cascabel (2)

9. El pequeño Diablo.



Eugene cubrió el cuerpo de Claudine con una fina capa de color verde mientras todos la observaban; olían su miedo y se deleitaban con la humillación que le infligían.

Claudine, por su parte, intentaba cubrir las partes más íntimas de su cuerpo con la tela, mientras juntaba las piernas con fuerza para detener el semen que había recibido en su interior, y que en aquel preciso instante recorría sus muslos. Sintió un profundo asco, y recordó que aquella sustancia que ahora fluía por su pierna era la misma que había visto en el miembro de Fabían y que, poco antes, había tenido que limpiar.

Emily, con la impaciencia propia de su juventud, se acercó a Claudine y preguntó:

—¿Puedo subirla a mi cuarto? —La madre asintió con la cabeza—. Eugene, prepáramela.

Eugene sabía lo que tenía que hacer: llevó las manos de Claudine a la espalda, unió las dos anillas de los brazaletes y las enganchó con un pequeño candado de acero. Luego se acercó a un pequeño cofre de madera que había sobre un mueble y sacó de éste una cadena de finos aros que enganchó al collar de Claudine. Entregó el extremo de la cadena a Emily, le dio las llaves y se apartó.

Claudine se sintió tal y como todos esperaban que se sintiera: entregada. Ella no era más que un juguete del que se acabarían cansando después de haberle dado todos los usos posibles. Y cuando se aburrieran de él, le buscarían usos alternativos que satisficieran sus depravadas necesidades. Pero por fortuna Claudine desconocía esto último, al igual que desconocía otras muchas cosas que sólo el tiempo desvelaría.

Emily estiró de la cadena y arrastró a Claudine hasta su habitación, situada en la segunda planta de la mansión. Tenía ésta una cama de hierro forjado con unascadenas colgando en cada una de sus esquinas, una enorme cómoda hecha con madera de cerezo, a juego con el armario, y una ventana que daba a la parte trasera de la casa. Cubría el suelo un bonito enmoquetado rojo que daba a la estancia un aire acogedor, como de cuento de hadas. Emily cerró la puerta, y después de quitar el candado de las muñecas de Claudine, se sentó en la cama y le ordenó que se arrodillara frente a ella. Claudine obedeció, y notó al hacerlo que la moqueta no estaba ni fría ni caliente, ya que, a pocos días de llegar el verano, la temperatura era suave y agradable.

—Más cerca —dijo Emily.

Claudine tomó impulso para levantarse.

—No te levantes. Arrástrate. Los gusanos lo hacen; no veo por qué tú has de ser diferente.

Arrastrando las rodillas, temblando de miedo, se acercó hasta que sus pechos rozaron las rodillas de Emily. Tenía la mirada clavada en el suelo y el orgullo pisoteado. Emily apartó despacio la capa verde que cubría el cuerpo de Claudine y dijo:

—No eres gran cosa.

Emily le alzó el rostro con la mano antes de continuar.

—Me gusta que me miren a la cara cuando hablo. A los ojos no; eso me molesta. Mírame siempre a los labios. Quiero que veas cómo se mueven cada vez que te ordene algo. Como por ejemplo ahora. Mírame; observa bien lo que te pido: méteme las manos por debajo de la falda y quítame las bragas.

Claudine siguió la orden, resignada a los deseos del destino.

Hay personas que, estando frente a otras de carácter condescendiente y sumiso, ven aflorar su agresividad, y si al mostrarla reciben la otra mejilla, su violencia se ve multiplida. Algo parecido experimentó Emily, que al ver obedecida su orden con tanta sumisión, deseó torturar a su víctima hasta verla desfallecer.

—Vas a tener muchas obligaciones en esta casa; una de ellas será la siguiente (subiéndose la falda y abriendo las piernas): mi aseo diario.

Emily agarró por el pelo a Claudine y la obligó a mirar su entrepierna.

—¿Lo ves? Conseguiste mojarme. Tu trabajo consistirá en mantenerlo limpio. Levántate. Eso de ahí (señalando una puerta que había en el mismo dormitorio) es mi cuarto de baño. Verás un cuenco; llénalo de agua y tráelo con una toalla. Te enseñaré cómo has de asearme.

Claudine entró en el cuarto de baño.

Era un lugar tan acogedor como la estancia a la que acompañaba. Tenía una bañera con patas de acero grabadas y adornos de plata. Los muebles estaban hechos de madera y mármol. Sobre uno de ellos había una jarra blanca de cerámica llena de agua, y, a su lado, un cuenco del mismo material y color, ovalado.

Claudine vertió un poco de agua en el cuenco, cogió una toalla pequeña de un mueble y salió del cuarto de baño.

Ya fuera se acercó al pequeño demonio y se puso de rodillas frente a él.

—Muy bien, Cascabel; comencemos: dame la toalla y levanta el cuenco.

Emily agarró la toalla, mojó un extremo en el agua y ordenó a Claudine que sacara la lengua.

Agarrándola del mentón, le frotó la lengua con la toalla.

—¿Verdad que no limpiarías un mueble con un trapo sucio? Pues mucho menos vas a limpiar a tu dueña con esa lengua tan sucia. Bebe un poco de agua y deja el cuenco. Eso es. Ahora, limpiame.

Claudine era consciente de que nada la salvaría de cometer un acto tan repugnante, y que su destino inmediato consistía en poner en contacto su lengua con la parte más íntima de otra mujer. Pero su rechazo al sexo sin amor, y especialmente con personas de su mismo sexo, le impedía cumplir lo que le ordenaban.

Viendo Emily que no obedecía, cosa que, dicho sea de paso, la excitó, se levantó de la cama, se acercó a la cómoda y abrió uno de sus pesados cajones.

Cascabel escuchaba sus movimientos, pero no se atrevió a mirar.

—Cascabel, mírame —dijo Emily, con voz juvenil y divertida, propia de su edad, algo que contrastaba con el fondo perverso de sus palabras. Claudine giró la cabeza y contempló con estupor a su torturadora, quien sostenía en la mano un látigo de nueve colas con trallas de cuero trenzadas—. Éste es uno de los muchos instrumentos que usaré contigo. Éste deja unas bonitas marcas en la piel. Cuando mi madre me de permiso te llevaré al jardín, te ataré a un árbol y con este mismo látigo, después de haberlo hundido en un cubo con agua y haber dejado que el cuero se empape, te azotaré sin piedad. Duele, Cascabel, duele horrores, pero no podrás hacer nada para evitarlo; estarás atada, recuerda. Te azotaré con tanta fuerza que… que… que a cada golpe suplicarás que sea el último. Con el primero sentirás un calor que se extenderá por todo el cuerpo, como un sofoco asfixiante, y te estremecerás. Después sentirás rabia, ira, impotencia, humillación y dolor, mucho dolor. Ya luego sólo sentirás el deseo de morir. Y aun así los preferirás, a los azotes me refiero, Cascabel, a otras cosas que tengo pensado hacer contigo. ¿De qué otras cosas hablo? —Emily soltó una carcajada estentórea al pronunciar esta pregunta.— No avancemos nada. Sólo te diré que lo mejor que podría pasarte es que mi madre te mandara a los bajos fondos de la ciudad y te prostituyera; eso te mantendría muy lejos de mí. ¿Preferirías eso?

