Volvía temprano del trabajo.En la oficina nos habían dado la mitad del día libre y me dirigíaemocionado a casa, con una gran caja de pizza, una bolsa de friturasy una soda. Mi mujer, Jeisel, jamás se resistía a estas cosas, y mipequeño Sebastián amaba las tardes de películas en familia. Crucéla puerta y todo estaba muy tranquilo. Miré el reloj: eran alrededor de las dos de la tarde. Al fondo se escuchaba el agua cayendode la regadera, alguien se estaría dando una ducha. La sala estabavacía, mi hijo no se encontraba en su habitación y, a medida queavanzaba, la voz de mi mujer se esclarecía:
—¿Por qué siempre tienesque volver a casa con las piernas enlodadas?
Entonces comprendí lo quepasaba. Dejé las cosas en la cocina, me tomó un momento deshacermede mis zapatos, mi saco y mi corbata y, de pronto, afloró en miinterior la morbosa idea de contemplar la escena en que mi mujeraseaba a regañadientes a mi hijo. Observar a mi familia haciendocosas nimias era lo que, al final, levantaba mi orgullo como padre.
Llegué hasta la puerta delbaño, que estaba abierta, y entré. Mi mujer y mi hijo seencontraban más allá, al otro lado de la mampara translucida. Sehallaban a buena distancia, pero las siluetas todavía eranreconocibles. Mi esposa, robusta como era, se encontraba arrodilladafrente a él, reprendiéndolo y lavándole los pies. El niñopermanecía quieto y sostenía algo en las manos a la altura de supecho, seguramente un juguete.
—¿Por qué no solo tesientas con tus amigos, ven una película o comen un helado? ¿Porqué se empeñan tanto en revolcarse en el barro? ¿Acaso lo hacen apropósito?
Por la mitad del cuerpo de mihijo sobresalía un bulto alargado, que flotaba sobre la cabeza de sumadre. Si no fuera solo un niño, cualquier diría que eso era…Esbocé una sonrisa pícara y comencé a acercarme lentamente,asegurándome de que mis pasos no se oyeran. No sabía cuál era mipropósito; solo planeaba deslizar la puerta corrediza y asomarme unpoco, sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Solía hacer eso amenudo. No lo de espiar a nadie en el baño, sino lo de contemplar ami familia cuando se encontraba sola. Era un pasatiempo sin sentidoque invariablemente me llenaba de alegría. Jeisel dijo:
—Seis años es la edad enque un niño empieza a ducharse solo. Deberías observar y aprendercómo se hace, muchachito.
Estaba a un paso de distanciade cumplir mi cometido, cuando mi mujer se levantó. No entiendo cómotuve tiempo de ocultarme.
—Bien, hemos terminado. Note muevas, iré a por una toalla.
Me encontraba debajo dellavabo, que había sido diseñado como una especie de mesa deconcreto cubierta a los costados. Sentí los vientos de mi mujer alcaminar, y pensé que quizá con un poco más de empeño me hubieradescubierto. No le tomó ni un minuto regresar. Cuando lo consideréprudente, asomé la cabeza incómodamente desde mi posición debajodel lavabo, y lo que contemplé a continuación me heló la sangre.
La puerta estabacompletamente corrida. Ahora podía verlo todo. Ambos mantenían lamisma posición de hace rato: mi hijo se encontraba absorto en unmuñeco de acción que tenía en las manos, cuyas bocinas internasagonizaban debido al agua asesina de la regadera. Fruncía las cejasintentando comprender dicho proceso de descomposición. Su mejillasestaban rosadas, su cabello se pegaba a sus orejas, parpadeabavelozmente y, en efecto, aquel bulto alargado era su pene. Si tuvieraque adivinar, diría que medía veinte centímetros. Eraperfectamente cilíndrico, recto y yacía completamente horizontal,como si la fuerza de la gravedad no tuviera efecto sobre él. Corríanvenas por todas partes, la cabeza reflejaba la luz de la lampara dearriba y lo peor de todo era que mi mujer se encontraba debajo desemejante monstruosidad, apenas separada por unos pocos centímetros,serena, indiferente y con una ligera molestia en el semblante. Seencontraba tallándole las espinillas a mi hijo con la toalla.
¿Qué demonios sucedíaaquí? Era absurdo, estúpido, bizarro. ¿Cómo un niño de esa edadiba a poseer un pene así? ¿Estaba enfermo? ¿Tenía una condición?Definitivamente tendría una condición. Algo de eso había leído enalguna parte, pero no recuerdo el nombre. Carajo, si era eso, ¿porqué apenas me estaba enterando? Todo en mi interior daba vueltas, yno sabía si reírme, alarmarme o llorar. Al final me quedécongelado, contemplando la escena con grandísima incredulidad. Miesposa ya secaba sus delgados muslos, entonces mi hijo por fin abrióla boca:
—Mami, ¿crees que podamospedir algo pizza esta noche con papá?
