Una peculiar familia 21



CAPÍTULO XXI

No sé si debido al cansancio acumulado por el trabajo o por qué otro motivo, lo cierto es que en los últimos días veía a mi padre un tanto alicaído y como tristón. Si normalmente era locuaz, últimamente parecía que le costaba trabajo hablar. Ni tan siquiera en la cama era el mismo de siempre, pues los típicos gemidos de mi madre se oían bastante menos que de costumbre. No sabía, en tales circunstancias, si era o no prudente asaltarle con la noticia del cumpleaños de Bea; pero la fecha estaba ya tan próxima, que no pude esperar más, me armé de valor y le asalté.

—Toma, papá —dije, entregándole la nota en el que figuraba el número de teléfono que Merche me había facilitado—. Debes llamarla urgentemente.

—¿Ocurre algo grave? —me miró mi padre preocupado, después de echar una ojeada al nombre y número que figuraban en el trozo de papel.

—Ocurrirá si no la llamas ahora mismo.

Con verdadero nerviosismo, mi padre se dirigió al teléfono y estableció contacto con su amante, pues a fin de cuentas, aunque se vieran con poca frecuencia, estaba claro que Merche seguía siendo su amante a todos los efectos.

Debido a la tardanza en darle la nota a mi padre, yo creí que Merche iba a empezar soltándole una reprimenda por haber retrasado tanto la llamada; pero, bien al contrario, la conversación fue la mar de cariñosa desde el primer momento. Lógicamente, yo no podía escuchar lo que ella decía; pero con escuchar a mi padre tenía más que suficiente para extraer tal conclusión.

Al llegar al punto álgido de la cuestión, todo eran trabas y excusas. Finalmente, mi padre acabó con un «Haré todo lo posible por asistir», que dejaba sentenciada su presencia en la fiesta de cumpleaños de Bea.

—¿Por qué has tardado tanto en decírmelo? —me preguntó nada más colgar de nuevo el auricular.

—Te veía tan preocupado, que no sabía si era o no adecuado el momento.

Se limitó a sonreír (¡por fin!) y con su diestra me hizo un amago de golpe boxístico, que me acabó de convencer de que sus problemas, fueran cuales fueran, quedaban de momento aparcados. Aquella noche, los grititos de mi madre volvieron a recobrar su acostumbrada intensidad y yo me sentí tan desbordante de felicidad que no pude reprimirme y llamé a Dori a mi cama para que, como de costumbre, se hiciera también partícipe de mi alegría. No necesitamos recurrir al sexo para sentirnos plenamente satisfechos. Estrechamente abrazados e inundándonos mutuamente de caricias, hablamos y hablamos hasta que el sueño pudo más que nosotros.

—¿Crees que papá me dejará ir con vosotros a esa fiesta? —me preguntó a la mañana siguiente, el mismo día ya del cumpleaños.

—Será cuestión de consultárselo a él.

La consulta no dio los resultados apetecidos y Dori hubo de quedarse con las ganas.

—Cariño —fue el veredicto paternal, suavizado con continuas caricias a su pelo y cara—, los únicos invitados somos tu hermano y yo. Me parecería un tanto grosero por mi parte presentarme con otra persona que no ha sido invitada. Lo comprendes, ¿verdad?

—Sí, papá —contestó Dori resignada.

En cierto modo, a mí tampoco me seducía nada la idea de que nos acompañara; pero, por otro lado, me hubiera gustado que Dori y Luci llegaran a conocerse. Al final me consolé pensando que, en mejores circunstancias, yo mismo podría encargarme de que se produjera el primer encuentro entre ambas. De momento, lo más sensato era esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos que se avecinaban y si la fiesta iba a servir para que, por fin, mi padre supiera de la existencia de Luci y de su más que presunta paternidad.

—Bueno, señor cicerone —bromeó mi padre una vez estuvimos ambos instalados en el coche—. Merche me dijo que tú me indicarías el camino a seguir para llegar a su casa.

No sé porqué semejante estupidez me hizo sentirme importante, pero así fue. Lo normal había sido que mi padre siempre me guiara a mí. Que por una vez se intercambiaran los papeles me pareció una gran novedad.