De repente Claudine rompió a llorar.

¿Cómo era posible que una chica tan joven pudiera tener una mente tan cruel? Se preguntaba Claudine; “¿y por qué a mí, Señor, y por qué a mí?”.

Emily, con el látigo en la mano, volvió a sentarse en la cama, delante de Claudine, y abriendo las piernas, dijo:

—Tengo métodos para hacerte sufrir sin que mi madre se entere. Llora todo lo que quieras, pero limpia hasta el último rincón.

Con el mango del látigo acercó la cara de Claudine a su sexo. Cuando Emily sintió su aliento, suspiró y cerró los ojos.

Claudine sacó la lengua y comenzó a chupar sin dejar de llorar, intentando mantener la mente muy lejos de allí. Su lengua se hundió en aquella zona húmeda y llena de pliegues, algo viscosa y con un sabor que no hubiera sabido describir, entre dulce y salado, que le resultó de lo más repugnante.

Emily tenía los muslos empapados por las lágrimas que, si bien fueron menguando, no dejaron ni un momento de caer por las mejillas de Claudine. Ello excitaba a Emily, lo que hacía que su sexo no dejara de manar ese flujo viscoso y de olor penetrante que tanto desagradaba a Claudine.

Pasado un rato apartó con el pie a su mascota y comenzó a frotarse con el mango del látigo. Después de moverlo arriba y abajo se introdujo la punta, y poco después el mango entero, hasta que finalmente tuvo un orgasmo. Al acabar, lo sacó para dar de lamer a Claudine.

Emily, satisfecha, se tumbó en la cama y comenzó a pensar en voz alta.

—Dios me ha dado este don. No imagino otra cosa en este mundo que pueda proporcionarme mayores placeres que los que me brinda el sufrimiento ajeno. Es una suerte que hayan personas como tú, Cascabel, que se horrorizan ante personas como yo; de lo contrario no sería lo mismo. No, Cascabel; si te gustara, no sería lo mismo. Ya sé lo que estás pensando, pero no lograrás engañarme. Hasta ahora has llorado por miedo, pero pronto, muy pronto, lo harás de dolor, y eso te puedo asegurar que no se puede disfrazar.

Emily se levantó de la cama y se dirigió a la cómoda, de donde sacó tres mordazas, distintas todas ellas: una de bola, una de anilla y otra de tubo.

—Cascabel, mira aquí —dijo Emily, mostrando la mordaza de anilla—. ¿Te gusta? ¿Sabes para qué sirve? No, ¿verdad? Pues verás, esta mordaza obliga a mantener la boca abierta. ¿Para qué? Ya lo verás. Acaba de beberte el agua.

Tal y como venía haciendo hasta ahora, Claudine obedeció. Agarró el cuenco y se bebió el agua que quedaba.

—Muy bien —continuó Emily—, ahora deja el cuenco en el suelo y abre la boca; voy a colocarte la mordaza.

Aquel instrumento forzó la boca de Claudine. Un lagarto se hubiera podido meter en su interior, si Emily hubiera querido, sin riesgo a ser expulsado. Pero Emily no tenía un lagarto por allí, ni nada que se le pareciera, así que recurrió a lo que tenía más a mano.

Ordenó a Claudine que se pusiera a cuatro patas, le colocó el recipiente debajo de la cabeza, cogió un objeto con forma fálica y, colocándose detrás de ella, la penetró. Claudine, al sentir el extraño objeto dentro de ella, echó el cuerpo hacia adelante. Emily se sentó sobre sus caderas, como si de un caballo se tratara, y sin dejar de introducirle el objeto, la agarró del pelo con la otra mano para reprimir su balanceo. Mientras el objeto entraba y salía de su sexo, en la boca de Claudine se formó un embalse de saliva; cuando comenzó a derramarse, comprendió entonces la finalidad del recipiente. Con cada embestida, su cuerpo tendía a irse hacia delante, algo que Emily se encargaba de corregir con un nuevo tirón de pelo. Esto despertaba los lamentos de Claudine, que, sin poder evitarlo, se veía torturada doblemente.

Al poco rato el recipiente comenzó a llenarse de saliva.

Emily, dejando el objeto en el interior de Claudine, se levantó y le retiró la mordaza. Instintivamente, Claudine se limpió con la lengua los restos de saliva que aún resbalaban por la comisura de sus labios.

—Abre la boca —ordenó Emily, agarrando la mordaza de tubo—. Voy a colocarte ésta. Es muy útil para hacerte tragar cualquier cosa. Por ahora solo tenemos tus sucias babas…

Se oyó un golpe seco. El consolador había caído al suelo. Emily no le prestó atención, y se dedicó a colocarle la nueva mordaza. Luego apartó el recipiente, se puso de cuclillas sobre él, y ante la mirada estupefacta de su esclava comenzó a orinar en su interior.

—Ya tenemos algo más —dijo, mientras acababa de mear. Claudine se sentía embargada por un sentimiento que comenzaba a serle familiar: una mezcla de humillación y de espanto que hacía que su cuerpo temblara y tuviera nuevamente ganas de llorar. Y mientras sentía esto, observaba con desagrado el fluido que salía de Emily y que, en breve, sería obligada a tragar.

El fluido, mezcla de saliva y orín, llegó al borde del recipiente. Emily se levantó y dejó que cayeran las últimas gotas de su entrepierna; después irguió el cuerpo de Claudine hasta ponerla de rodillas, le unió nuevamente las manos a la espalda con el candado, levantó el tubo de la mordaza y comenzó a derramar el fluido por el embudo.

—Si no quieres ahogarte, te aconsejo que vayas tragándotelo todo. Eso es. No cierres los ojos, ni tampoco arrugues la cara como si te diera asco, a menos que quieras estar bebiendo toda la noche. Mientras vas tragando, te diré algo muy importante. Desde hoy me pedirás permiso para ir al baño. No siempre te dejaré, pero cuando lo haga, te acompañaré para verte. Vamos, sigue tragando, que ya queda poco.

