Capitulo 5: El placer final
Fue una semana sumergida en la más absoluta y tabú de las intimidades. Las mamadas se habían convertido en nuestro ritual diario, un secreto ardiente que consumía la casa. Iker y Mateo me las exigían con una mezcla de urgencia adolescente y la confianza que solo da la posesión, y yo, lejos de molestarme, estaba encantada de complacerlos. Me arrodillaba y me turnaba para chupárselas en cualquier habitación donde estuviéramos: en el cuarto de lavado, contra la nevera en la cocina, incluso una vez, de rodillas en el suelo de su habitación mientras Mateo jugaba a videojuegos. Me encantaba; la sumisión era un disfraz para mi propio poder. Me había convertido en una puta amante de las pollas, una madura zorra dedicada en cuerpo y alma al placer de mis chicos.
El sábado siguiente, Iker tenía un partido de rugby y decidí ir a apoyarlo. Mateo, a quien el deporte no le interesaba en lo más mínimo, prefirió quedarse en casa, inmerso en sus videojuegos. Antes de salir, mientras me ajustaba un arete en el vestíbulo, se quejó de que su laptop no funcionaba.
—No enciende, mamá. Luego tomaré prestada la tuya para mis tareas, ¿vale? —dijo, sin apartar la vista de la pantalla de su teléfono.
—Claro, cariño, no hay problema —respondí, despreocupada, y me acerqué para darle un beso rápido en la mejilla—. La contraseña es la misma de siempre.
Me despedí de él y salí, dirigiendo mis pasos hacia el partido. Era una tarde cálida y soleada, perfecta. Llevaba un top blanco ajustado que dejaba ver una franja de mi abdomen plano, una falda corta y sexy que se movía con cada paso, y unos tacones rojos de 5 cm que hacían clack-clack contra el asfalto con una confianza que resonaba en mi interior. Después de iniciar este romance clandestino con mis hijos, me sentía increíblemente sexy y segura, y mi forma de vestir no hacía más que reflejarlo: lucir mi cuerpo y acentuar cada curva se había convertido en una segunda naturaleza.

Llegué temprano al campo de rugby. El aire olía a césped recién cortado y a tierra húmeda. El equipo de Iker, con sus musculosos cuerpos juveniles enfundados en las camisetas ajustadas, estaba en el campo realizando ejercicios de calentamiento. Mi vista buscó y encontró a Iker al instante. Él, al verme, desvió la mirada por un segundo, pero no pudo evitar que una sonrisa orgullosa y ligeramente avergonzada se dibujara en sus labios. Sabía lo que había debajo de mi ropa, conocía los secretos que mis labios guardaban, y ese conocimiento creaba un vínculo eléctrico entre nosotros, incluso a distancia.
Mientras encontraba un asiento en las gradas, con mi falda estaba constantemente subiéndose un poco más al sentarme, no podía dejar de pensar en la promesa tácita que flotaba en el aire. El partido estaba por comenzar, pero mi mente ya anticipaba los placeres prohibidos que seguramente seguirían después.
El partido resultó ser un fracaso total. Iker jugó bien, con esa fuerza bruta y determinación que lo caracterizaban, pero el resto del equipo estuvo desastroso. Parecía un grupo de chicos perdidos, sin coordinación ni idea de lo que hacían en el campo. La derrota fue aplastante y un manto de frustración cayó sobre los jugadores.
Después del silbato final, me abrí paso entre los padres y aficionados que se dispersaban. Encontré a Iker cerca de los banquillos, sudoroso, con el pelo pegado a la frente y la expresión ceñuda. Se estaba quitando las hombreras con movimientos bruscos.
—Cariño —llamé, acercándome.
Se volvió y, al verme, su expresión se suavizó un poco, aunque la decepción aún bailaba en sus ojos.
—Hola, mamá —murmuró.
—Lo hiciste increíble tú solo —dije, poniendo una mano en su bíceps sudoroso y firme—. El equipo tiene suerte de tenerte.
Él se encogió de hombros, pero un brillo de orgullo asomó ante mi halago. Me incliné y le di un beso en la mejilla, empapada de sudor salado. Luego, acerqué mis labios a su oído, tan cerca que mi aliento debió acariciar su piel.
—¿Por qué no terminas rápido la reunión de equipo y te vas a casa? —susurré, con una voz que era pura seda y promesa—. Mamá te tendrá un *regalo especial* esperándote, mi amor.
Sentí cómo todo su cuerpo se tensó, no por la derrota, sino por la anticipación. Se apartó lo justo para mirarme a los ojos, y los suyos, un instante antes nublados por la frustración, ahora brillaban con un deseo familiar e intenso.
—En serio? —preguntó, su voz un poco ronca.
Le guiñé un ojo, una sonrisa lasciva jugueteando en mis labios.
—Date prisa.
Me alejé, sintiendo su mirada clavada en mi espalda, en el vaivén de mis caderas bajo la falda corta. Miré por encima del hombro una última vez y lo vi girar y correr de vuelta hacia los vestuarios, con una energía renovada que nada tenía que ver con el rugby.
Yo tenía mi propio plan. En lugar de esperarlo, decidí volver a casa directamente. La idea de tener a mis dos chicos solos, calientes y esperando, aceleraba mi pulso. Conduje, con una mano en el volante y la otra acariciando mi propio muslo, imaginando lo que vendría.
Al llegar a la entrada, un rápido vistazo confirmó que el coche de Dante no estaba. Mi sonrisa se ensanchó. Ellos estaban solos. Iker estaría llegando pronto, ansioso por su "regalo", y Mateo... bueno, Mateo jamás se negaría a una mamada, especialmente si su hermano también estaba involucrado. Sabía que me esperaba una noche muy, muy divertida. Tenía que admitir que yo tampoco podía esperar. Un anhelo húmedo y familiar se había apoderado de mí, y tenía muchas ganas, unas ganas casi dolorosas, de volver a sentir esas pollas duras y jóvenes deslizándose entre mis labios, de saborear su esencia, de escuchar sus gemidos.
Abrí la puerta de mi casa con una sonrisa juguetona que pronto se congeló en mis labios. El recibidor estaba en silencio.
—¡Mi amor, mami ya llegó! —grité, mi voz sonando forzadamente alegre en la quietud—. ¿Iker? ¿Mateo? ¿Dónde están mis chicos guapos?
Un leve cosquilleo de nerviosismo se mezcló con la anticipación. Había planeado provocarlos, hacerles rogar un poco, pero el silencio era distinto, cargado.
—Sí, mamá —respondió la voz de Mateo, llegando desde el despacho de Dante, esa habitación en la parte delantera de la casa, justo al lado de la escalera. Una habitación prohibida, con una puerta que ahora estaba casi cerrada. Sabían que no debían estar allí, pero con Dante fuera, había permitido que la regla se relajara.
Con un pulso ligeramente acelerado, abrí la puerta de la oficina. La escena que se desarrolló ante mí me detuvo en seco. Mateo estaba sentado en el gran sillón giratorio de cuero de su padre, completamente desnudo. Su polla, ya totalmente erecta y palpitante, se levantaba desde su entrepierna como un mástil. Me quedé paralizada en el umbral, una oleada de sorpresa y de excitación instantánea inundándome.
Mateo habló antes de que pudiera reaccionar.
—¡Guau, mamá! ¡Estás buenísima! —exclamó, su mirada recorriendo mi cuerpo con una hambre descarada—. ¡Me vendría bien ahora mismo una mamada tuya!
Logré recuperar un poco el aliento y di unos pasos vacilantes hacia el centro de la oficina, mi mente aún procesando.
—¿Dónde está tu hermano? —pregunté, intentando sonar despreocupada—. Pensé que él también me estaría esperando.
