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La princesa y su semental

La princesa y su semental




El aire en la casa de la familiaÁlvarez siempre tenía una calma tensa, una quietud que ocultaba corrientessubterráneas de deseos prohibidos y comparaciones silenciosas. En el centro deese silencio danzaban Ethel e Iván, dos constelaciones destinadas a orbitarsecon una atracción que la sangre convertía en un tormento íntimo.
Ethel era la calma hecha mujer.Sus ojos grandes, del color de la tierra húmeda, tenían una profundidad queinvitaba a la confesión, pero guardaban un secreto propio. Su cabello dorado yondulado caía como una cascada de luz sobre hombros delicados, enmarcando unrostro de una serenidad que solo se alteraba por la presencia de una persona.Su cuerpo era un poema de proporciones armónicas; cada curva, desde la suaveinclinación de su cuello hasta la gracia de sus caderas, hablaba de unafeminidad elegante y natural, que se movía con una cautivadora tranquilidad.
Frente a ella, Iván era latempestad contenida. A sus veinte años, su físico era un testimonio dedisciplina y potencia. Hombros que parecían esculpidos para cargar mundos, untorso sólido y definido que tensaba las camisas, y brazos cuyos músculos sedelineaban bajo la piel con cada movimiento. Su postura era firme, desafiante,y su rostro, de mandíbula cuadrada y mirada penetrante, hablaba de un carácterdecidido y astuto, forjado no solo en el gimnasio, sino en los negociosfamiliares que ya dirigía con mano de hierro.
Ethel, a sus dieciocho, lo sabía.Sabía que su hermano era un imán. Sus amigas susurraban, se sonrojaban, lerogaban: “Ethel, preséntanos a tu hermano, por favor”. Ella siempre negaba conla cabeza, una sonrisa tensa en los labios. “Está muy ocupado con el negocio”,decía. La verdad era un nudo de celos irracionales y posesivos en el estómago.¿Por qué habría de compartirlo? Él era su horizonte familiar, la constante ensu vida. Y estaba acostumbrada a verlo, a admirarlo en la intimidad de suhogar.
La primera situación fue unamañana de sábado. Ethel bajó a la cocina con la neblina del sueño aún en losojos. Allí, ante la nevera abierta, estaba Iván. Sin camisa. La luz delamanecer se derramaba sobre su espalda, iluminando cada grupo muscular, cadasurco profundo que se movía bajo la piel blanca mientras alcanzaba un cartón deleche. Ethel se detuvo, paralizada. Su mirada, hambrienta y culpable, recorrióel mapa de su torso: los dorsales que se abrían como alas, la estrecha cinturaque conducía a unos glúteos firmes bajo el pantalón de pijama. La respiraciónse le enredó en la garganta. Luego, él se volvió. Su sonrisa, amplia y genuina,iluminó la cocina. “Buenos días, dormilona”, dijo. Esa sonrisa. A Ethel le dabavértigo. Le fascinaba. ¿Qué tenía de malo, si era su hermana, admirar algo tan perfecto?Nada, se repetía. Nada.
 
La siguiente vez fue después deque él corría. Sudoroso, jadeante, con el torso brillante y el pechopalpitando, entró al salón bebiendo agua de una botella. Ethel, en el sofáfingiendo leer, observó por el rabillo del ojo cómo los músculos de su abdomen,definidos y duros como tablas, se contraían. Una gota de sudor serpenteó desdesu cuello, bajando por ese pecho amplio, hasta perderse en la línea quedesaparecía bajo su shorts. Un calor intenso, ajeno al verano, subió por elcuello de Ethel hasta sus mejillas. Él la miró, sonrió de nuevo al verlacolorada, y le guiñó un ojo antes de subir a ducharse. Ella soltó el libro queno estaba leyendo, con el corazón golpeándole las costillas.
Por eso, sus pretendientes leparecían insulsos. El chico de la universidad era demasiado flaco, sin esasolidez que inspiraba seguridad. El otro era blando, sin la definición que aella le parecía… hermosa. A todos les faltaba algo. Todos le faltaba eso queIván tenía en exceso.
