El Maestro Pollero (Parte 6)

Pensaba que el lunes había terminado ¡Pero no! Quedaba lo mejor: una cena en familia, un sofá muy cómodo, nuevas tecnologías, mi madre convertida en musa, mi cámara...





Llegó el lunes por la noche, el final de mi día libre. Mientras cenábamos, en la mesa del salón, me costaba disimular la ira que sentía hacia mi padre después de lo que había visto (y fotografiado) en el hostal La Becerra. Apenas hablé en la mesa, y si me hablaban respondía con monosílabos.

—¿Te ocurre algo, hijo? —me preguntó mamá, con su habitual dulzura.

Después de lo que había pasado en la cocina al mediodía, cuando le dio ese extraño arrebato y se tragó mi semen como quien comulga en una iglesia, su actitud hacia mí parecía normal, al menos delante de papá.

—Me duele un poco la cabeza. No es nada —dije.

Casi me pongo enfermo de verdad cuando mi padre comenzó a relatar el motivo por el cual había tenido que hacer horas extras en la fábrica de embutidos donde trabajaba, mintiendo con una habilidad admirable. Según su versión, se había estropeado una de las máquinas que pican la carne y les había llevado horas arreglarla. No pierdo el apetito con facilidad, pero mientras lo escuchaba la deliciosa cena hecha por mi madre se me comenzó a atragantar casi tanto como mi polla se le había atragantado a Lucinda en la arboleda del cementerio. Al acordarme de la cajera, no pude evitar un comentario malicioso, deseoso de ver la reacción de mi padre.

—Esta tarde me he encontrado a Lucinda en el centro —dije, como si nada.

—¿Y qué? ¿No la has invitado a tomar algo? —preguntó mi padre, con una mirada pícara y sin rastro de nerviosismo. Desde luego tenía sangre fría.

—No, la verdad es que no es mi tipo. Como dice mamá, lo que yo necesito es una buena chica española y cristiana

La sonrisa sincera que mi madre me dedicó cuando terminé de hablar me compensó por todos los sinsabores de aquel largo lunes. Me alegré de haber castigado a la mulata en su nombre, y decidí que tenía que castigar también al adúltero de mi padre, sin que ella se enterase, claro, para evitarle sufrimientos innecesarios. Tendría que pensar en algo, pero esa noche decidí aparcar mi cabreo y comportarme como si nada ocurriese. Ya tenía muchas cosas en la cabeza, y no quería recalentarme las neuronas más de lo necesario.

Después de cenar, nos sentamos los tres a ver una de esas series americanas sobre forenses y psicópatas. A los tres nos gustaban, y siempre que yo estaba en casa solíamos verla juntos. Papá estaba en su sillón, vuelto hacia el televisor, colocados sus dos metros de corpulencia en una cómoda postura que por lo general lo llevaba a los brazos de Morfeo antes de que terminase el primer capítulo. Por detrás de él, en el amplio sofá, mamá estaba recostada en un extremo y yo sentado cerca. Demasiado cerca para poder concentrarme en la serie.

Llevaba puesta su bata, pero el camisón de dormir no asomaba por los bajos. Debía llevar otro de sus camisones más cortos o puede que solamente la ropa interior. La idea de que pudiese estar casi desnuda bajo la tela violeta de su bata guateada, me entusiasmó tanto que los gruesos contornos de mi cipote comenzaron a dibujarse contra la pernera de mi pijama.

Las luces estaban apagadas, y el resplandor azulado del televisor le daba a su piel una textura marfileña, casi irreal. Miré su perfil, acentuado por el moño que contenía su cabellera rubia, los ojos claros concentrados en la pantalla y las mejillas como melocotones maduros, la naricilla respingona de niña pequeña y los labios rosados que se humedecía con la lengua de tanto en tanto. Tenía las piernas dobladas sobre el sofá, la bata solo le cubría hasta las rodillas y estaba descalza. No soy fetichista de los pies, pero siempre me han encantado los suyos, pequeños e inmaculados, como si nunca hubiesen tocado la inmundicia de este mundo. Y sus pantorrillas, macizas y regordetas, simplemente e volvían loco. Tanto, que mi mano se movió casi por voluntad propia y acarició los gemelos de su pierna izquierda.

Me dio una rápida patada en la muñeca, discreta pero efectiva, y me lanzó una mirada de advertencia. Desde su posición, mi padre no podía vernos a menos que girase la cabeza, y no la giraría a menos que escuchase algo fuera de lo normal. Lo intenté de nuevo, esta vez empezando por el empeine, subiendo hasta el tobillo despacio y rozando con el pulgar la planta del pie. Eso le provocó cosquillas, apretó los pequeños dedos y dobló aún más la pierna para librarse de mi caricia, pero esta vez no me pateó ni me miró, fingiendo ver la serie como si nada ocurriese.