Ella parecía aferrada enhacerle entender algo que todavía no le había quedado claro. Pasabapor alto toda esta extraña situación, que seguramente para ella eranormal, y en sus pensamiento solo rondaba la idea de que su hijocomenzara a cooperar. Entonces, aligeró el semblante y dijo:
—Hagamos una cosa, cielo.Si de ahora en adelante tratas de llegar a casa menos sucio,pediremos pizza todas las noches. De lo contrario, solo almorzarás,comerás y cenaras frutas y verduras.
—¡No, mami, frutas yverduras no!
—Entonces, ya lo sabes.
Finalmente la bendita toallallegó a la altura de la entrepierna, dio un giro inesperado ycomenzó a tallar su trasero. El rostro de mi mujer quedó casipegado a aquel miembro gigante. Sus ojos se habían fijado en élirremediablemente pero a ella no parecía inquietarle. Permanecíaseria y ajena a la situación. Seguramente le quedaba mucho por hacerdurante la tarde, y era muy probable que la tarea que se encontrabaejecutando llevara ya un par de años practicándola. ¿Estaba mal loque Jeisel hacía? No, desde luego. Aunque encontré bastanteturbulento que se me estuviera ocultando todo esto.
Tuve un momento de aliviocuando mi mujer se levantó y terminó de secarle el pecho, laespalda y el cabello. Parecía que esta aberración iba a terminar,cuando repentinamente mi mujer se arrodilló a sus espaldas, y conuna mano comenzó a secar la única zona que le hacía falta. Mihijo, mi pobre Sebastián, despertó de su ensoñación con el muñecode acción y levantó la vista al frente.
—Tranquilo, cielo. Solo vaa tomarme unos segundos.
Jeisel, mirando hacia eltecho, con algo de tedio, tallaba el miembro de mi hijo con empeño,mientras él procuraba aguantarse las ganas de gritar o de, ¡oh,dios mío!, emitir algún gemido. Claramente el chico no entendíanada, pero eso no evitaba que esbozara muecas grotescas. Ella, encambio, permanecía imperturbable como siempre.
En un abrir y cerrar de ojos,mi esposa ya había vestido con ropa liviana a mi hijo y, durante elproceso, su erección había cesado. Según me percaté, su penevolvió a ser el de un niño de su edad y, al menos de momento, mifamilia volvió a ser normal.
Continuará...
—¿Por qué siempre tienesque volver a casa con las piernas enlodadas?
Entonces comprendí lo quepasaba. Dejé las cosas en la cocina, me tomó un momento deshacermede mis zapatos, mi saco y mi corbata y, de pronto, afloró en miinterior la morbosa idea de contemplar la escena en que mi mujeraseaba a regañadientes a mi hijo. Observar a mi familia haciendocosas nimias era lo que, al final, levantaba mi orgullo como padre.
Llegué hasta la puerta delbaño, que estaba abierta, y entré. Mi mujer y mi hijo seencontraban más allá, al otro lado de la mampara translucida. Sehallaban a buena distancia, pero las siluetas todavía eranreconocibles. Mi esposa, robusta como era, se encontraba arrodilladafrente a él, reprendiéndolo y lavándole los pies. El niñopermanecía quieto y sostenía algo en las manos a la altura de supecho, seguramente un juguete.
—¿Por qué no solo tesientas con tus amigos, ven una película o comen un helado? ¿Porqué se empeñan tanto en revolcarse en el barro? ¿Acaso lo hacen apropósito?
Por la mitad del cuerpo de mihijo sobresalía un bulto alargado, que flotaba sobre la cabeza de sumadre. Si no fuera solo un niño, cualquier diría que eso era…Esbocé una sonrisa pícara y comencé a acercarme lentamente,asegurándome de que mis pasos no se oyeran. No sabía cuál era mipropósito; solo planeaba deslizar la puerta corrediza y asomarme unpoco, sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Solía hacer eso amenudo. No lo de espiar a nadie en el baño, sino lo de contemplar ami familia cuando se encontraba sola. Era un pasatiempo sin sentidoque invariablemente me llenaba de alegría. Jeisel dijo:
—Seis años es la edad enque un niño empieza a ducharse solo. Deberías observar y aprendercómo se hace, muchachito.
Estaba a un paso de distanciade cumplir mi cometido, cuando mi mujer se levantó. No entiendo cómotuve tiempo de ocultarme.
