
La vieja casona de Doña Rosa tenía fama de ser tranquila… hasta que llegó él.
Su nombre era Marco, un joven de 27 años, espalda ancha, mirada profunda y una sonrisa que encendía suspiros sin proponérselo. Venía de otra ciudad y solo buscaba un cuarto barato mientras conseguía trabajo. Pero en cuanto puso un pie en la posada, las inquilinas sintieron algo que no pasaba hacía mucho: un calorcito subiendo por el cuerpo.
La casa tenía un patio central y un pasillo largo donde estaban las habitaciones. Las duchas eran comunitarias, con paredes viejas y vapor que siempre dejaba un olor a jabón barato. Esa tarde, mientras Marco se bañaba, no imaginaba que lo observaban.
Carla, una de las inquilinas más atrevidas, entró descalza para lavarse la cara. El sonido del agua y el vapor le dieron curiosidad. La cortina de la ducha de Marco estaba mal corrida, dejando una rendija que dejaba ver su silueta.
Ella se acercó sin hacer ruido… y lo vio.
Marco estaba de espaldas, el agua resbalando por sus hombros musculosos. Cuando se giró para enjabonarse el pecho, Carla quedó paralizada. Sus ojos bajaron instintivamente… y casi se le escapó un gemido. Su dotación era tan generosa que por un segundo pensó que estaba soñando. Colgaba gruesa, pesada, palpitante bajo el agua caliente, como si desafiara toda proporción normal.
La boca de Carla se abrió, el pulso le golpeaba en las sienes. Se mordió el labio, imaginando cómo se sentiría tener eso dentro. Marco, ajeno a la mirada, seguía frotándose lentamente, la mano deslizándose desde el abdomen hasta la base de su virilidad para luego recorrerla con calma, asegurándose de limpiarse bien. Ese simple gesto hizo que Carla sintiera un calor insoportable entre las piernas.
El vapor envolvía la escena como si fuera un secreto húmedo.
Carla respiró hondo, el corazón golpeándole en el pecho. Con una sonrisa traviesa, corrió la cortina de un tirón. Marco se sobresaltó, pero no tuvo tiempo de cubrirse; allí estaba ella, con el cabello suelto, la blusa entreabierta y una mirada que ardía.
—Vine… a darte la bienvenida —susurró, dando un paso dentro, cerrando la cortina tras ella.
El vapor la envolvió y el aroma a jabón y piel mojada la mareó, se arrodilló frente a él, sintiendo el agua caliente caerle sobre la espalda.
Sus manos lo tomaron su pija con decisión, sintiendo el peso y el calor palpitante en sus dedos. Lo miró a los ojos antes de deslizar la lengua lenta desde la base hasta la punta, saboreando la mezcla de agua y deseo.
Marco dejó escapar un gruñido grave, apoyándose contra la pared. Carla lo tomó entero en la boca, profundo, sintiendo cómo se hinchaba más entre sus labios. Su lengua lo acariciaba mientras su mano marcaba el ritmo, succionando con ansias, provocando gemidos bajos que se mezclaban con el ruido del agua.
—Mmm… —murmuró ella, relamiéndose antes de levantarse y pegar su cuerpo al suyo. La blusa empapada se volvió transparente, revelando sus pezones duros. Marco, excitado al límite, la sujetó de la cintura y ella se subió a él, enredando las piernas en su espalda.

