Una peculiar familia 14

CAPÍTULO XIV

Entre las muchas cosas que frecuentemente oía decir a mi padre, unas de cosecha propia y otras tomadas de acá o allá, estaba su afirmación de que el hombre es un animal de costumbres que, por naturaleza, tiende a instalarse en la rutina. Lo que yo deduje en este caso fue que a lo que tendemos es a pretender convertir en habitual aquello que nos agrada y que desearíamos formara parte permanente de nuestras vidas.

Tan sólo tres noches había pasado con mi madre (seguiré llamándola Brigi como ella me impuso) y todo había sido tan maravilloso que hubiera dado cualquier cosa porque aquella situación se perpetuara eternamente.

Es difícil explicar lo que se experimenta cuando confluyen tantos y tan profundos sentimientos, cuando das y recibes amor a manos llenas. El acto sexual pasa de ser un fin a convertirse en un medio más de encauzar un goce que tiene mucho más de espiritual que material. Sencillamente, me faltan las palabras para poder hacer una descripción siquiera aproximada de lo que para mí significaron estas noches.

Aun a riesgo de que más de uno considere hiperbólico mi discurso, no me cansaré de repetir lo especial que Brigi era para mí y el especial énfasis que yo ponía en todas y cada una de mis actividades, no porque buscara impresionarla sino simplemente porque me salía hacerlo así. Con Dori ya me esmeraba, porque Dori se merecía sin lugar a dudas lo mejor; pero con Brigi todo era tan distinto...

Ya para entonces me había dado cuenta de que yo era una persona asaz enamoradiza, que fácilmente sucumbía a los encantos de una mujer. Sin embargo, ni con Bea o con Luci, ni aun con Barbi y Cati, tal enamoramiento persistía con tanta fuerza, una vez harto mi deseo, como me sucedía con Dori y, por supuesto, con Brigi. A Dori me afanaba por complacerla en todo, dentro y fuera de la cama; por complacer a Brigi hubiera hecho cualquier sacrificio que me pidiera y aún me sabría a poco por exigente que éste fuera.

Cuando llegó la que iba a ser nuestra última noche, mis ánimos estaban por los suelos. Sabía que aún tenía por delante unas cuantas horas de dicha sin igual; pero eso no era sino las migajas del gran pastel que yo deseaba. Como no podía ser de otro modo, Brigi se dio rápidamente cuenta de la situación y una vez más se apresuró a tenderme su mano auxiliadora.

La escena era bastante similar a la de las noches anteriores, con la única diferencia de que, en lugar de estar tumbado a la espera de que ella se desnudara y acudiera a mi lado, yo me encontraba sentado en el borde de la cama, clavados los codos en las rodillas y hundida la cabeza entre mis manos. Si no lloraba no era por falta de ganas.

Brigi vino a sentarse a mi lado y, toda ternura, me rodeó con su brazo y apretó mi rostro contra su pecho.

—Éste no es el fin, ¿sabes? Quizá no haya más noches en mucho tiempo, pero sí tendremos muchos días para compartir.

Quizá tres fechas antes me habría parecido un sueño. Ahora no me parecía suficiente. De pronto, casi horrorizado, veía a mi padre como a un rival al que de buena gana hubiera fulminado en aquellos momentos de haber tenido medios para ello. No eran las mejores circunstancias para razonar, pero me esforcé en intentarlo. El mero hecho de que semejante idea hubiera cruzado por mi mente me puso los vellos de punta. Quería convencerme a mí mismo de lo contrario, pero era inútil: veía a Brigi cada vez como más Brigi y como menos madre. Ahora que el regreso de mi padre estaba ya próximo, ahora que mis horas de suplencia tocaban a su fin, sentía que quería seguir interpretando aquel personaje.

—Vamos, nene mío, no te entristezcas porque harás que me entristezca yo también. Y esta noche no quiero estar triste. Quiero que sea la más alegre de todas.

Brigi se incorporó, se situó frente a mí y se acuclilló entre mis rodillas comenzando a juguetear con mi verga, que estaba en sus horas más bajas.

—¿Conoces la postura de la doma?

Negué con la cabeza. No conocía ninguna postura que llevara ese nombre, o por lo menos no la conocía con ese nombre.

—Pues será la primera que practicaremos hoy. Aunque para eso es indispensable que don Pacote se ponga a tono.