Fue entonces cuando las cosas se torcieron. Mateo se levantó, una sonrisa perversa y lujuriosa estirando sus labios, y comenzó a acariciarse la polla con movimientos lentos. Un ruido a mi espalda fue la única advertencia antes de que unos brazos fuertes me agarraran por los míos, jalandolos hacia atrás con una fuerza que me hizo perder el equilibrio.
—¿Qué… qué hacen, chicos? —grité, el pánico asomando en mi voz—. ¿Por qué me agarran los brazos a la espalda? ¡Suéltame, Iker!
Me retorcí, pero su agarre era firme como un torno. Y entonces lo sentí: la presión dura, caliente e inconfundible de su polla erecta, presionando contra la parte baja de mi espalda y la curva de mi trasero a través de la tela de mi falda. Un gemido ahogado escapó de mi garganta, no solo de protesta.
Mateo se acercó, su polla en una mano, mientras sus ojos, llenos de una lujuria desenfrenada, bailaban de arriba abajo por mi cuerpo.
—Estás buenísima, mamá —dijo, su voz un susurro ronco.
Entonces, Iker habló directamente a mi oído, su aliento caliente acariciando mi piel.
—Sí, eres realmente hermosa. Tus tetas se ven tan jodidamente calientes con ese top ajustado, mamá. —Su voz era baja, cargada de deseo—. Estuve distraído todo el juego pensando en arrancártelo y chuparte esas grandes tetas.

Antes de que pudiera responder, sentí sus labios en mi cuello. No eran besos suaves, sino besos lujuriosos, húmedos, que succionaban y mordisqueaban la piel. Y era bueno en eso, terriblemente bueno, haciendo que un escalofrío de placer involuntario me recorriera la columna.
Mateo vio su oportunidad. Se acercó y, sin ningún preámbulo, capturó mis labios con los suyos en un beso total. Me quedé sin aliento, completamente sorprendida. Mi hijo menor me estaba besando. Era torpe, inexperto, pero increíblemente atrevido. Su lengua insistente buscó entrada entre mis labios, y después de un momento de shock, cedí. Un fuego instantáneo se encendió en mi vientre. Empecé a besarle de vuelta, con una pasión que igualaba la suya, derritiéndome en el sabor prohibido de su boca.
Mientras tanto, Iker no cesaba. Con una mano mantenía mis muñecas inmovilizadas a mi espalda, y con la otra comenzó un lento y tortuoso viaje. La deslizó por mi costado, sobre la tela del top, hasta encontrar la curva de mi pecho. Los ahuecó, los apretó con fuerza a través de la tela y comenzó a masajearlos, jugando con mis pezones que se endurecieron al instante bajo su manipulación. Gemí en la boca de Mateo, el sonido absorbido por nuestro beso.
Cuando Mateo finalmente rompió el beso, jadeando, le sonreí con labios hinchados.
—Mi amor, ya puedes soltarme. Si querías besarme, solo tenías que pedírmelo.
Mateo se pasó la lengua por los labios, sus ojos brillando con una determinación que nunca le había visto.
—Vamos a hacer mucho más que besarte, mamá —dijo, su voz firme—. Llevas semanas molestándonos, volviéndonos locos… estamos hartos. Te daremos lo que mereces.
Un nuevo golpe de pánico, mezclado con una excitación vertiginosa, me recorrió. Iker reforzó sus palabras, susurrando en mi oído:
—No te preocupes, mamá, vamos a divertirnos.
Con su mano libre, agarró la tela de mi top y, con un movimiento brusco, la estiró y la soltó, haciendo que mis pechos rebotaran salvajemente bajo la tela. Yo no llevaba sostén. La visión fue demasiado para Mateo, que los miró con una sonrisa traviesa y hambrienta.
—Tienes las tetas tan grandes, mamá —murmuró—. Me dio gusto tocarlas cuando nos chupabas la polla, como una buena madre puta.
Antes de que pudiera reaccionar a esa palabra, a la crudeza de ella en su boca, Mateo se agachó. Con manos ansiosas, me apretó los pechos a través de la tela y, llevando su boca a uno de ellos, capturó mi pezón entre sus labios y comenzó a chuparlo y morderlo a través de la fina tela. La sensación fue eléctrica, prohibida, increíblemente excitante.
Iker, mientras tanto, pasó su mano desde mi pecho hasta mi cuello y mi barbilla. Me giró la cabeza suavemente pero con firmeza, forzándome a mirarlo. Sus ojos, oscuros y llenos de una posesión salvaje, se clavaron en los míos. Luego acercó su rostro y capturó mis labios en otro beso. Este era diferente al de Mateo: más experto, más dominante. Sentí su lengua recorrer la línea de mis labios y, a regañadientes, abrí la boca para él. Iker y yo nos enredamos en un duelo de lenguas profundo y lujurioso mientras Mateo continuaba su asalto a mis pechos, ahora chupando el otro.
—Joder, qué suaves y jugosas son sus tetas —gimió Mateo entre chupadas.
Iker rompió el beso, jadeando, y bajó su mano para unirse a su hermano, ambos ahora acariciando, apretando y jugando con mis pechos sobre la tela. Emití un gemido prolongado, un sonido de placer puro y lujuria rendida, mordiéndome el labio inferior.
—Chicos… Yo… Mmm… Les dije que no podían tocarme a menos que… a menos que yo lo dijera —logré protestar débilmente, aunque mi cuerpo se arqueaba hacia sus manos.
Iker rió, un sonido bajo y burlón cerca de mi oído.
—¡Mamá, sé sincera! ¡Lo deseas, carajo! ¡Lo has estado pidiendo!
No pude responder. Tenía que admitirlo. Estaba disfrutando que mis hijos me tocaran así, de esta manera posesiva y salvaje. Me excitaba hasta la locura, y la naturaleza morbosa del acto solo añadía leña al fuego.
—Hermano, Iker, no puedo disfrutar de las preciosas tetas de mamá así —dijo Mateo, apartándose un poco con una sonrisa pícara—. ¿Crees que deberíamos quitarle la camisa y el sujetador?
Iker, con los ojos brillando de acuerdo, respondió con una voz ronca:
—¡Mierda, sí, Mateo! ¡A ver qué tetas tiene mamá!
En un movimiento coordinado, Mateo metió sus dedos bajo el borde de mi ajustado top rojo y, con Iker soltando brevemente mis muñecas para ayudar, me lo quitaron por encima de la cabeza en un instante. El aire frío de la oficina golpeó mi piel desnuda, pero fue la mirada de ellos lo que me quemó. Iker recuperó su agarre en mis muñecas, inmovilizándome de nuevo mientras mis pechos, ahora completamente libres, rebotaban con el movimiento.
Mateo lanzó mi top a un rincón del despacho con desprecio.
—¡Oye, Iker! ¡Mamá no llevaba sostén en tu juego! —exclamó, con una excitación palpable.
Iker respondió, riendo con una mezcla de asombro y lujuria:
—Fácil acceso, Mateo. Solo una madre cachonda y zorra haría eso con sus hijos.
—¡A la mierda, Iker, suelta las tetas de mamá! Tengo una idea mejor —ordenó Mateo, su voz cargada de una urgencia que no admitía discusión.
En cuanto Iker retiró sus manos, Mateo volvió a apoderarse de mis pechos, pero esta vez no para acariciarlos. Hundió su rostro entre ellos, enterrando su nariz y su boca en el valle sudoroso y perfumado que formaban. Antes de que pudiera articular una palabra, sentí su boca caliente y húmeda cerrarse alrededor de mi pezón derecho. Lo chupó con una hambre voraz, lamiendo, succionando, mordisqueando con una intensidad que me hizo arquear la espalda y lanzar un grito ahogado. Su lengua, ágil y torturadora, recorrió cada centímetro de la areola oscura y sensible, trazando círculos y figuras que enviaban descargas eléctricas directas a mi entrepierna.
