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Paula , ser yo (3)

Viernes: El Viaje y la Confesión
El timbre del colegio no fue una liberación, fue el pistoletazo de salida. Afuera, bajo el sol de las cuatro, el BMW negro de mi ex no brillaba, devoraba la luz. Subí y la puerta se cerró con un thump sordo y definitivo, el sonido de mi jaula. El olor a cuero caro, a su perfume de sándalo y a un toque de su tabaco de liar me envolvió, me marcó como suya. No dijo nada, solo me lanzó una mirada rápida, un escaneo de radar que me despojó de mi uniforme y me dejó desnuda. Su mano se posó en mi muslo, justo donde la tela de la falda se encuentra con el inicio de la media. Sus dedos largos y finos comenzaron a trazar círculos lentos sobre la nail, un masaje imperceptible para cualquiera, pero para mí era una descarga eléctrica que me recorría hasta la concha.
"Ramos Mejía", dijo, y su voz no fue una sugerencia, fue un verbo. Aparcó a media cuadra de la estación, en un lugar donde nadie lo conocía. Caminamos hacia la boca del infierno. El andén era una olla de grumo de gente, sudor, perfume barato y prisa. Él me rodeó con un brazo, tirándome hacia sí. No era un gesto de ternura, era un movimiento de ajedrez, asegurando su pieza en el tablero. "Mantente quieta, mi amor. Solo sintelo. No pienses, solo sentí", susurró al oído, su aliento caliente una promesa y una amenaza. Nos empujábamos para subir al tren y su cuerpo se pegó al mío, un escudo de carne y hueso que me separaba del mundo y me entregaba a él.
Nos quedamos de pie, atrapados en un mar de cuerpos que se balanceaba al unísono. Él me paró de espaldas a la ventanilla, creando un pequeño escenario privado en medio del caos. El tren arrancó con una sacudida seca y el balanceo nos hizo una sola criatura de cuatro piernas.
Haedo. La puerta se abrió y el aire caliente y denso del andén entró como un suspiro. Y subió él. Un tipo de cincuenta y tantos, traje gastado en los codos, cara de fewas y una mirada de hambre canina que me clavó y me desarmó. Se paró a mi espalda, tan cerca que sentía su aliento a tabaco de liar y a café quemado en mi nuca. Con la primera sacudida del tren, su mano encontró mi cintura. No fue un accidente. Fue una aposición. Se quedó ahí, pesada, y luego empezó a bajar. Despacio. Por el lomo de mi blusa, sintiendo cada vértebra, hasta que se posó en el centro de mi cola. La apretó, sus dedos hundirse en la carne firme y maciza de mis 92 centímetros. No era un manoseo, era una toma de posesión, un "esto es mío" dicho con la punta de los dedos.
Morón. Más gente. Más calor. El aire se volvió irrespirable. Otro tipo, más joven, con cara de cheto creído y una camisa de marca que no le quedaba, se plantó a mi lado. Ahora estaba enjaulada. La mano del viejo ya no se contentaba con apretar, empezó a moverse, frotándome el orto con una insistencia que me cortaba la respiración y me humedecía la tanga. La mano del pibe, mientras tanto, encontró el rie de mi falda. Se metió por ahí, sin permiso, y me acarició la pierna por dentro, subiendo, subiendo, hasta que sus dedos tocaron el borde de mi tanga. Me la pasó por encima, una y otra vez, un roce seco y tortuoso que me hacía jadear. Mi ex me miraba por encima de mi hombro, con una sonrisa satisfecha, como un director de orquesta viendo su obra maestra de depravación.
Castelar. El tren se llenó hasta el asfixia. Una tercera mano, desde el frente, apareció como si fuera de la nada. Era de un enano flaco y sucio, con un olor a grasa rancia. Se agarró de mi delantero y me metió la mano directamente entre las piernas, por encima de la tanga. Me frotó la concha con una fuerza brutal, buscando mi clítoris como si quisiera arrancármelo. Estaba perdida. Una mano en el culo, otra en la concha, el cuerpo de un extraño pegado a mi espalda con su pija dura como un hierro y mi ex disfrutándolo todo, mi dueño, mi iniciador.
Ituzaingó. La estación de la liberación. Bajamos y los tres tipos se desvanecieron en la multitud como fantasmas. Afuera, nos esperaba el chofer con el Chrysler, con el motor zumbando como un insecto gigante. El viaje a mi casa fue en un silencio denso, cargado de lo que acababa de pasar, con el olor a sudor ajeno todavía impregnado en mi piel.
Ni bien cerramos la puerta de mi casa, me empujó contra la pared del hall. "Arrodíllate, Paula. Ahora". Su voz era un hilo de seda y acero. Me desabrocé el cinturón y los botones del jean. Sacó su pija. Dura, gorda, con la vena gruesa y pulsando como un corazón independiente. El glande, rosado y brillante, ya tenía una gota de semen precum en la punta, un diamante líquido.