Justo cuando la última gota abandonaba el recipiente se oyeron unos golpes en el cristal de la ventana. Emily se giró y pudo ver una mano que, con el puño cerrado, tomaba impulso para volver a golpear el cristal: toc—toc—toc. Claudine quedó petrificada ante la idea de que pudiera haber alguien colgado ahí afuera. Estaban en la segunda planta de la casa, y cualquiera que allí estuviera, habría tenido que escalar la fachada, que tal y como recordaba Claudine cuando vio la casa por primera vez, estaba en su mayor parte tapizada de hiedra. Emily, con el ceño fruncido, fue a abrir la ventana. Por la misma asomaron unos ojos que escudriñaron el interior del cuarto con cautela hasta que se cruzaron con la mirada asustada de Claudine.

—¡Alan! —gritó Emily— ¿Qué diablos haces aquí? ¡Te dije que no vinieras esta noche!

Arrastrándose por el marco de la ventana, un joven de aspecto desaliñado, harapiento y destartalado se introdujo en el interior de la habitación, cayendo al suelo con un golpe seco.

— Y ahora entiendo por qué —dijo el joven, levantándose del suelo y mirando a Claudine.

—No es por ella, mendrugo. Mi madre me ha dicho que me mandará a un internado si vuelve a encontrarte por aquí.

—¿Y no vale la pena correr el riesgo?

Al decir esto, el joven se bajó alegremente los pantalones y los calzoncillos, dejando libre un miembro de dimensiones poco usuales.

—Eres demasiado engreído y vanidoso para ser un pobre desgraciado, pero tienes razón: vale la pena por algo así —dijo Emily, cogiendo el desproporcionado miembro con la mano y frotándolo muy lentamente—. Bueno, ya que estás aquí me serás útil.

Dicho esto, soltó el miembro del intruso, se acercó a Claudine y, agarrándola del brazo, la obligó a tumbarse en la cama. Emily ató sus extremidades a las cuatro cadenas que colgaban de cada una de las esquinas de la cama, dejándola con los brazos estirados y las piernas abiertas. Después le cambió la mordaza de tubo por otra de bola.

—Alan; tómala si quieres.

—¿De veras puedo?

—Adelante… es tuya.

El sexo de Claudine se encontraba aún dolorido por la brutalidad con la que Fabian la había tomado, y pensar que estaba a punto de volver a ser violada, y por aquel miembro tan desproporcionado, la horrorizó. El joven, que mostraba su sexo endurecido y preparado para entrar donde fuera necesario, se colocó de rodillas entre las piernas de Claudine y se frotó unos segundos. Emily se sentó a un lado de la cama para observar el rostro de su victima.

—Vamos, penétrala de golpe; que le duela, Alan, que le duela mucho.

El miembro, una vez preparado y colocado, entró sin vacilación, y mientras entraba y salía, el cuello de Claudine comenzó a hincharse; la vena que lo recorría se dilató y se volvió más visible, como si fuera a reventar. Su expresión era de autentico sufrimiento.

—Espera.

Emily sacó del cajón de la cómoda un nuevo objeto con forma fálica, que a diferencia del primero, era más bien largo y estrecho. Se volvió a sentar en la cama, a la altura de la cintura de Claudine, y pidiendo a Alan que se retirara, llevó el objeto a la entrepierna de la esclava y la penetró.

—Ahora, Alan, tómala otra vez.

Los dos miembros no cabían a la vez. Alan comenzó a mover el objeto en busca de un hueco donde introducir su sexo. Se movió de un lado a otro, hizo fuerza, ensalivó su miembro para lubricarlo, y tras un rato de intentos frustrados, consiguió adentrarse en el interior de Claudine. Ésta cerró los ojos con fuerza y comenzó a llorar, con el cuello enrojecido y aún hinchado. En ese momento pensó en su marido, en lo mucho que sufriría si viera lo que estaban haciendo con ella, y en que nunca, nunca jamás, si es que salía con vida de aquella amarga experiencia, le contaría lo que había sufrido.

Mientras esto ocurría, alguien llamó a la puerta de la habitación. Alan se desprendió del cuerpo de Claudine, dio un salto de la cama y se escondió debajo. Emily, con frialdad, arrastró la ropa del joven con el pie hasta esconderla debajo de la cama y luego abrió la puerta. La señora Wallace entró.

—¿Va todo bien, Emily?

—Cascabel es muy delicada, mamá. Llora con facilidad.

La señora Wallace sacó el objeto del interior de Claudine para examinarlo.

—¿Es posible que llore con un juguete tan pequeño? Tengo la sensación de que dramatizas, Cascabel. ¡Eugene! —gritó la señora Wallace. El mayordomo apareció poco después por la puerta.— Trae la salsa picante. Veamos cómo llora de verdad.

Eugene salió de la habitación y no tardó en regresar con un inconfundible bote de "Lea & Perrins Worcestershire sauce" en la mano.

La señora Wallace bañó el objeto con la salsa roja y se lo volvió a introducir.

El interior de Claudine ardía como nunca. Tensó el cuerpo enteró. Elisabeth comenzó a meter y sacar el objeto con furia. La cara de Emily reflejaba toda la felicidad de la que podía hacer gala.

—Mamá, por el otro lado también.

—No, Emily, por ahí no —dijo Elisabeth.

Y dejando el objeto en el interior de la esclava, se levantó de la cama y dijo:

—Emily, es tarde; acuéstate y duerme; mañana habrá tiempo para todo.

Cuando la señora Wallace abandonó la habitación, Alan salió de su escondite con temblores en el miembro. La crudeza de la escena lo había excitado de manera asombrosa. Sin que a Emily le diera tiempo a decir nada, se tumbó sobre Claudine nuevamente y la tomó con desesperación. Al poco rato, casi al instante, Alan se apartó y llenó de semen el cuerpo de la joven, manchando vientre y senos.

—Muy bien, Alan; anda que has durado. No sólo eres un sucio vagabundo, sino que también eres un flojo. Anda, lárgate y déjanos solas.

Alan se vistió con torpeza y salió sigiloso por donde había entrado. Emily cerró la ventana tras él, desató a Claudine y, tras quitarle el doloroso objeto que tenía en su interior, la llevó a una esquina de la habitación. Allí recopiló varios cojines que tenía por la habitación; después juntó sus muñecas y las unió de nuevo con el candado. Agarró una cadena que colgaba de la pared y la enganchó a las pulseras que inmovilizaban las manos de Claudine.

—Podrás dormir aquí. No se te ocurra despertarme. Si tienes ganas de ir al baño, te aguantas. Hasta mañana no podrás ir. Y ya deja de llorar, Cascabel; es hora de dormir

Arrullada sobre los cojines, sintiendo su zona más íntima y vulnerable abrasada por culpa de la salsa, y temblando de cuerpo entero, Claudine intentó controlar su llanto y evadirse, algo a lo que ya se estaba empezando a acostumbrar, de todo cuanto le rodeaba.

