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Compendio III
LA JUNTA 20: DOMINIO II
Después de la última reunión de la junta directiva, tuve que volver a poner a Cristina en su lugar. Así que les envié a ella y a Ingrid un correo electrónico discreto con la excusa de reunirnos en mi oficina para hablar sobre la última reunión de la junta directiva.
Cristina llegó primero, con sus tacones haciendo ese familiar y molesto ruido sobre el pulido suelo de mármol. No se molestó en llamar a la puerta, simplemente la abrió con una mano perfectamente manicurada.

• ¡Más vale que sea urgente, Marco! – me amenazó, fingiendo una voz tensa.
Su elegante cabello negro enmarcaba su rostro con nitidez, y su traje a medida no ocultaba sus pronunciadas curvas: esos enormes pechos que se tensaban contra la tela, sus caderas que se balanceaban con deliberada rebeldía. Estaba furiosa desde que impedí el despido de Horatio y trataba patéticamente de evitarme, probablemente sospechando las consecuencias de su mal comportamiento.
Ingrid entró unos instantes después, y su presencia supuso un contraste inmediato: una melena rubia como el sol que le caía en cascada por la espalda, una blusa desabrochada lo justo para insinuar el contorno de sus pechos de copa D y una falda que se ceñía a unos muslos tan firmes que harían que cualquier hombre se quedara mirándolos. Le dedicó a Cristina una sonrisa brillante y profesional.

o Perdona por llegar tarde. – se disculpó con voz melosa, aunque sus brillantes ojos azules se detuvieron un instante demasiado largo en los míos.
Cristina le dirigió un breve gesto con la cabeza, claramente ajena a la tensión que se escondía tras la agradable fachada de Ingrid: las miradas secretas, los roces prolongados que solo yo conocía.
Me recosté en mi sillón de cuero, dejando que el silencio se hiciera más denso. Cristina se movió, clavándose las uñas en las palmas de las manos, que descansaban sobre su regazo.
• Marco, si se trata otra vez de Horatio... —comenzó a decir con voz tensa.
La interrumpí con un gesto.
- No se trata de eso. —Mi mirada se posó en Ingrid, que estaba de pie junto a la silla de Cristina, con una sonrisa cómplice en los labios. – He invitado a Ingrid aquí por algo... más personal.
Cristina se quedó paralizada, sus afilados pómulos palidecieron ligeramente mientras yo continuaba.
- Verás, Ingrid y yo llevamos meses disfrutando de una relación bastante íntima. – Solté la bomba.

El aire crepitó: la brusca inspiración de Cristina, la suave exhalación de Ingrid, el aroma del caro perfume de Cristina chocando de repente con el perfume a vainilla de Ingrid.
- Cuando hace unos meses atrás, apartaste temporalmente a Nelson de mi equipo, Ingrid y yo nos hicimos más íntimos. - le expliqué, haciendo sonrojar a la mujer casada. - Ella quería aprender a ser más asertiva... y bueno... yo le enseñé algunas otras cosas también.
Los nudillos de Cristina se pusieron blancos contra los reposabrazos. Su mirada se movía rápidamente entre la expresión de satisfacción de Ingrid y mi sonrisa depredadora.

• ¡Eres un auténtico cabrón! - siseó, rompiendo su fachada corporativa. - ¡Utilizar a mi propia asistente!
Ingrid parecía avergonzada, pero al mismo tiempo se sentía respaldada por mí.
- Bueno, era justo. - respondí. - No tenías derecho a quitarme a Nelson de mi equipo, así que yo te quité a uno del tuyo.
Cristina entrecerró los ojos, con veneno acumulándose bajo su pulido exterior. Ingrid se movió nerviosa, bajando la mirada hacia la lujosa alfombra, con sus ondulados cabellos rubios ocultándole el rostro. Apretó la tableta en sus manos.
- Ingrid. – Le pedí en voz baja y suave, pero firme, cortando la furia latente de Cristina. - ¡Mírame!
Lentamente, a regañadientes, Ingrid levantó la cabeza. Sus ojos azules se apreciaban enormes, vulnerables bajo su profesionalidad entrenada.

