductores pantaloncillos color caqui.
Mientras ella seguía lamiendo, mis fosas nasales se dilataban percibiendo los primeros efluvios de aquella apetitosa europea. Una pequeña cintita rosada coronaba su calzoncito, como si se tratara de una pueril muestra del regalo oculto en su interior.
Pero pude sentir la contracción de sus labios, sorprendida que la despojara de tan tentadora prenda.
“¡Marco, no!” replicó, percibiendo mi respiración sobre sus rubios vellos púbicos. “¡Quiero hacerte feliz!”
No había caso: ya estaba pegajosa y su tierno botoncillo rosado parecía latir de impaciencia.
“¡Nooo!... ¡No… lo hagas!” dejó escapar un suspiro sobre mis testículos, al percatarse de mi lengua y lentamente, se fue resignando a mis caricias.
No voy a negar lo mucho que me agradan las felaciones de Hannah. Pero más me agrada usar mi boca para darle placer.
Para mí, atenderla de esa manera me trae muchos recuerdos de cuando Marisol y yo éramos novios.
Durante mucho tiempo deseé devolver el placer que me daba mi esposa con sus labios, puesto que cada vez que salíamos o nos juntábamos a estudiar, ocasionalmente me atendía con su boca y puesto que mi mujer siempre ha sido una mujer empeñosa que constantemente busca superarse, me arrancaba acabadas tremendas que me dejaban con una sonrisa de idiota y bastante pacifico.
Pero otra cosa fue para mí empezar a atenderla con mis dedos. Siempre se rehusaba, por temor que me diera asco tocar por donde ella orinaba y fue muy difícil convencerla que me dejara hacerlo.
Y lo mismo me pasa con Hannah ahora: también se resiste, porque no considera bueno que yo proporcione el placer que su esposo no le da.
Pero de la misma manera que sucedía con mi ruiseñor, esos firmes y fuertes “¡Noo!”, con piernas apretadas y tensas, cambiaban de a poco en quejidos más placenteros y permisivos, con piernas mucho más lacias y sumisas, aceptando la situación.
No me importaba que su felación quedara inconclusa: me fascina lamer ese bocadillo sonrosado y besar sus rubios pelillos y deslizando mi lengua en el fondo de su profundo canalillo, respondiéndome con la más maravillosa “queja de alivio”.
Su respiración quedaba entrecortada, cada vez que subo y bajo con mi lengua y enfoco mis labios en su clítoris, en un beso que busca succionarlo.
“¡Noo! … ¡Por favor!” y otro suspiro más me corona, sin darse cuenta que sus caderas se empiezan a deslizar, favoreciendo el avance de mi lengua.
“¡No, Marco!... ¡No, Marco!... ¡Ugh!... ¡Ya detente!”
Pero sus caderas se siguen moviendo por cuenta propia y no me importa que acabe sobre mis labios, porque al igual que a mi esposa, me encanta escuchar sus “protestas permisivas”.
Me enfoqué más y más en su latente botón y por fin pudo ser sincera consigo misma, reconociendo el placer que le otorgaba.
“¡Sii, Marco!... ¡Siiii!... ¡Ahíiii!” se quejaba, con la respiración cada vez más agitada.
Aun así, quería seguir cediéndole más placer que el que en esos momentos alcanzaba.
“¡Espera!... ¡Espera!... ¡No!... ¡Ahí no!” alcanzó a decir, mas era demasiado tarde: mi índice entraba y salía con premura de su colita, mientras que mi lengua lamía insaciable su botón.
No se percató que el movimiento de sus caderas seguían un ciclo parabólico semejante a las bielas de sus motores: su clítoris y vagina paraban con fuerza sobre mi mentón y boca, que aprovechaban de lamer y deslizarse entre medio de su rosado canalillo, mientras que en la carrera de retirada, sus muslos se incrustaban mis dedos hasta el fondo de su ano, reiniciando de esta manera el ciclo.
Simplemente, se olvidó de seguir lamiéndome y se preocupó de disfrutar, apoyando su rostro sobre mi muslo derecho, mientras yo seguía afanosamente lamiendo la miel de su ardiente manantial.
