El club "Forbidden Pulse" latía con jazz salvaje y lujuria prohibida, un antro subterráneo donde el humo denso se mezclaba con el aroma de sudor y deseo. Selena, mi señora, entró conmigo esa noche, su cuerpo envuelto en un vestido de seda roja que se adhería a sus curvas como una segunda piel, sus pezones endurecidos visibles bajo la tela fina, traicionando su excitación ya desbordante. Inmediatamente, un mandinga colosal la atrapó por la cintura, sus manos grandes y ásperas rasgando el vestido de un tirón, exponiendo sus tetas grandes y firmes, con pezones rosados hinchados de anticipación, y su coño depilado, ya chorreante de jugos calientes que corrían por sus muslos. "Te voy a reventar, puta blanca", gruñó él con acento africano profundo, mientras la empalaba contra la pared fría del club con su polla venosa y monstruosa, gruesa como un antebrazo, bombeando brutalmente, golpeando su cervix con cada embestida feroz hasta hacerla squirtear en chorros calientes y descontrolados que salpicaban el suelo, gritando "¡Fóllame más duro, bestia negra! ¡Destrúyeme el coño!"
Yo, María Jesús, temblaba de calor líquido entre mis piernas, mi falda corta ya empapada por mi propia excitación. Fui tomada por dos senegaleses musculosos y tatuados, sus cuerpos esculpidos como dioses de ébano reluciendo bajo las luces parpadeantes. Uno me levantó las piernas en el aire, abriéndome como una flor obscena, su lengua ancha y caliente lamiendo mi clítoris hinchado y palpitante, chupando mis labios vaginales con gula mientras sus dedos gruesos se hundían en mi coño empapado, frotando mi punto G hasta hacerme retorcer de placer agonizante. El otro metió su verga enorme y curvada en mi garganta, ahogándome en un río de saliva y pre-semen salado, follando mi boca con empujones salvajes que me hacían arcadas, lágrimas corriendo por mis mejillas mientras intentaba tragar su longitud imposible.
Alternaban sin piedad: uno taladrando mi coño empapado con embestidas feroces y rítmicas, su polla estirándome hasta el límite, golpeando profundo y haciendo que mis paredes internas se contrajeran en espasmos; el otro reventando mi culo virgen por primera vez, lubricado solo con mi saliva, estirándome con un dolor exquisito que se transformaba en éxtasis puro, sus bolas pesadas golpeando contra mis nalgas con cada penetración brutal. Gemí como una puta en celo, mis orgasmos violentos sacudiéndome el cuerpo entero, ondas de placer irradiando desde mi centro hasta las puntas de mis dedos, semen caliente y espeso llenándome la boca, el coño y el ano en chorros pulsantes que desbordaban y goteaban por mis muslos temblorosos.
Selena, exhausta pero insaciable, se unió al caos infernal, convirtiéndolo en un cuarteto de lujuria desatada. Se arrodilló entre mis piernas abiertas, su lengua experta lamiendo el semen que chorreaba de mi coño mientras uno de los senegaleses la follaba por detrás, su polla gigante alternando entre su culo y el mío en un vaivén frenético. Besos húmedos y desesperados se intercambiaban, lenguas explorando bocas, culos y coños dilatados; pollas doble penetrando mis orificios inferiores al mismo tiempo, estirándome hasta el punto de ruptura, un fisting mutuo donde sus dedos se hundían en mi coño empapado y yo en el suyo, frotando paredes internas resbaladizas. Sudor pegajoso cubría nuestros cuerpos, mezclado con orina de placer incontrolable que salpicaba en chorros durante orgasmos intensos, mordidas sangrientas en cuellos y tetas dejando marcas rojas, uñas clavadas en espaldas musculosas dibujando surcos de pasión.
El jazz ahogaba nuestros gritos y gemidos, el club entero un mar de cuerpos entrelazados en orgías prohibidas, matrimonios ricos observando con envidia mientras sus esposas eran devoradas por mandingas y senegaleses incansables. Al amanecer, exhaustas y cubiertas de fluidos pegajosos —semen, jugos vaginales, sudor y saliva—, Selena y yo nos arrastramos fuera del club, jurando en susurros roncos noches aún más extremas en clubes vetados, nuestros cuerpos marcados por el placer salvaje, anhelando ya el próximo encuentro con aquellos amantes de ébano que nos hacían sentir vivas como nunca.
Yo, María Jesús, temblaba de calor líquido entre mis piernas, mi falda corta ya empapada por mi propia excitación. Fui tomada por dos senegaleses musculosos y tatuados, sus cuerpos esculpidos como dioses de ébano reluciendo bajo las luces parpadeantes. Uno me levantó las piernas en el aire, abriéndome como una flor obscena, su lengua ancha y caliente lamiendo mi clítoris hinchado y palpitante, chupando mis labios vaginales con gula mientras sus dedos gruesos se hundían en mi coño empapado, frotando mi punto G hasta hacerme retorcer de placer agonizante. El otro metió su verga enorme y curvada en mi garganta, ahogándome en un río de saliva y pre-semen salado, follando mi boca con empujones salvajes que me hacían arcadas, lágrimas corriendo por mis mejillas mientras intentaba tragar su longitud imposible.
Alternaban sin piedad: uno taladrando mi coño empapado con embestidas feroces y rítmicas, su polla estirándome hasta el límite, golpeando profundo y haciendo que mis paredes internas se contrajeran en espasmos; el otro reventando mi culo virgen por primera vez, lubricado solo con mi saliva, estirándome con un dolor exquisito que se transformaba en éxtasis puro, sus bolas pesadas golpeando contra mis nalgas con cada penetración brutal. Gemí como una puta en celo, mis orgasmos violentos sacudiéndome el cuerpo entero, ondas de placer irradiando desde mi centro hasta las puntas de mis dedos, semen caliente y espeso llenándome la boca, el coño y el ano en chorros pulsantes que desbordaban y goteaban por mis muslos temblorosos.
Selena, exhausta pero insaciable, se unió al caos infernal, convirtiéndolo en un cuarteto de lujuria desatada. Se arrodilló entre mis piernas abiertas, su lengua experta lamiendo el semen que chorreaba de mi coño mientras uno de los senegaleses la follaba por detrás, su polla gigante alternando entre su culo y el mío en un vaivén frenético. Besos húmedos y desesperados se intercambiaban, lenguas explorando bocas, culos y coños dilatados; pollas doble penetrando mis orificios inferiores al mismo tiempo, estirándome hasta el punto de ruptura, un fisting mutuo donde sus dedos se hundían en mi coño empapado y yo en el suyo, frotando paredes internas resbaladizas. Sudor pegajoso cubría nuestros cuerpos, mezclado con orina de placer incontrolable que salpicaba en chorros durante orgasmos intensos, mordidas sangrientas en cuellos y tetas dejando marcas rojas, uñas clavadas en espaldas musculosas dibujando surcos de pasión.
El jazz ahogaba nuestros gritos y gemidos, el club entero un mar de cuerpos entrelazados en orgías prohibidas, matrimonios ricos observando con envidia mientras sus esposas eran devoradas por mandingas y senegaleses incansables. Al amanecer, exhaustas y cubiertas de fluidos pegajosos —semen, jugos vaginales, sudor y saliva—, Selena y yo nos arrastramos fuera del club, jurando en susurros roncos noches aún más extremas en clubes vetados, nuestros cuerpos marcados por el placer salvaje, anhelando ya el próximo encuentro con aquellos amantes de ébano que nos hacían sentir vivas como nunca.
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