- No tienes que temer. — Le animé con una sonrisa, sosteniendo su mirada. - Cristina no tiene ningún poder sobre ti aquí. Ni sobre tu puesto, ni sobre tu matrimonio, ni sobre nosotros. Ella entiende las consecuencias de cruzarse en mi camino.
La amenaza tácita pesaba como un ancla: el secreto dominatrix de Cristina, guardado solo por mi discreción. Cristina permaneció rígidamente en silencio, con la única traición de un rubor furioso en las mejillas.

Me levanté de la silla y rodeé mi escritorio. Ambas mujeres se quedaron paralizadas, sin saber qué esperar, pero cuando sostuve la barbilla de Ingrid con mi mano cálida y la besé, todo el ambiente de mi oficina cambió.
Cristina refunfuñó bruscamente, su costoso perfume momentáneamente dominado por el aroma de vainilla de Ingrid mezclado con mi colonia de sándalo. Ingrid se derritió en el beso al instante, su suave gemido vibrando contra mis labios mientras sus dedos se enredaban en mi cabello, audaz, experta, completamente sumisa.
Cuando me aparté, sus labios hinchados brillaban, su pecho se agitaba contra esa blusa peligrosamente escotada. Cristina se nos quedó mirando, paralizada en su silla, con las uñas aun clavadas contra los reposabrazos de cuero, sus afilados pómulos enrojecidos por la furia... y algo más. ¿Miedo? ¿Expectación? Sus enormes pechos se tensaban contra la blusa de seda con cada agitado respiro.
- Ahora... - Di un paso atrás tras un profundo suspiro. Ingrid sonrió muy complacida por mis labios. - La razón por la que te he traído aquí, Cristina, es porque quiero que aprendas cuál es tu lugar. Otra vez. Quiero que me veas follar con Ingrid.
La brusca inspiración de Cristina resonó en la oficina, que de repente se volvió sofocante. Sus ojos oscuros se agrandaron, pasando rápidamente de la cara sonrojada y ansiosa de Ingrid al bulto que se endurecía bajo mis pantalones.
• Marco, no puedes... – me trató de amenazar con voz temblorosa.
Ignoré sus quejas.
- Ingrid, ¿Alguna vez has estado con otra mujer? - le pregunté.
Ingrid se sonrojó aún más, pero no dudó en responderme.
o Una vez. – respondió para mi sorpresa, susurrando con voz ronca. - Una... amiga de la universidad.
Su mirada se deslizó hacia Cristina, con una mezcla de curiosidad y nerviosismo. Cristina retrocedió como si la hubieran golpeado.
• ¿Esperas que yo...? – preguntó con temor.
Solo le sonreí. La última vez, hice que Cristina lamiera el coño de Madeleine, la jefa de Recursos Humanos. Y por sus gemidos, Cristina hizo un buen trabajo complaciéndola.
Cristina apretó la mandíbula y fijó la mirada en el suelo de mármol, como si buscara una vía de escape. Los dedos nerviosos de Ingrid temblaban sobre el borde de su tableta y sus nudillos estaban pálidos. El aire se densificó con la mezcla de aromas del perfume afilado de bergamota de Cristina y la dulce vainilla de Ingrid, un choque entre el dominio y la sumisión.
- ¡Levántense las dos! - ordené, con una voz que cortó la tensión.
Obedecieron al instante, Cristina con la espalda rígida, Ingrid balanceándose ligeramente sobre sus tacones de aguja. Recorrí la clavícula de Ingrid con el pulgar, sintiendo su pulso latir como un pájaro atrapado.
- Enséñale a Cristina cómo lo haces. - le susurré al oído.
Ingrid contuvo el aliento y miró rápidamente la expresión congelada de Cristina antes de arrodillarse con elegancia.
El chirrido de mi cremallera resonó obscenamente fuerte. Ingrid abrió los labios y sacó la lengua para lamer la hinchada punta de mi pene, con una gota de líquido preseminal brillando en su labio inferior. Cristina emitió un sonido ahogado, con los nudillos blancos mientras veía a Ingrid meterme más profundo, con las mejillas hundidas por la succión experta. Los sonidos húmedos y rítmicos llenaron la oficina —sorbo y suspiros suaves— mientras el cabello rubio de Ingrid cubría su rostro. Agarré su cabeza, guiando su ritmo, con la mirada fija en Cristina.