—Bien, hemos terminado. Note muevas, iré a por una toalla.
Me encontraba debajo dellavabo, que había sido diseñado como una especie de mesa deconcreto cubierta a los costados. Sentí los vientos de mi mujer alcaminar, y pensé que quizá con un poco más de empeño me hubieradescubierto. No le tomó ni un minuto regresar. Cuando lo consideréprudente, asomé la cabeza incómodamente desde mi posición debajodel lavabo, y lo que contemplé a continuación me heló la sangre.
La puerta estabacompletamente corrida. Ahora podía verlo todo. Ambos mantenían lamisma posición de hace rato: mi hijo se encontraba absorto en unmuñeco de acción que tenía en las manos, cuyas bocinas internasagonizaban debido al agua asesina de la regadera. Fruncía las cejasintentando comprender dicho proceso de descomposición. Su mejillasestaban rosadas, su cabello se pegaba a sus orejas, parpadeabavelozmente y, en efecto, aquel bulto alargado era su pene. Si tuvieraque adivinar, diría que medía veinte centímetros. Eraperfectamente cilíndrico, recto y yacía completamente horizontal,como si la fuerza de la gravedad no tuviera efecto sobre él. Corríanvenas por todas partes, la cabeza reflejaba la luz de la lampara dearriba y lo peor de todo era que mi mujer se encontraba debajo desemejante monstruosidad, apenas separada por unos pocos centímetros,serena, indiferente y con una ligera molestia en el semblante. Seencontraba tallándole las espinillas a mi hijo con la toalla.
¿Qué demonios sucedíaaquí? Era absurdo, estúpido, bizarro. ¿Cómo un niño de esa edadiba a poseer un pene así? ¿Estaba enfermo? ¿Tenía una condición?Definitivamente tendría una condición. Algo de eso había leído enalguna parte, pero no recuerdo el nombre. Carajo, si era eso, ¿porqué apenas me estaba enterando? Todo en mi interior daba vueltas, yno sabía si reírme, alarmarme o llorar. Al final me quedécongelado, contemplando la escena con grandísima incredulidad. Miesposa ya secaba sus delgados muslos, entonces mi hijo por fin abrióla boca:
—Mami, ¿crees que podamospedir algo pizza esta noche con papá?
Ella parecía aferrada enhacerle entender algo que todavía no le había quedado claro. Pasabapor alto toda esta extraña situación, que seguramente para ella eranormal, y en sus pensamiento solo rondaba la idea de que su hijocomenzara a cooperar. Entonces, aligeró el semblante y dijo:
—Hagamos una cosa, cielo.Si de ahora en adelante tratas de llegar a casa menos sucio,pediremos pizza todas las noches. De lo contrario, solo almorzarás,comerás y cenaras frutas y verduras.
—¡No, mami, frutas yverduras no!
—Entonces, ya lo sabes.
Finalmente la bendita toallallegó a la altura de la entrepierna, dio un giro inesperado ycomenzó a tallar su trasero. El rostro de mi mujer quedó casipegado a aquel miembro gigante. Sus ojos se habían fijado en élirremediablemente pero a ella no parecía inquietarle. Permanecíaseria y ajena a la situación. Seguramente le quedaba mucho por hacerdurante la tarde, y era muy probable que la tarea que se encontrabaejecutando llevara ya un par de años practicándola. ¿Estaba mal loque Jeisel hacía? No, desde luego. Aunque encontré bastanteturbulento que se me estuviera ocultando todo esto.
Tuve un momento de aliviocuando mi mujer se levantó y terminó de secarle el pecho, laespalda y el cabello. Parecía que esta aberración iba a terminar,cuando repentinamente mi mujer se arrodilló a sus espaldas, y conuna mano comenzó a secar la única zona que le hacía falta. Mihijo, mi pobre Sebastián, despertó de su ensoñación con el muñecode acción y levantó la vista al frente.
—Tranquilo, cielo. Solo vaa tomarme unos segundos.
Jeisel, mirando hacia eltecho, con algo de tedio, tallaba el miembro de mi hijo con empeño,mientras él procuraba aguantarse las ganas de gritar o de, ¡oh,dios mío!, emitir algún gemido. Claramente el chico no entendíanada, pero eso no evitaba que esbozara muecas grotescas. Ella, encambio, permanecía imperturbable como siempre.
En un abrir y cerrar de ojos,mi esposa ya había vestido con ropa liviana a mi hijo y, durante elproceso, su erección había cesado. Según me percaté, su penevolvió a ser el de un niño de su edad y, al menos de momento, mifamilia volvió a ser normal.
Continuará...
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