—¡Coño! —mostró su asombro mi padre al arribar a nuestro destino—. Esto no es un chalé. Esto es un auténtico palacio.

—Yo lo llamo la Mansión.

Esta vez no fue Pet, sino la propia Merche en persona quien nos abrió la puerta y de nuevo se repitió una escena ya conocida. Se abrazó a mi progenitor con auténtica ansia, hasta el punto que me pareció oír algún que otro crujido de huesos. Mi padre no se achicó y también la rodeó a conciencia con sus brazos.

—¡Eres un incorregible rufián! —exclamó ella, que ya me parecía toda una especialista en hacer que las expresiones más insultares sonaran en su boca como cariñosos elogios—. ¡Me tienes en el más completo abandono! No debería ni mirarte a la cara...

Como aquello no me interesaba demasiado y de sobras sabía en qué iba a terminar todo, me fui por mi cuenta al salón y allí saludé con la misma cordialidad y entusiasmo a Luci y a Bea. A Luci la encontré particularmente nerviosa y comprendí sus motivos: era la primera vez que iba a ver a su padre y era natural que estuviera un tanto alterada. Aunque no del todo, Bea parecía más tranquila.

—Traigo esto especialmente para ti —dije a esta última entregándole un paquete elegantemente envuelto en papel de celofán, cuyo contenido ni yo mismo conocía.

Bea lo tomó y procedió a desenvolverlo con sumo cuidado, esforzándose en que el papel no sufriera el menor daño.

—¡Un osito de peluche! —Bea se abrazó a mí cubriéndome de besos la cara—. Es maravilloso. ¿Cómo has sabido que me gustan tanto los muñecos de peluche?

Hubiera podido quedar como todo un señor arrogándome la titularidad del regalo; pero mi concepto de la dignidad no me lo permitió.

—La verdad —dije— es que yo te tenía preparado otro regalo. Lo del muñeco ha sido idea de un buen amigo mío. Su nombre es Ngefan y me lo ha enviado directamente de Venezuela para que te lo entregara a ti en este día.

—¿Ngefan? ¿Venezuela? —estaba claro que Bea no se creía ni una palabra de lo que acababa de decirle—. ¿Cuándo has estado tú en Venezuela?

—Nunca. Nos conocemos a través de Internet.

—¡Ah, ya entiendo! —por la forma en que lo dijo, comprendí que se limitaba a seguir lo que consideraba que era una broma mía. Y, acariciando al osito como si se tratara de algo real, añadió—: Pues nada; dale las gracias a tu amigo de mi parte, dile que me ha encantado mucho su detalle y envíale mil de besos míos la próxima vez que contactes con él.

Y llegó el momento crucial: Merche y mi padre, asidos el uno al otro por la cintura, hicieron su aparición en el salón. La escena que siguió me pareció de lo más emotivo y prefiero no cargar demasiado las tintas explicándolo, por no convertir esto en un relato más propio de Hermanita18 que mío. Me limitaré a decir que hubo risas y lágrimas y, sobre todo, mucho desconcierto. Ver cómo mi padre abrazaba a Bea y Luci al mismo tiempo y cómo éstas se abrazaban a él de aquella manera, me produjo un nudo en la garganta y a punto estuvo de hacerme llorar a mí también.

Cuando los ánimos se fueron calmando, tomé a Bea de una mano y, con el mayor disimulo, le dije al oído:

—Ahora quisiera darte mi regalo.

—Pues venga, dámelo. ¿A qué esperas?

—Prefiero dártelo a solas.

—¿Es lo que me imagino? —Bea me miró de una manera muy especial.

—Es muy posible —admití.

Y, aprovechando el momento más propicio y procurando no llamar demasiado la atención de los demás, desaparecimos del salón y corrimos entre risas hacia su cuarto.

—¿Cómo me dijiste que se llamaba tu amigo? —me preguntó, alisando por enésima vez el pelaje del muñeco.

—Ngefan.

—¿Crees que le molestará que le ponga ese nombre al osito?

—Supongo que no.

