Era una noche de agosto con luna llena, de esas en las que el mar parece de plata líquida y el cielo está tan cargado de estrellas que casi puedes tocarlas. Había quedado con unas amigas para hacer una fogata en una playa larga y salvaje, lejos de los chiringuitos, donde la gente suele irse pronto y queda todo para quien se atreve a quedarse hasta el amanecer.
Llegamos sobre las once, con una nevera, unas botellas de vino y mantas. Encendimos una hoguera pequeña, pusimos música bajita desde un altavoz portátil y poco a poco la playa se fue vaciando. A las dos de la madrugada ya solo quedábamos nosotros y un grupo de cuatro o cinco chicos que estaban un poco más allá, con su propia fogata y risas que llegaban con la brisa.
El vino corría, el calor de la hoguera nos tenía en bikini y pareo, y en un momento dado mis amigas decidieron irse a dormir al coche porque “ya no podían más”. Yo no tenía sueño; la luna, el mar, el fuego… todo me tenía en un estado de excitación tranquila. Me quedé sola junto a las brasas, bebiendo la última copa, cuando vi que dos de los chicos del otro grupo se acercaban caminando por la orilla.

Eran altos, morenos de sol, cuerpos de surfistas: uno con el pelo largo recogido en un moño, el otro con el pelo corto y una barba de tres días. Se pararon a unos metros y uno preguntó si podía acercarme un poco de fuego para encender un cigarro. Les invité a sentarse. En minutos ya estábamos los tres charlando, riendo, compartiendo el vino. La conversación se volvió coqueta rápido: miradas largas, roces “accidentales” al pasarse la botella, comentarios sobre lo bien que se estaba desnudo con esa luna.
En un momento dado, el del pelo largo se quitó la camiseta y dijo: «Con este calor, yo me baño». Se bajó el bañador sin ningún pudor y caminó desnudo hacia el agua, su culo firme brillando bajo la luna. El otro me miró, sonrió y hizo lo mismo. Yo no me quedé atrás: me quité el bikini, dejé la copa en la arena y los seguí.
El agua estaba tibia, casi caliente. Entramos los tres desnudos, riéndonos, salpicándonos. La luna nos iluminaba como un foco. En un momento él del pelo largo se acercó por detrás, me rodeó la cintura con los brazos y me besó el cuello. Sentí su polla ya dura rozándome el culo. El otro se puso delante, me miró a los ojos y me besó en la boca, lengua profunda y lenta mientras sus manos bajaban a mis tetas y pellizcaban los pezones.

Me tenían atrapada entre los dos cuerpos calientes, el agua hasta la cintura. Una mano (no sabía de quién) bajó por mi vientre y empezó a acariciarme el coño, abriendo los labios, rozando el clítoris. Yo gemía contra la boca de uno mientras empujaba el culo contra la polla del otro. Salimos del agua casi corriendo, chorreando, y nos tumbamos en mi manta grande junto a las brasas que aún crepitaban.
Me pusieron en el centro. Uno se arrodilló entre mis piernas y empezó a comerme el coño con una lengua experta, larga y fuerte, succionando el clítoris hasta hacerme arquear la espalda. El otro se puso a horcajadas sobre mi pecho, me metió la polla en la boca y empezó a follarme la garganta despacio pero profundo. Yo chupaba con hambre, saliva por todas partes, mientras sentía cómo el de abajo metía dos dedos dentro de mí y los curvaba justo en el punto G.
Cambiamos: me pusieron a cuatro patas en la arena tibia. Uno me penetró por detrás de una embestida lenta y profunda, llenándome entera; el otro delante, cogiéndome del pelo y metiéndome la polla hasta el fondo de la garganta. Me follaban sincronizados, uno entraba mientras el otro salía, y yo solo podía gemir y babear de placer.

Luego me tumbaron boca arriba otra vez. El del pelo largo se sentó contra un tronco, yo me puse a horcajadas sobre él y me empalé en su polla hasta el fondo, cabalgándolo mirando la luna. El otro se colocó detrás, me escupió en el culo y empezó a empujar despacio su polla gruesa en mi ano. Nunca había sentido algo tan lleno: dos pollas dentro de mí al mismo tiempo, moviéndose al ritmo de las olas que rompían cerca. Me follaban sin prisa pero con fuerza, uno en el coño, otro en el culo, manos que me pellizcaban los pezones, bocas que me mordían el cuello.
Me corrí tres veces seguidas, cada orgasmo más intenso que el anterior, temblando entre sus cuerpos, gritando al cielo abierto mientras ellos me sujetaban para que no me derrumbara. Al final se corrieron casi juntos: uno dentro de mi coño, chorros calientes y abundantes; el otro en mi culo, llenándome hasta que sentí cómo me chorreaba por los muslos.