—Oh, sí. Mateo… por favor… no… Soy… soy… tu… mierda, qué bien se siente… tu madre —gemí, mis palabras una mezcla incoherente de protesta y súplica, de negación y entrega total.
Él me ignoró, completamente absorto en su festín, atacando mis tetas con una devoción obscena.
A mi espalda, Iker animaba a su hermano con gruñidos y susurros llenos de lujuria:
—¡Sí, chúpale las tetas! ¡Chúpale las tetas a mamá! ¡Chúpale los pezones, joder! ¡Mamá lo quiere!
Intenté apartar la mirada, creyendo que si no veía a mi hijo menor devorando mis pechos, podría conservar algún fragmento de cordura. Pero Iker, leyendo mis pensamientos, usó su mano libre para agarrarme fuertemente por la barbilla y girar mi cabeza, obligándome a mirar directamente la escena.
—¡Míralo, mamá! —gruñó en mi oído, su voz un látigo cargado de deseo—. Mira a tu hijo chupándote las tetas. ¡Deseabas esto tanto! Esto es lo que te pasa por provocarnos, mamá. —Hizo una pausa, su respiración caliente en mi cuello—. ¡Espera, que luego te chupo las tetas también yo!
Me retorcía en sus brazos, un torbellino de emociones contradictorias. Una parte de mí, la última que susurraba sobre el tabú, quería escapar. Pero otra parte, mucho más grande y hambrienta, quería arrodillarme allí mismo y chuparles las pollas como agradecimiento por el placer salvaje que me estaban dando.
—Por favor… ay… Dios… se siente… se siente… bien. Tienes… que parar… Soy… soy… tu mamá —logré balbucear, aunque cada palabra sonaba falsa incluso para mis propios oídos.

Mateo se detuvo de repente, separando su boca de mi pezón con un sonido húmedo. Me miró, sus labios brillantes, y luego volvió la vista hacia su hermano.
—¿Qué opinas, Iker? ¿Debería dejar de chupar y lamer las tetas de mamá? ¿Deberíamos seguir adelante?
Iker, con los ojos oscurecidos por la lujuria, respondió sin dudar:
—¡Mierda, sí, Mateo, sigue adelante!
Mi corazón dio un vuelco de anticipación. Pensé que eso significaba que Iker tomaría su turno en mis pechos, o que finalmente me dejarían arrodillarme y tomar sus pollas en mi boca. Pronto descubrí, con una mezcla de pánico y excitación abrumadora, que estaba completamente equivocada.
Mateo se arrodilló frente a mí. En ese momento, Iker soltó mis muñecas. Liberada, pero ahora bajo un control diferente, no me moví. Mateo, con dedos que temblaban ligeramente pero con determinación, encontró la cremallera lateral de mi falda. La bajó con un sonido áspero, luego desabrochó el botón y, agarrándola por la cintura, la tiró hacia abajo. La tela se deslizó por mis caderas y mis muslos hasta formar un círculo en el suelo.
Quedé expuesta. No llevaba bragas. Mi coño, completamente afeitado y ya empapado de mi propio deseo, quedó al descubierto ante la mirada ardiente de mis dos hijos. Solo llevaba las medias, sujetas con ligueros en la cintura. Las tiras de encaje negro subían por mis muslos, enmarcando pero no ocultando el centro mismo de mi intimidad.
—¡Mierda, Iker! ¡Mamá no lleva bragas! —exclamó Mateo, su voz un susurro de asombro y excitación—. ¡Mierda, se le ve la entrepierna mojada por el coño!
Antes de que pudiera reaccionar, cubrirme o decir algo, Iker me rodeó con su brazo libre, esta vez alrededor de mi cintura, y me levantó ligeramente del suelo, haciendo que mis pies salieran del círculo de tela de la falda. Fue entonces cuando Mateo, rápido como un rayo, agarró mis piernas por detrás de las rodillas y las separó ampliamente. No tenía forma de cerrarlas, de protegerme.
Y entonces, Mateo hundió su rostro entre mis muslos.
Su boca caliente se selló sobre mi sexo. No fue un beso tímido; fue una invasión total. Comenzó a lamer mi coño mojado con la misma avidez con la que había lamido mis pechos, como un niño devorando un helado, pero con una intención adulta y lasciva que me hizo gritar. Luego, concentró su atención en mi clítoris, chupándolo y jugando con la punta con su lengua, encontrando un ritmo que me hizo ver estrellas.
—¡Ooh, Mateo! —grité, un sonido gutural de placer puro que resonó en la habitación.
Detrás de mí, Iker me rodeó con ambos brazos ahora, sujetándome contra su cuerpo fuerte mientras yo temblaba en la tormenta de sensaciones. Se inclinó y susurró en mi oído, su voz un ronroneo de posesión y venganza dulce:
—Has estado lamiendo y chupando nuestras pollas; darte la vuelta es justo. Ahora vamos a lamer y chupar tu dulce y húmedo coño y clítoris.
Sus palabras, combinadas con la lengua experta y hambrienta de Mateo explorando cada pliegue de mi sexo, me hicieron perder por completo el sentido de la realidad. Ya no era una madre. Era simplemente una mujer, desnuda y vulnerable, siendo devorada por el deseo que ella misma había cultivado. Y en el corazón de la transgresión, encontré un placer tan profundo y prohibido que borró cualquier último vestigio de resistencia.
La lengua de Mateo se hundió en mí como si buscara algo perdido en lo más profundo de mi ser. No fue un lamido tímido o exploratorio; fue un asalto total, voraz, como si no hubiera un mañana. Lamió y chupó mi clítoris, ya pequeño y duro como un guisante de tanto deseo, y su lengua deleitó cada pliegue de mi coño caliente y empapado. Con Iker acariciándome las tetas, jugando con mis pezones entre sus dedos, y mi otro hijo comiéndome con un deleite salvaje y entusiasta, mi resistencia se desvaneció en segundos.
Cuando sentí que el orgasmo se acercaba, un tsunami imparable, apreté mis muslos alrededor de la cara de Mateo con fuerza instintiva. Apreté mi coño contra su lengua y su nariz, buscando más presión, más contacto.
—¡Iker, mamá se va a correr! —gritó Mateo, su voz ahogada por mi entrepierna—. ¡Joder, ahora quiero hacerle más sexo oral a mamá!
Fue la última chispa. Gemí y siseé, un sonido animal que no reconocí como mío, y luego llegué al clímax. Un grito largo, gutural y cargado de puro placer escapó de mis labios mientras una oleada de mi fluido vaginal cubría la lengua, la barbilla y los labios de mi hijo. Mateo no se detuvo; siguió lamiendo ávidamente, chupando mi clítoris con una fuerza renovada que prolongó las ondas del orgasmo, haciéndolas más intensas, más profundas. Nunca, en toda mi vida, un hombre me había dado tanto placer solo con la boca. Estaba segura de que el hecho de que fuera mi hijo, lleno de una lujuria joven y desinhibida, lo hacía aún más intenso, más transgresor.
Mientras me retorcía en la última sacudida, Iker me sostuvo firmemente, sus brazos fuertes evitando que mis rodillas, débiles por el placer, cedieran por completo. Luego comenzó a besarme el cuello con una pasión que igualaba la de su hermano. Nunca pensé que mis hijos pudieran darme un placer tan lujurioso y prohibido.
Mateo se levantó de entre mis piernas, su rostro brillante y empapado de mí. Comenzó a jugar con mis pezones, que aún estaban sensibles y duros, y luego se inclinó para besarme en los labios. Pude sentir mi propio sabor, dulce y salado, en toda su cara. La excitación que me produjo fue instantánea y feroz. Introduje mi lengua en su boca y nuestras lenguas bailaron juntas; saboreé cada ápice del sabor a coño que había impregnado la lengua de mi hijo.
Iker, emocionado, anunció:
—Me toca comerle el coño a mamá.