Con el auxilio de su mano y de su boca no necesitó esforzarse mucho para que el moribundo recobrase todo su vigor. Satisfecha de su triunfo, Brigi se incorporó y se limitó a quitarse las bragas, quedándose con el vestido puesto. Colocada de espaldas a mí, apartando la falda para dejar el camino expedito, asió mi inhiesta verga con una mano y la enfiló sobre la entrada de su coño, en cuyo recinto se fue insertando a medida que ella descendía sus nalgas hasta hacerlas descansar sobre mis muslos. La célebre postura no era sino la misma que ya había experimentado con las gemelas y también ensayado con Bea, aunque Brigi le confirió un estilo especial mucho más excitante.

En lugar de hacerlo de arriba abajo, Brigi inició un movimiento de delante hacia atrás que adornaba con una serie de giros a un lado y a otro, dibujando como hipotéticos ochos, al tiempo que parecía dilatar y contraer las paredes de su vagina. La consecuencia de tan variada mezcla es que mi pacote se sentía asediado por todas partes, desde la punta a la raíz, dificultándome toda capacidad de concentración y exacerbando mi sensibilidad hasta límites extremos. Afortunadamente lo hacía todo con lentitud, pues de haber imprimido una mayor ligereza a su danza no creo que hubiera podido aguantar mucho tiempo. Pero era evidente que la intención de Brigi era calentar y no quemar y que aquello no suponía sino una especie de aperitivo.

Como para estas cosas la ropa está de más, la fui desvistiendo mientras ella seguía con su delicioso cimbreo. Una vez la tuve desnuda sobre mí, comencé a besar la parte superior de su espalda, sus hombros y su nuca, mientras mis manos se daban una nueva sesión con aquellas tetas que nunca se cansaban de acariciar.

Brigi se había empeñado en hacerme olvidar todas mis cuitas y a fe que lo consiguió, pues al poco yo estaba tan metido en el asunto que me olvidé por completo de que aquella era la última noche y de todo lo pasado y lo por venir, centrándome exclusivamente en la intensidad del momento.

Si grande era la excitación que aquel juego provocaba en mí, no lo era menor la que producía en Brigi, que alcanzó a no mucho tardar su primer éxtasis. Apagados los últimos estertores de tan dulce agonía, siguieron unos momentos de calma absoluta que a mi me vinieron de perlas para recuperar también mi sosiego, un tanto alterado con semejante trajín.

Sabía que Brigi se conservaba bastante ágil, pero nunca sospeché que pudiera llegar a tales extremos. Elevando y flexionando su pierna derecha, consiguió darse media vuelta, hasta colocarse dándome frente, sin que mi picha saliera más de un par de centímetros de su alojamiento; par de centímetros que de inmediato volvieron a ser engullidos.

Con sus manos se sujetó a mi nuca y desplegó ambas piernas sobre la cama, por detrás de mí, echando el torso hacia atrás. La penetración ahora no podía ser más profunda. El movimiento de su pelvis era casi imperceptible, pero yo lo sentía como si se desplazara a lo largo de toda mi verga.

—¿Ya estás más animado?

Nunca me había mirado y sonreído de aquella manera. Estaba coqueteando decididamente conmigo y a mí me encantaba que lo hiciera. Me encantaba la forma en que dejaba asomar la punta de su lengua por entre sus labios, pegándola al superior; me encantaba cómo entornaba sus párpados; me encantaba cómo sus pechos, oprimidos por sus propios brazos, permanecían pegados el uno al otro; me encantaba cómo sus cabellos se mecían suavemente al compás del pequeño balanceo de su cuerpo; me encantaba... Me encantaba todo y era tan feliz que casi me sentía desgraciado con sólo pensar que aquello no podía ser eterno y había de tener su fin.

Era tan distinto lo que me hacía sentir que no podría explicarlo aunque quisiera. La miraba embobado, por completo atrapado en el embrujo de su belleza y en el exquisito goce que su mínimo movimiento me transmitía. Ella me hablaba, pero sus palabras no llegaban a mis oídos; ni la música que yo escuchaba era la que brotaba de la minicadena, sino otra mucho más dulce y armoniosa que sólo sonaba en mi cerebro. Por primera vez comprendí lo que realmente se quiere significar cuando se dice "estar como flotando en una nube", porque así debía de ser como me encontraba yo.

—¿Has practicado alguna vez la postura del placer?

—¿No es ésta que tenemos ahora? Por mí me estaría así toda la vida.