- Observa más cerca. - le ordené a Cristina.
Sus tacones avanzaron a regañadientes, con los ojos muy abiertos por la repulsión y la fascinación. El calor que irradiaba la boca de Ingrid, la presión resbaladiza... Podía sentir el aliento de Cristina en mi muslo.
o ¡Uff! ¡Extrañaba este sabor! - jadeó Ingrid mientras recuperaba el aliento. - Eres más grande y grueso que mi marido.

Cristina se quedó paralizada, a pocos centímetros de distancia, con las fosas nasales dilatadas por el aroma crudo a sexo y la excitación mezclada con su propio perfume caro. Su mirada se fijó en los labios brillantes de Ingrid, apretados alrededor de mi base, con la mandíbula moviéndose furiosamente como si estuviera reprimiendo un grito. Sin embargo, sus pezones se tensaron visiblemente contra la seda de su blusa, delatando la traicionera respuesta de su cuerpo. Ingrid gimió a mi alrededor, un sonido grave y gutural que vibró a lo largo de mi miembro mientras su lengua se movía con destreza bajo el borde y sus manos amasaban mis muslos.
• ¿Cómo... cómo lo haces? - balbuceó Cristina con curiosidad mientras se lo preguntaba a Ingrid, que estaba absorta en complacerme. - Es... tan grueso...
Ingrid se retiró lentamente, mi polla resbaladiza y reluciente bajo la luz de la oficina. Levantó la vista hacia Cristina con los ojos entrecerrados, y su lengua se movió rápidamente para atrapar una gota perdida en la comisura de su boca.

o Relaja la mandíbula. – le aconsejó con voz ronca por la excitación. - Usa la lengua aquí... - Pasó un dedo por debajo del borde hinchado, haciéndome gemir. -... y hunde las mejillas.
Cristina se inclinó más cerca, con la respiración entrecortada y la mirada fija en la vena palpitante a lo largo de mi miembro. El aroma del sexo flotaba en el aire, con notas saladas y almizcladas que se mezclaban con bergamota y vainilla. Su blusa de seda se pegaba al sudor que brotaba entre sus pechos.
• Pero...- Cristina dudó unos segundos, golpeando nerviosamente su muslo con su uña bien cuidada. - ¿Tengo que... desnudarme? ¿Como la última vez? - preguntó con voz quebrada.
El recuerdo flotaba entre nosotros: la humillación de estar desnuda mientras Madeleine gritaba debajo de mí, el vibrador de Cristina zumbando desesperadamente contra su clítoris mientras yo le ordenaba que mirara. Sus mejillas se sonrojaron. Ingrid se quedó paralizada en medio del movimiento, con los labios a pocos centímetros de mi punta, el aliento cálido y húmedo. Me miró, esperando.

Acaricié el cabello de Ingrid, sin apartar la mirada de la expresión conflictiva de Cristina.
- No si no quieres. - respondí con suavidad. Los hombros de Cristina se relajaron visiblemente, hasta que mis siguientes palabras cortaron su alivio. – Pero… -añadí, trazando con el pulgar el labio inferior de Ingrid. - Ingrid se acostumbró a tragarse cada gota. ¿Y tú? - Sonreí suavemente, observando cómo Cristina abría los ojos al mirar las mejillas hundidas de Ingrid. - Mi corrida es bastante espesa. Voluminosa. Si acabo en tu garganta, sin estar entrenada como estás... - Hice una pausa, dejando que comprendiera lo que quería decir. -...probablemente te ensuciaré todo el cuerpo. Imagina la mancha en tu ropa.
Cristina se estremeció y la imagen le hizo torcer los labios en una mueca. Sus dedos temblaban contra el dobladillo de su falda. El suave gemido de Ingrid vibró alrededor de mi miembro, un estímulo deliberado.
- ¡Quítale la blusa! - le ordené a Ingrid.

