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Paula,ser yo(4)

El aire en la habitación era pesado, cargado con una mezcla de perfume de gardenias, el aroma a madera noble de los paneles y un dulzor casi eléctrico, una promesa suspendida en el tiempo. La luz, tenue y dorada, se filtraba a través de lámparas de cristal, dibujando sombras largas y sensuales sobre las alfombras de seda. En el centro de ese escenario opulento, nosotras cinco, esperando.
Yo, Paula, con mi cabello castaño claro que la luz convertía en un halo dorado, sentía la tela de mi top de seda negra rozarme mis pechos, un 92 que se afirmaba generoso sin necesidad de sostén. Mi falda, una minifalda de cuero rojo sangre, se ceñía a mis caderas y terminaba de forma abrupta en mis muslos, un límite audaz entre el misterio y la revelación. A mi lado, Pia. Una estatua rubia de 1.70, con una cintura de avispa que acentuaba un busto perfecto de 90 y unas caderas de 92. Su top blanco, casi translúcido, dejaba adivinar el color rosado de sus pezones, y su minifalda de gastado denim azul se adhería a las curvas de su trasero con una familiaridad provocadora. Y luego estaba Agus, la delicada criatura de 1.65. Su piel canela contrastaba con la suavidad de su remera de algodón rosa, que dejaba al descubierto un ombligo perfecto y la suave curva de su vientre. Su falda plisada negra, de un vuelo inocente, terminaba justo donde comenzaban sus piernas finas y bien torneadas.
Las madres completaban el cuadro. La de Pia, una rubia espectacular de 38, lucía una falda corta de lino crudo que se movía con cada leve brisa y una blusa de seda champán, tan fina que el contorno de sus pechos se adivinaba en un juego de luces y sombras. La de Agus, una mujer de 36 con una belleza clásica y un porte de reina, llevaba una falda lápiz negra que la esculpía desde la cintura hasta las rodillas y una blusa de raso azul marino, abierta en un escote profundo que era una invitación a la mirada.
Escena 1: La Elección Colectiva
Una campana de plata resonó en el silencio, un sonido puro y cortante que hizo que el pulso de todas se acelerara a la vez. Las puertas macizas de madera se abrieron y ellos entraron. No eran una turba, sino un desfile de madurez y poder. Hombres de más de cincuenta años, impecablemente vestidos, con ojos que no miraban, sino que poseían. El olor a tabaco rubio, a coñac añejo y a una masculinidad segura de sí misma inundó el espacio.
La regla se cumplió al instante. Fue un movimiento unánime, un instinto colectivo. Yo, sentí una necesidad de ser arrebatada, de sentir la fuerza bruta sobre mi cuerpo. Me giré y apoyé mi espalda contra el frío del papel tapiz de seda carmesí. Apenas un segundo después, unas manos firmes me rodearon la cintura. Sentí el aliento cálido de un hombre en mi nuca mientras, sin esfuerzo, me elevaba del suelo. Mi falda de cuero se deslizó hacia arriba, revelando el delicado encaje negro de mi lingerie y la curva suave y firme de mi culo. La fuerza de su pija erecta se presionó contra mi vientre, un acto de dominación silencioso y absoluto mientras me sostenía en el aire, una ofrenda para su mirada y la de todos los demás. La humillación se mezcló con un calor intenso que se expandió desde entre mis piernas, mojando el encaje de mis bragas.
Pia, en su audacia natural, se mantuvo de frente, desafiante. Un hombre de estatura imponente se detuvo frente a ella. Sus ojos se posaron en sus tetas, y sin mediar palabra, alzó sus manos y las posó sobre ellos, sintiendo su peso y su forma a través de la tela fina. Pia no retrocedió; al contrario, ladeó ligeramente la cabeza, aceptando el toque. El hombre se inclinó entonces y, con una reverencia casi religiosa, cubrió un pezón con su boca, succionando la seda húmeda y la piel underneath, hasta que la tela se transparentó, revelando la forma erecta y oscura underneath. Su otra mano bajó y comenzó a acariciarle el culo por encima del denim, apretando las mejillas carnosas.
Agus, temblando visiblemente, también eligió de frente, quizás por parálisis, quizás por una curiosidad que superaba su miedo. Un hombre de rostro amable y canas plateadas se acercó a ella con lentitud. No la tocó de inmediato. Primero, le habló en voz baja, palabras que no pude escuchar pero que parecieron calmarla. Luego, con una delicadeza extrema, tomó el borde de su remera y la fue deslizando hacia arriba, pasándola por su cabeza. Sus tetas pequeñas y perfectas, simétricas, quedaron libres, con unos pezones de un rosa pálido que se erizaron al contacto con el aire. El hombre se arrodilló ante ella y, tomando uno en su boca, comenzó a acariciarlo con la punta de su lengua, mientras su mano descansaba con suavidad en su cadera. Agus cerró los ojos con fuerza, un gemido casi inaudible escapó de sus labios.
Escena 2: El Balcón y la Caída
Desde el balcón que dominaba la escena, las siluetas observaban. Entre ellas, los maridos de nuestras madres, dos figuras ancianas e impasibles, cuyos rostros no delataban ni orgullo ni celo, sino una curiosidad distante. Y entonces lo vi. Mi ex. Apoyado en la barandilla de mármol, con una copa en la mano, sus ojos fijos en mí. Me observaba mientras era sostenida en el aire, expuesta y vulnerable. La sensación de ser vista por él, en ese contexto de sumisión elegida, fue un shock eléctrico. La vergüenza se transformó en un poder embriagador. Él estaba fuera, yo estaba dentro, y su deseo era un espectador más de mi rendición.