Luego de una media hora, degustando las tensiones almacenadas en un día, me volteé a mirarla: sus ojitos celestes estaban en la más absoluta dicha y su sonrisa era impecable.
“¿Por qué… no me dejaste… hacerte feliz?” me preguntó, todavía con algunos temblores en su cuerpo.
“¿Quién te dijo que no me has hecho feliz?” respondí, mirándola con dulzura.
Nos besamos y pudimos sentir nuestros respectivos jugos.
Mas a su sonrisa no podía ser más amplia, al sentir el duro objeto que la rozaba a la altura de la cintura.
“Ahora… tú sabes lo que me haría más feliz…” dije, mirándola a sus expectantes ojos.
Con otro suspiro, volvió a mirar hacia nuestras piernas y mordiéndose sensualmente los labios, fue deslizando su hendidura sobre mi miembro dilatado, de una manera suave e indescriptible, pudiendo sentir que sus jugos seguían manando generosamente y que terminó robando a ambos nuestra respiración.
Al llegar a la base de mis testículos (que sentía tremendamente hinchados), la tomó con ambas manos, alzó brevemente su cuerpo y se la fue enterrando de a poco, ayudada por la gravedad.
Le sujetaba por las caderas y trataba deslizar su cuerpo sobre el mío, pero no podía ingresar más de la mitad.
Y bastó que yo la girase para que entrara completa.
Lo que más me marcó esa noche fue la intensidad del rubor de su rostro, el cual era producto de vergüenza, pasión y verdadero calor y que ni siquiera Lizzie, con sus pecas, da la tonalidad.
Me envolvía con sus piernas, como si me fuese a escapar y la cama, una vez más, recibía nuestros constantes azotes.
Palpaba su vientre, sus pechos y aquella majestuosa cola que a todos nos vuelve locos en faena, mientras que ella vanamente intentaba ocultar su rostro caluroso bajo la almohada, mientras nuestros cuerpos armaban una improvisada “L”.
Y le estaba dando duro, más de lo que su marido le habrá dado jamás y me daba cuenta de ello, porque seguía obstinada en ocultar su hermoso rostro tras la almohada.
Solamente, lanzó un quejido intenso a través del felpudo y fue al momento que me descargué en su interior: me sujeté firmemente de su cintura, metiéndola hasta el fondo y solté todo.
Un solitario y lobezno “¡Uhhhh!” fue la única respuesta que me dio.
No sé si considerar el beso que prosiguió como uno largo o bien, una serie tan seguida, que nunca consiguió apartar su boca de la mía.
Como fuese, su lengua parecía envuelta en una batalla campal en mi boca, prendiéndose a la mía con la determinación de un marisco adosado a una piedra.
Su saliva era dulce y maravillosa y el calor de manaba de ella iba acorde con su frenesí, mientras aguardábamos el poder despegarnos.
Como era de esperarse, salió dura y dispuesta para un segundo round (puesto que su felación quedó inconclusa), que por si las dudas, se encargaba de apretar con firmeza.
Y siempre sabiendo lo que yo (Y evidentemente, ella) quería, fue solita volteándose y ofreciendo ese preciosísimo y estrecho bollo.
“¡Tú lo sabes!” le dije bromeando, mientras ella no paraba de sonreír. “¡Esto es para complementar la felicidad ya que me has dado!”
Y fui ingresando su estrecho agujero…
Por fortuna, las cabañas tienen cierta privacidad unas con otras. No obstante, los quejidos placenteros que daba Hannah pondrían a prueba hasta el más eficiente de los aislantes.
Y es que la atacaba por múltiples flancos, como casi siempre hago con Marisol: si bien, la artillería pesada se descargaba por su retaguardia, me afirmaba con fuerza de su cintura y mis dedos quedaban al alcance del manantial entre sus piernas, mientras que ella aguantaba mis embestidas apoyada con mucha fuerza de la pared y entrelazando sus pies con los míos, una vez más como si no me quisiese dejar escapar.