Sin dudarlo, Ingrid se apartó, dejándome brillante y expuesto, y se levantó con fluidez sobre sus rodillas. Cristina se estremeció cuando las manos de Ingrid se deslizaron bajo su chaqueta, empujando hábilmente la tela desde sus hombros. La blusa de seda que llevaba debajo se pegaba húmeda a la piel de Cristina. Los dedos de Ingrid desabrocharon los botones lentamente, de forma provocativa, y cada chasquido resonó en el silencio cargado. Cuando la blusa se abrió, los enormes pechos de Cristina se tensaron contra la lencería negra de encaje, con el profundo bulto resbaladizo por el sudor. El aroma se intensificó: la excitación almizclada se superponía a la bergamota.
Verla hizo que mi polla se estremeciera. De alguna manera, Cristina se dio cuenta y, en lugar de mostrar su actitud desafiante y maliciosa, pareció algo complacida. Luego, le siguió la falda.
o ¡Vaya, Cristina! ¡Nunca me había fijado en que tenías un cuerpo tan espectacular! - comentó Ingrid, al ver su diminuta tanga.
- Espera... ¿Esta vez sin vibrador? - le pregunté a Cristina, al notar la ausencia de su pequeño “incentivo laboral”.
Ingrid me miró con sorpresa.
Cristina tragó saliva con dificultad, y su actitud desafiante se transformó momentáneamente en pánico.

• Yo... lo olvidé. - balbuceó, con las mejillas aún más coloradas.
Sus dedos instintivamente agarraron el aire donde había estado su falda momentos antes, como buscando protección.
• Después... después de lo que pasó con Madeleine... juré que no volvería a... - Su voz se apagó en un susurro ahogado.
El recuerdo claramente la atormentaba: el frenético zumbido oculto bajo su traje de poder mientras me veía dominar a Madeleine. Ahora, desnuda en lencería, su vulnerabilidad quedaba al descubierto: el tanga negro de encaje subido hasta las caderas, sus magníficos pechos de copa F agitándose dentro de su sujetador transparente de media copa, la suave curva de su trasero al descubierto. Sin la ayuda artificial del vibrador, parecía genuinamente aterrorizada... y extrañamente cachonda.
- Mhm - respondí intrigado. - Bueno, supongo que nos funciona mejor así. Ahora puedes acostumbrarte mejor a mis dedos.
o Espera, Marco. ¿Te has follado a Cristina y a la jefa de Recursos Humanos? - preguntó Ingrid, atónita al comprenderlo.
Cristina bajó la mirada.
- No exactamente. -respondí con indiferencia. - La última vez solo me follé a Maddie en mi despacho. Castigué a Cristina por delatar a Isabella como socialité durante la anterior reunión de la junta directiva. Cristina llevaba un pequeño vibrador debajo de las bragas aquella vez, así que la obligué a vernos follar mientras se masturbaba.
Ingrid miró a su jefe sin saber qué decir, que seguía mirando al suelo, pero de alguna manera, al mismo tiempo, excitada por la humillación.
- ¡Basta de charla! - ordené con voz autoritaria. Mi polla palpitaba, pesada y resbaladiza entre los labios de Ingrid. - ¡Enséñale, Ingrid! ¡Guíala!
Ingrid se retiró lentamente, dejando un hilo de saliva que conectaba sus labios hinchados con mi punta. Se levantó, con la mano ligeramente temblorosa mientras alcanzaba la muñeca de Cristina. Cristina se estremeció, pero no se apartó, con los ojos oscuros muy abiertos por el pánico y algo más oscuro: un destello de deseo.
o Es más fácil de lo que crees. - alentó Ingrid con voz ronca.
Guió la mano de Cristina hacia mi miembro, cerrando sus dedos sobre los de Cristina. El contraste era marcado: el tacto suave y seguro de Ingrid frente a la rígida vacilación de Cristina.
o ¡Relaja la garganta! - susurró Ingrid, presionando la palma de Cristina contra mi calor. -Como si tragases algo espeso... pero cálido.
Cristina contuvo el aliento cuando sus dedos rozaron la cresta venosa, el pulso bajo su piel innegable.
Cristina se arrodilló rígidamente, con los muslos enfundados en encaje apretados uno contra otro. Ingrid se arrodilló a su lado, con una mano posada posesivamente en mi cadera y la otra guiando la cabeza de Cristina.
o ¡Ábrela más! - instó Ingrid, acariciando la mandíbula de Cristina con el pulgar.

