En la oficina

Imagino que llegás. Está la tarde tan tranquila como hoy, pasás la mesa de entradas, y enfilás directo a mi despacho.
El solcito te acompaña e ilumina tus alas de ángel con un resplandor amarillento.
— No —te digo yo, deteniéndote antes de que alcances a entrar en el bañito de mi oficina—. Hoy se me ocurrió algo especial... —propongo, y vos me mirás con una sonrisa algo viciosa. Sabés muy bien que a mí me gusta simular situaciones, crear escenarios nuevos, y sé que sos tan golosa como yo al momento de jugar.
En la mañana, que había sido también bastante aburrida, me dediqué a ordenar el archivo, el papelerío, acomodar carpetas, clasificar facturas y remitos, tirar papeles viejos, por lo que el escritorio había quedado casi completamente libre. Dada la nueva ubicación de las macetas y la cortina veneciana, la mesa que uso para hacer mis papeles no se ve desde el exterior del privado.
Y algo así entendiste, porque te apoyaste de espaldas a la mesa, sin saber hasta dónde llegaban mis alucinaciones.
Tu perfume lo inundaba todo; no eran manzanas. Era un aroma dulzón, floral, y adiviné que así olía toda tu piel.
Te acorralé contra la madera, mis manos sobre la mesa, a ambos lados de tu cola. Te pusiste juguetona, y me besaste completamente entregada. El miedo parecía haberse esfumado mágicamente, como el perfume que me narcotizaba al evaporarse desde tu piel, y el beso se puso lujurioso y violento. Te echaste hacia atrás, y mi caricia salival bajó por tu cuello, por los lóbulos de tus orejas, tu mentón, y fue deslizándose hasta el nacimiento de tus pechos. Gemiste, exhalaste fuerte, y cuando yo despegué las manos de la mesa, las agarraste excitada y las condujiste directamente hasta apretarlas contra tus tetas hinchadas. Sentí los pezones ligeramente afilados bajo un corpiño sin armazón, y apretaste mis dedos contra ellos.
Mi libido voló hasta la estratósfera.
Empecé a amasarte con violencia las tetas, y vos gemías como una perra caliente. Calcé una pierna entre las tuyas, y vos comenzaste a frotarte; sentía el calor de tu concha hirviendo contra mi pierna. Te frotabas cada vez más fuerte, y yo apretaba contra la mesa, clavándote más y más la pierna.
Bajaste tu manos por mi panza, y a través del pantalón, agarraste furiosamente mi verga, que parecía a punto de estallar. La sobaste, te reíste sin parar de gemir como una puta profesional, y me desabrochaste el botón. El cierre casi se bajó solo; yo no podía creerlo, asombrado como cada vez, deslumbrado como nunca.
Te deslizaste sinuosa, y poniéndote en cuclillas frente a mí, con las piernas abiertas en una pose muy sensual, empezaste a lamerme la verga. Parecía que estabas jugando con un helado. La lamías desde los huevos, lentamente, y cuando llegabas a la punta, te la metías en la boca y la chupabas como un chupetín. La masajeabas con la mano. Me la volvías a chupar, me besabas la punta, te la metías toda adentro y la chupabas lentamente hasta que la sacabas toda, besándome otra vez la punta.
Yo me moría, la puta madre, qué bien lo hacés.
Subiste, y sin dejarme recuperar del asombro, te sacaste rápidamente la camisola, pero me dejaste intentar, al menos, sacarte el corpiño. Te reíste, me ayudaste, y cuando tus tetas se liberaron como dos plácidos ensueños de mi perdición, me abriste la camisa. Piel contra piel.
Me besaste el pecho, y te levantaste la pollera. El olor a sexo fragante me invitó, y te empujé suavemente sobre la mesa vacía. No tenías bombacha...
Hija de puta.
Caíste acostada sobre tu espalda, riéndote, y yo bajé. Subí tus piernas, una sobre cada uno de mis hombros, y me dediqué a chuparte con avidez la conchita húmeda. Inflamada. Enrojecida. Vos jadeabas extasiada mientras yo te pasaba la lengua por los labios depilados, te metía la punta en el agujero, te chupeteaba el clítoris y te lo lamía una y otra vez, golpeándote con la lengua mientras te sentía vibrar bajos mis besos. Y jadeabas, resollabas como una perra mientras yo sentía cómo acababas, como tirabas orgasmos entre mis labios y bajo mi lengua.
Freddie Mercury gritaba desde la versión en vivo del Brighton Rock, y tapaba un poco tus solapados aullidos.
Y aprovechándote así, a la altura justa y con la concha abierta como un pozo infernal, me paré y te la clavé. Agradecé que los huevos hicieron tope, sino te los mandaba adentro también. Y empecé a bombear, maravillosa imagen la que tenía de mi verga brillosa entrando en tu concha inflamada, roja como la sangre. Tus tetas se bamboleaban frenéticas, y yo agarré una y te la apreté. Te quejaste, te reíste, sin dejar de acabar como un animal. Y yo veía como chorreaba tu flujo, mis huevos golpeándote el culo mientras te bombeaba al ritmo de tus gemidos de puta.
— Si... dámelo...
— ¿Lo querés...?
— Si... si... dám... dámelo...
— ¡¿Lo querés, maldita?!
— ¡Si, dámelo, hijo de puta, dámelo, lléname de leche, hijo de p...!
No llegaste a completar la frase, que con un envión hacia adelante y un espasmo violento, la primera bocanada de leche te llenó el agujero de calor, de ese líquido tibio y dulce. Seguí acabando, seguí bombeando, gimiendo, fascinado, y empecé a reírme mientras vos, conmovedora, mágica, comenzabas a frotarte las tetas, y acababas de nuevo, y te unías a mi risa...
La dejé salir, flojita y viscosa. Me miraste a los ojos, me clavaste tus pupilas enmarcadas de zafiros, y me agarraste la pija húmeda y caliente. La sobaste, la frotaste, y cuando viste la perlita de leche en la punta, te la llevaste a la boca, golosa y alucinada. Tus cachetes prendidos fuego, rociaditos de sudor. Olor a sexo, a concha y a semen, el olor de tu perfume y la fragancia de tu esencia animal...

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