Las horas avanzaron lentas durante toda la noche; mientras el día, impaciente, aguardaba la llegada de Claudine.

Finalmente, amaneció.



10. Malas noticias.

A la mañana siguiente, viendo que sus padres no habían regresado a casa, Marie telefoneó a los Connell. Contestó a la llamada el joven Darrell, quien sintió una gran alegría al escuchar la voz de Marie. Este sentimiento de felicidad, propio de los enamorados, se tornó triste cuando descubrió la preocupación de su amiga, y más aún cuando ésta le contó el motivo de su llamada.

En aquel momento, Darrell hubiera dado lo que fuera por tener una respuesta que hubiera aliviado la preocupación de Marie, pero no la tenía, así que preguntó a su madre, que permanecía a su lado escuchando la conversación.

—Volvieron a casa después de la función; igual que nosotros. Déjame hablar con Marie.

Darrell cedió el teléfono a su madre y salió a la calle.

Metió las manos en los bolsillos del uniforme. Encontró varios peniques, suficientes para llegar a casa de Marie, y bajó corriendo por la calle Lansdowne hasta la avenida de Holland Park, por donde pasaba el tranvía.

Llegando al cruce vio acercarse un vehículo que transportaba soldados; corrió hacia él y lo detuvo.

—¿Os dirigís al cuartel?

—Allí mismo, Señor —dijo el conductor, reconociendo a un superior, con un saludo militar.

—¡Pues no perdáis el tiempo hablando conmigo y llevadme!

A medio camino, a pocas manzanas de donde vivían los Tilman, el vehículo se detuvo; Darrel aprovechó ese momento para saltar de él y salir corriendo hacia la casa de Marie.

Cuando llegó le abrió la puerta una joven que era el vivo rostro de la preocupación. Darrell la estrechó entre sus brazos.

—No pasarían la noche fuera de casa sin avisarme —le dijo ella, llorando.

—No, claro que no lo harían; se habrán visto forzados a hacerlo y en cualquier momento llegarán. Vamos, no llores; seguro que están bien.

—Tus padres vienen ahora. Me ha dicho tu madre que harían el mismo recorrido que debieron hacer mis padres anoche.

—Es una buena idea.

Los dos entraron al salón. En la casa había un silencio respetuoso.

Marie se sentó en el sofá y se cubrió la cara con las manos, enrojecida de tanto llorar. Darrell se acercó a ella.

—Llamaré a la policía.

Cogió el teléfono y llamó a la comisaría. Se presentó como el sargento Tilman, y pidió que le pasaran de inmediato con el jefe del departamento de policía.

Poco después se comunicaba con él.

—Puede que no tengamos que buscarlos —contestó una voz grave—. Esta mañana han encontrado a dos personas en el río, un hombre y una mujer. Deberán presentarse en la morgue para identificarlos.

Darrell palideció al escuchar estas palabras, consciente del drama que estaba apunto de vivir. De repente se había convertido en el mensajero de la más terrible de las noticias, una tarea tanto más difícil cuanto que su destinatario era la persona a la que amaba; y esto es, para un enamorado, sufrir casi con la misma intensidad que la persona amada.

Después de colgar el teléfono, Darrell permaneció en silencio, pensativo, mientras Marie lo miraba con desolación, como si presagiara lo que iba en breve a escuchar.

Fueron momentos terribles, llenos de angustia y desesperación, y por un momento, Marie perdió la conciencia.

Llegaron los Tilman muy preocupados, quienes viendo el estado de la joven, llamaron al médico de la familia. Minutos más tarde salían hacia la morgue, dejando a Marie al cuidado de Darrell.

Regresaron a las dos horas con la peor de las confirmaciones. Por suerte, el doctor estuvo allí para inyectarle una pequeña dosis de morfina que la hiciera dormir, y apagar así temporalmente su dolor.

Esa tarde acudieron a consolar a la huérfana familiares y amigos; entre ellos, su tía Rose, muy afectada por la muerte de su hermano. Los padres de Darrell, que estuvieron muy pendientes de la joven en todo momento, se ofrecieron a ocuparse de ella y acogerla en su casa, pues era para ellos como una hija, pero Rose, alegando ser su familiar más directo, se opuso a esta idea. El resto de personas que allí se encontraban, así como los Connell, lo vieron razonable.

Así pues, ese mismo día, ya de madrugada, Marie abandonó su casa y se instaló en la de su tía Rose, la cual, viuda desde hacía varios años, vivía con su hija Shelly y sus dos hijos pequeños. Pasó de dormir en una habitación con vistas a una calle con naranjos, bonitas cortinas de lino en las ventanas, paredes de color pastel, una cama grande, con sábanas de hilo blanco y colchón de lana, a un pequeño cuarto de invitados, con una pequeña cama en el centro y sin ventana por la que asomarse.











11. Una visita inesperada.

Claudine no durmió en toda la noche; sin embargo, al ver a Emily despertar, fingió hacerlo. Ella dormiría —o simularía hacerlo— durante todo el día y el resto del tiempo que le quedaba de cautiverio si con ello pasaba desapercibida. ¿O acaso era libre y podía abandonar la casa cuando quisiera? Sí; lo era, claro que lo era, pero… ¿a qué precio?

Emily se vistió y salió de la habitación. Tres horas más tarde, tiempo durante el cual Claudine consiguió dormir, entró Eugene en la habitación. Era una mañana tranquila y soleada, de esas que invitan a salir al jardín y disfrutar del día. Eugene abrió la ventana para dejar entrar el aire de la mañana, cubrió el cuerpo desnudo de Claudine con la capa de seda verde y la despertó. Claudine fue abriendo los ojos poco a poco, tiempo durante el cual su cerebro fue asimilando la nueva situación. Al hacerlo, instintivamente, encogió el cuerpo como un animal asustado.

—Buenos días —saludó Eugene, con amabilidad.

Le cogió las muñecas y la liberó de la cadena que mantenía su cuerpo anclado en la pared.

—Le he dejado ropa limpia encima de la cama. Cójala y sígame. La acompañaré al cuarto de baño. Deberá asearse y vestirse. Yo la esperaré fuera; después la acompañaré al comedor. A las doce se sirve la comida.

Claudine, mientras se levantaba del suelo, miró por la ventana. Sí fuera libre, si su hija no estuviera enferma, saldría con ella al campo y correría y jugaría. Borró esa idea de su cabeza, cogió la ropa que había encima de la cama y siguió a Eugene por el pasillo que conducía a uno de los cuartos de baño que tenía la casa.