Los labios de Cristina se separaron, en una rendición renuente, e Ingrid la empujó hacia adelante hasta que la cabeza hinchada rozó los dientes de Cristina. Cristina gimió, con el cuerpo temblando, pero Ingrid la sujetó con firmeza.
o ¡Déjalo deslizarse! - sugirió Ingrid, con la excitación evidente en el rubor que se extendía por su cuello.
La lengua de Cristina rozó tímidamente la hendidura, saboreando la sal y el almizcle. Luego, con un jadeo estremecido, me tomó más adentro, cerrando los ojos con fuerza. La sensación fue eléctrica: apretada, torpe, pero ferozmente caliente. Los dedos de Ingrid se tensaron en el pelo de Cristina, empujándola hacia abajo hasta que su nariz rozó mi piel. Cristina se atragantó, retrocediendo bruscamente, con lágrimas brillando en sus pestañas.
o ¡No te resistas! - alentó Ingrid, limpiando la saliva del mentón de Cristina.
El pecho de Cristina se agitaba, sus pechos se tensaban contra el sujetador de copa media transparente. Me miró con ira, la rebeldía luchando con la sumisión en sus ojos oscuros. Sin embargo, sus pezones estaban duros bajo el encaje, sus muslos resbaladizos donde tocaban la alfombra. Acaricié con el pulgar el pómulo de Cristina.
- ¡Buena chica! - la elogié en voz baja.
Su respiración se entrecortó y, esta vez, cuando Ingrid la guió hacia atrás, Cristina no se resistió. Sus labios se estiraron más, su lengua girando torpemente bajo mi miembro. Me tomó más adentro, centímetro a centímetro, con los músculos de la garganta vibrando mientras luchaba contra su reflejo nauseoso. La sonrisa triunfante de Ingrid era aguda.
o ¿Ves? - susurró. - Tienes un talento natural.

El calor se intensificó: la succión inexperta de Cristina, el roce de sus dientes sustituido por una presión aterciopelada a medida que aprendía. Ingrid se inclinó hacia ella, mezclando su cabello rubio con los sedosos mechones negros de Cristina.
o Ahora saca las mejillas. - le indicó, deslizando la mano por la espalda de Cristina hasta posarla posesivamente sobre su culo enfundado en encaje.
Cristina gimió alrededor de mí, y la vibración recorrió mi polla. Sus ojos se cerraron y sus dedos se clavaron en mis muslos. Ingrid me miró, sacando la lengua para lamer los nudillos de Cristina donde me agarraban la pierna.
o ¡Estás mojada! - susurró Ingrid, con la voz cargada de lujuria. - Empapando ese tanga.
Cristina gimió, pero no se detuvo, moviéndose más rápido, con un ritmo cada vez más urgente.
Se detuvo brevemente para recuperar el aliento, riendo suavemente mientras restos de líquido preseminal colgaban de sus labios.
• Marco tiene una de las vergas más grandes que he probado. - dijo Cristina con una risa, y luego me miró diabólicamente. - Pero sin duda es la más gruesa.

o ¡Lo sé! - asintió Ingrid. - Mi marido tiene la mitad de su tamaño y tener sexo con Marco es algo completamente diferente. Me hace correrme cinco o seis veces cada vez que follamos, y puede seguir durante horas.
Los ojos de Cristina se abrieron con incredulidad, luego se entrecerraron con envidia. El aroma de la excitación se intensificó, almizclado y dulce, mientras su lengua recorría la gruesa vena de mi parte inferior. Ingrid la imitó, bajando la cabeza para acariciar mis testículos con la nariz, sus suaves labios rozando la mejilla de Cristina mientras pasaba la lengua por mi escroto. La doble sensación era eléctrica: las lamidas tentativas de Cristina alternándose con la adoración experta de Ingrid, sus respiraciones mezclándose calientes contra mi piel. Cristina gimió, deslizando la mano hacia su propio tanga resbaladizo. Ingrid se dio cuenta y sonrió, agarrando la muñeca de Cristina.