Él la sostuvo fuerte mientras ella guiaba su pija a su concha, hundiéndose de golpe en su interior caliente y estrecho. Carla arqueó la espalda, gimiendo ahogado contra su cuello.
—Dios… así… —susurró, moviéndose con un vaivén urgente, cada embestida más profunda, el agua chorreando sobre sus cuerpos pegados.
Marco la empujaba contra la pared, sus manos apretando sus nalgas, sus labios mordiéndole el cuello. El sonido húmedo de sus cuerpos chocando llenaba el reducido espacio, mientras Carla cabalgaba sin freno, sintiendo que cada golpe la llevaba más cerca del límite.
Cada embestida de Marco era más fuerte, más profunda, como si quisiera marcarla desde dentro. Carla gemía contra su oído, con la voz rota por el placer, aferrándose a sus hombros para no perder el ritmo. El calor del agua y el de sus cuerpos se mezclaban, haciendo que todo se sintiera más urgente, más prohibido.
—¡Así… sí…! —jadeó ella, apretando las piernas contra su cintura.
Marco aceleró, empujándola contra la pared, penetrándola con fuerza, sintiendo cómo ella se estremecía y se apretaba alrededor de él. Sus uñas le arañaban la espalda, su respiración era un torrente desesperado.
Carla tembló, gimiendo alto, un orgasmo intenso recorriéndole el cuerpo entero, contrayéndola contra él mientras su interior lo exprimía. Marco, llevado al límite por esas contracciones y por la imagen de ella mordiéndose el labio, soltó un gruñido grave y descargó dentro de ella con embestidas profundas y lentas, llenándola hasta que ambos quedaron sin aire.
El agua siguió cayendo, amortiguando el sonido de sus respiraciones agitadas. Carla apoyó la frente en su hombro, sonriendo con malicia.
—Bienvenido a la posada… —susurró, besándole el cuello antes de bajarse lentamente, sintiendo cómo el calor de él se escapaba de su interior.
Se acomodó la blusa empapada y, antes de salir, lo miró por encima del hombro con esa sonrisa peligrosa.
—Esta noche… dejaré mi puerta abierta —dijo, y se fue con el andar de quien sabe que ha dejado a un hombre pensando en ella todo el día.
Marco se quedó solo bajo el agua, recuperando el aliento, sabiendo que la verdadera bienvenida apenas había comenzado.

La noche cayó sobre la posada de Doña Rosa. El pasillo estaba en silencio, apenas iluminado por la luz amarillenta de una bombilla colgando. Marco salió de su cuarto en silencio, con una toalla anudada a la cintura. Sus pasos eran firmes, pero su pecho latía rápido; toda la tarde había recordado el cuerpo empapado de Carla, sus labios, la sensación de apretarlo dentro de ella.
Cuando llegó a su puerta, la encontró tal como lo había prometido: entreabierta, dejando escapar un tenue aroma a perfume dulce y peligroso. La empujó despacio y la vio allí, recostada en la cama, con un camisón corto de seda que dejaba al descubierto más piel de la que cubría.
—Sabía que vendrías —sonrió ella, mordiéndose el labio.
Marco cerró la puerta sin decir palabra y se acercó. Carla se arrodilló sobre la cama, acercándose a él, y con un solo tirón le quitó la toalla. Le tomó la pija con la mano, acariciándolo con movimientos lentos, sintiendo cómo se endurecía con rapidez. Sus labios lo envolvieron sin prisa, succionando profundo, mirándolo a los ojos mientras su lengua jugaba con cada centímetro.
Marco la tomó del cabello y la guió, gimiendo bajo. Cuando no pudo más, la empujó suavemente hacia atrás, dejando que quedara boca arriba. De un tirón, apartó el camisón, revelando su cuerpo desnudo y húmedo de anticipación.

Se inclinó sobre ella, besándole el cuello, bajando por sus tetas, lamiendo hasta llegar a su concha. Carla arqueó la espalda cuando su lengua la tocó, gimiendo fuerte, aferrándose a las sábanas. Marco la devoró con avidez, chupando y moviendo la lengua hasta que sintió cómo sus caderas se agitaban descontroladas.
—Quiero que me cojas… —jadeó ella, temblando.
Él la penetró su concha de una sola estocada, hundiéndose hasta el fondo. Sus gemidos llenaron la habitación, el ritmo era duro, rápido, con el colchón golpeando contra la pared. Marco la tomó de las muñecas, inmovilizándola, mientras la embestía con fuerza.
Carla se retorcía bajo él, sus piernas lo apretaban con desesperación. El orgasmo la alcanzó de golpe, haciéndola gritar. Marco, sintiendo cómo se estremecía, se dejó llevar, descargando dentro de ella con embestidas profundas hasta quedar sin aliento.
Quedaron tendidos, sudorosos, con el cuerpo aún temblando. Carla sonrió y le acarició el pecho.
—Esto… va a ser nuestro secreto… pero no va a ser la última vez —dijo, antes de morderle suavemente el labio.

