Siete por siete (135): Mi cita con Marisol (II)




Post anterior
Post siguiente
Compendio I


Cuando regresamos a la camioneta, Marisol seguía ofuscada y pidiendo que volviéramos inmediatamente a casa, pero yo quería seguir insistiendo.
En pocas ocasiones, la he visto celosa y a pesar de sus protestas, decidí no tomar la ruta por la que llegamos y enfilé hacia la costa.
“¿Por qué estás enojada? ¿No la pasaste bien?” pregunté, en un tono manso.
“¡No estoy enojada!” replicó ella, bastante hostil. “Solo que me preocupan las pequeñas…”
“¡Marisol, no mientas!” respondí, viendo su largo y delicado pestañeo. “También sabes que ellas no despertaran hasta la mañana…”
Y realmente, es cierto. Aunque presenciamos un “terremoto” (un temblor grado 7 en la escala Richter, que ni siquiera causó daño estructural en las casas) durante la última visita a nuestro país, algunas replicas pasaron completamente desapercibidas para nuestras hijas, que dormían plácidamente mientras el mundo se sacudía a su alrededor.
“¡Es que tú te ibas a ir con ella y me ibas a dejar sola!” manifestó, finalmente la razón de su descontento.
Entonces, decidí hacerme a la orilla y poner las intermitentes. Puse la palanca en parqueo, apliqué el freno de mano, desabroché mi cinturón y el suyo.
Mientras ella me miraba sorprendida, la tomé por el hombro y la jalé, para que se sentara en mis piernas, como he aprendido a hacerlo durante este corto periodo de casados.
“¡Mira!” le dije, explicándole como si fuera una de mis hijas. “Digamos que me hubiese ido con esa chica. ¿Crees que me habría quedado tranquilo, si tú te ves así de escandalosa?”
Su semblante cambió deliciosamente en una sonrisa luminiscente.
“¡No! ¡No creo!”
“¡No! ¿Cierto? Porque yo te habría estado mirando de vuelta, muerto de celos. Ahora, piensa lo siguiente: supongamos que yo me hubiese ido con esa chica del local, ¿Cómo habrías vuelto a casa? ¿Tomarías un taxi?”
“¡Claro que no! ¡Es demasiado caro!” exclamó, muy enfadada.
“¿Lo ves? Habrías tomado el tren y seguramente, te bajarías en North Haven, para caminar a oscuras, vestida así. ¿Crees que me habría sentido tranquilo, si hubiese sabido eso?”
Sus ojitos volvían a brillar por mí un poquito más.
“¡No!” respondió con una amplia y carismática sonrisa. “¡Te habrías preocupado!”
“¿Lo ves?”
“Pero… ¿Por qué te ibas con ella?... ¡Eso no me gustó!” exclamó con un gimoteo dulzón de mimada, desabrochando unos botones de mi camisa.
“¡Ah!... es que quería verte un poco celosa…”
Sus ojitos se dilataron tremendamente.
“¿Celosa?... pero si yo no soy celosa…” respondió, haciéndose la desentendida.
“¡No! ¡Por supuesto que no lo eres!” le dije, con un ligero tono de sarcasmo, que le arrebató un pequeño puchero.
La volví a su asiento, nos colocamos el cinturón y retomamos el viaje. Cuando llegué al camino costero, me apeé para su descontento a la entrada a un hotel de lujo.
Nos presentamos en la recepción y la mujer que atendía hizo una breve expresión de disgusto al vernos tan jóvenes, en un lugar tan distinguido, sin equipaje y con las intenciones de hospedarnos por la noche…
“Le advierto que nuestras tarifas tal vez sean bastante altas para ustedes.” Me advirtió la amargada mujer, de unos cuarenta y muchos años.
“¡No importa!” le respondí, presentándole una de mis tarjetas de crédito. “Solo cárguela a esta cuenta, por favor.”
Con una cara de urraca, revisó si tenía saldo suficiente y yo, con la parsimonia de siempre, esperaba su cambio de actitud, al corroborar los datos.
“¡Aquí tiene! ¡Muchas gracias por preferirnos!” contestó, con una amabilidad tan grande, que colindaba con la dulzura. “¡El botones les llevará a su habitación!”
Mientras subíamos en el ascensor, Marisol me protestaba por lo bajo.