o ¡Todavía no, jefa! – ordenó con voz suave y comprensiva, guiando la mano de Cristina de vuelta a mi muslo. - Concéntrate en él.
La presión aumentó, como una espiral que se apretaba en lo más profundo de mis entrañas. La lengua de Cristina rodeó la punta hinchada, cerrando los ojos mientras saboreaba la sal. Ingrid chupó suavemente mis testículos, clavando los dedos en la cadera de Cristina.
- ¡Basta! - ordené con voz agitada.
Se apartaron al instante, con los labios brillantes y los pechos agitados. Cristina gimió ante el repentino vacío.
- Ingrid. - ordené, señalando mi sofá de cuero. - ¡Quítate las bragas! ¡Cabálgame ahora!
Ingrid se apresuró a levantarse, con la falda ya descartada. Sus dedos temblaban mientras enganchaba los pulgares en la cintura de encaje de sus bragas, deslizándolas por sus muslos tonificados. El aire se llenó del aroma maduro de su excitación, picante e inconfundible.
Cristina se abalanzó hacia delante y me agarró del antebrazo.
• ¡Marco, por favor! —jadeó, con la voz quebrada por la desesperación—. ¡Yo también lo necesito!
Su otra mano se apretó contra su tanga empapado. Le agarré la muñeca y la apreté con tanta fuerza que le arranqué un grito ahogado.
-¿Tú? - Mi risa fue fría. - Sigues castigada por no saber cuál es tu lugar.
Sus ojos brillaron de furia, pero la empujé hacia Ingrid.
- ¡Desnúdala! ¡Despacio! – le ordené con desprecio.
Cristina dudó, con los nudillos blancos. Ingrid estaba ahora desnuda, con sus copas D balanceándose y sus rizos rubios brillando. Arqueó una ceja hacia Cristina, en un desafío silencioso. Con dedos temblorosos, Cristina alcanzó el cierre del sujetador de Ingrid. El chasquido resonó. Ingrid suspiró cuando las tiras cayeron, sus pezones endureciéndose en el aire fresco de la oficina. Cristina contuvo el aliento; sus propios pechos se sentían increíblemente pesados, confinados.
Ingrid se sentó a horcajadas en mi regazo en el sofá, con su calor húmedo flotando a pocos centímetros de mi polla.
- ¡Guíala sobre mí! - le ordené a Cristina.
Los dedos de Cristina temblaban mientras agarraba mi miembro, el grosor la hacía gemir y morderse los labios, pero presionó la cabeza hinchada contra la entrada resbaladiza de Ingrid.
Ingrid gimió, con los muslos temblando.
• ¡Más abajo! - siseó Cristina, con el pulgar rodeando la punta.
Ingrid se hundió lentamente, su jadeo se agudizó mientras me tomaba centímetro a centímetro. Cristina observaba, hipnotizada: la piel sonrojada de Ingrid, la forma en que sus dedos se curvaban contra la alfombra. Sus propias caderas se balanceaban involuntariamente. Los ojos de Ingrid se fijaron en los de Cristina.
o ¡Tócame! - ordenó.

Cristina se estremeció, pero luego obedeció, pasando los dedos por los pechos temblorosos de Ingrid, rodeando los pezones tensos. Los gemidos de Ingrid se hicieron más profundos.
o ¡Más fuerte! – demandó entre jadeos.
El ritmo se aceleró: Ingrid subía y bajaba, sus muslos golpeaban contra los míos. Las palmas de Cristina ahuecaron los pechos de Ingrid, apretando la suave carne, los pulgares acariciando los pezones hasta que Ingrid arqueó la espalda y gritó. El olor a sudor y sexo se intensificó. Deslicé un dedo por la columna vertebral de Ingrid, pasando por la hendidura de su trasero. Ella se congeló en medio de una embestida.
o Marco... —Su protesta se apagó cuando mi dedo presionó su estrecho agujero.
Ella jadeó, sus paredes apretando mi polla. Las manos de Cristina se detuvieron.
- ¡Hazlo! - le gruñí a Cristina. - ¡Haz lo mismo que yo!

