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Tocadas en Público - La Volví Adicta al Riesgo

Esta es la segunda parte de cómo convertí a esa jovencita inocente en mi puta personal. Después de esa noche en el motel, donde le rompí el himen y la hice gemir "me encanta" mientras la cogía como animal, la relación no se enfrió. Al contrario: se volvió adictiva. Ella empezó a buscarme más, a mandarme mensajes tímidos preguntando cuándo nos veíamos. Y yo descubrí que lo que más me ponía era marcarla en público, hacerla sentir expuesta, deseada y mía en cualquier momento del día. Tocadas en público, manoseo discreto, exhibicionismo ligero... todo eso la volvía loca poco a poco.
Daniela era perfecta para eso. Con 18 o 20 años, ese cuerpo curvilíneo, tetas firmes que se notaban bajo cualquier blusa y un culo que pedía ser agarrado, caminaba por la calle como si nada, pero yo sabía lo que escondía: una zorrita que se mojaba con solo una mirada mía.
Aquí les dejo una foto de cómo era ella hace unos 18 años, cuando todo empezó (miren esos ojos inocentes que después se volvían locos de deseo):
Tocadas en Público - La Volví Adicta al Riesgo





En la calle, mientras caminábamos juntos, le pasaba el brazo por la cintura y bajaba la mano hasta sus nalgas. Las apretaba fuerte, metiendo los dedos entre el cachete por encima del jean, sintiendo cómo se ponía tensa al principio y luego se relajaba, mordiéndose el labio. Sus ojos grandes me miraban de reojo, llenos de vergüenza y excitación. “Para… alguien va a ver”, susurraba, pero no se apartaba; al contrario, se pegaba más, como si el riesgo la encendiera.
En los almacenes o malls era peor (o mejor). Mientras ella miraba ropa o preguntaba precios, me ponía detrás y deslizaba la mano por delante, entre sus piernas. Acariciaba su vagina por encima del pantalón, presionando justo donde su clítoris se ponía sensible. Ella se quedaba quieta, fingiendo ver algo, pero sus caderas se movían apenas, buscando más. Sus mejillas se ponían rojas, respiraba agitada y me clavaba las uñas en el brazo… hasta que tenía que disimular una tosecita cuando alguien se acercaba.
Lo del vestidor de las tiendas de ropa fue lo que más la volvía loca… y lo que más miedo le daba, ese riesgo de ser pillados en pleno manoseo. Cuando entraba a probarse algo, yo esperaba unos segundos y metía la cabeza por la cortina entreabierta. La encontraba ahí, en ropa interior o con la blusa levantada a medias, mirándose al espejo. Me acercaba rápido, pegándome a su espalda, y le susurraba al oído cosas sucias: “Mírate, puta… esas tetas son mías, ese culo también. Imagínate si la vendedora entra ahora y te ve así, empapada y temblando por mí”.
Mientras hablaba, le metía la mano bajo la blusa, acariciaba sus pechos por encima del sostén, pellizcaba suavemente los pezones que ya estaban duros. Bajaba la otra mano y la frotaba despacio sobre la tela de su ropa interior, sintiendo cómo se mojaba más y más. Ella intentaba callarse, pero se le escapaban gemiditos ahogados, se agarraba del espejo para no caerse. Sus ojos, enormes y vidriosos, miraban hacia la cortina cada dos segundos, aterrada. “Por favor… más despacio… nos van a oír… si alguien entra y nos ve… nos van a echar, Germán… por Dios”, jadeaba bajito, con la voz temblorosa de miedo real. El corazón le latía tan fuerte que lo sentía contra mi pecho. A veces empujaba mi mano un poco, como queriendo que parara, pero al segundo abría más las piernas, contradiciéndose. El riesgo de ser descubiertos la ponía al borde: sudaba, respiraba entrecortada y susurraba “no pares… pero cuidado, por favor”. Yo solo sonreía y seguía un poco más, hasta que ella misma cerraba la cortina de golpe cuando oía pasos, roja como tomate y con las piernas temblando.
Y no era solo en privado o a escondidas. Cuando estábamos reunidos con mis amigos —en una reunión casual, tomando algo en un bar o en casa de alguno—, me gustaba subir la apuesta poco a poco. Al principio era un abrazo de novios normal: la rodeaba por la cintura desde atrás, la pegaba a mí mientras charlábamos con el grupo. Luego, mientras todos hablaban, mi mano subía despacio por su costado y rozaba rápidamente uno de sus senos sobre la blusa, solo un toque fugaz que nadie notaba del todo. Ella se tensaba, me miraba de reojo con cara de “¿qué haces?”, pero no decía nada.