—Pues entonces —esto ya se lo dijo directamente al peluche—, desde ahora mismo pasarás a ser mi querido osito Ngefan. ¿Estamos de acuerdo?

Agitó el muñeco para que pareciera que decía que sí y sin más se dirigió al armario ropero, abrió una de las puertas y allí depositó a su nuevo amigo junto a una nada despreciable colección de ejemplares similares.

Cuando se giró de nuevo hacia mí, yo ya me había bajado pantalones y calzoncillos y mi "regalo", luciendo sus mejores galas, sólo esperaba el beneplácito de la agasajada, que rápidamente pasó a convertirse en agasajadora, hincándose de rodillas delante de mí y dando inicio a una más de sus espectaculares mamadas.

Era cosa de cine ver la pasmosa facilidad con que se tragaba toda mi verga y no por repetido dejaba de causarme asombro, ya que era la única que sabía hacerlo de aquella manera tan natural y tan simple. Dori también engullía lo suyo, pero nunca de manera tan completa cuando mi pacote estaba al máximo. A Bea, sin embargo, aún la creía capaz de meterse mucho más, aunque ella no se diera la menor importancia.

Si bien es cierto que, en esencia, una felación es siempre una felación, no cabe duda que hay muchas formas de hacerla y todas tienen su especial encanto. Para mí, Bea era la que poseía una mayor ciencia y la que mejor partido sabía sacar de aquella peculiar técnica, dominando como nadie la situación y con recursos ilimitados para alargar o acortar a su antojo el tiempo para provocar la eyaculación o para no provocarla, si tal era el caso, sin que en ninguno de ambos supuestos el propietario de la polla homenajeada tuviera queja alguna que formular ni reparo que poner.

Si bien conmigo lo había hecho varias veces, Bea no era muy partidaria de ingerir semen ajeno sin ton ni son. Quizás era simple cuestión de gusto y no todos los caldos le resultaban igual de apetecibles, por lo que tenía establecidas sus propias preferencias. Hablo en hipótesis, porque lo que sí molestaba de veras a Bea es que, mientras estaba con uno, se hiciera referencia a otros. En nuestros primeros encuentros, yo había cometido en un par de ocasiones tal error y no tardó en llamarme al orden:

—Aquí estamos tú y yo a solas, ¿no? —me replicó—. Pues hablemos de nosotros y olvídate de los demás. ¿Alguna vez te he preguntado yo lo que haces o dejas de hacer con tus hermanas o con quien quiera que te hayas acostado?

En efecto, ella nunca me formuló tal tipo de preguntas y menos aún cuando estábamos en plena acción. Tratándose de estas cuestiones, el antes y el después no existían para ella y tan sólo el rico presente tenía verdadero interés.

—Bueno —dijo cesando de chupar y poniéndose en pie—. Creo que el regalito está más que a punto para cumplir su misión y yo también he terminado de ponerme en condiciones.

Bea tampoco se quedaba atrás en el arte de desvestirse y, de hecho, tardó incluso menos tiempo que yo a pesar de mi relativa ventaja.

Era cierto que mi pacote estaba más que listo para afrontar la situación; pero al ver a Bea tumbada sobre la cama y divisar entre sus entreabiertas piernas aquel coñito tan delicioso, brillante ya de pura humedad, no pude sustraerme a la ilusión que aquel tipo de visiones siempre me producía y, antes de hacer uso del estoque, quise primero dar una serie de capotazos con mi lengua a aquel bravo torito, y no precisamente para amansarlo, sino para ponerlo aún más bravo.

Puesto que se trataba de su cumpleaños, se me había metido entre ceja y ceja que el regalo tenía que ser algo especial; aunque dudaba que, con la delantera que me llevaba en aquellas lides, yo pudiera a tales alturas despertar en ella nuevas sensaciones.

Como por intentarlo nada se perdía, me apliqué al cuento e improvisé todo tipo de mordisquillos, lametones y demás habilidades al uso, hallando como recompensa un más que lisonjero orgasmo por su parte y la no menos satisfactoria petición de que me dejase de más prolegómenos y pasase directamente al grano. Yo entendía que el grano era todo lo que llevábamos hecho hasta entonces, pero su concepto resultaba, por lo visto, bastante más restringido.