La situación me estaba excitando tanto que mi erección era ya demasiado evidente bajo el pijama. Sabía que, con mi padre en la habitación, no podría llegar mucho más lejos, así que me excusé, diciendo que estaba cansado, y me retiré a mis aposentos. En cuanto me tumbé en mi cama me desnudé de cintura para abajo, dispuesto a aliviarme de inmediato con la sensación reciente de esa piel sedosa entre los dedos, pero al tumbarme vi en la mesita de noche mi teléfono móvil (con cámara incorporada), y se me ocurrió un juego que podría hacer memorable esa anodina noche de lunes.

Sabía que mi madre siempre llevaba su móvil, muy parecido al mío, en el bolsillo de su bata. No hablaba demasiado, pero lo usaba casi todas las noches para chatear con mis tías, que vivían fuera del pueblo, o con alguna de sus amigas más íntimas, así que a papá no le extrañaría que recibiese mensajes a esa hora. Ni corto ni perezoso, le hice una foto a mi rampante verga y se la envié.

Tardó un par de minutos en contestar, y habría pagado cualquier suma por ver su cara al recibir la foto, con mi padre a medio metro. “No hagas el tonto”, decía su mensaje. No dejaba claro si estaba enfadada, muy enfadada, o si le había hecho cierta gracia. Le respondí lo siguiente: “Mandame tu 1 foto, porfavor”.

No sabía qué esperar, y el corazón se me aceleró cuando, un par de minutos más tarde, recibí un mensaje. En la foto solo se veía la pantalla del televisor, donde un forense con gafas miraba por un microscopio. “Mu graciosa, mami”, respondí, “Mandame 1 foto d tus piernas, porfvor”. “Q pesadito estas, para q la quieres?”, escribió ella después. “Quiero tocarme viéndolas, mira como m ponen”, acompañé este mensaje con otra foto de mi polla, esta vez agarrándomela con la mano, luciendo venas hinchadas a lo largo del tronco y un capullo coronado por una brillante gota de lubricante natural.

Pasaron los minutos, y la respuesta no llegó. Pensé que insistir podría hacerla enfadar, y dejé el móvil de nuevo en la mesita, resignándome a consolarme con la imagen mental de mi musa, cuando la puerta de mi dormitorio se abrió lentamente y entró ella en persona. Al ver mi cara de alegría, se puso un dedo en los labios y me miró con severidad.

—Tu padre se ha quedado dormido en el sillón —susurró—, así que no hagas ruido y deja las manos quietas, ¿eh?

En lugar de sentarse al borde de mi cama, como de costumbre, se acomodó en una silla, cerca de mí pero fuera del alcance de mis ávidos dedos. Estaba seria, pero no parecía enfadada, y me pareció vislumbrar una sombra de sonrisa en la comisura de sus labios.

—¿Pero qué te pasa hoy con mis piernas, eh? Mira que te pones pesado, y con tu padre delante...

—Es que son preciosas, mami. Siempre me han encantado.

—Bah, tampoco exageres.

Estábamos a oscuras, y a la tenue luz de la luna que se filtraba por las cortinas no pude ver si mis cumplidos la hacían ruborizarse. Mientras hablábamos, por si lo habéis olvidado, yo estaba desnudo de cintura para abajo, y mi erección apenas había perdido fuerza. Cada vez que mamá echaba una mirada furtiva a mi entrepierna desde la silla, la sangre fluía con más fuerza hacia esa zona. Me levanté y saqué la cámara digital de mi bolsa. Ya había copiado todas las fotos en mi ordenador y limpiado la tarjeta de memoria, así que no había peligro de que viese algo inapropiado.

—Déjame hacerte un par de fotos, por favor —dije, en el tono lastimero que usaba desde pequeño cuando quería convencerla de algo.

—¿De las piernas?

—Del cuerpo entero. Quítate la bata, anda. —Antes de que pudiese replicar, me arrodillé frente a ella con la cámara en las manos, mirándola encandilado—. Tendrías que haber sido modelo.

—¡Anda ya! Las modelos son altas y están delgadas —dijo, sin poder ocultar un leve brillo de satisfacción en los ojos. Hizo el gesto de cerrarse la bata, aunque ya la tenía bien cerrada, y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Yo no digo como las anoréxicas de las pasarelas, o esas guarras de las pelis porno con tatuajes y piercings. —”O como Lucinda”, pensé—. Yo digo de las que salen en los cuadros de los pintores, mujeres de verdad, con carnes como dios manda.