Supuse ingenuamente que simplemente cambiarían de sitio, que Mateo me sujetaría las manos por detrás y que Iker se arrodillaría a darme otra revolcada con la lengua. Me equivoqué de lleno.
Mateo me agarró las piernas; Iker me rodeó con sus brazos. En un movimiento coordinado y sorprendentemente fuerte, mis hijos me levantaron del suelo como si no pesara nada. Me llevaron al escritorio de Dante y me tumbaron sobre la fría superficie de madera. Mateo se acercó, se sentó en una de las sillas frente al escritorio y puso mis manos sobre mi cabeza, sujetándolas con una mano. Iker se movió, se sentó en mi silla de oficina y se acurrucó entre mis piernas, que colgaban del borde del escritorio. Mi trasero estaba justo al borde, dándole a mi hijo un acceso perfecto al coño de su madre.
—¡Muy bien, mamá! Ahora me toca lamerte el coño —declaró Iker, y sin más preámbulos, me separó los labios vaginales con los dedos y metió la lengua hasta el fondo.
¡Dios mío! Lo hizo con más pasión, más locura y más lujuria que su hermano. Se sentía increíble, una técnica diferente pero igual de devastadora. Mi deseo más profundo, vergonzoso y ardiente, era que Iker me comiera la vagina durante horas. Nunca esperé que mi hijo fuera tan bueno. Me tenía retorciéndome por todo el escritorio, arqueando la espalda y restregándole la cara con mi coño, buscando más.
Mateo se acercó y empezó a jugar con mis tetas, que se movían salvajemente con cada uno de mis espasmos de placer. Gemí y miré a mi hijo entre mis piernas.
—¡Oooh, Iker, no pares... por favor, no pares! —supliqué—. Eso es, sigue lamiendo el coño de tu mamá. Quiero que pruebes mi sabor. Sí, eso es; métete la lengua más adentro. ¡Fóllame con la lengua!
Cuanto más lo animaba, más salvaje se ponía. Me chupó y lamió hasta el punto de que casi me desmayé de tanto placer, ¡y ni siquiera había tenido otro orgasmo! Quería agarrar su cabeza, pasar mis dedos por su pelo y guiarlo, pero no podía, con Mateo sujetándome las manos. ¡Y Dios mío, me estaba volviendo loca!
Empecé a lamerme los labios, mirando a Mateo. Él se levantó, me sujetó las manos y los brazos con más firmeza, y luego, con su mano libre, se agarró la polla. ¡Estaba roja, brillante, y la punta de su pene estaba cubierta de una capa generosa de líquido preseminal!
Mateo tomó su polla y la pasó sobre mis labios, manchándomelos con su fluido. El sabor salado y único me hizo abrir la boca de par en par. Deslizó su miembro erecto dentro de mí, y comencé a lamer y chupar lo mejor que podía en mi posición. Mateo empezó a follarme la boca, agarrando mi cabeza con su mano libre. Me quedé allí tumbada, con la cabeza ladeada, permitiéndole deslizarla dentro y fuera de mi boca mientras seguía retorciéndome por las atenciones de Iker.
—Ay, sí, mamá, eso es. Sigue chupándome la polla —gimió Mateo—. Ay, joder, eres una buena mamadora, mamá. Seguro que querías chupárnosla todo el fin de semana, ¿verdad?
Yo solo gemí un "Ahám" ahogado, incapaz de hablar con la polla de mi hijo golpeándome la garganta. Su presemen estaba por toda mi lengua, mientras su hermano tenía la suya metida en mi coño caliente y húmedo. Cerré los ojos, abrumada por las sensaciones, y por un instante aterrador y excitante, imaginé esta escena si alguien, Dante, un vecino, hubiera entrado por la puerta en ese momento. Me habrían visto tirada en el escritorio, completamente desnuda. Habrían visto a mi hijo mayor sentado, devorando mi sexo. Luego me habrían visto a mí, Ariadna, su madre, exhibiendo mis tetas, mientras mi hijo menor me follaba la boca con una polla dura y brillante, sujetándome las manos y la cabeza para un mejor ángulo.
Después de un rato, Mateo sacó su polla de mi boca, jadeando. Agarró su erección, húmeda de líquido preseminal y mi saliva, y se la acarició solo un par de veces.
—¡Ay, sí, me voy a correr, mamá! ¡Trágate mi leche, puta! —gritó.
Su polla estalló en semen. Un primer chorro grueso, caliente y pegajoso me salpicó la mejilla. Luego la nariz. Otro me golpeó los labios; abrí la boca rápidamente mientras mi hijo vaciaba el resto de su semen en mi lengua y en mi rostro.
—¡Ay, sí, mamá, chúpalo! ¡Trágate mi semen! ¡Te ves de maravilla con la cara llena de semen! —gritaba mientras se masturbaba sobre mí.
Cuando terminó, tomó su polla aún dura y empezó a limpiarme la cara con ella, untando su semen por mis mejillas. Mientras lo hacía, tomaba gotas de su delicioso fluido y me las ofrecía a mi boca expectante. Lamí y chupé con alegría el semen de la polla de mi hijo, saboreando su esencia. Miré a Iker y vi que se acariciaba la polla con una mano mientras continuaba lamiéndome con devoción.
No pude aguantar más. Entre Mateo corriéndose en mi boca y saber que Iker se masturbaba mientras me lamía, un nuevo y aún más intenso orgasmo me arrancó de la realidad. Grité y gemí, un sonido largo y desgarrado de puro placer. Envolví mis piernas con fuerza alrededor de la cabeza de Iker, frotando mi coño contra su cara. Me retorcí salvajemente, arqueando la espalda una y otra vez, haciendo que mis pechos rebotaran de manera obscena.
Mateo no dejaba de gritar para animarnos.
—¡Sí, mamá, córrete en la cara de mi hermano! ¡Hazlo; dale tu dulce sabor! ¡Sigue haciendo que se corra Iker! ¡Lame su coño mojado y caliente! ¡Eso es! ¡Mira cómo se retuerce mamá; escúchala gemir de placer! ¡Nuestra mamá es una zorra!
Después de que los últimos espasmos se calmaran, solté la cabeza de Iker de mi férreo agarre. Él se levantó rápidamente de la silla; se estaba masturbando como un poseso, con movimientos frenéticos. De un salto, se subió al escritorio y, con un fuerte gemido gutural, ¡se corrió sobre mis tetas! Varios chorros espesos y calientes de su semen salpicaron mis pezones y areolas.

—¡Oh, joder, mamá... joder... sí, mírame correrme! ¡Me encanta correrme en tus tetas!
Iker se bajó del escritorio, y ambos hijos se acercaron. Mateo agarró una teta, Iker la otra, y me las acercaron a la boca.
—¡Anda, mamá, quiero verte lamer mi semen de tus grandes tetas! —ordenó Iker, su voz ronca de excitación.
Hice lo que mis hijos me pidieron con gusto, extendiendo la lengua para lamer las gotas blancas y cremosas de mi piel.
—Mmm, mi amor, está delicioso —dije en voz alta, mirándolos a los ojos—. Me encanta ser una puta zorra para ustedes.
Escuché a mis dos hijos gemir al unísono, emocionados al verme tan sumisa y entregada.
Mateo se giró hacia su hermano.
—Es tu turno —dijo, con un brillo conspirador en los ojos.

Iker me agarró las dos manos con fuerza, inmovilizándolas sobre el escritorio. Mateo volvió a acercarse a mi coño, pero esta vez no se sentó en la silla. Observé, con los ojos muy abiertos, cómo mi hijo se arrodillaba frente al escritorio y comenzaba a frotar su cara contra la parte interna de mis muslos, lamiendo la piel sensible. ¡No podía creerlo! ¿Cuántas veces más, en esta misma noche, me lamerían el coño mis hijos? Y la pregunta más aterradora y excitante de todas: ¿hasta dónde más llegaríamos?