Iván, por su parte, navegaba elmundo como un depredador seguro de su territorio. A sus veinte años, no habíamujer guapa en su círculo que no hubiera pasado por su cama. Las conquistabacon la facilidad de quien sabe el efecto que causa: su poderío físico, suastucia heredada, el aura de éxito que ya lo rodeaba gracias al negociofamiliar. Su abuelo, un hombre severo que los crió tras la huida de su padre,había visto en él el temple necesario. Lo adiestró desde los quince, y a losdiecinueve le entregó las riendas. Iván no lo defraudó. Ahora manejaba grandessumas de dinero, había comprado propiedades de lujo, pero seguía viviendo en lacasa familiar. Por su madre, por la costumbre. Y por ella.
Para él, las mujeres eran unpasatiempo, un desafío físico. Todas terminaban obsesionándose, llorando,armando escenas. Él las dejaba ir sin remordimiento. No buscaba compañía, solola validación de su propio instinto. Pero en las noches, cuando la casa callaba,su mente vagaba hacia la habitación del final del pasillo.
La primera situación para Ivánfue verla dormir en el sofá una tarde. Ethel había quedado rendida sobre uncojín, su cabello dorado esparcido como un halo, los labios entreabiertos. Lafina tela de su vestido se adaptaba a la curva de su cadera, revelando la largalínea de su pierna. Iván se quedó en la puerta, la mandíbula apretada. ‘Ay,hermanita…’, pensó, un fuego familiar y prohibido encendiéndole la sangre. ‘Sino fuera por la sangre… ya te hubiera despertado de la manera más intensa. Tetendría viendo las estrellas sin salir de esta habitación.’ Apartó la mirada,furioso consigo mismo, y subió las escaleras con paso pesado.
Pero en otra ocasión… Ella salíade bañarse, envuelta en una bata que se ceñía a su cintura. El vapor perfumadola seguía. Al cruzarse en el pasillo, ella le sonrió, tímida. “Huele bien”,murmuró él, su voz más ronca de lo usual. Ella pasó rozándole el brazo con lamanga de la bata, y ese contacto leve fue como una descarga. ‘Dios… si no fuerasmi hermana… te daría varias cogidas hasta que ese rubor no se te bajara por unasemana.’ Pensó y la idea lo persiguió el resto del día, un eco lujurioso ytormentoso.
 
Una mañana, durante un desayunotranquilo, la tensión encontró una grieta por donde respirar. Iván, hojeando uninforme financiero, comentó sin mirarla: “Tan pronto tenga mujer, me mudo a lacasa del lago. Está lista”.
Ethel, que llevaba la taza de téa sus labios, se quedó inmóvil. Las palabras cayeron en su interior comopiedras en un estanque quieto. Un dolor agudo y punzante le recorrió el pecho,seguido de una ola de calor que nada tenía que ver con la bebida. Lo miró, peroél seguía concentrado en sus papeles, ajeno al terremoto que acababa dedesatar.
‘Tan pronto tenga mujer…’ Lafrase resonó en su cabeza. ¿Qué mujer? pensó, una mezcla de angustia y amargurallenándole la boca. ¿Alguna de esas que lloran por él? ¿Alguna que no entenderáque su sonrisa es más valiosa que todo su dinero? Miró sus manos fuertes sobrela mesa, imaginó esas manos en otra, llevando a otra a esa casa lujosa aorillas de la ciudad.
En ese momento, una certeza taníntima como prohibida cristalizó dentro de Ethel: la mujer que Iván eligierasería, sin duda, afortunada. Tendría su fuerza, su sonrisa, su lealtad feroz.Pero junto a esa certeza, nació otra más oscura y posesiva: un profundo,desgarrador y lujuroso deseo de que esa mujer afortunada nunca apareciera. Y elmiedo a darse cuenta de que, en el fondo más secreto de su alma, ella mismaanhelaba ser esa mujer, borrando con un deseo impío la única línea que losseparaba: la misma sangre que, paradójicamente, ahora sentía arder con másfuerza que nunca.
Y luego sucedió que…
La casa estaba sumida en unaquietud profunda, casi opresiva, aquella madrugada. Su madre había salido avisitar al abuelo, quien se sentía indispuesto, y había decidido quedarse acuidarlo. “Vuelvo mañana temprano”, les dijo. Ethel y Iván se habían quedadosolos, una circunstancia común pero que esa noche cargaba con el peso de todaslas miradas furtivas y los pensamientos prohibidos acumulados.