A la mañana siguiente, Marco bajaba las escaleras para ir a la cocina, todavía con la mente atrapada en lo ocurrido la noche anterior. No esperaba que, en el pasillo, se cruzara con Verónica, una de las inquilinas más llamativas de la posada: piel morena, curvas generosas y un escote que siempre parecía a punto de reventar sus blusas.
—Buenos días, guapo —dijo ella con una sonrisa lenta, mirando descaradamente hacia su entrepierna.
—Buenos… —respondió Marco, intentando disimular, pero sintiendo el calor en su nuca.
Verónica se acercó hasta casi rozarlo.
—Escuché… ciertos ruidos anoche. —Su voz era baja, provocadora—. Me preguntaba si ibas a invitarme a… comprobar por mí misma.
Sin darle tiempo a contestar, lo tomó de la mano y lo llevó a su habitación, cerrando la puerta con pestillo. Apenas estuvieron solos, se arrodilló frente a él, abriendo su pantalón y liberando su erección. Sus ojos se abrieron con picardía.
—Mmm… vaya, no estaban exagerando… —susurró, antes de inclinarse y atraparlo entre sus labios.
Su boca era cálida y húmeda, su lengua recorría cada centímetro con maestría. Luego, sin dejar de mirarlo, juntó sus tetas alrededor de su pija, atrapándolo en un canal suave y apretado. Comenzó a moverlos arriba y abajo, rozándolo con sus pezones duros, mientras lo mantenía lubricado con su saliva. Marco gimió, sus manos aferradas a esa carne suave y cálida, hundiendo el rostro en su escote y mordiendo suavemente cada uno de sus pezones.
—Mmm… así… muérdeme —jadeó ella, arqueando la espalda.

Marco la hizo recostarse y bajó lentamente por su abdomen hasta su vagina, abriendo sus muslos generosos. Su lengua la encontró húmeda y lista, lamiendo con movimientos firmes que la hicieron soltar un gemido ronco. La sujetó de las caderas y la devoró con ansias, sintiendo cómo su cuerpo se retorcía bajo él.
—¡Cogeme ya! —gritó Verónica, con la voz entrecortada.
Marco no la hizo esperar. La colocó sobre él y ella se hundió de golpe, dejando escapar un gemido de placer puro. Comenzó a cabalgar su pija con fuerza, sus tetas rebotando frente a su rostro. Él las tomó con ambas manos, chupando una y luego la otra , mientras ella aceleraba el ritmo, golpeando sus caderas contra las de él hasta que ambos estuvieron al borde.
Verónica llegó primero, gritando y apretándolo con fuerza dentro de ella, provocando que Marco descargara con un gruñido grave, sujetándola fuerte contra su cuerpo.
Quedaron jadeando, su piel cubierta de sudor. Verónica sonrió maliciosa.
—Creo que… voy a pedirte otra sesión muy pronto.

Esa misma semana, Marco se topó con Lorena, una mujer de mirada felina y curvas provocadoras que no se molestaba en ocultar sus intenciones. Había escuchado los rumores sobre él y no pensaba quedarse fuera del juego.
Una tarde, cuando Marco regresaba de hacer unas compras, Lorena lo interceptó en el pasillo, lo empujó contra la pared y le susurró al oído:
—Quiero probar lo que todas dicen… ahora.
Lo arrastró a su cuarto y cerró con llave. Sin perder tiempo, se arrodilló y abrió su pantalón, liberando su pija. Su lengua empezó a recorrerlo lentamente, desde la base hasta la punta, antes de engullirlo entero, profundo, haciéndolo gruñir. Su mano marcaba el ritmo, mientras la otra acariciaba sus propios pechos, encendiéndose más con cada segundo.
—Mmm… me encanta —dijo con voz ronca, chupando con fuerza hasta que estaba duro como piedra.
Lorena se subió a la cama y se colocó sobre él, guiando su pija a su concha con una mano. Se hundió de golpe, soltando un gemido largo y grave. Comenzó a cabalgarlo con movimientos circulares, sus tetas balanceándose frente a él, mientras Marco la sujetaba fuerte de las caderas, empujando desde abajo.

—Más… más fuerte —jadeó, inclinándose para besarlo, su lengua invadiendo su boca.
De pronto, Lorena se bajó, lo lubricó con su propia humedad y, sin apartar la vista de él, se giró para colocarse sobre sus rodillas. Abrió su trasero con las manos y lo guió lentamente hacia su culo. Marco empujó con cuidado al principio, sintiendo cómo ella lo recibía con un gemido ahogado.
—Sí… así… todo… —gimió, apretando los dientes mientras lo sentía entrar por completo.
Marco comenzó a embestirla, sujetándola de la cintura, cada golpe más profundo y firme. Lorena gritaba de placer, moviéndose contra él, disfrutando de la invasión intensa. El sonido húmedo y el choque de sus cuerpos llenaban la habitación, hasta que ella se arqueó con un orgasmo explosivo, apretándolo con fuerza.
Él la sostuvo y aceleró hasta derramarse dentro, jadeando fuerte, sin dejar de apretarla contra su cuerpo.
Lorena se dejó caer sobre la cama, sudorosa y sonriendo con malicia.
—Ahora sí entiendo por qué todas se vuelven locas… pero que sepan que este agujero… es solo tuyo.