Mis halagos parecieron gustarle, y sonrió abiertamente, volviendo la cabeza como si le diese vergüenza mirar a la cámara. Luego me miró a los ojos y se puso seria de nuevo.

—Pero no se te ocurrirá ponerlas en Internet, ¿no?

—No digas tonterías. ¿Cómo voy a poner fotos de mi madre en Internet para que se haga pajas cualquier vicioso?

—¡Ay, no digas esas cosas!

—Te juro que no las va a ver nadie. Quítate la bata, anda, solo un momento.

Tras unos segundos eternos de duda, se desató el cinturón despacio y abrió la bata. La echó hacia atrás, dejándola caer en el respaldo de la silla. Se quedó sentada con las rodillas juntas, las puntas de los pies apoyadas en el suelo y las manos en los muslos, mirando hacia adelante con la espalda recta. Como había imaginado, solo llevaba debajo la ropa interior, un conjunto blanco con sencillos encajes. Respiré hondo, levanté la cámara y comencé a disparar.

—Levanta los brazos. Bah, por favor, levántalos... Así, muy bien. Estás preciosa.

Sin levantarme del suelo, me moví a su alrededor, con la verga cabeceando arriba y abajo, tan dura que empezaba a dolerme. A pesar de la tenue iluminación, las fotos eran magníficas, auténticas obras de arte gracias a las hermosas formas de su cuerpo.

—Cruza las piernas. Así, levántala un poco.

Obedeció sin rechistar, y al estirar la pierna cruzada casi me tocó el pecho con el pie. Con la memoria de la cámara repleta de fotos y los huevos repletos de amor, no pude aguantar más y le agarré la pierna con suavidad, me incliné hacia adelante y comencé a besarle el empeine, subiendo muy despacio hasta el talón, el tobillo...

—Ulises, por favor... tu padre... —se quejó ella, con un débil susurro.

—Tranquila, está durmiendo y no va a venir...

Bajó la pierna, y el pie quedó a la altura de mi ingle, rozando la polla, y no pude resistir el impulso de frotarla contra la tersa piel. Como si me leyese el pensamiento, mamá estiró la otra pierna, y comenzó a hacerme algo que a pesar de todas mis experiencias con mujeres de todo tipo nunca me habían hecho. Me atrapó el miembro entre los pies y los movió lentamente arriba y abajo, masturbándome incluso con más delicadeza que cuando usaba las manos.

La dejé hacer durante unos minutos, acariciándole las pantorrillas y los muslos hasta donde me alcanzaban los brazos, mirando su cuerpo tenso en la silla, los grandes pechos que subían y bajaban al ritmo de la respiración y el rostro arrebolado, con una expresión concentrada e inquieta. Agarré sus tobillos, y comencé a mover las caderas al mismo ritmo, cada vez más deprisa. Para ser una mujer que se pasaba casi todo el día de pie o caminando tenía las plantas de los pies suaves como la seda. Los apreté uno contra el otro, apretando mi verga entre ellos, y tras varias enérgicas sacudidas me corrí, apretando los dientes para reprimir un grito de éxtasis.

Como si acabase de salir de un trance, mi madre se puso de pie de un salto, llevándose las manos a la cabeza mientras se miraba los pies, cubiertos con espesos charcos de semen y chorretones que llegaban hasta las rodillas.

—¡Mira como me has puesto!

—Lo... lo siento, mami.

—¿Y ahora con qué me limpio? —preguntó, mirando casi con pánico hacia la puerta del dormitorio.

—Tranquila, tengo toallitas en...

En ese momento nos quedamos paralizados en el sitio. Escuchamos el inconfundible crujido del sillón, señal de que mi padre se había levantado. No sabíamos si iba al baño, a la cocina a comer algo o a la cama. En cualquier caso no vería a mi madre en el sofá, y tal vez la buscase por la casa. A toda velocidad, saqué las toallitas húmedas del cajón y comencé a limpiar, con movimientos frenéticos, la leche viscosa pegada a la piel de mamá.

—¡Quita, déjame a mí!

—Espera... ya está.

Se puso la bata con un rápido movimiento, se asomó al oscuro pasillo y se marchó, cerrando la puerta tras ella sin hacer ruido. Yo me quedé tumbado en el suelo, agotado y al borde del infarto. El miedo a ser descubierta, reavivado por lo que acababa de suceder, tal vez jugase en mi contra en mis próximos intentos de acercarme a ella, pero que me hubiese dejado fotografiarla, y acariciarla mientras me masturbaba, por primera vez, significaba que estaba empezando a bajar sus defensas.

Me acosté en la cama con la cámara y miré sus fotos hasta que me quedé dormido; las mejores que había hecho en todo el día.

Continuará...

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