Las madres, al principio meras observadoras de sus hijas, comenzaron a ser absorbidas por la corriente magnética de la sala. La madre de Pia, con un suspiro que sonó a rendición, se giró y apoyó su espalda en la pared. Un hombre la levantó, pero a diferencia de mí, la mantuvo suspendida, su rostro a la altura de su pecho. Sus manos recorrieron la piel lisa de sus muslos, subiendo por el interior de la falda hasta encontrar la tela de sus bragas. Ella, con la cabeza echada hacia atrás, emitía un gemido prolongado que era la confesión de un deseo largamente reprimido.
La madre de Agus fue la última en ceder. Un hombre se paró frente a ella y, con una audacia que a todos sorprendió, deslizó su mano dentro del escote de su blusa azul. Sus dedos encontraron un pezón duro y lo pellizcó suavemente. La mujer exhaló bruscamente, una mezcla de dolor y placer que la hizo temblar. Miró a su hija, quien en ese momento era besada con una pasión tierna por otro hombre, y algo en su interior se liberó. Permitió que el hombre la besara en el cuello, que sus manos exploraran la curva de su cintura, perdiéndose en una fantasía que su vida de lujo le había negado.
Escena 3: La Inversión
Cuando faltaban diez minutos para el final, la campana sonó de nuevo, un vibración más grave y solemne. La música cesó por completo. Los hombres que nos habían poseído se apartaron, creando un pasillo en el centro de la habitación. Las puertas se abrieron y entraron los maridos.
Caminaron con una autoridad silenciosa, sus miradas pasando por alto a sus esposas, cuyos rostros mostraban una confusión mezclada con alivio. Su objetivo éramos nosotras
... Las jóvenes.
El marido de la mamá de Pia, un hombre de porte distinguido pero con ojos de depredador, se detuvo frente a la rubia. La observó desde arriba, con una intensidad helada. Con un movimiento rápido y autoritario, desabrochó la minifalda de denim y la dejó caer a sus pies. Pia quedó solo con su top translúcido y unas braguitas blancas de encaje que apenas cubrían su sexo. El hombre la tomó de los hombros y la giró bruscamente, dejándola de espaldas. "Ahora te toca a vos, pendeja", susurró en su oído con una voz ronca. Se arrodilló detrás de ella, separó las piernas de la rubia y, sin previo aviso, hundió su cara entre las mejudas de su culo, lamiendo y mordisqueando el encaje y la piel. Pia gritó, pero era un grito de pura putería, mientras agarraba el aire con las manos.
El marido de la mamá de Agus, un tipo más bajo y gordito, vino hacia mí. Me miró de arriba abajo. "Vos sos Paula, ¿no? La ex de mi hijo", me dijo. Y sin más, me agarró del pelo y me obligó a arrodillarme. Desabrochó su pantalón y sacó una pija corta pero muy gorda, con la cabeza roja y brillante. Me la frotó contra la mejilla. "Mostrale a tu ex lo que sabes hacer, concha", me ordenó. Mientras él me desabrochaba el top, liberando mis tetas, miré hacia el balcón. Mi ex seguía ahí, con la cara roja y la mano metida en el pantalón, frotándose la pija mientras me veía a mí, de rodillas, a punto de chuparle a su padre.
La mamá de Pia, la rubia espectacular, fue abordada por dos hombres a la vez. Uno se arrodilló frente a ella, levantó su falda de lino y comenzó a chuparle la concha a través de sus bragas de seda, mientras el otro se paró detrás de ella, le bajó el cierre de la blusa y se puso a mamarle sus tetas enormes, apretándolas con fuerza. La mujer gemía sin control, moviendo las caderas contra la boca del hombre que la comía.
La mamá de Agus, la morena de pechos perfectos, fue llevada a un sillón de cuero. Un hombre se sentó y la sentó sobre sus rodillas, de espaldas a él. Le bajó la blusa y la falda, dejándola en ropa interior. Con una mano, le acariciaba los pechos, y con la otra, se metió una mano dentro de sus bragas y comenzó a meterle los dedos por la concha. La mujer se recostó sobre su hombro, con los ojos cerrados y la boca abierta, entregada al placer.
Y Agus, la pobre, quedó sola en medio de la sala. Un hombre se le acercó, la tomó en brazos y la llevó a una alfombra. La acostó, le quitó la falda plisada y las bragas y se abrió entre sus piernas. Con una delicadeza que contrastaba con la brutalidad del resto, comenzó a chuparle la concha con lentitud, metiéndole la lengua profundamente mientras le acariciaba el cuerpo. Agus se retorcía, gimiendo como nunca, mientras sus tetas se mecían con cada movimiento de su cuerpo.
La sala era un caos de gemidos, gritos y cuerpos sudando. El olor a sexo llenaba el ambiente, mezclado con el perfume y el alcohol. Era una orgía de poder, sumisión y deseo, donde todos habían perdido el control y se habían entregado a la locura del momento. Y en medio de todo, nosotras, las cinco, éramos las reinas de ese reinado perverso, las dueñas de un juego que se había vuelto demasiado real.

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