Doña Rosa llevaba días escuchando murmullos, risas cómplices y puertas cerrándose a deshora.
No era tonta: sabía perfectamente que Marco era el culpable del ambiente cargado de deseo que se respiraba en la casa. Y aunque era una mujer madura, todavía tenía un fuego interno que no se apagaba.
Una noche, cuando todo estaba en silencio, tocó suavemente la puerta del cuarto de Marco.
—Soy yo… abre —dijo con voz baja pero firme.
Marco abrió y se encontró con Doña Rosa envuelta en una bata de seda roja, atada floja, dejando entrever sus pechos grandes y firmes para su edad. Sus labios pintados de rojo formaron una sonrisa peligrosa.
—He escuchado mucho sobre ti… pero yo siempre necesito comprobar las cosas por mí misma.
Entró sin esperar invitación, cerró la puerta y, antes de que Marco pudiera reaccionar, desató su bata, dejándola caer al suelo. Llevaba solo una bombacha negra de encaje. Caminó hacia él, lo tomó por la nuca y lo besó con hambre, su lengua invadiendo su boca.
—Quiero que me hagas tuya… —susurró.
Se arrodilló frente a él, abrió su pantalón y liberó su erección, observándola con deleite.
—Mmm… vaya regalo. —Lo lamió desde la base hasta la punta, antes de meterlo entero en la boca, succionando profundo. Su lengua lo recorría con maestría, alternando succión y caricias con la mano.
Marco gemía, sujetando su cabello, sintiendo cómo lo dejaba al borde. Doña Rosa se detuvo, sonriendo, se bajó la bombacha y se subió a la cama. Se colocó de rodillas, ofreciéndose.
—Quiero sentirlo dentro… ahora.
Él penetró su concha de golpe, haciéndola gemir alto. Sus caderas chocaban con fuerza, y ella lo cabalgaba con movimientos expertos, sus tetas rebotando frente a él. Marco las tomó con ambas manos, chupando sus pezones duros, arrancándole gemidos más intensos.

—Más… más fuerte… —pedía ella, arqueando la espalda.
Marco la giró y la penetró por detrás, embistiéndola con fuerza mientras sus manos acariciaban su clítoris. Doña Rosa temblaba, gimiendo sin control, hasta que un orgasmo violento la hizo apretarlo con fuerza, llevándolo a correrse con un gruñido grave, llenándola.
Ella se dejó caer sobre la cama, sudorosa, sonriendo satisfecha.
—Ahora sí… puedo decir que eres el mejor inquilino que he tenido.

Una tarde, Marco regresaba de la calle y, al doblar el pasillo, se encontró con un espectáculo insólito: Verónica, Claudia y Lorena, de pie en medio del corredor, discutiendo a gritos.
—¡Te dije que hoy me tocaba a mí! —reclamaba Verónica, cruzada de brazos, sus pechos subiendo y bajando con cada respiro.
—¡Tú ya lo tuviste ayer! —respondió Claudia, con el cabello suelto y los ojos encendidos.
—¿Ah, sí? ¿Y tú qué? —saltó Lorena—. ¿Crees que por abrirte más que las demás ya tienes pase libre?
La tensión estaba a punto de convertirse en jalones de pelo cuando Marco se plantó frente a ellas, levantando la voz.
—¡Basta! —las tres lo miraron, sorprendidas—. Chicas… hoy es mi cumpleaños, y lo último que quiero es verlas pelear… ¿por qué? ¿Por una pija?
Ellas bajaron la mirada, mordiéndose los labios, mientras Marco se dio media vuelta y se fue a su cuarto, dejando el pasillo en silencio.
Las tres se quedaron quietas un momento, hasta que Verónica sonrió de lado.
—Tal vez… podríamos darle algo mejor que una pelea.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —dijo Lorena, arqueando una ceja.
Claudia asintió con una sonrisa pícara—. Hagamos un… show.
Esa noche
Marco estaba sentado en su cama cuando escuchó un golpe suave en la puerta.
—Pasa —dijo sin levantar la vista.
Al abrirse, las tres aparecieron, vestidas con lencería negra y tacones, con música suave sonando desde un altavoz.
—Feliz cumpleaños… —dijeron juntas, moviéndose sensualmente hacia él.
La coreografía comenzó lenta: se contorneaban frente a él, giraban de espaldas, bajaban hasta el suelo y volvían a subir, sus manos recorriendo sus propios cuerpos. Una a una fueron quitándose las prendas, dejando caer tirantes, sostenes y tangas hasta quedar completamente desnudas.
Marco sonreía incrédulo mientras ellas lo rodeaban, acariciándolo, rozando su piel con la suya. Lorena le tomó de la mano y lo guió hasta una silla en medio de la habitación.
—Siéntate… ahora eres nuestro regalo.