Aquí me surgieron las primeras dudas, pues ya digo que quería salirme fuera de lo cotidiano y no tenía ni la menor idea de cómo hacerlo para intentar cuando menos sorprenderla. Así que, como confianza existía de sobras entre ambos, no me mordí la lengua y se lo expuse:

—Tú sabes más que yo de estas cosas —dije—. Quiero ensayar contigo algo que no hayas hecho nunca antes con nadie y que tengas deseos de hacer.

Bea me miró un poco sorprendida y no supo si sonreír o permanecer seria.

—¿A qué te refieres en concreto?

—No sé cuantas formas existen de follar, pero deben de contarse por miles. Quizás haya alguna que no has probado nunca y que te gustaría probar.

—¿Te refieres a las famosas posturitas del Kamasutra?

—No sé si en el Kamasutra están todas las posibles, aunque, por su antigüedad, supongo que muchas más se habrán inventado después. De todas maneras, lo que yo quiero es hacer algo diferente que te llene.

Ahora Bea si sonrió abiertamente y, abrazándome con inusitada fuerza, pronunció una frase que nunca se me olvidaría.

—Tú eres eso diferente que siempre me llena hasta colmarme, lo hagas como lo hagas. ¿Quieres que te confiese una cosa?

—Adelante —respondí henchido de orgullo.

—Para mí sólo existen dos clases de hombres: tú y todos los demás. ¿Y sabes cuál de esas dos clases es la que más me interesa?

—No —dije, deseando escuchar su propia respuesta.

Pero no hubo ninguna, aunque en mi vanidad pensé que no era precisa.

Lo que yo busqué de especial para la ocasión, quedó reducido a un trivial misionero, con la única variación, nada novedosa, de que ella me envolvió con sus piernas y la penetración se hizo más acusada. Y tal vez fuera esa misma vanidad la que me llevó a suponer que Bea disfrutó como nunca de mí, pues bien cierto es que nunca antes vi una cara que destilara mayor satisfacción de hembra por completo complacida. Para mí fue una vez más, pero eso ya carecía de importancia, el mejor polvo de mi vida, porque lo rutinario dejó de ser rutina y lo normal adquirió carácter de extraordinario. Que nadie me pregunte el porqué, porque no sabría explicarlo. Así fue como lo sentí y así lo cuento.

—Quini, hermanito —musitó cuando, acunado entre sus brazos, una vez satisfechas nuestras respectivas ansias, me tomaba yo el merecido descanso del guerrero victorioso—, ¿no crees que deberíamos reunirnos con el resto de la familia?

Todo lo acontecido en los últimos instantes me había dejado de un sensible tan subido, que aquella alusión a la "familia" me produjo un pequeño escalofrío. Me acordé de Dori y de su frustrado intento de hallarse allí presente. Me acordé de toda mi "otra familia" y, como si quisiera erigirme en representante de toda ella, besé a Bea con mayor intensidad que nunca.

—Supongo que tienes razón —murmuré, sumido en un mar de contradictorios sentimientos.

Cuando regresamos al salón, allí estaba esperándonos una nueva sorpresa. Sorpresa para mí, que no para Bea.

—¡Tito Santi! —gritó ésta con desatado júbilo.

Y corrió a semiabrazar al tito en cuestión. Y digo semiabrazar porque el tito de marras era casi tan ancho como alto y debía de medir poco menos de dos metros. Se trataba de un auténtico mastodonte en toda la extensión de la palabra.

Sin embargo, mi atención no tardó en centrarse en la despampanante mulata que se hallaba a su lado, aunque tampoco me pasaron desapercibidos las dos jovencitas y el jovencito que se hallaban al otro lado del salón, en animada conversación con Luci y a quienes presentaré en una próxima ocasión.

Merche y mi padre no estaban presentes. Tan obvias me parecieron las respuestas, que no me molesté en preguntarme dónde se hallarían ni qué estarían haciendo.

SIGUIENTE RELATOOO

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