"Chupala", ordenó. La metí en mi boca, sintiendo su sabor salado, su calor, su poder. "Y mientras lo hacés, vas a contarme todo. Detalle por detalle, puta". Mientras mi cabeza subía y bajaba, mi lengua jugando con su uretra, le susurré entre gemidos lo que había sentido. "La mano del viejo... cómo me apretaba el culo, cómo sentía sus dedos hundirse en mi carne, marcándome...". "La del pibe... cómo me entró por la falda, cómo me tocaba la tanga, el borde de la tela...". "Y la del otro... la del enano... cómo me apretaba la concha, cómo me frotaba el clítoris con sus dedos ásperos hasta que casi me corro ahí mismo, en medio de todos...". Él me agarraba del pelo, con una fuerza que me dolía y me excitaba, guiándome, haciéndome tragarla entera hasta que me ahogaba. "¿Te gustó? ¿Te gustó que te manosearan como a una pendeata en pleno día?". Asentía con la boca llena de su verga, sin poder hablar. Se corrió con un rugido sordo, no en mi cara, sino en mi boca, un chorro caliente y espeso que me obligó a tragar, a sentirme suya por dentro. "Ahora sos mía de verdad", dijo, y me dio una bofetada suave en la mejilla, una marca de ownership.
Sábado: La Tarde en el Country con Sofi
A la tarde, fui a casa de mi amiga Sofi, en el mismo country. Nos encerramos en su cuarto, que olía a su perfume dulzón y a airesol. Nos pusimos a tomar gin tonic con lima directamente de las copas, sin hielo para que durara menos. A la hora, ya no sabíamos dónde estábamos, el mundo era un borrón de alcohol y risas estúpidas que no teníamos por qué. Su perro, un golden retriever grandote y bobón llamado Thor, nos seguía a todas partes, moviendo el rabo como un metrónomo de peluche, ajeno a nuestra decadencia.
En un momento de estupidez pura, Sofi se tiró de espaldas en la alfombra peluda y le levantó la cola al perro. "Mirá, Pau, está todo excitado el pobre, no tiene ni idea", dijo, y soltó una carcajada borracha y nasal. Pero la idea, como un relámpago en un cielo de gin, nos caló hondo a las dos. Nos miramos. En nuestros ojos, bajo el velo del alcohol, había la misma chispa perversa, la misma curiosidad enfermiza que nos unía desde siempre. Fue Sofi la que se arrodilló primero. Con movimientos torpes y temblorosos, empezó a acariciar la panza de Thor hasta que su miembro rojo, puntiagudo y vibrante salió de su vaina. "Mirá, Pau... qué cosa... tan raro", susurró, con los ojos desorbitados por el alcohol y el morbo, fascinada por aquella anatomía ajena, animal.
Me arrodillé a su lado, con el corazón martilleándome no solo por la bebida, sino por la transgresión que estaba por ocurrir. Juntas, con una mezcla de risa nerviosa y asco genuino, empezamos a pasárselo por la mano, sintiendo esa piel caliente y extraña, tan distinta a la de un hombre. Luego, como si fuera lo más normal del mundo, como si hubiéramos hecho toda la vida, Sofi se inclinó y se lo metió en la boca. Yo la miraba, sin poder creerlo, con una mezcla de horror y una excitación que me humedecía la tanga al instante. El sonido que hacía, el de su boca mojada chupando al perro, era lo más obsceno que había escuchado en mi vida. Me uní a ella. Nuestros labios se rozaban, nuestras lenguas se encontraban inadvertidamente mientras compartíamos esa pija animal, pasándonosla de una a otra, hasta que Thor se estremeció con un espasmo y nos corrió en la cara. Un chorro caliente y acuoso nos salpicó las mejillas y los labios. Nos quedamos allí, tiradas en la alfombra, con el sabor a perro y a gin, riendo hasta que nos faltaba el aire, nuestras lágrimas de risa mezclándose con el semen del animal. Fue lo más bajo, lo más sucio, y por eso, lo más glorioso.
Sábado Noche: La Fiesta Privada y el Desfile
Esa noche, mi ex vino a buscarme. Olía a poder y a dinero. La fiesta era en la quincha de otro socio, un lugar gigante con paredes de vidrio que daban a un jardín oscuro. No era una fiesta cualquiera. Era una reunión privada. Mi padre no estaba, o si lo estaba, se movía en otra órbita, en la de los hombres mayores que hablaban de negocios y política. Yo estaba en el otro lado, en el de la carne fresca.
Mi ex me había comprado un disfraz de ángel caído. Un vestido de gasa blanca, casi transparente, que se adhería a mi cuerpo como una segunda piel. No llevaba sostén, y mis pechos de 90, con los pezones ya erectos por la anticipación, se dibujaban nítidamente bajo la tela. La falda era cortísima, y por debajo llevaba una tanga blanca de encaje que apenas se adivinaba. Él llevaba una máscara de lobo negra, simple y elegante.
Sobre la medianoche, el anfitrión, un hombre gordo y sonriente, se subió a una pequeña tarima. "Señores, caballeros... es hora de un pequeño entretenimiento", anunció con un micrófono. "Un desfile de nuestras musas. Pero bajo una regla: la luz negra". De repente, las luces normales se apagaron y el jardín se llenó de una luz violeta perversa. Era perfecta. Hacía que nuestra piel brillara, que nuestros dientes resplandecieran y que los detalles blancos de nuestra ropa se encendieran como neones.