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Fue una semana sumergida en la más absoluta y tabú de las intimidades. Las mamadas se habían convertido en nuestro ritual diario, un secreto ardiente que consumía la casa. Iker y Mateo me las exigían con una mezcla de urgencia adolescente y la confianza que solo da la posesión, y yo, lejos de molestarme, estaba encantada de complacerlos. Me arrodillaba y me turnaba para chupárselas en cualquier habitación donde estuviéramos: en el cuarto de lavado, contra la nevera en la cocina, incluso una vez, de rodillas en el suelo de su habitación mientras Mateo jugaba a videojuegos. Me encantaba; la sumisión era un disfraz para mi propio poder. Me había convertido en una puta amante de las pollas, una madura zorra dedicada en cuerpo y alma al placer de mis chicos.
El sábado siguiente, Iker tenía un partido de rugby y decidí ir a apoyarlo. Mateo, a quien el deporte no le interesaba en lo más mínimo, prefirió quedarse en casa, inmerso en sus videojuegos. Antes de salir, mientras me ajustaba un arete en el vestíbulo, se quejó de que su laptop no funcionaba.
—No enciende, mamá. Luego tomaré prestada la tuya para mis tareas, ¿vale? —dijo, sin apartar la vista de la pantalla de su teléfono.
—Claro, cariño, no hay problema —respondí, despreocupada, y me acerqué para darle un beso rápido en la mejilla—. La contraseña es la misma de siempre.
Me despedí de él y salí, dirigiendo mis pasos hacia el partido. Era una tarde cálida y soleada, perfecta. Llevaba un top blanco ajustado que dejaba ver una franja de mi abdomen plano, una falda corta y sexy que se movía con cada paso, y unos tacones rojos de 5 cm que hacían clack-clack contra el asfalto con una confianza que resonaba en mi interior. Después de iniciar este romance clandestino con mis hijos, me sentía increíblemente sexy y segura, y mi forma de vestir no hacía más que reflejarlo: lucir mi cuerpo y acentuar cada curva se había convertido en una segunda naturaleza.

Llegué temprano al campo de rugby. El aire olía a césped recién cortado y a tierra húmeda. El equipo de Iker, con sus musculosos cuerpos juveniles enfundados en las camisetas ajustadas, estaba en el campo realizando ejercicios de calentamiento. Mi vista buscó y encontró a Iker al instante. Él, al verme, desvió la mirada por un segundo, pero no pudo evitar que una sonrisa orgullosa y ligeramente avergonzada se dibujara en sus labios. Sabía lo que había debajo de mi ropa, conocía los secretos que mis labios guardaban, y ese conocimiento creaba un vínculo eléctrico entre nosotros, incluso a distancia.
Mientras encontraba un asiento en las gradas, con mi falda estaba constantemente subiéndose un poco más al sentarme, no podía dejar de pensar en la promesa tácita que flotaba en el aire. El partido estaba por comenzar, pero mi mente ya anticipaba los placeres prohibidos que seguramente seguirían después.
El partido resultó ser un fracaso total. Iker jugó bien, con esa fuerza bruta y determinación que lo caracterizaban, pero el resto del equipo estuvo desastroso. Parecía un grupo de chicos perdidos, sin coordinación ni idea de lo que hacían en el campo. La derrota fue aplastante y un manto de frustración cayó sobre los jugadores.
Después del silbato final, me abrí paso entre los padres y aficionados que se dispersaban. Encontré a Iker cerca de los banquillos, sudoroso, con el pelo pegado a la frente y la expresión ceñuda. Se estaba quitando las hombreras con movimientos bruscos.
—Cariño —llamé, acercándome.
Se volvió y, al verme, su expresión se suavizó un poco, aunque la decepción aún bailaba en sus ojos.
—Hola, mamá —murmuró.
—Lo hiciste increíble tú solo —dije, poniendo una mano en su bíceps sudoroso y firme—. El equipo tiene suerte de tenerte.
Él se encogió de hombros, pero un brillo de orgullo asomó ante mi halago. Me incliné y le di un beso en la mejilla, empapada de sudor salado. Luego, acerqué mis labios a su oído, tan cerca que mi aliento debió acariciar su piel.
—¿Por qué no terminas rápido la reunión de equipo y te vas a casa? —susurré, con una voz que era pura seda y promesa—. Mamá te tendrá un *regalo especial* esperándote, mi amor.
Sentí cómo todo su cuerpo se tensó, no por la derrota, sino por la anticipación. Se apartó lo justo para mirarme a los ojos, y los suyos, un instante antes nublados por la frustración, ahora brillaban con un deseo familiar e intenso.
—En serio? —preguntó, su voz un poco ronca.
Le guiñé un ojo, una sonrisa lasciva jugueteando en mis labios.
—Date prisa.
Me alejé, sintiendo su mirada clavada en mi espalda, en el vaivén de mis caderas bajo la falda corta. Miré por encima del hombro una última vez y lo vi girar y correr de vuelta hacia los vestuarios, con una energía renovada que nada tenía que ver con el rugby.
Yo tenía mi propio plan. En lugar de esperarlo, decidí volver a casa directamente. La idea de tener a mis dos chicos solos, calientes y esperando, aceleraba mi pulso. Conduje, con una mano en el volante y la otra acariciando mi propio muslo, imaginando lo que vendría.
Al llegar a la entrada, un rápido vistazo confirmó que el coche de Dante no estaba. Mi sonrisa se ensanchó. Ellos estaban solos. Iker estaría llegando pronto, ansioso por su "regalo", y Mateo... bueno, Mateo jamás se negaría a una mamada, especialmente si su hermano también estaba involucrado. Sabía que me esperaba una noche muy, muy divertida. Tenía que admitir que yo tampoco podía esperar. Un anhelo húmedo y familiar se había apoderado de mí, y tenía muchas ganas, unas ganas casi dolorosas, de volver a sentir esas pollas duras y jóvenes deslizándose entre mis labios, de saborear su esencia, de escuchar sus gemidos.
Abrí la puerta de mi casa con una sonrisa juguetona que pronto se congeló en mis labios. El recibidor estaba en silencio.
—¡Mi amor, mami ya llegó! —grité, mi voz sonando forzadamente alegre en la quietud—. ¿Iker? ¿Mateo? ¿Dónde están mis chicos guapos?
Un leve cosquilleo de nerviosismo se mezcló con la anticipación. Había planeado provocarlos, hacerles rogar un poco, pero el silencio era distinto, cargado.
—Sí, mamá —respondió la voz de Mateo, llegando desde el despacho de Dante, esa habitación en la parte delantera de la casa, justo al lado de la escalera. Una habitación prohibida, con una puerta que ahora estaba casi cerrada. Sabían que no debían estar allí, pero con Dante fuera, había permitido que la regla se relajara.
Con un pulso ligeramente acelerado, abrí la puerta de la oficina. La escena que se desarrolló ante mí me detuvo en seco. Mateo estaba sentado en el gran sillón giratorio de cuero de su padre, completamente desnudo. Su polla, ya totalmente erecta y palpitante, se levantaba desde su entrepierna como un mástil. Me quedé paralizada en el umbral, una oleada de sorpresa y de excitación instantánea inundándome.
Mateo habló antes de que pudiera reaccionar.
—¡Guau, mamá! ¡Estás buenísima! —exclamó, su mirada recorriendo mi cuerpo con una hambre descarada—. ¡Me vendría bien ahora mismo una mamada tuya!
Logré recuperar un poco el aliento y di unos pasos vacilantes hacia el centro de la oficina, mi mente aún procesando.
—¿Dónde está tu hermano? —pregunté, intentando sonar despreocupada—. Pensé que él también me estaría esperando.
