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La casa de Roberto 1

Una familia tranquila de un pueblo pintoresco no volverá a ser igual luego de instalar cámaras de seguridad.

El monitor de su ordenador era la única luz en la oscuridad del estudio de Roberto. En la pantalla, una vista en alta definición del salón. Su esposa, Elena, de 42 años, servía un vaso de limonada a Javier, el jardinero. Javier, un hombre de veinte años más joven, con el torso bronceado y marcado por el esfuerzo, se lo bebió de un trago, dejando una gota correr por su barbilla.

"Con este calor hay que hidratarse", dijo Elena con una sonrisa que Roberto conocía demasiado bien. Era la sonrisa que precedía a una tormenta.

Javier dejó la podadora a un lado. "Señora Elena, el jardín está quedando perfecto, pero creo que usted necesita un poco de atención".

Roberto sintió un nudo en el estómago, pero su mano, instintivamente, se bajó al pantalón. No era dolor lo que sentía, era una excitación oscura y retorcida.

Elena no dijo nada. Simplemente se acercó a él y, con una lentitud ensayada, se arrodilló sobre la hierba recién cortada. Desabrochó el pantalón corto de trabajo de Javier y sacó su miembro, ya erecto. Roberto se acercó a la pantalla, casi oliendo el césped y el sudor. Elena lo tomó con ambas manos y comenzó a masturbarlo, su cabeza se inclinó y sus labios se cerraron sobre la glande. Javier se echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, mientras Elena lo absorbía con voracidad, su cabeza moviéndose en un ritmo que Roberto solo había visto dirigido a él.

"Cojame, señora Elena", gimió el joven. "Por favor".

Elena se levantó, se quitó el vestido de verano con un solo movimiento, quedando desnuda bajo el sol de la tarde. Se apoyó en las rodillas y los codos, ofreciéndole su trasero al jardinero. Javier se arrodilló detrás de ella y se introdujo en su vagina de un solo golpe, haciéndola gritar. Roberto vio cómo los senos de su esposa oscilaban con cada embestida violenta del joven, que la agarraba de las caderas para penetrarla más profundo. El sonido de los cuerpos chocando, los gemidos de Elena y los jadeos de Javier llenaban los altavoces del ordenador de Roberto. Él se masturbaba al mismo ritmo, su excitación creciendo con la humillación. El joven eyaculó con un rugido, vertiendo su semen en la espalda de Elena. Ella se quedó así un momento, respirando heavily, antes de levantarse, darse un beso en la mejilla a Javier y decirle: "Mañana mismo, Javier. A las diez".

Roberto apagó el monitor, el semen todavía caliente en su mano. El jardín nunca volvería a parecerle el mismo.

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