Éramos unas seis chicas, todas jóvenes, todas vestidas de forma provocadora. Empezamos a caminar por un sendero de tierra que rodeaba la piscina. La música, un house profundo y envolvente, nos hipnotizaba. En la primera pasada, sentí las primeras manos. Salían de la oscuridad, de los cuerpos de los hombres que bordeaban el camino, que ahora no eran más que sombras con ojos brillantes. Eran manos anónimas que me rozaban las piernas, los brazos, la espalda. Unas eran suaves, otras ásperas. Unas vacilantes, otras audaces.
En la segunda pasada, mi ex, desde su trono de sombras, me hizo una leve seña con la cabeza. Yo entendí la orden. Me detuve por un instante y, con un movimiento lento y teatral, me subí la falda un par de centímetros. Ahora las manos podían llegar más alto, tocar el borde de mis medias. En la tercera pasada, la subí más. Las manos ya me agarraban los muslos, me hundían los dedos en la carne. En la cuarta, la falda estaba por la cintura. Solo me quedaba mi tanga blanca de encaje, brillando bajo la luz negra como un faro de perdición. Las manos ya no rozaban, se hundían en mi carne, me apretaban el culo, me buscaban la concha por encima de la tela, con una urgencia colectiva que me cortaba la respiración.
...Ya es suficiente, dijo mi ex, su voz resonando en el silencio que siguió a la música. Me bajó de la pasarela y me llevó a un rincón oscuro, detrás de unos arbustos que olían a tierra húmeda y a cloro. "Hiciste bien, mi amor. Realmente bien. Ahora te toca tu verdadero premio". Me arrodillé en el pasto frío y húmedo. La tela de la gasa se me pegaba a los muslos.
No aparecieron pijas una por una. Aparecieron sombras. Tres, cuatro, cinco... se formaron un círculo a mi alrededor. Eran los socios, excitados por el espectáculo, por la luz, por la sumisión que yo misma había ofrecido. Mi ex se agachó a mi lado, no para guiarme, sino para darme la última orden. "Hacé lo que te enseñé, Paula. Satisfacelos a todos".
La primera sombra se arrodilló frente a mí. Senti el calor de su cuerpo antes que nada. Sacó su pija. No era ni gorda ni flaca, era común. Pero en esa oscuridad, era un altar. Me la metí en la boca, chupándola con la reverencia que él me había enseñado. Mientras lo hacía, sentí que me subían la blusa. Otras manos, unas más viejas, otras más jóvenes, me la tiraron por encima de la cabeza. Mis pechos de 90 quedaron al aire, mis pezos duros bajo la luz violeta. Sentí bocas en ellos. Una boca suave que me chupaba un pezón, otra que me mordía el otro con una fuerza que me hizo gemir sobre la pija que tenía en la boca.
La primera sombra se retiró y fue reemplazada por otra. Esta vez, me agarró del pelo y me la metió a fondo, haciéndome ahogar, con las lágrimas resbalando por mis mejillas. Mientras me usaba la cara, sentí cómo me bajaban la tanga. Unas manos me abrieron las piernas y otra, una mano grande y callosa, me metió dos dedos dentro, sin delicadeza, moviéndolos como si quisiera desgarrarme. Otra mano se metió por detrás, buscando mi culo, frotándome el orificio con su pulgar.
Ya no era una persona. Era un conjunto de agujeros. Una boca, una concha, un culo, dos tetas. Todo para ser usado. La tercera pija era más corta y más gorda, casi redonda. La chupé con rabia. La cuarta era larga y delgada, casi como un látigo. La sentí crecer en mi boca. En un momento, me levantaron. Dos hombres me tomaron de los brazos y las piernas y me suspendieron en el aire. Me abrieron de piernas y uno, sin decir nada, me la metió en la concha de un solo embestida, un grito ahogado se me escapó. Mientras me cabalgaba allí, suspendida, otro se paró frente a mí y me volvió a meter la pija en la boca. El doble estímulo, ser llenada por los dos extremos, fue demasiado. Un orgasmo brutal, violento, me sacudió toda, un espasmo que me dejó temblando y sin aire.
No terminó ahí. Me tiraron en el pasto, boca abajo. Alguien me levantó la cadera y me la metió por el culo. El dolor fue agudo, seco, perfecto. Mientras me rompía el culo, otro se acostó debajo mío y me la metió en la concha. La doble penetración, sentir cómo mis dos agujeros eran llenados al mismo tiempo, cómo sus cuerpos chocaban contra mí, fue la cumbre de la humillación y del placer. Los dos se corrieron dentro mío casi al mismo tiempo, una doble inundación caliente que me hizo sentir completa, usada, destruida.
Me dejaron ahí, tirada en el pasto, temblando, con la blusa rota, la falda subida, y la leche de desconocidos goteando por mis muslos y por mi culo. Mi ex se acercó, se arrodilló, me limpió la cara con un pañuelo y me susurró al oído: "Ahora sí. Ahora sos mía de verdad".

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