Ethel, ya en camisón de seda,estaba a punto de apagar la luz de su mesita de noche cuando un ruido brusco yseco retumbó en el jardín. No fue el crujido habitual de una rama, sino algomás sólido, como un macetero cayendo y rompiéndose contra el suelo de terraza.El corazón le dio un vuelco violento en el pecho. La oscuridad fuera de suventana pareció espesarse, poblarse de intenciones siniestras. El miedo, frío yagudo, le recorrió la espina dorsal. ¿Un ladrón? En segundos,todas las historias de asaltos que había escuchado invadieron su mente.
Sin pensar, impulsada por elpánico instintivo de buscar protección en la única presencia masculina y fuertede la casa, salió de su habitación descalza. El pasillo estaba oscuro,iluminado solo por la tenue luz de la luna que entraba por la ventana del rellano.Corrió los pocos metros que la separaban de la puerta de Iván y, sin llamar,empujó el picaporte.
La habitación estaba bañada en lamisma penumbra azulada. El aire, sin embargo, era distinto: más pesado, cargadocon el aroma familiar a jabón de hombre y algo más, algo esencialmentemasculino y terrenal. Y allí, en el centro de la cama deshecha, estaba Iván.
Dormía profundamente, deespaldas, con solo un bóxer negro de algodón ajustado a sus caderas. La sábanaapenas le cubría las piernas. Ethel, con la excusa del miedo aún temblando ensus manos, se quedó paralizada en la puerta, pero esta vez no por el ruidoexterior. Su mirada, avasallada, se posó en él.
Era una visión de poder enreposo. Su torso, amplio y esculpido, subía y bajaba con la respiraciónpausada. Los músculos de sus abdominales, tan definidos que parecían talladosen mármol bajo la piel, se relajaban en sueños, pero no perdían su formidableestructura. Un brazo, grueso y vascularizado, reposaba sobre su frente, y elotro caía a un lado, la mano fuerte semiabierta sobre la sábana.
Pero no fue el torso, ni losbrazos, ni siquiera su rostro -tan agraciado en la vulnerabilidad del sueño,con las pestañas oscuras recostadas sobre los pómulos- lo que capturó y luegoesclavizó la atención de Ethel. Fue lo que el ajustado tejido de algodón negroapenas podía contener.
Allí, en la entrepierna, sevislumbraba un bulto enorme, una masa pesada y pronunciada que distorsionaba latela. La luz de la luna, traicionera, acariciaba las formas, dejando ver laclara silueta de unos testículos llenos, prominentes, y el grueso volumen delpene en reposo, que incluso flácido prometía un tamaño excepcional. Era laimagen misma de la virilidad en estado puro, un semental en el descanso de sucuadra. La respiración de Ethel se cortó. Una oleada de calor, intensa yvergonzosa, la inundó de golpe. No era el rubor de antes; era un fuego líquidoque se le encendió en las entrañas y le recorrió todo el cuerpo hasta hacerlesentir un latido nuevo, húmedo y apremiante, en el centro mismo de su sexo.
Su braguita de encaje, bajo elfino camisón, se empapó al instante, una humedad cálida y traicionera quedelataba la reacción visceral de su cuerpo ante aquella visión prohibida. Yentonces, como si una compuerta se hubiera roto, los pensamientos irrumpieron,brutales y explícitos, barriendo toda moral, todo tabú.
Se imaginó, con una claridadobscena, acercándose a la cama. ¿Y si bajo ese bóxer? Laimagen mental fue tan vívida que casi pudo sentir el algodón áspero bajo susdedos. Se vio a sí misma, con manos temblorosas pero ansiosas, deslizando laprenda por esas poderosas caderas, liberando aquella masa imponente. ¿Ysi lo agarro? Casi pudo sentir el peso, la piel aterciopelada ycaliente contra su palma. Y luego, el pensamiento más prohibido de todos:inclinándose, abriendo los labios, y… ¿chuparlo? La idea detenerlo en su boca, de probarlo, de sentir su latido contra su lengua, lasacudió con una mezcla de pánico y una lujuria tan profunda que le dobló lasrodillas.
“No, soy su hermana, esto estámal, esto es monstruoso”, le gritaba una vocecita lejana en su mente, la voz dela educación, del deber. Pero era un susurro ahogado por el rugido de la sangreen sus oídos y por la humedad palpable entre sus piernas, una prueba física deque su cuerpo, al menos, ya había tomado una decisión. La lucha fue intensa,breve y perdida. La moral se desvaneció como humo, vencida por el deseo másprimitivo y fascinante que jamás había sentido.