Cristina abrió más los ojos, la experiencia surreal para ella, pero obedeció, con el dedo índice temblando mientras rodeaba la entrada fruncida de Ingrid. Ingrid gimió, sus caderas temblando.
- ¡Empuja! - ordené.
La yema del dedo de Cristina penetró lentamente, encontrando una resistencia resbaladiza. Ingrid gritó, un sonido crudo y desesperado, su cuerpo temblando mientras ambos dedos se adentraban más. La respiración de Cristina se aceleró, su índice frotando el culo de Ingrid en círculos frenéticos.
• ¡Te gusta esto! - exclamó Cristina, asombrada.
Las uñas de Ingrid se clavaron en mis hombros, sus caderas moviéndose salvajemente.
o ¡Ahh, sí! – sollozó Ingrid envuelta en placer.
- ¡Bien! - respondí. - Porque hoy, por fin, lo voy a probar.
Mis palabras la hicieron correrse mientras rebotaba sobre mí, mientras Cristina me miraba sorprendida.
• No puedes hablar en serio... - respondió nerviosa.
- Por supuesto que sí. Llevo meses queriendo hacerlo.
En ese momento, Ingrid alcanzaba un orgasmo tras otro mientras rebotaba sobre mí. La idea de que la follaran por el culo le parecía emocionante y tabú al mismo tiempo. Pero hacerlo en horario de oficina y delante de su jefa le proporcionaba una emoción adicional.
El clímax de Ingrid llegó como un temblor: sus muslos se cerraron alrededor de mis caderas y sus paredes internas palpitaban violentamente alrededor de mi pene. Su cabeza cayó hacia atrás y un gemido gutural y grave brotó de su garganta mientras yo eyaculaba profundamente dentro de ella. Una calidez la inundó, densa e implacable. Permanecimos unidos, respirando entrecortadamente, con la piel resbaladiza por el sudor. Ingrid gimió suavemente mientras se movía, con mi polla ya blanda aún dentro de su calor.
o ¡Atascada! - exclamó, con una sonrisa aturdida en los labios. - Mi marido... nunca me llena tanto. Nunca se queda dentro.

