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Confesiones de una Puta: El Vecino Casado. Segunda Parte.

Pasaron dos días sin verlo. Ni un roce en el pasillo, ni una mirada en el balcón. Su ventana permanecía cerrada, la cortina corrida, como si hubiera levantado un muro de silencio. Yo seguía regando mis plantas en bata, pero él ya no salía a la misma hora. La mina del hospital debía estar de turno diurno; lo noté porque el auto de ella no estaba en la cochera.

La tercera noche, a eso de las dos de la mañana, un golpe fuerte en la puerta me sacó del sueño. Me levanté en pelota, sin encender la luz, y abrí apenas una rendija. Era él. Sudado, con la camiseta pegada al pecho, los ojos rojos de no dormir, pero esta vez con una cara distinta: furia pura.

—Kathy… abrí la puerta, conchetumadre —gruñó, empujándola con el hombro.

Lo dejé pasar. Cerré con llave. Me agarró del brazo, me arrastró al dormitorio y prendió la luz. Ahí estaba: mi celular abierto en la cama, con la app de citas donde vendo el cuerpo por lucas. Un cliente acababa de pagarme y el weón lo había visto todo por la ventana entreabierta.

—Así que sos puta de verdad, ¿no, zorra culia? —escupió, tirándome contra la pared—. Pensé que eras una vecina caliente… pero eres una puta barata que cobra por abrir las piernas.

Yo intenté reírme, pero él me tapó la boca con la mano. —Cállate, perra. Ahora vas a saber lo que es que te traten como lo que soi.

Me tiró al suelo de rodillas, sacó un fajo de billetes del bolsillo, lo agitó frente a mi cara. “Cuánto cobrás, puta? ¿Diez lucas? ¿Veinte?”, se burló. Me metió la verga hasta la garganta de una. “Chupa, zorra, como le hacís a tus clientes”, ordenó, agarrándome el pelo y bombeando mi boca como si fuera un juguete. Me ahogaba, lágrimas en los ojos, pero él no paraba. “Esto es gratis pa’ mí, conchetumadre. Tu concha sucia ya la usaron todos”.

Me levantó, me dobló sobre la cama y me abrió el culo con las manos. Escupió y empujó seco, sin lubricante, hasta que grité. “¡Cállate, puta! Toma como las profesionales”, rugió, dándome nalgadas rojas que ardían. Me penetraba el culo fuerte, profundo, mientras me insultaba: “Zorra barata, concha de arriendo… ¿cuántos te han pagado hoy, eh?”.

Yo gemía, entre dolor y placer enfermo, empujando contra él. Cambió al coño, me clavó de una y siguió: “Tu marido imaginario debe estar orgulloso, puta culia”. Se corrió adentro con un grito: “¡Toma mi leche, perra!”.

Sacó la verga chorreando, se subió el pantalón y sacó los billetes otra vez. Los arrugó en la mano, me los tiró en la cara uno por uno, que cayeron al suelo mojado de semen y sudor. “Ahí tenís tu paga, zorra barata. Diez lucas por el culo, diez por la boca. Gratis no existe pa’ putas como tu”.

Se agachó, me levantó la cara agarrándome el mentón. “Recoge los billetes con la lengua, puta. Limpia el piso con tu boca antes que me vaya”.

De repente, un ruido. La puerta del depa de al lado se abrió. Pasos en el pasillo. La voz de ella, adormilada: —¿Amor? ¿Dónde estai?

Él se congeló, pero no se movió. Yo empecé a lamer los billetes del suelo, como me ordenó.
—Shh… quedate quieto, hueón —susurré, con un billete pegado a la lengua.

Los pasos se acercaron. Golpearon la pared.
—¿Escuchaste algo? —preguntó la mina.
—Nada, poh… volvé a dormir —dijo él, con voz ronca, mirándome lamer el piso.

Los pasos se alejaron. Él se agachó, me levantó la cara otra vez.—Mañana traigo a un amigo. Le cobrai a él… y a mí me lo das por la mitad. Esto recién empieza, puta.

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