“¡Qué estupidez es hacer esto! ¡Nuestra casa queda tan cerca y la habitación es tan cara!”
Mientras trataba de contener mi sonrisa, no quise decirle lo mucho que me recordaba a mi antiguo suegro al escucharle decir eso…
Nuestra habitación era bastante amplia y acogedora: una enorme cama matrimonial, con 2 lámparas en la pared y un televisor de plasma enorme, frente a la cama; el suelo, completamente alfombrado en un color semejante al manjar, que hacía juego con las paredes y el techo y una amplia terraza, con vista a la calle y al mar.
Cuando el botones terminó de mostrarnos las comodidades de nuestra habitación, le di una generosa propina.
“Oye, amigo. ¿Qué posibilidades hay para que me consigas un “Banana Split”?” Le consulté.
“No lo sé, señor. Me parece que la cocina está cerrada en estos momentos…” respondió, contando con sorpresa los billetes.
Era alrededor de la medianoche y tenía mis dudas si la cocina seguiría abierta.
“¡Estoy dispuesto a redoblar mi propina y pagar el costo del postre, si me consigues uno y un jugo de durazno!” le ofrecí, ante la mirada expectante de mi mujer.
“Pues… el minibar cuenta con algunos refrescos y bebidas alcohólicas.” Respondió, con una actitud mucho más hospitalaria que la recepcionista. “¡Trataré de convencer al cocinero!”
“¡Muchas gracias!” le agradecí, mientras que el muchacho trotaba hacia el elevador, como si se lo llevara el viento.
Le dejé un poco de dinero a Marisol, que me miraba todavía enfadada en la cama.
“¿Por qué nos estamos quedando aquí? ¡Quiero volver a la casa!”
Me irritó un poco su actitud.
“¡Vamos, ruiseñor! ¿No te das cuenta que en pocas ocasiones, podremos disfrutar una habitación como esta?” insistí, mientras me desabrochaba la camisa. “Además… eres demasiado bonita para llevarte a un motel barato.”
Mis comentarios le hicieron avergonzar y la dejé esperando por su postre, mientras me daba una ducha.
Por lo general, no somos de darnos demasiados gustos. Pero en nuestra actual condición de casados, nos sería imposible disfrutar de una habitación como esa de la manera que yo pretendía hacerlo, ya que vivimos enfocados en nuestras hijas y si bien, seguimos haciendo el amor con bastante libertad y frecuencia, me he dado cuenta que hemos perdido un poco de tiempo para compartir juntos.
El baño era bastante grande, con una ducha en una caseta de vidrio y una tina enorme aparte, donde podrían bañarse fácilmente 3 personas.
Me di una refrescante ducha, para desosegar mis tensiones y cuando salí, envuelto en un batín bastante suave, encontré a mi esposa con la mitad del postre para 2.
“¡Tengo el agua andando en la tina, para que te bañes!” le avisé, con intenciones de ponerme en la buena con ella.
“Pero si en la casa tenemos tina también…” protestó, insistiendo con que volviéramos.
Pero sé que es distinto. Somos “ecológicos” y la bañera la ocupamos solamente para lavar a las pequeñas y esta tenía hidromasaje y sales naturales, por lo que realmente era una experiencia que no quería que ella perdiera.
“¡Por favor!” le solicité, dándole un tierno y humilde beso. “Al menos, déjame lavarte la espalda.”
Marisol no es insensible y aunque seguía molesta por haber tenido esa atención, accedió a mi petición.
Fue memorable verla desvestirse en el baño: usaba zapatos con taco alto (Afortunadamente, aprendió a caminar con ellos, sin tropezar demasiado), que aparte de cederle mayor altura, destacaban más su ya apetitosa cola.
Me miró, pidiéndome ayuda para desabrochar el cierre de su vestido y con el mismo pudor que hemos podido mantener en esta relación, deslizaba lentamente el vestido a través de su cintura y sus brazos.
Su calzoncito de encaje blanco se veía muy atrayente, como si complementara el aura virginal e inocente que Marisol sigue proyectando, sin importar lo mucho que hemos vivido juntos y añadiendo mayor erotismo y sensualidad a la situación, desabrochó su sostén, cubriendo sus copas con sus manos.
