El cuarto está a oscuras, salvo por la tenue luz de la luna que se cuela por la persiana. Estás tumbado en la cama, desnudo, con el pulso acelerado por la anticipación. Oigo la puerta abrirse y tus pasos, acompañados de otros más pesados y desconocidos. Sonríes, sabes lo que viene.
Me acerco a la cama, mi silueta recortada por la luz. Llevo solo un conjunto de lencería negra que tú me compraste, un detalle que ahora se siente como una burla cruel. Me siento en el borde de la cama y te miro a los ojos, que me buscan en la penumbra.
"¿Estás listo, mi amor?", susurro, aunque sé que la respuesta es sí. Siempre estás listo.
El otro hombre se acerca, una figura imponente cuya cara apenas distingo. Se sitúa detrás de mí, y sus manos recorren mi cintura, mis caderas. Me giran para que te mire directamente a la cara mientras él se posiciona. Siento su erección presionar contra mí y un gemido escapar de mis labios. Tu gemido, no el mío. El tuyo, de pura e impotente excitación.
"¿Lo ves?", te digo, mi voz un poco más fuerte ahora, cargada de un poder que me embriaga. "Lo ves cómo me quiere". Él se desliza dentro de mí con un movimiento lento y profundo que me arquea hacia atrás. Grito, esta vez de verdad, un grito de placer que resuena en la habitación y que sé te taladra el alma.
Mientras él me penetra, con una cadencia que me rota el sentido, me inclino hacia ti. Nuestros rostros están a centímetros de distancia.
"Mírame", te ordeno. "Mírame mientras me llena". Tu respiración es entrecortada, tus ojos fijos en los míos, vidriosos por la sumisión. "¿Cómo puedes ser tan cornudo?", te pregunco, la pregunta lanzada como un dardo venenoso. "¿Cómo puedes disfrutar viendo a otro hombre usar lo que es tuyo?". No esperas respuesta. No la hay.
Con un movimiento que te sorprende, me desprendo de él y, antes de que puedas reaccionar, me arrodillo y me siento directamente sobre tu cara. Mi piel está caliente, húmeda por mi excitación y por la de él. Te ahogas con mi sexo, y tu instinto es lamer, limpiar, adorar.
"¿Sabes a qué sabe?", te pregunzo, moviendo mis caderas sobre tu boca. "¿Sabes a qué sabe mi coño ahora?". Tus lenguas trabajan con furia, desesperadas. "Sabe a él. Sabe a su guevo. ¿Te gusta? ¿Te gusta saber cómo sabe el guevo de mi amante en tu boca?". Tu respuesta es un gemido ahogado, un asentimiento frenético contra mi carne.
Él se acerca de nuevo, masturbándose lentamente mientras observa la escena. Veo su silueta encorvarse sobre mí y siento el calor de su aliento. "Ábrete", le digo, y sé que también te lo digo a ti.
Un chorro de leche caliente y espesa salpilla mi pecho y mi vientre. Me recojo con los dedos, llenándolos con su semen. Me inclino hacia ti una última vez, mi rostro lleno de una compasión despiadada.
"Abre la boca, mi cornudito", susurro. "No quiero que desperdicies nada". Deposito la leche blanca en tu lengua, y te miento tragarla, limpiarme hasta el último rastro. Te quedas inmóvil, con el sabor de él y de mí en la boca, mientras yo me levanto, me arreglo la lencería y te dejo allí, en la oscuridad, con solo el eco de tu propia humillación y el sabor de mi traición.
Me acerco a la cama, mi silueta recortada por la luz. Llevo solo un conjunto de lencería negra que tú me compraste, un detalle que ahora se siente como una burla cruel. Me siento en el borde de la cama y te miro a los ojos, que me buscan en la penumbra.
"¿Estás listo, mi amor?", susurro, aunque sé que la respuesta es sí. Siempre estás listo.
El otro hombre se acerca, una figura imponente cuya cara apenas distingo. Se sitúa detrás de mí, y sus manos recorren mi cintura, mis caderas. Me giran para que te mire directamente a la cara mientras él se posiciona. Siento su erección presionar contra mí y un gemido escapar de mis labios. Tu gemido, no el mío. El tuyo, de pura e impotente excitación.
"¿Lo ves?", te digo, mi voz un poco más fuerte ahora, cargada de un poder que me embriaga. "Lo ves cómo me quiere". Él se desliza dentro de mí con un movimiento lento y profundo que me arquea hacia atrás. Grito, esta vez de verdad, un grito de placer que resuena en la habitación y que sé te taladra el alma.
Mientras él me penetra, con una cadencia que me rota el sentido, me inclino hacia ti. Nuestros rostros están a centímetros de distancia.
"Mírame", te ordeno. "Mírame mientras me llena". Tu respiración es entrecortada, tus ojos fijos en los míos, vidriosos por la sumisión. "¿Cómo puedes ser tan cornudo?", te pregunco, la pregunta lanzada como un dardo venenoso. "¿Cómo puedes disfrutar viendo a otro hombre usar lo que es tuyo?". No esperas respuesta. No la hay.
Con un movimiento que te sorprende, me desprendo de él y, antes de que puedas reaccionar, me arrodillo y me siento directamente sobre tu cara. Mi piel está caliente, húmeda por mi excitación y por la de él. Te ahogas con mi sexo, y tu instinto es lamer, limpiar, adorar.
"¿Sabes a qué sabe?", te pregunzo, moviendo mis caderas sobre tu boca. "¿Sabes a qué sabe mi coño ahora?". Tus lenguas trabajan con furia, desesperadas. "Sabe a él. Sabe a su guevo. ¿Te gusta? ¿Te gusta saber cómo sabe el guevo de mi amante en tu boca?". Tu respuesta es un gemido ahogado, un asentimiento frenético contra mi carne.
Él se acerca de nuevo, masturbándose lentamente mientras observa la escena. Veo su silueta encorvarse sobre mí y siento el calor de su aliento. "Ábrete", le digo, y sé que también te lo digo a ti.
Un chorro de leche caliente y espesa salpilla mi pecho y mi vientre. Me recojo con los dedos, llenándolos con su semen. Me inclino hacia ti una última vez, mi rostro lleno de una compasión despiadada.
"Abre la boca, mi cornudito", susurro. "No quiero que desperdicies nada". Deposito la leche blanca en tu lengua, y te miento tragarla, limpiarme hasta el último rastro. Te quedas inmóvil, con el sabor de él y de mí en la boca, mientras yo me levanto, me arreglo la lencería y te dejo allí, en la oscuridad, con solo el eco de tu propia humillación y el sabor de mi traición.
1 comentarios - Humillando al cornudo