Fue entonces cuando las cosas se torcieron. Mateo se levantó, una sonrisa perversa y lujuriosa estirando sus labios, y comenzó a acariciarse la polla con movimientos lentos. Un ruido a mi espalda fue la única advertencia antes de que unos brazos fuertes me agarraran por los míos, jalandolos hacia atrás con una fuerza que me hizo perder el equilibrio.
—¿Qué… qué hacen, chicos? —grité, el pánico asomando en mi voz—. ¿Por qué me agarran los brazos a la espalda? ¡Suéltame, Iker!
Me retorcí, pero su agarre era firme como un torno. Y entonces lo sentí: la presión dura, caliente e inconfundible de su polla erecta, presionando contra la parte baja de mi espalda y la curva de mi trasero a través de la tela de mi falda. Un gemido ahogado escapó de mi garganta, no solo de protesta.
Mateo se acercó, su polla en una mano, mientras sus ojos, llenos de una lujuria desenfrenada, bailaban de arriba abajo por mi cuerpo.
—Estás buenísima, mamá —dijo, su voz un susurro ronco.
Entonces, Iker habló directamente a mi oído, su aliento caliente acariciando mi piel.
—Sí, eres realmente hermosa. Tus tetas se ven tan jodidamente calientes con ese top ajustado, mamá. —Su voz era baja, cargada de deseo—. Estuve distraído todo el juego pensando en arrancártelo y chuparte esas grandes tetas.

Antes de que pudiera responder, sentí sus labios en mi cuello. No eran besos suaves, sino besos lujuriosos, húmedos, que succionaban y mordisqueaban la piel. Y era bueno en eso, terriblemente bueno, haciendo que un escalofrío de placer involuntario me recorriera la columna.
Mateo vio su oportunidad. Se acercó y, sin ningún preámbulo, capturó mis labios con los suyos en un beso total. Me quedé sin aliento, completamente sorprendida. Mi hijo menor me estaba besando. Era torpe, inexperto, pero increíblemente atrevido. Su lengua insistente buscó entrada entre mis labios, y después de un momento de shock, cedí. Un fuego instantáneo se encendió en mi vientre. Empecé a besarle de vuelta, con una pasión que igualaba la suya, derritiéndome en el sabor prohibido de su boca.
Mientras tanto, Iker no cesaba. Con una mano mantenía mis muñecas inmovilizadas a mi espalda, y con la otra comenzó un lento y tortuoso viaje. La deslizó por mi costado, sobre la tela del top, hasta encontrar la curva de mi pecho. Los ahuecó, los apretó con fuerza a través de la tela y comenzó a masajearlos, jugando con mis pezones que se endurecieron al instante bajo su manipulación. Gemí en la boca de Mateo, el sonido absorbido por nuestro beso.
Cuando Mateo finalmente rompió el beso, jadeando, le sonreí con labios hinchados.
—Mi amor, ya puedes soltarme. Si querías besarme, solo tenías que pedírmelo.
Mateo se pasó la lengua por los labios, sus ojos brillando con una determinación que nunca le había visto.
—Vamos a hacer mucho más que besarte, mamá —dijo, su voz firme—. Llevas semanas molestándonos, volviéndonos locos… estamos hartos. Te daremos lo que mereces.
Un nuevo golpe de pánico, mezclado con una excitación vertiginosa, me recorrió. Iker reforzó sus palabras, susurrando en mi oído:
—No te preocupes, mamá, vamos a divertirnos.
Con su mano libre, agarró la tela de mi top y, con un movimiento brusco, la estiró y la soltó, haciendo que mis pechos rebotaran salvajemente bajo la tela. Yo no llevaba sostén. La visión fue demasiado para Mateo, que los miró con una sonrisa traviesa y hambrienta.
—Tienes las tetas tan grandes, mamá —murmuró—. Me dio gusto tocarlas cuando nos chupabas la polla, como una buena madre puta.
Antes de que pudiera reaccionar a esa palabra, a la crudeza de ella en su boca, Mateo se agachó. Con manos ansiosas, me apretó los pechos a través de la tela y, llevando su boca a uno de ellos, capturó mi pezón entre sus labios y comenzó a chuparlo y morderlo a través de la fina tela. La sensación fue eléctrica, prohibida, increíblemente excitante.
Iker, mientras tanto, pasó su mano desde mi pecho hasta mi cuello y mi barbilla. Me giró la cabeza suavemente pero con firmeza, forzándome a mirarlo. Sus ojos, oscuros y llenos de una posesión salvaje, se clavaron en los míos. Luego acercó su rostro y capturó mis labios en otro beso. Este era diferente al de Mateo: más experto, más dominante. Sentí su lengua recorrer la línea de mis labios y, a regañadientes, abrí la boca para él. Iker y yo nos enredamos en un duelo de lenguas profundo y lujurioso mientras Mateo continuaba su asalto a mis pechos, ahora chupando el otro.
—Joder, qué suaves y jugosas son sus tetas —gimió Mateo entre chupadas.
Iker rompió el beso, jadeando, y bajó su mano para unirse a su hermano, ambos ahora acariciando, apretando y jugando con mis pechos sobre la tela. Emití un gemido prolongado, un sonido de placer puro y lujuria rendida, mordiéndome el labio inferior.
—Chicos… Yo… Mmm… Les dije que no podían tocarme a menos que… a menos que yo lo dijera —logré protestar débilmente, aunque mi cuerpo se arqueaba hacia sus manos.
Iker rió, un sonido bajo y burlón cerca de mi oído.
—¡Mamá, sé sincera! ¡Lo deseas, carajo! ¡Lo has estado pidiendo!
No pude responder. Tenía que admitirlo. Estaba disfrutando que mis hijos me tocaran así, de esta manera posesiva y salvaje. Me excitaba hasta la locura, y la naturaleza morbosa del acto solo añadía leña al fuego.
—Hermano, Iker, no puedo disfrutar de las preciosas tetas de mamá así —dijo Mateo, apartándose un poco con una sonrisa pícara—. ¿Crees que deberíamos quitarle la camisa y el sujetador?
Iker, con los ojos brillando de acuerdo, respondió con una voz ronca:
—¡Mierda, sí, Mateo! ¡A ver qué tetas tiene mamá!
En un movimiento coordinado, Mateo metió sus dedos bajo el borde de mi ajustado top rojo y, con Iker soltando brevemente mis muñecas para ayudar, me lo quitaron por encima de la cabeza en un instante. El aire frío de la oficina golpeó mi piel desnuda, pero fue la mirada de ellos lo que me quemó. Iker recuperó su agarre en mis muñecas, inmovilizándome de nuevo mientras mis pechos, ahora completamente libres, rebotaban con el movimiento.
Mateo lanzó mi top a un rincón del despacho con desprecio.
—¡Oye, Iker! ¡Mamá no llevaba sostén en tu juego! —exclamó, con una excitación palpable.
Iker respondió, riendo con una mezcla de asombro y lujuria:
—Fácil acceso, Mateo. Solo una madre cachonda y zorra haría eso con sus hijos.
—¡A la mierda, Iker, suelta las tetas de mamá! Tengo una idea mejor —ordenó Mateo, su voz cargada de una urgencia que no admitía discusión.
En cuanto Iker retiró sus manos, Mateo volvió a apoderarse de mis pechos, pero esta vez no para acariciarlos. Hundió su rostro entre ellos, enterrando su nariz y su boca en el valle sudoroso y perfumado que formaban. Antes de que pudiera articular una palabra, sentí su boca caliente y húmeda cerrarse alrededor de mi pezón derecho. Lo chupó con una hambre voraz, lamiendo, succionando, mordisqueando con una intensidad que me hizo arquear la espalda y lanzar un grito ahogado. Su lengua, ágil y torturadora, recorrió cada centímetro de la areola oscura y sensible, trazando círculos y figuras que enviaban descargas eléctricas directas a mi entrepierna.
