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El callejón oscuro

Laura tenía 35 años, un cuerpo que todavía hacía girar cabezas y una curiosidad que le quemaba por dentro. Su amiga Marta, después de unas copas de más, le había soltado la bomba una noche: “Nena, si quieres saber lo que es una verga de verdad, ve a los callejones detrás del puerto viejo un viernes por la noche. Allí siempre hay un grupo de morenos altos, fuertes… y dotados como caballos. Te lo juro, no exagero.”
Laura se rió entonces, pero la idea se le clavó como una astilla. Durante semanas no pudo sacársela de la cabeza. Se masturbaba pensando en eso: varios hombres negros, sudorosos, rudos, con pollas gruesas y largas que la partieran por la mitad. Hasta que un viernes se plantó un vestido corto negro, sin bragas, sin sujetador, tacones altos y se fue sola al callejón que Marta le había marcado en el mapa.
Apenas dio diez pasos entre las sombras cuando los oyó: risas graves, botellas chocando, olor a humo y a hombre. Cinco. Eran cinco. Altos, musculosos, piel oscura brillando bajo la única farola rota. La vieron llegar y se callaron de golpe, como lobos que huelen carne fresca.
—Ey, blanca… ¿te perdiste? —dijo el más grande, con una sonrisa que enseñaba dientes blancos.
Laura fingió miedo, se abrazó los hombros, dio un paso atrás.
—No… por favor… solo pasaba…
Pero su coño ya estaba empapado. Los cinco se acercaron, la rodearon. Uno le agarró el pelo, otro le levantó el vestido por detrás y soltó un gruñido al ver que iba desnuda debajo.
—Mira esto, hermanos… la puta vino servida.
La empujaron contra la pared fría. Le arrancaron el vestido de un tirón. Laura soltó un gemido que sonó a súplica, pero sus caderas se movieron solas hacia adelante, buscando.
El primero se bajó la cremallera y sacó una polla que le hizo abrir los ojos como platos: gruesa, venosa, negra como el ébano, tan larga que le llegaba casi al ombligo. Se la metió en la boca sin pedir permiso, hasta la garganta. Laura se ahogó, babeó, pero abrió más, ansiosa.
Los otros no esperaron. Uno le levantó una pierna y le clavó su verga de un solo empujón. Era enorme, le estiró el coño hasta doler de la mejor forma posible. Otro se puso detrás y, sin avisar, le metió dos dedos en el culo antes de cambiarlos por su polla lubricada solo con saliva. Laura gritó alrededor de la que tenía en la boca, pero era un grito de placer puro.
La usaron como querían. La ponían de rodillas y le llenaban la cara de pollas, le daban cachetadas con ellas, le escupían encima. La levantaban en peso entre dos y la follaban a la vez, una en el coño y otra el culo, mientras un tercero le metía los dedos en la boca. Se corrió tres veces antes de que el primero se vaciara dentro de ella, caliente, espeso, tanto que le chorreaba por los muslos.
—Esta blanca es una puta de campeonato —dijo uno, riendo, mientras le metía la polla hasta el fondo otra vez.
Laura solo podía jadear, temblar, pedir más con los ojos. Cuando el último se corrió en su cara, estaba cubierta de semen, el pelo pegado, las piernas que no la sostenían. Se dejó caer de rodillas, exhausta, feliz.
Uno de ellos le pasó un cigarro encendido. Ella lo tomó con dedos temblorosos, dio una calada y sonrió, con la voz rota:
—Decidle a Marta… que tenía toda la razón.
Se rieron todos. La ayudaron a levantarse, le dieron una camiseta vieja para que se cubriera. Y Laura se fue caminando despacio, con el coño y el culo palpitando, el sabor de cinco pollas negras todavía en la boca, sabiendo que volvería el próximo viernes.
Y el otro.
Y el otro.

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