—Tómese el tiempo que quiera —dijo Eugene al llegar a la entrada del baño—, pero no cierre la puerta por dentro, eso no le está permitido. No se preocupe, el señor y su hija salieron de casa, así que nadie la molestará. Si necesita cualquier cosa, pídamela. Yo la estaré esperando aquí fuera. Cuando salga deberá entregarme las correas con los cascabeles. No debe llevarlos puestos ahora.

Tanta cortesía por parte del hombre que había contribuido en la humillación sufrida la noche anterior desorientaba a Claudine. Pensó, en un primer momento, que tal vez las cosas fueran a cambiar, que dejarían de tratarla como lo habían hecho hasta ahora. Tal vez, todo lo ocurrido, toda la tortura a la que había sido sometida fuera algo puntual, o mejor aún: fuera algo irreal, algo que no había sucedido. Pero su sexo estaba irritado, y aquello era la prueba inequívoca que la traía de vuelta a la realidad.

Claudine se tomó su tiempo en el baño. Se duchó, se vistió con la ropa que había cogido de la cama (una falda larga de colores claros y discretos y una camisa blanca) y se miró en el espejo. Su rostro reflejaba el cansancio y sufrimiento de quien apenas ha dormido tres horas y vivido los tormentos a los que ella había sido sometida. Pero la ropa le sentaba bien, y se sentía cómoda con ella.

Al acabar fue llevada al comedor, lugar donde le sirvieron la comida: un plato de sopa y pollo para acabar. Nadie la acompañó. Mejor así, pensó. Después fue llevaba al salón, una estancia de grandes dimensiones con un bonito sillón de tres plazas forrado con tela damasco, varias butacas repartidas por toda la estancia y una elegante biblioteca repleta de libros que daba al lugar un aire distinguido y señorial. Una vitrina mostraba una surtida gama de utensilios de tortura. Eugene invitó a Claudine a sentarse en el sillón y se fue.

Pasado un tiempo llegó Elisabeth acompañada de un hombre. Claudine, como era de esperar, pensó lo peor.

—Claudine, querida, le presento al doctor Herbert Khol. El Doctor ha visitado a su hija esta mañana.

Claudine no reaccionó hasta que aquel hombre de aspecto impecable, que llevaba un elegante sombrero a juego con el traje y tenía los rasgos, aunque rudos, atractivos, le tendió la mano.

La señora Wallace se sentó junto a ella mientras el Doctor lo hacía frente a ambas, en una butaca.

—Así es —dijo el Doctor—; he pasado toda la mañana con su hija. Debido a su estado he creído oportuno sacarla del barrio donde reside con su esposo. Esta misma mañana los hemos trasladado a una casa que tengo a las afueras de la ciudad. No no no, no debe agradecerme nada. Es una casa que no uso y a la que le irá bien un poco de calor humano. Pero estimada señora; sin quitarle importancia a lo dicho, yo he venido a comunicarle algo mucho más importante; algo que debe saber y recordar: su hija sobrevivirá.

Claudine no pudo reprimir las lágrimas de alegría.

—¡Eso es una gran noticia, doctor! —dijo la señora Wallace.

Aquella mujer, para sorpresa de Claudine, se alegraba realmente de la noticia.

Abrazó a Claudine, y, frotándole la espalda, añadió:

—Si el doctor Khol dice que sobrevivirá, así será, querida mía, así será.

—No tengan la menor duda —añadió el Doctor—, y si me permiten decirlo, presumo que, dentro de un mes, usted y su hija podrán jugar juntas.

Claudine, mientras abrazaba a la señora Wallace, no paró de llorar. Parecía que la suerte le soplaba de cara.

—Vamos, cariño, ya está. Todo irá bien.

Claudine hipaba y moqueaba; tenía los ojos inflamados y las lágrimas habían empapado sus mejillas. La señora Wallace pidió a Eugene que trajera un pañuelo y un vaso de agua. Por primera vez en mucho tiempo se dibujó en el rostro de Claudine el esbozo de una tímida sonrisa con brillos de esperanza.

—No sabe lo agradecidas y contentas que estamos, doctor —dijo la señora Wallace.

Claudine, secándose las lágrimas con el brazo, agradeció casi sin aliento la noticia.

—Es un placer, sobretodo en momentos como éste, en los que puedo aventurar un feliz desenlace.

¡Que hombre más maravilloso! pensó Claudine. Su hija sobreviviría, y sólo eso importaba en aquel momento. Aquel hombre, al que Claudine definiría tiempo después como "el hombre más guapo y cortés que había conocido jamás", era el salvador de su hija. ¿Qué importaba todo lo demás?

—Si me disculpan —dijo el doctor, levantándose de la silla y haciendo una pequeña reverencia—, debo irme.

Y, acompañado por Eugene, salió del salón. Cuando las dos mujeres se quedaron solas, la señora Wallace dijo:

—Me gusta verte sonreír, Cascabel. Tienes una sonrisa muy bonita.

Elisabeth acarició las manos de Claudine, haciendo sentir más segura a esta ultima, y luego dijo:

—Desnúdate.

—¿Cómo? —preguntó Claudine, desconcertada.

—Ponte de pie y desnúdate —repitió la señora Wallace, con el mismo tono de voz amable que había usando hasta el momento—; el doctor ya se fue. No tiene sentido que sigas vestida. Eugene —dijo—; los cascabeles.

Claudine se levantó y se deshizo la ropa. Elisabeth, mientras Eugene le colocaba los cascabeles, fue a la vitrina y cogió una vara.

—De rodillas, Cascabel; las manos en la nuca. Presta atención a lo que voy a decirte.

La señora Wallace se detuvo, y colocando la punta de la vara bajo la barbilla de Claudine, le alzó el rostro.

—La cabeza erguida. La vista al suelo. —Siguió dando vueltas a su alrededor.— Muy bien. Desde hoy dormirás encadena en tu habitación. Eugene se encargará de ir a buscarte cada mañana y marcarte las tareas que debes realizar durante el día. ¿Queda claro?

—Sí, señora.

—A partir de ahora dejarás de comer en la mesa, tal y como has estado haciendo hasta ahora. Desde hoy comerás lo que sobre de nuestros platos, y lo harás en el suelo y a cuatro patas, sin usar las manos. No aquí; lo harás donde comen los perros. Deberás ir con cuidado por si alguno anda en celo. Será mejor que no les des la espalda. Cuando hayas acabado, Eugene te llevará al jardín para asearte con la manguera. ¿Alguna duda?

—No, Señora.

—Así lo espero.

—Eugene (dirigiéndose a su mayordomo), trae un cuenco con agua y déjaselo en el suelo. Y tú (volviéndose a Claudine), no te muevas ni cambies de postura hasta que vuelva a por ti. Si tienes sed, bebe del cuenco, pero sin retirar las manos de la nuca.