Irremediablemente, tuvo que descubrirlas, para remover su prenda inferior, pero siempre dándome la espalda y destacando de una manera demasiado incitante su escultural trasero, para posteriormente, volver a cubrirse con ambas manos: una, en su intimidad inferior y otra, sobre sus generosos pechos, mientras contemplaba la expresión atónita de mi cara.
“¡Vamos a ver qué tan rica es esta tina… por la que gastaste tanto!” me dijo, sonriendo con picardía, al deslizar suavemente su pierna derecha sobre el vaporoso y espumoso recipiente.
Manteniendo ese juego de ocultar su cuerpo, fue deslizándose lentamente, hasta que la espuma cubrió su desnudez a la totalidad.
“¡Siii! ¡Está bastante bien!” exclamó, agradada por la temperatura del agua.
Fue entonces que me arrimé a su lado.
“Marisol, ¿Me dejas masajearte un poco los hombros?”
Me regaló una sonrisa risueña…
“¡Está bien! Pero no se te vayan a ocurrir otras ideas, ¿Eh?” respondió coqueta e invitándome.
Pero aunque deseaba hacerle el amor, quería masajearla, ya que sé bastante bien cuando mi mejor amiga anda tensa.
“¡Cielos, ruiseñor! Aunque has pasado unas semanas de vacaciones, todavía tienes mucha tensión en los hombros.”
“Es que son las niñas, mi amor…” exclamó, dando un gemido bastante placentero. “Me sigo preocupando mucho por ellas…”
“Marisol, ¿Puedo preguntarte algo?”
Ella sonrió y me dio una mirada coqueta.
“¿Me preguntas para hacerme una pregunta?” señaló, muy divertida. “¡Soy tu esposa! ¡Puedes preguntar lo que quieras!”
“¿No te preocupa que sea mayor que tú?” pregunté, sacudiendo mis manos de la espuma. “Es decir… ¿No te preocupa que yo sea más viejo que tú?”
Sus esmeraldas se dilataron al instante…
“¡Para nada! ¿Lo preguntas por lo que dijo ese insensible en la disco?” preguntó, mirándome con preocupación.
Le sonreí con ternura.
“¡No, Marisol! Verás… me preocupa que unos 10 años más, tal vez no sea tan animoso como lo soy ahora. En cambio tú, te seguirás viendo preciosa, con 30 años…”
Marisol se rió de buena gana, a pesar de mi aflicción.
“¿De verdad te preocupa eso?” exclamó, mirándome con incredulidad. “¡Amor, hay viejos calentones, con incluso más años que tú, que siguen dándole sin parar! Es más, mi amor: mi mamá te puede decir el nombre de unos cuántos… pero a mí eso no me importa. Yo te amo, porque eres lo más lindo que he encontrado en la vida y haces cositas como estas, que me llenan más y más de felicidad. Yo no creo que tú te calmes. ¡Tienes mucho espíritu de lucha para darte por vencido! Pero si te llega a pasar, yo sabré buscarte, para que me hagas feliz contigo…”
Fue de esa manera que terminé buscando sus labios. Besé suavemente a mi esposa/amiga/sirena y poco me importó salpicar al meterme en la bañera, con la bata incluida…
“Total, nosotros no limpiamos…” le expliqué, mientras ella seguía sonriente.
Y me fui desnudando, en la mezcolanza de agua, espuma y vapor. A pesar que no podía apreciarlo por la espuma, conozco tan bien el cuerpo de Marisol, que mis manos tardaron un instante en rozar el maravilloso tesoro entre sus piernas.
“¡Nooo! ¡Nooo! ¡Ahí no!” protestaba ella, mientras que sus espasmos y la cara de placer decían lo contrario, buscándome sedienta los labios. “¿Cómo puede… preocuparte algo así… si haces cositas como estas?”
“¡Es que te ves tan bonita, Marisol, que sé bien que no te merezco!” respondí.
“¡Nooo! ¡Te equivocas!” exclamó en un alarido exacerbado. “¡Eres mi mejor… amigo y el que mejor… me ha tratado!”
Mi glande encontró su objetivo y ella, abrumada por mi cuerpo, se afirmaba fuertemente sobre mi hombro.
“¡Te amo! ¡Te amo!” me decía, dándome fervorosos besos con sus labios sonrosados.
Mis dedos palpaban sus ocultas y ondulantes formas, mientras el agua proyectaba el énfasis de mis embates.