—Oh, sí. Mateo… por favor… no… Soy… soy… tu… mierda, qué bien se siente… tu madre —gemí, mis palabras una mezcla incoherente de protesta y súplica, de negación y entrega total.
Él me ignoró, completamente absorto en su festín, atacando mis tetas con una devoción obscena.
A mi espalda, Iker animaba a su hermano con gruñidos y susurros llenos de lujuria:
—¡Sí, chúpale las tetas! ¡Chúpale las tetas a mamá! ¡Chúpale los pezones, joder! ¡Mamá lo quiere!
Intenté apartar la mirada, creyendo que si no veía a mi hijo menor devorando mis pechos, podría conservar algún fragmento de cordura. Pero Iker, leyendo mis pensamientos, usó su mano libre para agarrarme fuertemente por la barbilla y girar mi cabeza, obligándome a mirar directamente la escena.
—¡Míralo, mamá! —gruñó en mi oído, su voz un látigo cargado de deseo—. Mira a tu hijo chupándote las tetas. ¡Deseabas esto tanto! Esto es lo que te pasa por provocarnos, mamá. —Hizo una pausa, su respiración caliente en mi cuello—. ¡Espera, que luego te chupo las tetas también yo!
Me retorcía en sus brazos, un torbellino de emociones contradictorias. Una parte de mí, la última que susurraba sobre el tabú, quería escapar. Pero otra parte, mucho más grande y hambrienta, quería arrodillarme allí mismo y chuparles las pollas como agradecimiento por el placer salvaje que me estaban dando.
—Por favor… ay… Dios… se siente… se siente… bien. Tienes… que parar… Soy… soy… tu mamá —logré balbucear, aunque cada palabra sonaba falsa incluso para mis propios oídos.

Mateo se detuvo de repente, separando su boca de mi pezón con un sonido húmedo. Me miró, sus labios brillantes, y luego volvió la vista hacia su hermano.
—¿Qué opinas, Iker? ¿Debería dejar de chupar y lamer las tetas de mamá? ¿Deberíamos seguir adelante?
Iker, con los ojos oscurecidos por la lujuria, respondió sin dudar:
—¡Mierda, sí, Mateo, sigue adelante!
Mi corazón dio un vuelco de anticipación. Pensé que eso significaba que Iker tomaría su turno en mis pechos, o que finalmente me dejarían arrodillarme y tomar sus pollas en mi boca. Pronto descubrí, con una mezcla de pánico y excitación abrumadora, que estaba completamente equivocada.
Mateo se arrodilló frente a mí. En ese momento, Iker soltó mis muñecas. Liberada, pero ahora bajo un control diferente, no me moví. Mateo, con dedos que temblaban ligeramente pero con determinación, encontró la cremallera lateral de mi falda. La bajó con un sonido áspero, luego desabrochó el botón y, agarrándola por la cintura, la tiró hacia abajo. La tela se deslizó por mis caderas y mis muslos hasta formar un círculo en el suelo.
Quedé expuesta. No llevaba bragas. Mi coño, completamente afeitado y ya empapado de mi propio deseo, quedó al descubierto ante la mirada ardiente de mis dos hijos. Solo llevaba las medias, sujetas con ligueros en la cintura. Las tiras de encaje negro subían por mis muslos, enmarcando pero no ocultando el centro mismo de mi intimidad.
—¡Mierda, Iker! ¡Mamá no lleva bragas! —exclamó Mateo, su voz un susurro de asombro y excitación—. ¡Mierda, se le ve la entrepierna mojada por el coño!
Antes de que pudiera reaccionar, cubrirme o decir algo, Iker me rodeó con su brazo libre, esta vez alrededor de mi cintura, y me levantó ligeramente del suelo, haciendo que mis pies salieran del círculo de tela de la falda. Fue entonces cuando Mateo, rápido como un rayo, agarró mis piernas por detrás de las rodillas y las separó ampliamente. No tenía forma de cerrarlas, de protegerme.
Y entonces, Mateo hundió su rostro entre mis muslos.
Su boca caliente se selló sobre mi sexo. No fue un beso tímido; fue una invasión total. Comenzó a lamer mi coño mojado con la misma avidez con la que había lamido mis pechos, como un niño devorando un helado, pero con una intención adulta y lasciva que me hizo gritar. Luego, concentró su atención en mi clítoris, chupándolo y jugando con la punta con su lengua, encontrando un ritmo que me hizo ver estrellas.
—¡Ooh, Mateo! —grité, un sonido gutural de placer puro que resonó en la habitación.
Detrás de mí, Iker me rodeó con ambos brazos ahora, sujetándome contra su cuerpo fuerte mientras yo temblaba en la tormenta de sensaciones. Se inclinó y susurró en mi oído, su voz un ronroneo de posesión y venganza dulce:
—Has estado lamiendo y chupando nuestras pollas; darte la vuelta es justo. Ahora vamos a lamer y chupar tu dulce y húmedo coño y clítoris.
Sus palabras, combinadas con la lengua experta y hambrienta de Mateo explorando cada pliegue de mi sexo, me hicieron perder por completo el sentido de la realidad. Ya no era una madre. Era simplemente una mujer, desnuda y vulnerable, siendo devorada por el deseo que ella misma había cultivado. Y en el corazón de la transgresión, encontré un placer tan profundo y prohibido que borró cualquier último vestigio de resistencia.
La lengua de Mateo se hundió en mí como si buscara algo perdido en lo más profundo de mi ser. No fue un lamido tímido o exploratorio; fue un asalto total, voraz, como si no hubiera un mañana. Lamió y chupó mi clítoris, ya pequeño y duro como un guisante de tanto deseo, y su lengua deleitó cada pliegue de mi coño caliente y empapado. Con Iker acariciándome las tetas, jugando con mis pezones entre sus dedos, y mi otro hijo comiéndome con un deleite salvaje y entusiasta, mi resistencia se desvaneció en segundos.
Cuando sentí que el orgasmo se acercaba, un tsunami imparable, apreté mis muslos alrededor de la cara de Mateo con fuerza instintiva. Apreté mi coño contra su lengua y su nariz, buscando más presión, más contacto.
—¡Iker, mamá se va a correr! —gritó Mateo, su voz ahogada por mi entrepierna—. ¡Joder, ahora quiero hacerle más sexo oral a mamá!
Fue la última chispa. Gemí y siseé, un sonido animal que no reconocí como mío, y luego llegué al clímax. Un grito largo, gutural y cargado de puro placer escapó de mis labios mientras una oleada de mi fluido vaginal cubría la lengua, la barbilla y los labios de mi hijo. Mateo no se detuvo; siguió lamiendo ávidamente, chupando mi clítoris con una fuerza renovada que prolongó las ondas del orgasmo, haciéndolas más intensas, más profundas. Nunca, en toda mi vida, un hombre me había dado tanto placer solo con la boca. Estaba segura de que el hecho de que fuera mi hijo, lleno de una lujuria joven y desinhibida, lo hacía aún más intenso, más transgresor.
Mientras me retorcía en la última sacudida, Iker me sostuvo firmemente, sus brazos fuertes evitando que mis rodillas, débiles por el placer, cedieran por completo. Luego comenzó a besarme el cuello con una pasión que igualaba la de su hermano. Nunca pensé que mis hijos pudieran darme un placer tan lujurioso y prohibido.
Mateo se levantó de entre mis piernas, su rostro brillante y empapado de mí. Comenzó a jugar con mis pezones, que aún estaban sensibles y duros, y luego se inclinó para besarme en los labios. Pude sentir mi propio sabor, dulce y salado, en toda su cara. La excitación que me produjo fue instantánea y feroz. Introduje mi lengua en su boca y nuestras lenguas bailaron juntas; saboreé cada ápice del sabor a coño que había impregnado la lengua de mi hijo.
Iker, emocionado, anunció:
—Me toca comerle el coño a mamá.