Fue en ese preciso instante dederrota interna, con su mirada clavada en aquel bulto como un imán, cuando Ivánse movió. Un gruñido ronco escapó de sus labios. Sus párpados se agitó yempezaron a abrirse, pesados por el sueño.
El pánico, ahora de unanaturaleza completamente distinta, agarró a Ethel por la garganta. Con unforcejeo casi físico para sacudirse de la ensoñación lujuriosa, logró articularpalabras, su voz un hilillo tenso y quebrado:
“Iván… ¡Iván! Escuché… escuché unruido fuerte… en el jardín. Un golpe… como algo que se rompió.”
Iván, aún atrapado en las brumasdel sueño, entornó los ojos hacia la figura espectral de su hermana en lapuerta. La vio pálida, descalza, con el camisón pegado ligeramente a su cuerpopor la transpiración del miedo (o de algo más, que él no podía discernir). Sumente, nublada, no procesó la intensidad de su mirada, ni la rigidez de supostura. Solo registró el peligro potencial.
“¿Un ruido?”, murmuró, su vozronca por el sueño. Con un movimiento fluido y potente que hizo que todos susmúsculos se tensaran brevemente —una exhibición involuntaria que a Ethel lehizo contener la respiración de nuevo—, se sentó en la cama. Sin mayorceremonia, buscó a tientas una playera gris que estaba en el suelo, se la puso,cubriendo ese torso que había sido el centro del delirio de Ethel. El bulto enel bóxer aún era evidente, pero ahora semioculto.
“Quédate aquí,” dijo, ya másdespierto, con el tono autoritario y protector que usaba en los negocios.“Cierra la puerta. Voy a ver.”
Salio de la habitación con sigilofelina, su masa muscular moviéndose con una eficiencia silenciosa. La puerta secerró tras él, dejando a Ethel sola, de pie en medio de la oscuridad de supropia habitación, pero ahora cargando un secreto ardiente y húmedo. El ruidodel jardín ya no importaba. El verdadero estruendo, uno que había roto algopara siempre dentro de ella, había ocurrido en el silencio de esa habitación,frente al cuerpo dormido de su hermano. Y su cuerpo, aún palpitante y empapado,era el testigo mudo y cómplice de que nada volvería a ser igual.
El instinto de protección, oquizá algo más oscuro y posesivo, empujó a Ethel a no quedarse encerrada. Tanpronto Iván desapareció escaleras abajo, ella lo siguió en silencio, su corazónaún martilleándole por la mezcla de miedo residual y el fuego recién encendido.Se asomó desde la puerta de la cocina que daba al jardín, oculta entre lassombras.
Iván, con una linterna potente enla mano, escaneaba el terreno. Su figura, amplia y alerta bajo la tenueplayera, parecía parte de la noche misma. El ruido, efectivamente, había sidoun macetero grande de terracota, ahora hecho añicos cerca de la barda trasera.Y junto a los restos, tambaleándose un poco, había una figura femenina.
—¡Iván! —lloriqueó una voz queEthel reconoció al instante: Valeria, una de sus ex más recientes ypersistentes—. Tenía que verte. No me contestas los mensajes… ¡Es que teextraño!
Ethel sintió una ira fría yrepentina, desplazando por completo el miedo anterior. ¿Esta zorra seatreve a venir a nuestra casa, a asustarme, a buscarlo a él?
Antes de que Iván, quien parecíamás exasperado que alarmado, pudiera reaccionar, Ethel salió de su escondite.Avanzó por el jardín con una determinación que no sabía que tenía, su camisónde seda ondeando como un estandarte pálido en la oscuridad.
—¡Lárgate de aquí! —gritó Ethel,su voz no temblorosa ahora, sino cortante como un cuchillo—. ¡¿Qué te crees,brincando la barda como una zorra en celo?! ¡Esta es una casa privada! ¡Vete!
Valeria, sobresaltada, dio unpaso atrás. Iván, por su parte, soltó una carcajada breve y sorprendida. No erala reacción que esperaba de su serena hermana. Verla allí, defendiendo elterritorio con tanta fiereza, le resultó absurdamente divertido.
—Ya lo oíste, Valeria —dijo Iván,aún con una sonrisa en la voz—. Mejor vete por donde viniste.
La joven, entre lágrimas de rabiay vergüenza, murmuró unas palabras de disculpa y, con torpeza, buscó salir porla puerta lateral del jardín. La tensión se esfumó, dejando a los dos hermanossolos entre las sombras y los fragmentos de barro.