Brigi volvió a exhibir aquella sonrisa que sabía hacer tan sugerente y única, apenas entornando los labios y elevando ligeramente las comisuras, a la vez que sus ojos adquirían un brillo casi diamantino.

—La verdad —añadí un poco desconcertado— es que la postura de la doma ya la conocía y también otras varias; pero no sé cómo se llama ninguna de ellas.

—Tampoco hay que hacer mucho caso de eso. Excepto la del misionero y alguna que otra más, cuyos nombres parecen haberse universalizado, la verdad es que una misma postura es llamada de muchas formas diferentes.

Mientras hablaba, Brigi se había abrazado a mí y, tras un ligero forcejeo, haciendo una vez más gala de una elasticidad que volvió a sorprenderme, puso de nuevo los pies en el suelo y esta vez se incorporó del todo, poniendo fin a la íntima unión que habíamos mantenido durante todo el rato. Mi verga parecía haberse agigantado y basculó pesadamente un par de veces al verse fuera del orificio que la había estado dando albergue.

La llamada postura del placer empezó pareciéndome más bien la postura del penitente. Brigi se sentó en el filo de la cama y a mí me hizo arrodillarme entre sus piernas. Se suponía que mi polla tenía que quedar poco más o menos a la altura de su coño, pero la realidad es que quedaba algo más baja. La solución fue colocar en el suelo un par de cojines, cosa que también agradecieron mis rodillas, y así nuestros sexos quedaron perfectamente enfilados y listos para un nuevo ensamblaje, que no tardó en producirse.

Por parecerme lo más lógico en tales circunstancias, empecé sin demora a bombear a buen ritmo, pero Brigi me contuvo enroscando sus piernas en torno a mi cintura y dejándome apenas margen de movimiento.

—Lo siento, mi nene —volvió a sonreír—, pero el compás lo marco yo.

Y así fue como, estrechamente abrazados, ella se encargó de establecer la pauta a seguir, presionando más o menos con sus piernas, lo que se traducía en una mayor o menor penetración de mi pene en su vagina.

No voy a decir que la postura en cuestión no fuera agradable, pues tratándose de poseer a Brigi nada podía resultar desagradable; pero, fuera porque me sentía agobiado por aquella especie de cárcel que me suponían sus piernas, o fuera porque ya había probado cosas que me parecían mejores a todas luces, la verdad es que no acerté a comprender el porqué a aquello se le llamaba postura del placer. Si al menos me hubiera permitido operar libremente por mi cuenta, tal vez le habría hallado algún significado; pero, en la forma planteada, concluí que aquello no era sino complicar en exceso y sin necesidad algo tan fácil como un simple polvo.

—¿De verdad te gusta hacerlo así? —pregunté.

Brigi soltó una carcajada que por unos instantes me hizo sentirme ridículo, aparte de lo ridícula que ya me parecía la postura en sí.

—Eso mismo le dije yo a tu padre la primera vez que probamos. Lo mismo que ahora, entonces fue un fracaso; pero lo cierto es que, cuando le coges el tranquillo, no deja de tener sus alicientes. A mí me ha hecho pasar algunos ratos memorables.

Brigi me liberó de la tenaza de sus piernas y ahuyentó mi conato de frustración con un cálido beso que yo prolongué varios minutos, mientras acariciaba sus senos y lentamente deslizaba mi verga, ahora ya sin imposiciones, en su más que lubricado agujero. Su segundo orgasmo me sorprendió por lo inesperado y ello hizo que me lanzara a un ataque definitivo, en el que no cejé hasta alcanzar también igual objetivo.

Brigi aumentó la presión de su abrazo sobre mí y comenzó a mordisquearme el lóbulo de mi oreja izquierda mientras me susurraba las más dulces palabras, en las que mezclaba su doble condición de madre y mujer. Entre la ternura de unas y la lascivia de otras, lo cierto es que volvió a ponerme cachondo del todo en tiempo récord y más que listo para iniciar una nueva escalada como si nada de lo anterior hubiera ocurrido.

Al advertir cómo de nuevo mi verga presionaba contra su ingle después del lógico receso que siguió a mi primer desbordamiento, Brigi soltó una carcajada.

—¡Eres increíble! —bromeó—. casi dejas en pañales a tu padre. ¿No crees que, antes de seguir, deberíamos de lavarnos un poco? Yo estoy ya chorreando.