Sentía su cuerpo caldeado y jabonoso, sintiéndome gratamente feliz, porque a pesar de no verlo directamente, sabía que lo que tocaba era su piel nívea.
Ella, en cambio, se meneaba maravillosamente, liberando delicados suspiros de placer, que eran complementados con tiernos besos, que aun mantenían parte de la dulzura de su postre en sus labios, juntos con el inconfundible sabor a limón de su boca.
“¡Ay, amor!... ¡Estás tan adentro!... ¡Mi vida!... ¡Cada vez… me preocupo… si me irás a preñar!” susurraba en mi oído.
La verdad que es una preocupación compartida, en especial, porque mi cuerpo encaja a la perfección con el de ella.
Pero ese comentario me ponía de más ánimos. De hecho, le he hablado a Marisol mi dilema emocional al respecto, porque aunque mi deseo principal es que termine sus estudios, también me dan ganas de volver a ser padres otra vez, aunque lo sopeso con el hecho que nuestras pequeñitas todavía no han crecido lo suficiente.
“¡Quiero tener… muchos hijos contigo… Marisol!” le dije, dejándome llevar por mi excitación. “Unos 7… o 15… como tú prefieras…”
Los labios inferiores de Marisol se gratamente contraían con mis palabras, gimoteando y cerrando los ojos, al sentirme de mayor tamaño en su interior.
“22… me parecería perfecto…”
Pero era algo del momento. Queremos tener varios hijos, pero tampoco es la idea que seamos literalmente un par de conejos.
El agua se sacudía tempestuosamente, mientras que Marisol cerraba los ojos y el vaho parecía llevarse su espíritu con el placer. Curiosamente, el contraste entre mi trasero descubierto por el aire y el calor del agua hacía que mis embestidas fueran cada vez más apresuradas, sumiendo de regocijo a mi adorada esposa.
“¡Uy, Marisol!... ¡Uy, Marisol!... ¡Creo que no puedo avanzar más adentro!... ¡Hasta aquí alcanzo!” exclamaba, con intensas estocadas, que cortaban el aire a mi esposa, mientras que mis testículos golpeaban con insidia el pubis de mi amada y tal vez, lo prensaban un poco más de lo acostumbrado, con la ambición de alcanzar los lugares más recónditos del interior de mi mujer.
“¡Está bien!... ¡Está bien!” respondía ella, completamente sumisa e indefensa, ante la masa de mi cuerpo aplastándola. “Si metieras más… ¡Me volverías loca!”
Eventualmente, alcanzamos el clímax. A pesar que he visto muchas veces a mi esposa alcanzar las estrellas conmigo, esa vez fue singular: Su rostro se veía desencajado y se afirmaba con mucha fuerza, como si tuviera miedo a que fuera a ahogarse.
Por mi parte, esperando el acostumbrado despegue, yo mantenía una interminable flexión de brazos, con la intención de no seguir aplastándola.
“¿De verdad… te preocupa eso?” preguntó dichosa, cuando sus sentidos volvían un poco, refiriéndose a la confesión que había hecho antes.
Aunque me entristeció un poco que no me creyera, entendía que podía considerarlo como una treta de mi parte, para hacerle el amor.
Sin embargo, tras conocernos tanto tiempo y ser verdaderamente amigos, le permitió interpretar la honestidad de mi mirada.
“¡Sí!” respondí mirándola con ternura. “¡Me preocupa que algún día esté demasiado cansado para hacerte feliz!”
“¡Ay, amor, eres tan tontito a veces!” dijo en una voz melosa. “Sales a correr, trabajas todo el día, nos cuidas a mí y a Liz… ¿Realmente te preocupa que un día te falten las fuerzas?... porque yo todavía sigo esperando que te canses…”
Y en efecto, cuando pudimos despegarnos, Marisol continuaba feliz porque mi erección aun no bajaba, así que cambiamos de posiciones.
Sin importar lo mucho que lo hemos hecho juntos, cada vez disfruto de ver su expresión cuando se la entierra: ella cierra los ojos; la toma (Si es que lo considera necesario) y frunce levemente la cara, a medida que la cabeza empieza a entrar. Entonces, le da una especie de sofoco, como cuando uno se baña con agua muy caliente, a medida que empiezo a deslizarme por su interior (o para ser más exactos, su cuerpo empieza a descender, producto de la gravedad y el peso).