Y dicho esto, la mujer y el mayordomo salieron del salón.

12 En casa de tía Rose.

A quien todo va mal asume la desgracia como parte de su vida y se vuelve en cierto modo inmune a ella; a quien la vida muestra su cara más amable todo el tiempo, el día que le da la espalda, ve agrietarse el camino bajo sus pies, y cree caer en lo más profundo del abismo. Esto último le sucedió a Marie.

Su tía era una persona muy exigente. Enemiga del desorden, la impuntualidad, y cualquier cosa que de alguna forma estuviera ligada a la palabra diversión; amaba la literatura, la música, el mal ajeno, el dinero y a sus tres hijos. Había impuesto una hora para desayunar, una para comer y otra para cenar. Todo en aquella casa funcionaba con la precisión de un reloj suizo.

Tiempo atrás, Rose fue una joven bonita, delgada, aunque de baja estatura. Los años la dotaron con varios kilos de más, lo que convirtió su rostro, antaño fino y atractivo, en un óvalo perfecto, destacando en él, como lo hiciera en su juventud, el juego de contrastes que formaba el azul de sus ojos, el blanco de su cara y el rojo de su pelo, rasgos que su hija Shelly heredarían.

13. El sótano



Pasadas dos horas le dolían las rodillas. ¿Cuánto tiempo más estaría en aquella incómoda postura? El sol entraba por el alto ventanal, iluminando los muslos y vientre de Claudine. Aquello le quemaba la piel. Si se moviera un poco, el sol dejaría de darle, y nadie se daría cuenta. Pero la advertencia de la señora Wallace había sido clara: "no te muevas ni cambies de postura hasta que yo vuelva". Y mientras pensaba esto, alguien entró en el salón. Se trataba de Fabián, el mayordomo que tan salvajemente la ultrajó la noche anterior.

Al verlo se puso a temblar.

—¡Levanta! —le gritó, asiéndola del brazo.

Fabián arrastró a Claudine a la parte trasera de la casa, lugar donde había una vieja puerta de madera, no muy alta y bastante deteriorada. A Claudine le tembló la voz al preguntar: “¿a dónde me lleva?”, pero aquel hombre de ojos hundidos, cuerpo fibroso y piel morena no contestó. Fabián abrió la puerta y la obligó a bajar las escaleras. Al fondo, al final de las escaleras, se veía un poco de luz; pero allí, mientras bajaba, apenas se veía nada. Tuvo que asegurar cada paso para no tropezar y caer.

Al llegar abajo se encontró en un sótano de paredes grises y lleno de trastos: cajas, estanterías viejas, baúles, algún mueble roto, un par de bicicletas y todas esas cosas que con el tiempo quedan en el olvido. La poca luz que salía de la bombilla del techo iluminaba con esfuerzo cuanto allí se encontraba.

— ¡Camina! —ordenó Fabián, dando un tirón del brazo a Claudine.

La llevó hasta un rincón. Allí la puso de cara a la pared y le ató las muñecas a una cadena que pendía de la pared. Claudine quedó colgada de los brazos, con el cuerpo expuesto. Giraba la cabeza a un lado y a otro, asustada, inquieta. ¿Qué pretendía hacer con ella?

—Por favor, déjeme marchar.

El mayordomo, haciendo caso omiso a las súplicas de Claudine, se bajó los pantalones y la ropa interior. En ningún momento miró a Claudine a la cara. Algo en su interior se lo impedía. Tal vez fuera su conciencia quien, sabiendo lo que estaba a punto de hacer, se lo impedía.

Y allí, con el sonido de los lamentos, la respiración agitada y los cascabeles como música de fondo, Fabián hizo de la pobre Claudine una mujer más desdichada de lo que ya era, agarrándole los pechos y tomándola con brutalidad.

Cuando acabó, Claudine quedó de rodillas en el suelo, sostenida por la cadena. Fabián la desató, la llevó de vuelta al salón y allí la dejó.

Después de que Fabian la dejara de nuevo en el salón, Claudine, recordando las palabras de la señora wallace, se puso de rodillas y juntó las manos en la nuca.

Si el doctor estuviera allí, si pudiera estar a solas con él, le contaría su situación, lo mucho que estaba sufriendo y el chantaje al que era sometida. Él la ayudaría. No tenía la menor duda. Pero necesitaba estar a solas con él; solo un minuto para hacerle saber lo que sucedía en aquella monstruosa mansión. Él la salvaría.

Pasadas un par de horas más, Elisabeth llegó con Eugene. Éste le puso un cuenco de comida en el suelo, Elisabeth comprobó que no se hubiera movido y ambos se fueron. Claudine miró el revoltijo de comida que había en el cuenco y resolvió que no comería nada en todo el día.

El tiempo transcurría despacio. Claudine estaba cansada; le dolían los brazos y las rodillas, y no dejaba de pensar en la posibilidad de saltarse la orden. De pronto miró a un lado y a otro, y como no vio a nadie ni escuchó ningún ruido, bajó los brazos y despegó las rodillas del suelo. Así estuvo cerca de media hora. En ese tiempo descansó de la postura impuesta, metió el dedo en la comida y se lo llevó a la nariz, y se reafirmó en su idea de probar bocado. Luego escuchó unos pasos, y mientras borraba las huellas de su curiosidad con la boca, se puso nuevamente de rodillas y levantó los brazos. Al momento apareció Emily con su padre. Él subió al piso de arriba, mientras ella cogía una silla, le daba la vuelta y se sentaba en frente de Claudine. Empezaba a oscurecer. Emily permaneció callada un rato, observando la inquietud de su mascota. De pronto, a lo lejos, se pudo escuchar el ulular de un búho.

—Presta atención a lo que voy a contarte, Cascabel— dijo Emily, señalando el horizonte con el dedo a través de la ventana—. Por allí sube un sendero que atraviesa la colina y se pierde en el bosque. ¿Lo ves? Más allá, siguiendo el camino, en un claro en medio del bosque, hay un antiguo cementerio. Cuentan que por la noche, aun cuando hace mucho calor, la temperatura baja inexplicablemente hasta el punto de que cuando uno habla le sale vaho por la boca. Hace mucho que la gente dejó de enterrar allí a sus difuntos. Dicen que está maldito y que los muertos pasean por los alrededores. También dicen que, a menudo, se oye el llanto de un bebé; aunque no deja de haber quien dice que se trata de un gato. Muchas lápidas están medio caídas, y los pocos mausoleos que aún quedan en pie, tienen las puertas desencajadas y un aspecto tétrico y tenebroso. Ya nadie va por el cementerio, o al menos, son pocos los que se atreven a ir, sobretodo por la noche. Es terrorífico, Cascabel.