Ethel se volvió hacia Iván, elcalor de la adrenalina aún coloreándole las mejillas, pero ahora mezclado conalgo más.
—¿De verdad, Iván? —le reclamó,cruzando los brazos sobre su pecho, un gesto que inadvertidamente acentuó susilueta bajo la seda—. ¿Esas son las mujeres que andas trayendo? ¿Tan… zorras ydesesperadas? ¿No tienes un poco de criterio?
Iván seguía divertido, su miradarecorriéndola con un interés renovado. La vio distinta: no solo su hermanatímida, sino una mujer con fuego.
—Ay, hermanita, me salvaste de lafiera —bromeó, acercándose un paso—. Pero qué te pasa, ¿estás celosa?
La palabra cayó entre ellos comouna chispa en pólvora seca. Ethel lo miró fijamente, sin negarlo. El rubor ensu rostro era ahora de indignación mezclada con una verdad que ya no podíaocultar.
—¡No es celos! Es… es sentidocomún —protestó, pero su voz perdió fuerza—. ¿Con esas… con esas zorrases con quien piensas desfogarte? ¿Esas son las que merecen quealgún día las lleves a vivir a tu casa nueva, a tu preciada casa del lago? —Lapregunta salió cargada de una amargura y un anhelo tan transparentes que hastaella misma se sorprendió.
Iván dejó de reír. Su expresiónse tornó más seria, más analítica. La estudió por un momento, viendo más alláde las palabras. El brillo en sus ojos oscuros, la tensión en su cuerpo. Alparecer mi hermanita ya quiere hombre…, pensó, y la idea, que antes habríasido un abstracto, ahora tomó una forma concreta y peligrosamente tentadorafrente a él. Él podía ser ese hombre. El único que, en ese instante, parecíaocupar su mente.
Con un atrevimiento nacido de laintuición y del deseo que siempre había reprimido, decidió jugársela. La miródirectamente a los ojos, su voz bajó, perdiendo toda traza de burla.
—¿Prefieres entonces que te llevea vivir a ti conmigo?
El mundo se detuvo para Ethel. Elaire le faltó. Toda la sangre de su cuerpo pareció subir a su rostro, pero noera solo vergüenza; era anticipación. Nerviosa, incapaz de sostener laintensidad de su mirada por un segundo, bajó la vista, pero su respuesta no fuede negación. Fue un susurro que pretendía ser seguro pero sonó cargado de untemblor deseoso:
—Yo… yo sí merezco la pena, ¿nocrees?
La frase, inocente en su orgullo,fue la confirmación que Iván necesitaba. ‘Esta hembra quiere macho’,pensó, y una oleada de posesividad primaria lo invadió. Ya no había espaciopara medias tintas.
—¿Y si te lo pido en serio?—avanzó otro paso, reduciendo la distancia entre ellos a casi nada. Su voz eraahora una grave caricia—. ¿Y si te pido que te vayas conmigo… nos vamos? Mañanamismo. A la casa del lago. ¿Solo nosotros?
Ethel alzó la vista entonces. Latimidez se fundió con una osadía que le brotó desde las entrañas, desde eselugar húmedo y ansioso que él había despertado. Una sonrisa lenta, coqueta ydesafiante, se dibujó en sus labios.
—Quizás… —dijo, jugando con elborde de su camisón—. Pero… tendrías que demostrarme algo primero. Si quieresque me vaya contigo, ven. Pruébame que sabes atenderme… que sabes tratar a unamujer que sí vale la pena.
El desafío fue la llave que abrióla jaula. Iván no necesitó más. Un gruñido ronco escapó de su garganta y, en unmovimiento rápido y decisivo, cerró la distancia final. Su mano grande seenredó en su cabello dorado, en la nuca, y la jaló hacia él sin la más mínimasutileza.
Sus labios se encontraron con losde ella en un beso que no fue de exploración, sino de conquista. Fue profundo,voraz, cargado de toda la lujuria reprimida y el deseo ahora liberado. Ethelemitió un gemido ahogado contra su boca, y en lugar de resistir, se derritió.Sus manos subieron por sus brazos, anclándose en los duros músculos de sushombros. Abrió la boca para él, permitiendo que su lengua invadiera, laprobara, la poseyera. Ella correspondió con igual pasión, su propia lenguaentablando un duelo ardiente.