Verónica fue la primera: se subió sobre él, lo besó con hambre y, sin dejar de mirarlo, montó su pija lentamente, gimiendo contra su boca mientras movía las caderas. Cuando estuvo satisfecha, se levantó y dejó su lugar a Claudia, que lo cabalgó con fuerza, sus tetas rebotando frente a su rostro mientras él las atrapaba entre sus manos.

Por último, Lorena se acercó, lo besó en el cuello y lo montó de espaldas, guiándo su pija a su concha mientras miraba a las otras con una sonrisa traviesa. Sus movimientos eran lentos, provocadores, hasta que él ya no pudo más y descargó con un gruñido grave, provocando que las tres rieran y lo besaran al mismo tiempo.

—Feliz cumpleaños, Marco… —susurró Verónica, lamiéndole el lóbulo de la oreja—. Y que sepas… que este show se puede repetir.
La habitación estaba llena de risas y jadeos. Marco todavía estaba sentado en la silla, rodeado por Verónica, Claudia y Lorena, que se acariciaban y besaban entre ellas mientras se recuperaban del show que acababan de darle.
En medio de ese ambiente cargado de deseo, un golpe seco sonó en la puerta. Antes de que alguien pudiera moverse, esta se abrió y apareció Doña Rosa, con la bata entreabierta y el cabello suelto.
—¿Y este escándalo? —preguntó, aunque en su rostro no había molestia… sino una sonrisa pícara—. Parece que se están divirtiendo… y a mí no me invitaron.
Las chicas se miraron entre sí, cómplices, y Verónica le hizo un gesto con la mano.
—Venga, Doña Rosa… todavía queda mucho para repartir.
La mujer cerró la puerta, dejó caer la bata y se acercó a la cama completamente desnuda, sus pechos generosos balanceándose con cada paso.
—Marco… creo que es hora de que pruebes todo lo que esta posada puede ofrecer.
En cuestión de segundos, todas estaban sobre la cama. Doña Rosa y las otras tres se colocaron en cuatro, alineadas, mirándolo por encima del hombro con sonrisas traviesas. Marco no podía creer la escena: cuatro cuerpos desnudos, conchas firmes y húmedas, esperando por él.

Comenzó por Verónica, sujetándola fuerte de las caderas y metiendole la pija con un solo empuje. Ella gemía alto, moviéndose contra él, mientras Claudia, al lado, se acariciaba los pechos y el clítoris, excitada por la escena. Cuando Marco estuvo cerca, salió de Verónica y pasó a Claudia, que lo recibió con un gemido largo, apretándolo con fuerza mientras las demás se tocaban y se besaban.
Luego fue el turno de Lorena, que arqueó la espalda y lo animó a cogerla más fuerte, mientras Doña Rosa gemía a su lado, frotándose y mirándolos con deseo. Finalmente, Marco la tomó por la cintura y la penetró, sintiendo su interior cálido y apretado. La mujer gemía con una mezcla de placer y poder, mientras sus inquilinas la acariciaban y le lamían los pechos.
El ambiente estaba cargado de gemidos, jadeos y el sonido húmedo de los cuerpos chocando. Marco pasaba de una a otra, incansable, mientras ellas se tocaban y se besaban, excitándose mutuamente. La habitación se llenó de orgasmos encadenados, hasta que él, al límite, descargó dentro de Doña Rosa con un gruñido grave, dejándose caer entre los cuerpos sudorosos.
Quedaron los cinco exhaustos, respirando agitados, entre sábanas arrugadas y piel brillante de sudor. Doña Rosa, todavía recuperando el aliento, sonrió satisfecha y dijo con voz ronca:
—Sin dudas… esta es la mejor posada de todas.

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