— ¿Sabes? —continuó diciendo Emily tras un rato de silencio—, había pensado en llevarte allí al anochecer, encadenarte a una de las lápidas y dejarte toda la noche. De esta manera podrías decirnos de primera mano si es cierto todo eso que cuentan; si realmente se mueven sombras y se oye el llanto de un bebé, del que dicen, pobre, está muerto. Yo iría, pero sólo de pensar en la oscuridad y en las tumbas me entra un sé qué, ¿sabes lo que quiero decir? se me pone la piel de gallina.

Claudine miró por la ventana. La idea de acercarse al bosque le aterraba. En el cementerio no quería ni pensar.

—Cascabel, ¿quieres que te lleve?

Claudine quedó muda.

—Te estoy haciendo una pregunta. ¿Quieres que te lleve?

—No —respondió Claudine, con los ojos abiertos de espanto al tiempo que negaba con la cabeza.

—¿No? ¿Estás segura? No te veo muy convencida.

—No, por favor, se lo suplico, señora Emily; tengo miedo a la oscuridad.

Emily frunció exageradamente los labios y las cejas, intentando reflejar un desagrado por la respuesta; un desagrado que, a decir verdad, no sentía.

—No sé… ya veremos lo que hago. De momento, a menos que quieras pasar la noche en el cementerio, da las gracias a tu dueña y pregúntale si hay algo más que puedas hacer por ella, en señal de agradecimiento.

—Muchas gracias, Señora. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Pues ya que lo preguntas… sí. Quítame el zapato —dijo Emily, levantando el pie del suelo.

Claudine bajó los brazos y quitó el zapato a su dueña.

—Acércame tu recipiente con agua. Eso es. Déjalo ahí.

Emily introdujo la punta del pie en el recipiente, moviendo en el agua los dedos.

—Hoy he caminado mucho y tengo los pies destrozados. Bebe, perra.

Claudine, sintiendo tanta humillación como repugnancia, inclinó el cuerpo y comenzó a beber como lo haría un perro o un gato.

—Ya basta, Cascabel. Ahora mírame.

Claudine irguió el cuerpo. Una gota, partiendo del labio inferior, comenzó a deslizarse por su mentón. Emily la miró con dulzura. Claudine miró a su dueña con incertidumbre. En ese momento, Emily le lanzó un guantazo en la mejilla, haciendo sonar de golpe todos los cascabeles de su cuerpo.

— ¡Puta! —gritó con agresividad —Me das asco.

Y dicho esto, se levantó y se fue.

Tiempo más tarde regresó la señora Wallace, quien encontró a su esclava tal y como le había indicado que permaneciera.

Le pidió que se levantara y la siguiera. La llevó hasta una habitación en la que no había estado nunca, situada muy cerca del altillo. El cuarto carecía de muebles. Tenía bajo la ventana enrejada un viejo baúl. El colchón, si colchón se le podía llamar, descansaba directamente en el suelo.

—Tu cuarto. Desde hoy dormirás aquí. No salgas de él hasta que alguien venga a buscarte.

Dicho esto, la señora Fallece cerró la puerta y se fue.

Un cementerio, frías losas de piedra con nombres y fechas grabadas, la oscura y siempre misteriosa entrada de un panteón… todo aquello, acompañado de sombras y agónicos ruidos, tomaba forma en la imaginación de Claudine. Miró por la ventana la densa negrura de la noche y se volvió más susceptible a la idea de ser encadenada en aquel cementerio.

Intentó borrar esa imagen de su cabeza y dormir, pero no lo consiguió.

14. Visita de Darrell

Darrell se dirigió a casa de Rose para visitar a Marie. Decaído como estaba por la terrible desgracia de su amiga, se recriminó sentirse preocupado por la posibilidad de cruzarse con Shelly.

Darrell llegó con esta preocupación a casa de Rose. Llamó al tirador de la puerta. Tras ella, pasado un rato, apareció la señora Rose.

—Hola Darrell.

—Señora —saludó el joven, con una leve inclinación de cabeza— Vine a ver cómo estaba Marie.

—Todo un detalle por tu parte, Darrell, pero siento decirte que Marie está dormida. Vino el doctor esta mañana, bastante temprano, y le dio algo para dormir.

—Dígame, ¿qué tal está?

—No muy bien, como cabe esperar. Debemos dejar que pase el tiempo. Pero entra, Darrell, no te quedes ahí fuera.

—No se preocupe, señora; ya me voy. Si es tan amable, dígale a Marie que vine a verla.

—Por supuesto; claro que se lo diré.

—Si no le importa volveré mañana.

—En absoluto. Ven cuando quieras.

Darrell se despidió y regresó al cabo de dos días con la esperanza de hallar a su amiga despierta. Fue de nuevo tía Rose quien lo recibió, y no Shelly. Con un poco de suerte, Shelly estaría fuera de casa. Rose lo hizo pasar al salón. Allí, en el sofá, leyendo una revista de moda, y recostada con la gracia de una joven deidad, estaba Shelly.

—Siéntate, Darrell —dijo la señora Rose—; avisaré a Marie.

Y se fue.

Darrell miró a Shelly y, desde ese momento, ya no pudo apartar la vista de ella. Siempre la consideró una joven atractiva, pero en aquel momento, lo que descubrió, fue algo más; descubrió a una joven de belleza inenarrable. Tanto era así, que le pareció estar viendo a una persona diferente.

Shelly, sin mirar un solo instante al recién llegado, ojeaba su revista mientras de forma inconsciente, casi lasciva, se mordía la yema del dedo.

Si Shelly fuera una chica normal, si no le despertara tanta desconfianza, de ser como el resto de chicas que conocía, no le haría sentir tan incómodo, tan inseguro de sí mismo, y se habría arrodillado a sus pies en la primera cita.

El joven se vio salvado de aquella terrible atracción con la entrada de Marie en el salón. Tenía la pobre el color de la muerte en el rostro, una palidez que hablaba de horas sin dormir y de días sin comer. En tal estado, al lado de su prima, Marie pasaba de ser una chica vulgar y corriente a un desafortunado descuido de la diosa Afrodita.

Al verse, ambos se abrazaron. Marie comenzó a llorar. En los brazos de Darrell encontraba un consuelo verdadero, y necesitaba desahogarse. Darrell, con la última imagen de Shelly en la cabeza, pensó en algo que decir, algo que sirviera de consuelo a su amiga y que la hiciera sentir mejor, pero no hallando nada oportuno para el momento, la besó en la frente como lo haría si fuera su hermana pequeña.

—Ojalá pudiera hacer algo para que te sintieras mejor —dijo finalmente Darrell. Lo que fue, más que nada, un deseo en voz en alta.

