
-----El siguiente relato es basado en hechos reales. Algunos detalles han sido adaptados para efecto narrativo-----
Ella salía de la guardia con esa presencia que siempre me desestabiliza. Rubia, segura, con ese carácter fuerte que se le nota en los ojos y en la forma en que camina. Entre nosotros la confianza es enorme; hablamos de cosas que jamás tocaríamos con nuestras parejas. Hay miradas, chistes con doble sentido, insinuaciones que ya ni disimulamos.
Esa mañana me dijo:
—Uso tu baño, doc… como siempre.
Esa sonrisa que me tiró al final fue todo menos inocente.
Me quedé en el consultorio, yo estaba atendiendo a un paciente cuando escuché la puerta cerrarse detrás de ella. Me forcé a concentrarme, pero era imposible: sabía exactamente qué estaba haciendo ahí adentro.
Unos minutos después, la puerta del baño se abrió.
Salió con el pelo húmedo, la bata del hospital ajustada apenas, y esa sonrisa dibujada que solo me hacía a mí. Una sonrisa que decía sé que estás trabajando, pero también sé lo que esto te provoca.
Pasó caminando delante de mí, sin decir una palabra.
Solo una mirada cortita, directa, que me dejó el pulso acelerado.
—Doctor, ¿le parece…? —dijo el paciente, interrumpiendo el momento.
Respiré hondo, volví al trabajo como pude. Terminé la indicación médica y, antes de continuar, le dije:
—Espéreme un segundo. Voy a buscar algo.
Apenas crucé la puerta del consultorio y cerré detrás de mí, la tensión me golpeó de golpe. Caminé hacia el baño como quien sabe exactamente qué va a encontrar… y aun así se le acelera todo.
Empujé la puerta.
El vapor todavía flotaba en el aire.
Y ahí estaba.



Colgada, perfectamente visible, una tanga violeta que no había estado allí antes. Pequeña, diminuta, dejada con toda la intención. La tela oscura marcaba su presencia… ese flujo, huella íntima suya que siempre me dejaba claro lo mucho que disfrutaba del juego.
No necesitaba tocarla para saber que no estaba limpia.
Ella hacía eso a propósito: dejarme su rastro, su señal, su provocación más directa.
La habitación entera tenía algo de ella. Su olor. Su calor. Su gesto.
Sentí que alguien se apoyaba contra el marco de la puerta.
Ella no había ido muy lejos.
Me estaba esperando.
—¿Buscabas eso? —dijo en voz baja, con esa sonrisa ladeada que me desarma cada vez.
Mi mirada volvió inevitablemente a la tanga violeta colgada.
Siguió mi gesto y sonrió como si estuviera leyendo mi cabeza.
Claro que sabía. Sabía todo.
Sabía que no solo las encontraba.
Sabía que me las llevaba.
Que las guardaba como quien atesora un objeto prohibido, íntimo, cargado de significado.
Sabía que, cuando llegaba a casa, ese pedacito de tela se volvía parte de mi propio ritual privado.
Que las hundía en mi cara, que respiraba su aroma, que dejaba que esa textura mínima me recorriera la piel mientras la imaginación hacía el resto, que me las enrollaba en mi pija para masturbarme y venirme en ellas.
Que su presencia —imposible de confundir— me dejaba en un estado que solo ella podía provocarme.
Una reliquia.
Un fetiche.
Y ahí de pronto, me llega un mensaje con estas fotos.


Si, era el piso de mi baño.
Una obsesión silenciosa que los dos entendíamos sin explicarla.
—No tardes con el paciente —susurró—. Después seguimos.
Y se fue como si no acabara de entregarme, sin tocarme, exactamente lo que iba a perseguirme hasta la noche.
LAS FOTOS SON REALES Y DE ELLA...
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6 comentarios - Mi consultorio y sus tangss