Supuse ingenuamente que simplemente cambiarían de sitio, que Mateo me sujetaría las manos por detrás y que Iker se arrodillaría a darme otra revolcada con la lengua. Me equivoqué de lleno.
Mateo me agarró las piernas; Iker me rodeó con sus brazos. En un movimiento coordinado y sorprendentemente fuerte, mis hijos me levantaron del suelo como si no pesara nada. Me llevaron al escritorio de Dante y me tumbaron sobre la fría superficie de madera. Mateo se acercó, se sentó en una de las sillas frente al escritorio y puso mis manos sobre mi cabeza, sujetándolas con una mano. Iker se movió, se sentó en mi silla de oficina y se acurrucó entre mis piernas, que colgaban del borde del escritorio. Mi trasero estaba justo al borde, dándole a mi hijo un acceso perfecto al coño de su madre.
—¡Muy bien, mamá! Ahora me toca lamerte el coño —declaró Iker, y sin más preámbulos, me separó los labios vaginales con los dedos y metió la lengua hasta el fondo.
¡Dios mío! Lo hizo con más pasión, más locura y más lujuria que su hermano. Se sentía increíble, una técnica diferente pero igual de devastadora. Mi deseo más profundo, vergonzoso y ardiente, era que Iker me comiera la vagina durante horas. Nunca esperé que mi hijo fuera tan bueno. Me tenía retorciéndome por todo el escritorio, arqueando la espalda y restregándole la cara con mi coño, buscando más.
Mateo se acercó y empezó a jugar con mis tetas, que se movían salvajemente con cada uno de mis espasmos de placer. Gemí y miré a mi hijo entre mis piernas.
—¡Oooh, Iker, no pares... por favor, no pares! —supliqué—. Eso es, sigue lamiendo el coño de tu mamá. Quiero que pruebes mi sabor. Sí, eso es; métete la lengua más adentro. ¡Fóllame con la lengua!
Cuanto más lo animaba, más salvaje se ponía. Me chupó y lamió hasta el punto de que casi me desmayé de tanto placer, ¡y ni siquiera había tenido otro orgasmo! Quería agarrar su cabeza, pasar mis dedos por su pelo y guiarlo, pero no podía, con Mateo sujetándome las manos. ¡Y Dios mío, me estaba volviendo loca!
Empecé a lamerme los labios, mirando a Mateo. Él se levantó, me sujetó las manos y los brazos con más firmeza, y luego, con su mano libre, se agarró la polla. ¡Estaba roja, brillante, y la punta de su pene estaba cubierta de una capa generosa de líquido preseminal!
Mateo tomó su polla y la pasó sobre mis labios, manchándomelos con su fluido. El sabor salado y único me hizo abrir la boca de par en par. Deslizó su miembro erecto dentro de mí, y comencé a lamer y chupar lo mejor que podía en mi posición. Mateo empezó a follarme la boca, agarrando mi cabeza con su mano libre. Me quedé allí tumbada, con la cabeza ladeada, permitiéndole deslizarla dentro y fuera de mi boca mientras seguía retorciéndome por las atenciones de Iker.
—Ay, sí, mamá, eso es. Sigue chupándome la polla —gimió Mateo—. Ay, joder, eres una buena mamadora, mamá. Seguro que querías chupárnosla todo el fin de semana, ¿verdad?
Yo solo gemí un "Ahám" ahogado, incapaz de hablar con la polla de mi hijo golpeándome la garganta. Su presemen estaba por toda mi lengua, mientras su hermano tenía la suya metida en mi coño caliente y húmedo. Cerré los ojos, abrumada por las sensaciones, y por un instante aterrador y excitante, imaginé esta escena si alguien, Dante, un vecino, hubiera entrado por la puerta en ese momento. Me habrían visto tirada en el escritorio, completamente desnuda. Habrían visto a mi hijo mayor sentado, devorando mi sexo. Luego me habrían visto a mí, Ariadna, su madre, exhibiendo mis tetas, mientras mi hijo menor me follaba la boca con una polla dura y brillante, sujetándome las manos y la cabeza para un mejor ángulo.
Después de un rato, Mateo sacó su polla de mi boca, jadeando. Agarró su erección, húmeda de líquido preseminal y mi saliva, y se la acarició solo un par de veces.
—¡Ay, sí, me voy a correr, mamá! ¡Trágate mi leche, puta! —gritó.
Su polla estalló en semen. Un primer chorro grueso, caliente y pegajoso me salpicó la mejilla. Luego la nariz. Otro me golpeó los labios; abrí la boca rápidamente mientras mi hijo vaciaba el resto de su semen en mi lengua y en mi rostro.
—¡Ay, sí, mamá, chúpalo! ¡Trágate mi semen! ¡Te ves de maravilla con la cara llena de semen! —gritaba mientras se masturbaba sobre mí.
Cuando terminó, tomó su polla aún dura y empezó a limpiarme la cara con ella, untando su semen por mis mejillas. Mientras lo hacía, tomaba gotas de su delicioso fluido y me las ofrecía a mi boca expectante. Lamí y chupé con alegría el semen de la polla de mi hijo, saboreando su esencia. Miré a Iker y vi que se acariciaba la polla con una mano mientras continuaba lamiéndome con devoción.
No pude aguantar más. Entre Mateo corriéndose en mi boca y saber que Iker se masturbaba mientras me lamía, un nuevo y aún más intenso orgasmo me arrancó de la realidad. Grité y gemí, un sonido largo y desgarrado de puro placer. Envolví mis piernas con fuerza alrededor de la cabeza de Iker, frotando mi coño contra su cara. Me retorcí salvajemente, arqueando la espalda una y otra vez, haciendo que mis pechos rebotaran de manera obscena.
Mateo no dejaba de gritar para animarnos.
—¡Sí, mamá, córrete en la cara de mi hermano! ¡Hazlo; dale tu dulce sabor! ¡Sigue haciendo que se corra Iker! ¡Lame su coño mojado y caliente! ¡Eso es! ¡Mira cómo se retuerce mamá; escúchala gemir de placer! ¡Nuestra mamá es una zorra!
Después de que los últimos espasmos se calmaran, solté la cabeza de Iker de mi férreo agarre. Él se levantó rápidamente de la silla; se estaba masturbando como un poseso, con movimientos frenéticos. De un salto, se subió al escritorio y, con un fuerte gemido gutural, ¡se corrió sobre mis tetas! Varios chorros espesos y calientes de su semen salpicaron mis pezones y areolas.

—¡Oh, joder, mamá... joder... sí, mírame correrme! ¡Me encanta correrme en tus tetas!
Iker se bajó del escritorio, y ambos hijos se acercaron. Mateo agarró una teta, Iker la otra, y me las acercaron a la boca.
—¡Anda, mamá, quiero verte lamer mi semen de tus grandes tetas! —ordenó Iker, su voz ronca de excitación.
Hice lo que mis hijos me pidieron con gusto, extendiendo la lengua para lamer las gotas blancas y cremosas de mi piel.
—Mmm, mi amor, está delicioso —dije en voz alta, mirándolos a los ojos—. Me encanta ser una puta zorra para ustedes.
Escuché a mis dos hijos gemir al unísono, emocionados al verme tan sumisa y entregada.
Mateo se giró hacia su hermano.
—Es tu turno —dijo, con un brillo conspirador en los ojos.

Iker me agarró las dos manos con fuerza, inmovilizándolas sobre el escritorio. Mateo volvió a acercarse a mi coño, pero esta vez no se sentó en la silla. Observé, con los ojos muy abiertos, cómo mi hijo se arrodillaba frente al escritorio y comenzaba a frotar su cara contra la parte interna de mis muslos, lamiendo la piel sensible. ¡No podía creerlo! ¿Cuántas veces más, en esta misma noche, me lamerían el coño mis hijos? Y la pregunta más aterradora y excitante de todas: ¿hasta dónde más llegaríamos?
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