Marie quedó en silencio. Le fue imposible contestar. Darrell, sin poder evitarlo, volvió la vista a Shelly, quien había bajado la revista y contemplaba la empalagosa escena con un mohín que delataba su desagrado. Al cruzarse la mirada de ambos, Shelly se levantó y salió al jardín, en donde, aprovechando el buen tiempo, se tumbó en una hamaca para continuar leyendo su revista bajo el sol. Sus dos hermanos pequeños andaban jugando con un gato que se había colado al pequeño jardín. Con un enfado desproporcionado, Shelly echó de allí a sus dos hermanos, los cuales salieron despavoridos, dejando al pobre gato sin la ración de comida que esperaba conseguir con sus zalamerías y golpeando a Marie al pasar corriendo junto a ella. Luego se perdieron.

Darrell y Marie se sentaron en el sofá. El joven abrazó la mano de su amiga entre las suyas y paseo la mirada por todo el salón.

—¿Por qué a mí? —preguntó Marie.

Darrell no supo que contestar, e intentó con su compañía consolarla. Era cuanto le podía ofrecer. Una hora después se marchó con la promesa de volver a visitarla en cuanto pudiera, siempre y cuando a su tía no le molestara.

Pudo al día siguiente. Rose, desde la ventana de su cuarto, situada en la segunda planta de la casa, lo vio llegar por la calle. Antes de que al joven le diera tiempo llegar, Rose bajó rápidamente las escaleras. Al oír el timbre, abrió la puerta con una alegre sonrisa, una sonrisa que de golpe se transformó en una expresión adusta y repelente al dirigir su mirada al joven.

—Hola, Darrell. ¿Ocurre algo?

—No, señora. Tan solo vine a ver cómo estaba Marie.

—Está igual que ayer, y lo más probable es que mañana esté igual que hoy.

Darrell se quedó perplejo ante la impertinencia de la respuesta.

—¿Podría verla?

Por un momento, Darrell pensó en la hermosa Shelly. Se maldijo por ello.

Rose, durante unos segundos, clavó su mirada sobre él; luego dijo:

—Claro. Pasa.

Al igual que el día anterior, Shelly estaba en el sofá, recostada., pintándose las uñas de los pies. Darrell, pese a considerar aquel acto una frivolidad, volvió a encontrarse con la Shelly del día anterior, y con la que, recordó en aquel preciso instante, había soñado esa noche.

—Hola, Darrell —dijo Shelly sin apartar la vista de sus pies.

—Hola… Shelly.

—Ven; sopla.

Shelly alzó la pierna, y con ayuda de las manos, la sostuvo en el aire.

—¿Cómo dices?

—Nada, olvídalo.

Shelly, agarrándose un pie con la mano, se lo acercó a la boca y sopló.

Llegó entonces Marie, seguida por su tía. Aunque ambos se alegraban de volverse a ver, no se abrazaron como lo hicieran el día anterior; se limitaron a saludarse con cierta frialdad. Luego se sentaron, y junto a ellos, enfrente de su hija, en una butaca, lo hizo también tía Rose. Esto incomodó mucho a la pareja, quienes, sintiéndose cohibidos, a penas hablaron. De vez en cuando Marie bajaba la cabeza tras un largo suspiro y se tapaba la cara con las manos para llorar. Buscaba entonces el calor de su amigo, pero éste, en presencia de aquellas dos mujeres, se limitó a quedarse quieto. Si Marie deseaba ser abrazada, Darrell deseaba tanto o más darle un abrazo.

Pasada una hora, y viendo la imposibilidad de quedarse a solas, se fue. Volvió cuatro días después y la escena se repitió. A partir de ahí, las visitas se fueron dilatando en el tiempo. Entre tanto, Marie se fue recomponiendo poco a poco del duro golpe que le había causado la trágica muerte de sus padres.

Marie hizo de su pequeño cuarto un lugar tranquilo en el que refugiarse. Su tía le había prohibido modificar cualquier elemento decorativo, así como cambiar la ubicación de cualquier cosa. Para comprobar que así fuera, una vez a la semana, pasaba revista a todos los rincones de la casa, pasando el dedo por encima de muebles y estanterías en busca de polvo que le sirviera de pretexto para cargar su ira sobre el responsable.

A Marie sólo le fue permitido traerse las prendas de ropa más esenciales. El perro, a quien había cogido muchísimo cariño, quedó al cuidado de Darrell. El resto de cosas se quedaron en su casa para cuando, cumplida la mayoría de edad, pudiera volver.

Pasado el periodo de duelo, Marie se fue adaptando poco a poco a las exigencias impuestas por su maniática tía. Faltaban unas pocas semanas para volver a la escuela, y todo hacía presagiar que serían bastante largas. Sólo una cosa la mantenía ilusionada: las visitas de Darrell. Para pasar el tiempo a la espera de su llegada, Marie recurrió a la lectura, afición que tenía un poco abandonada desde hacía algún tiempo. Pidió permiso a su tía para traerse algunos libros de su casa, dos o tres, como mucho, pero le fue denegado. Los libros, según tía Rose, era objetos de gran valor, y los estantes de la biblioteca de su casa, protegidos con puertas de cristal, estaban al completo. Para dejarlos de recogepolvo en una estantería, mejor que se quedaran donde estaban. Marie, entonces, le pidió permiso para coger algún libro de la biblioteca, y Rose no se vio con más remedio que acceder, con la condición, eso sí, de que libro que cogiera, libro que sería devuelto a su estante tras cada lectura.

Por su lado, Shelly parecía la sombra de su madre. La seguía a todas partes. Si su madre salía, ella también, y si su madre se quedaba en casa, ella hacía lo propio. Poca relación tenía con su prima. Hablaban poco; por lo general, a la hora de comer y cenar. Y los dos pequeños de la casa pasaban la mayor parte del tiempo jugando en el jardín.



Un domingo, antes de que Rose comenzara su rutinario recorrido de control, entraron en silencio al cuarto de Marie sus dos primos pequeños, ávidos de aventuras. El más pequeño, atraído por una figura de porcelana que había sobre una estantería, se subió a la cama e intentó alcanzarla. Estaba un poco apartada, por lo que tuvo que apoyarse en la estantería para poder llegar a ella. El otro seguía con la vista los pasos de su hermano. Aún poniéndose de puntillas le quedaba un poco lejos, y no pudo más que rozarla con los dedos. En un desesperado intento por acercar la figura, ésta cayó al suelo y se rompió. El niño miró por un momento a su hermano; segundos más tardes salían tranquilamente de la habitación.

Quince minutos más tarde tía Rose entraba en el cuarto y descubría el desastre.

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