Y es que Hannah lucía deliciosa: su piel blanquecina, su tamaño pequeño, sus cabellos rubios, sus muslos preciosos, contoneándose de esa manera y viendo cómo ese trasero tragaba una y otra vez mi herramienta, sin que su dueña parara de gozar, era una verdadera maravilla.
Pero nuestro placer alcanzó una nueva máxima cuando vi las luces intermitentes del portátil de Hannah.
“¡Lo siento, Douglas!” me dije para mis adentros, dándole con mayor firmeza a Hannah y haciendo que ella clamara a los cuatro vientos, afirmándose de las sabanas, con bramidos verdaderamente épicos. “Tu esposa no puede atender, porque le están rompiendo el trasero, como deberías hacerlo tú. ¡Pero no importa, compañero! ¡Estoy dispuesto para cubrirte!”
Y una vez más, acabé flamantemente en los intestinos de Hannah.
Estaba cansada, satisfecha y sonriente…
Pero yo quería un tercer plato.
“¿Quieres… otra vez?” preguntó, al verla tan tiesa como al principio y yo, sin intenciones de dormir de cucharita.
“¡Por supuesto!” protesté. “¡Acabé solamente 2 veces!... en cambio tú…”
“¡Sí, Marco! Pero yo…”
No le di espacio para replicas. Un beso lujurioso y la empecé a meter en ella, con mayor facilidad.
Ponía la misma cara de Marisol: tanto placer que ya no da más, pero seguí contoneándome.
Su abrazo era más débil, como si simplemente me aguantara. Pero su boca seguía besando fervorosa y mis movimientos eran frenéticos.
Simplemente quería estar más adentro, más adentro y cuando no encontré que pudiese avanzar más, me descargué una vez más…
“¡Ahhh!... ¡Ahhhh!... ¡Nunca me sentí así de feliz en la vida!” me dijo, entrando en un arrebato de risa.
“¡Y tú piensas que no me haces feliz!” respondí, acariciando su mejilla.
Miré sus ojos de ángel y una vez más, hallé paz en mí, imaginando a mi ruiseñor.
“¡Está bien!... no protestaré más por tu camioneta… pero debes prometer que no te despedirán.” Dijo con seriedad.
“¿De verdad crees que Roland me puede despedir?” pregunté con incredulidad.
No es que me crea mejor que esa sabandija, pero tipos como él no me asustan y sé que mi empleo no depende de sus caprichos.
Hannah lo reconoció y noté cierta admiración en su mirada.
“No, pero tú no me puedes dejar…”
“¡Hasta final de año!” agregué.
Hizo una breve mueca de molestia, pero aceptó.
“Hasta final de año.”
Y así fueron pasando los días: hablé con el Intendente, exponiéndole que quería comprar la camioneta, quien me delegó con Roland; protesté otra vez, explicándole que esa camioneta me tenía contento en mi puesto y que no quería dejarla ir, porque es el vehículo con el que movilizo a mi familia; que debía hablar con la empresa de los seguros, en Broken Hill; le encargué a Tom que “rematara de antemano” mi camioneta y un largo etcétera.
Al final, mi departamento quedó con mi camioneta y con la que me corresponde como jefe, la cual delegué completamente a mi personal.
Por otra parte, Hannah y yo hemos seguido disfrutando de nuestro romance, viendo “películas malas” por la noche (de terror, pero con efectos especiales de bajo presupuesto y tan inverosímiles y con tramas tan sosas que más que miedo dan risa) y haciendo el amor con regularidad, ya que afortunadamente, ni yo ni su marido conseguimos embarazarla en febrero y le pidió a su marido un poco más de tiempo, porque “está segura que este año conseguirá el ascenso para la oficina en Perth y no quiere embarazarse hasta que lo obtenga”, motivo por el que puede seguir tomando anticonceptivos con libertad y podemos seguir haciendo el amor sin muchos contratiempos.
Y también, puede hacer una mantención permanente a mi “herramienta de trabajo”.


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1 comentario - Siete por siete (151): Herramienta de trabajo

pepeluchelopez
De lujo amigo! Suerte
metalchono
¡Gracias! Espero que para ti, la buena fortuna también te acompañe.