Las manos de Iván, mientrastanto, no permanecieron quietas. Bajaron por su espalda, palmeando la curva desus nalgas a través de la fina seda, apreciando su forma. Luego una subió porsu costado, hasta rozar, con los dedos extendidos, el costado de su seno. Ethelse estremeció, arqueándose más contra él, sintiendo la evidencia dura eimponente de su deseo presionando contra su vientre a través de sus ropas.
En el jardín frío, bajo la luna yentre los restos de la maceta rota, la última barrera se hacía añicos, igualque aquel pedazo de barro. Y esta vez, no habría vuelta atrás.
Los besos eran incendios que sepropagaban. Las manos de Iván, rudas y posesivas, recorrían la espalda de Ethela través de la seda, y la presión de su erección contra su vientre era unapromesa imposible de ignorar. Entre un beso profundo y el siguiente, donde suslenguas se enredaban en un baño húmedo y urgente, Iván murmuró contra suslabios, su voz cargada de un ronroneo lleno de intención:
—Vamos adentro… —Otro beso, másvoraz—. No quiero que nadie vea a mi futura mujer desnuda… solo yo.
Las palabras, «mi futura mujer»,resonaron en el cerebro de Ethel como un trueno dulce, disipando el últimovestigio de duda. Con un brazo firme alrededor de su cintura, Iván la guió devuelta a la casa, sin separar sus bocas más de lo necesario. Cruzaron la puertade la cocina, luego el salón, en una procesión torpe y apasionada de pasosentrecortados y manos que no podían dejar de tocar. Subieron las escaleras,cada beso contra la pared o el marco de una puerta marcando el camino hacia sudestino inevitable: la habitación de él.
Al cruzar el umbral, Iván larodeó con ambos brazos y la besó con una devoción que la dejó sin aliento. Conun movimiento suave de su pie, cerró la puerta tras de sí. El clic delpestillo sonó como el comienzo de una nueva vida.
Allí, en la penumbra familiar queahora olía a destino, Iván comenzó a despojarla de su camisón con una lentituddeliberada y adoradora. Sus labios no se separaron de su piel; besó cadacentímetro que quedaba al descubierto: el hueco de su clavícula, la curva de unhombro, la suave pendiente hacia sus senos. Cuando la seda cayó al suelo,dejándola completamente desnuda frente a él, su aliento se cortó.
—Dios mío, Ethel… —murmuró, suvoz áspera de deseo. Sus manos, grandes y cálidas, se cerraron con suavidadalrededor de sus senos, llenos y firmes, con pezones erectos y rosados queansiaban su atención—. Estos melones… están deliciosos. Son perfectos. —Bajó lacabeza y tomó uno completo en su boca, succionando y lamiendo con avidez.
Ethel lanzó un gemido agudo, susmanos enterrándose en su cabello oscuro. —¡Ah, Iván!… Son… son tuyos, mi amor…—jadeó, arqueándose para ofrecerle más—. Nunca… nunca antes nadie me los habíatocado… ni mirado así…
—Y nunca nadie lo hará —gruñó él,pasando al otro seno, marcándolo con besos y pequeños mordiscos que hacíanretorcerse a Ethel de placer—. Solo yo. Para siempre.
Luego, con una mezcla de dominioy ternura que la volvía loca, Iván la guió para que se arrodillara frente a él,en la suave alfombra junto a la cama. Con ojos oscuros llenos de fuego,desabrochó su bóxer y lo dejó caer.
Ethel contuvo el aliento. Allí,erecto y soberbio, estaba su sexo. Era imponente: grueso, largo, con venas quelatían bajo la piel, y un glande amplio y rojizo que parecía mirarla. La visiónla dejó sin habla, hipnotizada y un poco intimidada por su tamaño.
—No temas —dijo Iván,acariciándole la mejilla—. Tómalo. Es tuyo también. Ven, te enseño… —Con unamano guió la suya para que rodeara la base, sintiendo su calor y dureza. Luego,acercó su cabeza—. Ábreme esos labios tan lindos y recíbeme… chúpame, hermanita…hazlo por tu hombre.
Ethel, con un nerviosismo que sefundía con un deseo voraz, obedeció. Al principio, sus movimientos fuerontorpes, la garganta se le cerraba cuando intentaba tomar más. Él la guiaba consuavidad pero firmeza, murmurándole alabanzas y ánimos. —Así… perfecto… usa lalengua ahí… dios, qué buena eres… —Poco a poco, Ethel encontró el ritmo,fascinada por el poder que sentía al hacerlo gemir, por el sabor salado y únicode él, por la sensación de plenitud en su boca. 