Pero lo que realmente me excita ahora es que cada vez que su cuerpo llega hasta el fondo, sus pechos se sacuden de una manera impresionante.
Y sus caderas, suaves y con un par de rollitos que nada mal le sientan, van haciendo leves semi círculos, a medida que empieza a ganar mayor impulso.
Su rostro se ve divino y a veces, se muerde los labios, lo que me pone más caliente, pero trata de mantener los ojos cerrados.
Aunque le he preguntado, ella no se da cuenta, pero teorizo que se debe a que en esos momentos, está más preocupada de buscar su propio placer y de no enfocarse tanto en el romanticismo que conllevan nuestras miradas.
Entonces, se yergue y sus pechos generosos y rebosantes me vuelven loco y buscando cederle mayor placer, le empiezo a decir comentarios levemente más soeces.
“¡Ay, mamita!... ¡te ves tan rica!” le dije, mientras me cabalgaba maravillosamente y sus fresitas erectas y brillantes solicitaban que las probara.
Pero en esta ocasión, también nos percatamos de una barrera que yo cargaba bajo la superficie de mi personalidad…
“¡Si, papito!... ¡Si, papito!... ¡Así, papito!... ¡Tómesela toda!” y entonces, me miró sorprendida. “¿Qué? ¿Qué pasó?”
Sentí como si me echaran un balde de agua fría y podía sentir todo mi sistema nervioso drenando las fuerzas de mi erección, para potenciar la tensión de mi cuerpo.
“¡Lo siento, Marisol!... pero no me digas así…” respondí, al sentir cómo me emblandecía también.
“¿Qué?... pero… ¿Por qué?... ¿No te gusto así?” preguntaba confundida y verdaderamente sorprendida, porque no es algo que me ocurra a menudo.
“¡Claro que me gustas, ruiseñor!...” respondí complicado. “Pero si me dices “papito”, me acuerdo de las pequeñas…”
Ella se reía, muy divertida y entendiendo lo que me pasaba.
“Pero yo no lo digo por ellas…” dijo, besándome y dando pequeños brincos, intentando resucitar mi erección. “Yo lo digo porque pienso que tú eres mi papito…”
“¡Vamos, Marisol! ¡No digas eso!” le pedí, sintiendo que mi tensión se almacenaba en la base de la mandíbula.
“¡Es la verdad!” respondía ella, con una cara de lujuria, al ver que sus palabras funcionaban. “¡Tú eres mi “nuevo papito”!... ¡el que me enseña cositas ricas en la cama!”
La succión de Marisol era impresionante y su convicción, por buscar que me pusiera de ánimos, era impresionante, al punto que a pesar de mis mejores esfuerzos por resistirme, estaba cayendo en sus encantos.
“¡Vamos, Marisol! ¡No me hagas así!” le pedía, sintiendo cómo volvía a crecer en ella una vez más.
“¡Siii!... ¡Eres mi “papito rico”!... ¡Enséñeme más cositas!... ¡Por favor!” pedía ella, con una voz muy melosa.
Tras algunos besos, abrazos, caricias y chupones indiscretos, no tardamos demasiado en volver a fundirnos y como si siguiéramos siendo la pareja de pololos de antes, nos mirábamos embelesados a los ojos.
“¡Dejamos todo mojado!” exclamó ella, al ver el borde de la tina. “¿Deberíamos pedir un trapero?”
Le di una tierna sonrisa, porque a pesar de todo, seguimos sin acostumbrarnos a los lujos y la entendía.
“¡No creo!” respondí, tratando de mantenerme firme. “Deben pagarle a alguien para que limpie…”
“¡Pero dejamos tanto desorden!”
“Si, pero dudo que sea lo peor que haya visto este baño…” reflexioné, pensando que todavía había suficiente espacio en la bañera para que entrara Lizzie e incluso, Hannah…
“¿Sabes? Ahora como que te estoy entendiendo un poco por qué querías venir…” dijo, mirándome con sus hermosas esmeraldas, añadiendo con la misma coquetería cautivadora que me mostró en el pub… “Y ahora… como yo sé que todavía te quedan ganas… ¿Qué te parece si probamos lo rica que se siente la cama?”
En pocas ocasiones, he estado tan de acuerdo con ella.


Post siguiente

0 comentarios - Siete por siete (135): Mi cita con Marisol (II)