Poco a poco la caricia se volvía más lenta, más deliberada. La mano se quedaba ahí, cubriendo el seno entero, apretándolo suave al principio, sintiendo cómo el pezón se endurecía bajo la tela. Avanzaba según ella me lo permitiera: si se ponía muy rígida, lo dejaba en caricia ligera; si respiraba hondo y se mordía el labio, subía la presión, amasándolo despacio mientras seguíamos en la conversación. Terminaba tocándola todo el pecho con descaro, apretando y masajeando sin prisa, como si fuera lo más normal del mundo.
Ella sentía una mezcla brutal de pena y enojo: se ponía roja hasta las orejas, me clavaba las uñas en el brazo o la pierna, susurrándome furiosa al oído “Germán… para, maldito… todos están mirando”. Sus ojos grandes recorrían las caras de los amigos, muerta de vergüenza, con un brillo de rabia contenida. Pero no se apartaba del todo; al contrario, a veces arqueaba la espalda un poco, ofreciéndome más sin querer admitirlo. El morbo de que la vieran tocada por mí, expuesta ante otros, la ponía caliente como pocas cosas.
Una vez, en una de esas reuniones con alcohol de por medio, uno de mis amigos (ya bien prendido) miró directo a Daniela y soltó un comentario largo, descarado y lleno de envidia, hablando como si se refiriera a "las mujeres" en general pero claramente a ella y a lo que estaba pasando en ese momento: “Ay, qué rico debe ser eso de tener las manos siempre ocupadas así, como algunos por acá... las mujeres ricas y fáciles que se dejan tocar tanto en público son una tentación imposible de resistir, cabrón... uno se queda mirando y pensando en lo que daría por estar en ese lugar, sintiendo esa piel suave, esos pechos firmes bajo la blusa, y que encima no se queje... no me molestaría nada seguir disfrutando del espectáculo toda la noche, o incluso acercarme un poco más para ver si se deja, jajaja”. Lo dijo con esa risa pesada y exagerada de borracho, los ojos clavados alternando entre la mano que yo tenía sobre su seno y la cara de ella, lamiéndose los labios sutilmente como si estuviera imaginando cada detalle.
El comentario cayó como bomba: el grupo se quedó en silencio incómodo, algunos rieron nerviosos para disimular, otros desviaron la mirada rápido. Daniela se convirtió en un tomate vivo: cara ardiendo de vergüenza absoluta, ojos vidriosos por la humillación y la rabia contenida, cuerpo temblando entero mientras me clavaba las uñas en el muslo con fuerza suficiente para dejar marcas. Susurró entre dientes, con voz quebrada y furiosa: “Germán... eres un maldito... mira lo que has provocado, me están mirando todos como si fuera... como si fuera una...”. No terminó la frase, pero el bochorno era tan intenso que casi podía olerlo: piernas apretadas, respiración agitada, y un brillo en los ojos que mezclaba enojo puro con esa excitación prohibida que el morbo le despertaba a pesar de todo.
Yo sentí una oleada rara: por un lado me dio rabia real que el tipo se hubiera pasado tanto y la pusiera en esa situación de exposición total, pero por otro... joder, me excitó brutalmente ver cómo el comentario la había desarmado, cómo su cuerpo traicionaba la vergüenza con esos pequeños temblores y el modo en que no podía evitar apretar más los muslos. Estaba a punto de saltar (ya tenía el puño apretado), cuando otro de los amigos vio venir el pleito y actuó rápido: se acercó al borracho, le pasó el brazo por los hombros con esa camaradería de "ya, tranquilo", le dio unas palmadas fuertes en la espalda y le dijo “venga, venga, vamos a por otro trago que aquí te estás pasando de la raya, jajaja”, y lo fue arrastrando con risas hacia el otro lado de la fiesta, cortando la tensión justo a tiempo.
Todos fingimos que nada había pasado, pero esa noche Daniela me miró con una intensidad que no olvidaré: mezcla de enojo profundo, vergüenza que le quemaba la piel y un fuego interno que solo salió cuando nos quedamos solos... y estaba más mojada, más salvaje y más dispuesta que nunca, como si toda esa humillación pública la hubiera encendido hasta el límite.
¿Quieren que siga? El próximo capítulo puede ser más intenso: la primera vez que la hice correrse en público, o cuando empezamos a jugar en el carro con ella chupándome la verga mientras yo manejaba. Díganme qué les gustó más de esta parte o qué quieren leer después.

Les dejo el link a la primera parte 💥
https://www.poringa.net/posts/relatos/6214889/Primera-Vez-Sin-Filtros-Virgen-que-Gemia-Me-Encanta.html

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