No mentía. Entre el semen que yo había derramado en ella y su propia producción de flujos, la humedad sobrepasaba ampliamente el contorno de su vulva y cada vez se extendía más por las partes interior y anterior de sus muslos. Mi caso no se distanciaba mucho del suyo. Mi picha, otra vez tiesa y empinada, brillaba como si la hubiera sumergido en un tarro de ungüento.

—¿Tienes previstas más posturitas? —pregunté mientras llevábamos a cabo nuestras abluciones en el cuarto de baño.

—Me tienes tan caliente que ya me da igual cualquier posturita. ¿Cuál es tu preferida?

—Mi única preferida eres tú.

—¿De veras? Yo estaba en la creencia de que tu preferida era Dori.

—Dori es otra cuestión.

Afortunadamente, Brigi se limitó a esbozar una para mí enigmática sonrisa y no insistió en el tema. Me hubiera resultado un tanto complicado el intentar explicarle los diferentes sentimientos que ella y Dori me inspiraban. Por ambas sentía auténtica veneración, pero eran veneraciones tan distintas que no cabía establecer comparaciones entre ellas.

De nuevo en el dormitorio, Brigi se dejó caer boca arriba sobre la cama y enseguida deduje que, a partir de ese momento, tendría que ser yo el único encargado de echarle imaginación al asunto. Y, la verdad, estaba tan acostumbrado a que fueran las demás quienes sugirieran lo que había que hacer, que no supe muy bien por dónde ni cómo empezar. A la espera de que se aclarasen mis ideas, más bien con la esperanza de que la situación fuera aclarándose por sí sola, me acurruqué a su lado y hasta agradecí que ella me pasara un brazo por el cuello y me apretara contra sí, en un gesto que me pareció más de madre que de amante.

—¿No te has preguntado nunca por qué no he recurrido a ti en todo este tiempo?

Aunque no sabía por dónde iban los tiros, mi respuesta no se hizo esperar.

—Alguna vez me lo pregunté al principio y me pareció que la razón estaba clara: papá está por medio y él te satisface plenamente. Estando él, no necesitas de nadie más.

—Lo que dices es muy razonable; sin embargo, no es del todo cierto.

—¿En qué me equivoco? —me asaltó la curiosidad.

Creo que Brigi iba a explicarme en qué estaba yo equivocado, pero debió de pensárselo mejor y me volvió a salir con la frase de costumbre.

—Cosas de mujeres.

El "cosas de mujeres" era como una señal de stop. No me molesté en insistir, a sabiendas de que ya no iba a avanzar más en el tema por muy pesado que me pusiese. Era como un grueso cerrojo que se echa a una enorme puerta, que ya no hay manera de poder traspasar.

La conversación siguió por otros derroteros que poco pueden interesar al lector y que, por ello, prefiero pasar por alto. Mas es lo cierto que, mientras esa conversación se desarrollaba, nuestras mutuas caricias fueron perdiendo inocencia y adquiriendo matices más significativos. Al paréntesis madre—hijo volvió a suceder la evidencia mujer—hombre. Mi rabo, que ya había tenido suficiente descanso, se puso de nuevo a tono y la charla empezó a languidecer para dar paso a los hechos. De nuevo me enzarcé con aquellas tetas de las que nunca me cansaba y mi mano hostigó de nuevo el centro de la feminidad para, poco a poco, reavivar las sensaciones dormidas y dejar el plato listo para ser consumido.

Aquel último fue, tal vez, el polvo más plácido y, al menos para mí, el más satisfactorio. Nada de rebuscadas posturas ni exhibiciones sin cuento. Todo naturalidad y sosegado amor, dejando que el deseo brotase por sí mismo y culminando nuestra unión cuando nuestros cuerpos lo pidieron, sin más guía ni consejero que nuestros propios sentimientos y aquella mutua atracción, no sé si fatal o afortunada, que nos mantenía encadenados el uno por el otro.


El pesar que me embargada, por saber que el sueño había llegado a su final, en parte quedó recompensado por el epílogo que, al regreso de mi padre, puso mi madre al episodio.

—¿Qué tal se ha portado el nene durante mi ausencia?

—De matrícula de honor.

Después, no sé si con celos o malsana envidia, vi cómo mi padre rodeaba con su brazo el talle de mi madre y ambos enfilaban hacia aquella alcoba que ya no volvería a ser mi territorio en mucho tiempo.

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