Iván la observaba, con el corazóndesbocado. La visión de su hermana, su preciosa y pura Ethel, arrodillada yentregada a él de esa manera, era la más erótica que había imaginado jamás. Unpensamiento claro y potente cruzó su mente: ¿Qué mejor mujer que ellapara ser la madre de mis hijos? Lo tiene todo: belleza, fuego, lealtad… y esmía.
—Basta —gruñó de pronto, incapazde contenerlo más. La levantó con facilidad y la tumbó sobre la cama, su cuerpocayendo sobre el de ella con un peso excitante y protector.
—Iván… —susurró Ethel, sus ojososcuros muy abiertos, viendo en los de él una tempestad de promesas.
—Ahora vas a ser míacompletamente —anunció, posicionándose entre sus piernas, que se abrieron paraél en un gesto de entrega total. Con una mano guió su miembro, grande yamenazante, hacia su entrada, ya humedecida por el deseo pero aún estrecha yvirginal—. Duele solo un momento, mi amor… por favor…
Ethel asintió, clavando las uñasen sus brazos. —Confío en ti… —fue lo último que pudo decir antes de que él,con un empuje firme e imparable, rompiera dentro de ella.
Un grito agudo, entre dolor yéxtasis, escapó de sus labios. Lágrimas instantáneas brotaron de sus ojos,rodando por sus sienes. Era un dolor desgarrador, íntimo, la sensación de serpartida y rehecha a la vez.
—¡Para!… duele… por favor, máslento… —suplicó, jadeando.
Pero Iván, aunque su rostromostraba el esfuerzo por contenerse, no cedió. Se mantuvo dentro, inmóvil,dejando que su cuerpo se acostumbrara, besando sus lágrimas. —Shhh… ya pasó lopeor, mi princesa… —murmuró—. Eres tan estrecha… tan perfecta… —Lentamente,comenzó a moverse, embistiéndola con una cadencia que al principio fue pausada,pero que pronto se volvió más profunda, más posesiva, a medida que el dolor deEthel se transformaba en una sensación de plenitud abrasadora.
—Eres… la madre de mis hijos —lejuró entre jadeos, clavando la mirada en la de ella—. Esta es la primera demuchas… te llenaré conmigo cada noche… haré que lleves mi nombre y mi sangre.
Ethel, aferrada a su espaldaancha como a un salvavidas en un mar de sensaciones nuevas, sintió el dolorceder por completo, reemplazado por un cosquilleo eléctrico que crecía con cadaembestida. Sentía cada centímetro de aquella «vergota», como ella la habíapensado, abriéndola, poseyéndola, haciendo un lugar dentro de ella que solo lepertenecía a él. Se aferró a su boca, besándolo con una pasión desesperada,mezclando sus lágrimas saladas con el sabor de él.
—¡Nunca me dejes! —le suplicóentre gemidos, moviendo sus caderas ahora para encontrarlo—. ¡Hazme tu mujer,Iván! Te lo juro… te juro lealtad y fidelidad hasta la muerte… nunca tefallaré…
—Y yo a ti —prometió él, el ritmovolviéndose frenético, animal—. Nunca te faltará nada… te daré el mundo… serásmi reina… ¡Ethel!
Con un rugido gutural, Iván sehundió hasta el fondo y se dejó ir. Un torrente caliente y poderoso brotódentro de ella, llenándola, marcándola. Ethel sintió la explosión y, con ungrito ahogado, su propio cuerpo se estremeció en un orgasmo convulsivo, elprimero de su vida, desencadenado por la sensación de ser tomada y poseída tancompletamente.
La noche no terminó ahí. Entrerisas sofocadas, besos renovados y confesiones susurradas en la oscuridad, seamaron una y otra vez. Iván le enseñó nuevas posiciones, la adoró con su bocahasta hacerla llorar de placer, y ella, cada vez más segura y hambrienta, loexploró con una curiosidad devota. Amanecieron, no como hermanos, sino comoamantes, desnudos y entrelazados en la cama de él. La luz del nuevo día iluminósus cuerpos sudorosos y satisfechos, y la promesa silenciosa que ahora vivía enel aire: habían cruzado el umbral, y juntos construirían su mundo, aislado,intenso y eternamente suyo, a orillas del lago y más allá. La princesa y susemental, al fin, unidos.

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