La aventura de Maya (relato erótico)

Espero que les guste ^_^


La Aventura de Maya


Abrió los ojos lentamente y, por un instante, Maya creyó quedarse ciega. No veía nada más que una oscuridad densa y asfixiante. Intentó mover el cuerpo pero estaba adormecido, con aquel sopor característico del duermevela. Quiso ponerse de pie; sin embargo, al igual que la acción anterior, le fue imposible hacerlo. En esta ocasión pudo sentir algo enredado alrededor de su cintura que se lo impidió. Prosiguió a retorcer sus brazos, pero se percató que también le era vedada la articulación de los mismos. Maya era una mujer de veintisiete años que se consideraba a sí misma racional y de cabeza fría, por lo que antes de dejarse arrastrar por el pánico, decidió organizar sus pensamientos y recordar qué había hecho durante el día.

Vivía en un pequeño apartamento en el centro de la ciudad. Como le era acostumbrado, se levantó temprano esa mañana, se vistió para ir al bufete de abogados donde trabajaba como asistente del licenciado Rojas, y se quedó en la oficina hasta un poco más de las siete de la noche. Al salir del edificio recordó que debía pasar por la tienda de abarrotes. Caminó aprisa por las calles atestadas de personas, mientras repasaba mentalmente la lista de lo que iba a comprar: Leche, huevos, vino de cartón, queso de cabra y pan baguette. Había mirado su reloj con impaciencia y comprobado, para su mortificación, que el establecimiento cerraría en unos quince minutos. Maya decidió entonces hacer un pequeño desvío por una callejuela adyacente. Lo que sucedió luego fue tan rápido, que lo recordó como un suceso vago pero estremecedor. De pronto alguien la había tomado por detrás y le cubrió el rostro con un pañuelo que olía extraño.

«Por Dios —pensó—, me han secuestrado». Ahora, con los sentidos alerta, Maya reparó en su estado. Se removió en su asiento y ahogó un grito. No tenía la menor sospecha, ¡estaba completamente desnuda! Y no solo eso, sino que experimentó el brusco roce de una soga de nilón alrededor de su cuello, enredándose en sus senos, enrollándose en su cintura, bajando hasta los pliegues de su vagina, introduciéndose levemente dentro de su concha, perdiéndose en la raja de su nalga y subiendo por su espalda para terminar otra vez en el cuello. Las manos las tenía atadas detrás de la silla de madera y los pies a las patas delanteras de la misma.

La respiración de Maya comenzó a acelerarse. Se encontraba en una situación peligrosa, con los ojos vendados y demasiado asustada como para escuchar lo que sucedía a su alrededor. ¡Jamás le había sucedido algo como aquello!

De repente la abrasó una luz cegadora. Alguien le había arrancado la venda de un tirón. Parpadeó varias veces hasta que sus ojos fueron capaces de enfocar algo. Lo primero que llamó su atención fue una sombra alta que estaba apenas a unos cuantos pasos de ella, luego aparecieron dos siluetas a cada lado de la primera. Ahogó otro grito e intentó zafarse en vano. Los tres hombres delante de sí soltaron unas risitas de burla.

Maya miró a su alrededor desesperada, tratando de encontrar algo que le fuera de ayuda, alguna manera, por más remota que fuera, de escapar. Notó que se encontraba en lo que habría sido una especie de almacén, ahora olvidado, de paredes mohecidas, tuberías rotas y luces titilantes.

—Es toda una hembra— le escuchó decir a uno de los secuestradores. Maya regresó su atención a ellos y los miró fugazmente. Los tres iban en pelotas. El que habló tenía la cabellera azabache, el pecho depilado y un pene largo y de grosor medio.

—Tienes razón, Matías. Ya quiero meterle mi verga por ese coño hasta que se parta en dos— le respondió un pelirrojo a su derecha, un tanto velludo y con el pene más grueso que el anterior, aunque más pequeño.

—Yo quiero hacerla gritar hasta que pierda la cordura, Pedro, metiéndole mi verga o no— agregó el castaño a la izquierda de Matías, que se saboreaba los labios y miraba a Maya como si fuera un pedazo de bizcocho.

—Vale, Juan, pero no te impacientes. Tenemos todo el tiempo del mundo— sentenció Matías.

Ahora sí que Maya estaba aterrada. No era virgen, claro que no, ese no era el caso, pero de ahí a tener sexo con más de un hombre era mucho más de lo que había experimentado en su vida sexual.

—Por favor— dijo, con la voz queda—, no me hagan daño. Déjenme ir.

—No te preocupes— dijo Pedro—, te prometo que terminarás disfrutándolo mucho.