Nos quedamos tumbados los tres en la manta, desnudos, sudorosos, cubiertos de arena y fluidos, mirando la luna y las estrellas mientras el fuego se apagaba. Nos bañamos otra vez para limpiarnos, nos besamos perezosos en el agua, y volvimos a la arena para un último polvo lento y dulce: yo encima de uno mientras el otro me lamía las tetas.
Cuando empezó a clarear, recogimos en silencio, nos dimos un último beso triple y cada grupo se fue por su lado. Nunca supe sus nombres, pero todavía siento la arena en la piel, el sabor salado del mar en la boca y aquellas dos pollas dentro de mí cada vez que hay luna llena y vuelvo a esa playa.
Llegamos sobre las once, con una nevera, unas botellas de vino y mantas. Encendimos una hoguera pequeña, pusimos música bajita desde un altavoz portátil y poco a poco la playa se fue vaciando. A las dos de la madrugada ya solo quedábamos nosotros y un grupo de cuatro o cinco chicos que estaban un poco más allá, con su propia fogata y risas que llegaban con la brisa.
El vino corría, el calor de la hoguera nos tenía en bikini y pareo, y en un momento dado mis amigas decidieron irse a dormir al coche porque “ya no podían más”. Yo no tenía sueño; la luna, el mar, el fuego… todo me tenía en un estado de excitación tranquila. Me quedé sola junto a las brasas, bebiendo la última copa, cuando vi que dos de los chicos del otro grupo se acercaban caminando por la orilla.

Eran altos, morenos de sol, cuerpos de surfistas: uno con el pelo largo recogido en un moño, el otro con el pelo corto y una barba de tres días. Se pararon a unos metros y uno preguntó si podía acercarme un poco de fuego para encender un cigarro. Les invité a sentarse. En minutos ya estábamos los tres charlando, riendo, compartiendo el vino. La conversación se volvió coqueta rápido: miradas largas, roces “accidentales” al pasarse la botella, comentarios sobre lo bien que se estaba desnudo con esa luna.
En un momento dado, el del pelo largo se quitó la camiseta y dijo: «Con este calor, yo me baño». Se bajó el bañador sin ningún pudor y caminó desnudo hacia el agua, su culo firme brillando bajo la luna. El otro me miró, sonrió y hizo lo mismo. Yo no me quedé atrás: me quité el bikini, dejé la copa en la arena y los seguí.
El agua estaba tibia, casi caliente. Entramos los tres desnudos, riéndonos, salpicándonos. La luna nos iluminaba como un foco. En un momento él del pelo largo se acercó por detrás, me rodeó la cintura con los brazos y me besó el cuello. Sentí su polla ya dura rozándome el culo. El otro se puso delante, me miró a los ojos y me besó en la boca, lengua profunda y lenta mientras sus manos bajaban a mis tetas y pellizcaban los pezones.

Me tenían atrapada entre los dos cuerpos calientes, el agua hasta la cintura. Una mano (no sabía de quién) bajó por mi vientre y empezó a acariciarme el coño, abriendo los labios, rozando el clítoris. Yo gemía contra la boca de uno mientras empujaba el culo contra la polla del otro. Salimos del agua casi corriendo, chorreando, y nos tumbamos en mi manta grande junto a las brasas que aún crepitaban.
Me pusieron en el centro. Uno se arrodilló entre mis piernas y empezó a comerme el coño con una lengua experta, larga y fuerte, succionando el clítoris hasta hacerme arquear la espalda. El otro se puso a horcajadas sobre mi pecho, me metió la polla en la boca y empezó a follarme la garganta despacio pero profundo. Yo chupaba con hambre, saliva por todas partes, mientras sentía cómo el de abajo metía dos dedos dentro de mí y los curvaba justo en el punto G.
Cambiamos: me pusieron a cuatro patas en la arena tibia. Uno me penetró por detrás de una embestida lenta y profunda, llenándome entera; el otro delante, cogiéndome del pelo y metiéndome la polla hasta el fondo de la garganta. Me follaban sincronizados, uno entraba mientras el otro salía, y yo solo podía gemir y babear de placer.

Luego me tumbaron boca arriba otra vez. El del pelo largo se sentó contra un tronco, yo me puse a horcajadas sobre él y me empalé en su polla hasta el fondo, cabalgándolo mirando la luna. El otro se colocó detrás, me escupió en el culo y empezó a empujar despacio su polla gruesa en mi ano. Nunca había sentido algo tan lleno: dos pollas dentro de mí al mismo tiempo, moviéndose al ritmo de las olas que rompían cerca. Me follaban sin prisa pero con fuerza, uno en el coño, otro en el culo, manos que me pellizcaban los pezones, bocas que me mordían el cuello.
Me corrí tres veces seguidas, cada orgasmo más intenso que el anterior, temblando entre sus cuerpos, gritando al cielo abierto mientras ellos me sujetaban para que no me derrumbara. Al final se corrieron casi juntos: uno dentro de mi coño, chorros calientes y abundantes; el otro en mi culo, llenándome hasta que sentí cómo me chorreaba por los muslos.

Nos quedamos tumbados los tres en la manta, desnudos, sudorosos, cubiertos de arena y fluidos, mirando la luna y las estrellas mientras el fuego se apagaba. Nos bañamos otra vez para limpiarnos, nos besamos perezosos en el agua, y volvimos a la arena para un último polvo lento y dulce: yo encima de uno mientras el otro me lamía las tetas.
Cuando empezó a clarear, recogimos en silencio, nos dimos un último beso triple y cada grupo se fue por su lado. Nunca supe sus nombres, pero todavía siento la arena en la piel, el sabor salado del mar en la boca y aquellas dos pollas dentro de mí cada vez que hay luna llena y vuelvo a esa playa.
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