Sin esperar a que dijera otra cosa, Juan usó el pañuelo que antes funcionaba como venda, para amordazarla. Maya abrió los ojos de par en par y las lágrimas comenzaron a salírsele.

Matías se colocó frente a ella y se puso en cuclillas, situó una mano en cada rodilla y se las separó con fuerza, rompiendo cualquier resistencia que Maya pudiera ofrecer. Luego rozó el nilón que pasaba justo por encima de su clítoris y lo frotó con lentitud. Maya tembló involuntariamente y Matías ladeó una sonrisa. Después, él hizo señas para que los otros dos se acercaran.

Pedro y Juan se ubicaron a cada lado de Maya, se acomodaron de rodillas y al mismo tiempo le lamieron los pezones, dibujando círculos en la areola y succionando con más o menos fuerza. Maya se negaba a sucumbir a las sensaciones a la que aquellos bandidos la estaban sometiendo. Matías continuaba restregando el nilón encima de su clítoris… Sin previo aviso, le empotró tres dedos dentro del coño. Ella gimió por encima de la mordaza y las piernas le flaquearon, gracias a Dios que estaba sentada.

Maya estaba mojada, sumamente mojada y excitada. Había en esa situación un deje de erotismo al que no había podido escapar, una sensación de prohibido y de fantasías de colegio que ahora la atacaban sin tregua.

El orgasmo llegó. Uno largo, ruidoso, húmedo en extremo que acabó en los dedos de Matías. Maya jadeaba buscando aire, demasiado perdida en sus emociones como para advertir que la desataban y la despojaban del trapo en la boca.

—Creo que ya la tenemos calientita, a la muy puta esta— dijo Juan mientras la ponía de pie. Pedro y Matías solo sonrieron lascivamente. Maya escuchó el sonido de una silla arrastrándose y no se inmutó cuando le pusieron unos grilletes en las manos a la altura de la cabeza, para, después, subirle las piernas sobre el espaldar de dos sillas de madera. Quedó totalmente abierta, a disposición de que hicieran lo que quisieran con su concha.

Matías, que era el más encariñado con su coñito, fue a lamérselo con presteza. Lengüetazo arriba y abajo, metiendo la lengua en su orificio y moviéndola en círculos para luego regresar a un sube y baja rítmico y acompasado. Pedro se colocó detrás y comenzó a acariciar su nalga, abriéndosela y palpando su agujero. Juan se puso detrás de Pedro y le empezó a manosear las nalgas.

—Sabes que no me gusta quedarme fuera de la diversión— le susurró al oído.

—Ya lo sé— le contestó con voz ronca—, trata de no ser tan rudo esta vez.

Maya no podía creer lo que escuchaban sus oídos. Nunca imaginó participar en una orgía, ¡mucho menos en una donde había sido secuestrada! Juan le metió el falo en el hoyo a Pedro, y éste gimió e introdujo un dedo en la nalga de Maya, luego otro y otro. Juan le besaba el cuello y le embestía con fuerza.

Matías decidió divertir un poco a su pene. Se levantó, puso una pierna encima de la silla para acomodarse mejor, y arremetió contra la concha de Maya como si el mundo fuera a acabarse al día siguiente.

Maya gritaba y dejaba escapar sonidos guturales y primitivos, todo su raciocinio se había ido por la borda. Pedro, entonces, le metió el miembro en su apretado hoyo trasero y se la entraba y sacaba con la misma fuerza con la que Juan se lo hacía.

—Ah…sí, sí… ay mi Dios… ah…ah…sí, más fuerte…ah…ah…rómpanme el coño…ay madre… cójanme con más fuerza.

El sonido de aquel bombeo frenético era lo único que inundaba el viejo almacén. Maya estaba disfrutando como toda una puta. Se sentía de maravilla. Quería más, necesitaba más, deseaba más. Anhelaba que la cogieran durante horas, que la trataran como a una perra, que la hicieran suya. Esa noche habían liberado a una Maya que no conocía, a una loca por el sexo.

—Te voy a romper el culo— dijo uno de ellos.

Los cuatro gemían como bestias, todos prontos a terminar, y así lo hicieron.

—Ay, ay, ay, ah…ah… ¡AH!

— ¡Coño! Santa madre.

— ¡Sí!

— ¡Me vengo, joder!

Maya se sintió sumamente liviana, sintiendo toda esa leche entrando en su cuerpo. Los chicos la dejaron ahí colgada, y ellos se tiraron al suelo. Luego de media hora, en la que se quedó dormida, la volvieron a despertar. Sus tres nuevos amigos querían otra ronda antes de dejarla ir a casa.

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