Su voz estaba cargada de nostalgia, y sus dedos trazaban la curva brillante de sudor de mi hombro. Cristina observaba, paralizada y pálida, con los nudillos apretados contra la boca.
La miré con ternura.
- ¡Lo sé! - dije con una sonrisa. - Me pasa todo el tiempo. Supongo que es una de las razones por las que mi esposa me ama tanto.
Cristina se estremeció al mencionar a mi esposa. Sus ojos brillaron con envidia mientras observaba a Ingrid moverse ligeramente, con mi pene aún enterrado profundamente dentro de ella.
o Mi marido... la saca inmediatamente. - confesó Ingrid, con voz llena de pesar. Recorrió con el dedo una gota de sudor que resbalaba por mi pecho. - Delgada... insatisfactoria. Nada como esta plenitud.
Sus muslos se tensaron instintivamente alrededor de mis caderas, provocándome un gemido sordo mientras exprimía las últimas gotas de mi eyaculación. Cristina contuvo el aliento, con una mezcla de fascinación y miedo retorciendo sus rasgos mientras miraba fijamente el punto donde el cuerpo de Ingrid se tragaba el mío por completo. El aire zumbaba con el aroma del sexo: salado, primitivo, empalagoso.
Le acaricié el pelo.
- Sí. Con mi mujer, solemos besarnos o hablar un rato. Para ser sincero, estoy constantemente cachondo y le soy infiel por su culpa. Me encantaría hacer dos o tres rondas seguidas cada vez que estoy con ella. - Me reí. - Ella dice que la dejo dolorida cada vez que lo hago.
Ingrid se movió de nuevo, haciendo una mueca de dolor cuando finalmente me deslice con un sonido húmedo y resbaladizo. Mi semen goteó por su muslo interior hasta el sofá de cuero. Ella miró el desastre y luego la expresión horrorizada de Cristina.
o ¡No te asustes tanto! – le calmó Ingrid, limpiándose con dedos temblorosos. - Es delicado... cuando quiere.
La mirada de Cristina se posó en el ano enrojecido de Ingrid, apretado e intacto.
Me puse de pie, estirándome perezosamente mientras el sudor seco se enfriaba en mi piel.
- El miedo es natural. - admití, recorriendo la columna vertebral de Ingrid con los dedos. Ella contuvo el aliento. - ¿Pero el placer?
Mi pulgar rozó su entrada fruncida. Ella gimió.
- Eso requiere “esfuerzo”. - Cristina observaba con los nudillos blancos. - Tienes que desearlo.
Continué, presionando ligeramente con la yema del dedo contra el estrecho pliegue. Ingrid jadeó, arqueando las caderas instintivamente.
- No lo temas. ¿Entiendes? - la miré directamente a los ojos.
Ingrid asintió frenéticamente.
o ¡Sí, Marco! – exclamó acelerada y excitada.
Sus muslos temblaban mientras la guiaba sobre su estómago encima del escritorio. Los papeles se esparcieron bajo su peso.
- Observa. - le ordené a Cristina, sumergiendo mi dedo índice en el deslizante desorden que se acumulaba entre los muslos de Ingrid.
El aroma del sexo se intensificó: almizclado, fértil, espeso. Lentamente, rodeé el agujero apretado de Ingrid, presionando hacia adentro con deliberada paciencia. Ella gritó, un grito agudo que se disolvió en un gemido estremecedor cuando mi dedo rompió su resistencia.
Cristina contuvo el aliento, con los nudillos presionados contra los labios. Las caderas de Ingrid se levantaron instintivamente, buscando más.
• Es... es demasiado estrecho. - susurró Cristina, horrorizada.
Me reí despacio, girando mi dedo más profundamente. Ingrid gimió, sus nudillos blanqueándose contra el borde de mi escritorio.
- ¡No! – le respondí, empujando superficialmente. - ¿Sientes lo mojada que está? - Los gemidos de Ingrid crecieron, sus muslos se abrieron más. - Su cuerpo sabe lo que quiere.
Me retiré, con el dedo reluciente. Cristina se estremeció al verlo.
- Ahora - le ordené a Cristina en voz baja - ¡Lámela! ¡Prepárala como es debido!
Cristina dudó, con la mirada fija en la entrada enrojecida y temblorosa de Ingrid. Ingrid gimió, en una súplica desesperada. Cristina se arrodilló lentamente, con su tanga de encaje húmeda contra la alfombra. Su lengua se movió tentativamente, saboreando la sal y el almizcle. Ingrid jadeó, arqueándose violentamente.
- ¡Más profundo! - ordené.
Cristina obedeció, con la lengua rodeando el estrecho pliegue. Los gritos de Ingrid se volvieron entrecortados, con los dedos enredados en el pelo de Cristina. Los sonidos húmedos resonaban, rítmicos, obscenos. Los gemidos de Cristina vibraban contra la piel de Ingrid.
Deslicé dos dedos dentro del culo de Ingrid, girándolos lentamente. Ingrid gritó, sacudiendo las caderas salvajemente. La lengua de Cristina siguió mi ritmo, explorando, adorando.
- ¿Ves cómo se abre? -murmuré.
El cuerpo de Ingrid se rindió, resbaladizo y ansioso. Los ojos de Cristina se agrandaron al ver a Ingrid disolverse en el placer, apretando con fuerza sus propios muslos.
- ¡Está lista para más! - exclamé, añadiendo un tercer dedo.
Ingrid se convulsionó, todo su cuerpo temblando.
o ¡Oh, Dios, sí! - sollozó, frotándose contra mi mano.
La lengua de Cristina vaciló, asombrada, aterrorizada.
En ese momento, yo estaba otra vez muy duro. Cristina lo miró con los ojos muy abiertos. Era claramente tres veces más grande que el pequeño y fruncido ano de Ingrid. Pero después de hacerlo varias veces, sabía que ella podía soportarlo.
Provocaba a Ingrid deslizando mi palo de carne entre sus nalgas, para que se sintiera tensa.
• Es... es enorme... no cabrá. – me advirtió Cristina asustada.
o ¡Cállate! – gruñó sorpresivamente Ingrid. - ¡Lo quiero... ahora!
Parecía más cachonda que nunca.
Cristina me miró sin saber qué decir: su propia asistente le había gruñido, haciéndola sentir estúpida. Pero al mismo tiempo, me di cuenta de que, de alguna manera, ese abuso la excitaba.
- ¡Relájate! - intenté calmar a Ingrid con una sonrisa. - Solo estoy disfrutando de las vistas y las sensaciones por un rato.
Ingrid suspiró suavemente al sentir mi gruesa polla acurrucada entre sus nalgas, el aire fresco contrastando con el calor que irradiaba su piel. Su respiración se estabilizó, fundiéndose en un zumbido bajo y satisfecho.
o Se siente... pesada. - susurró, moviéndose ligeramente.
Una gota de sudor le resbaló por la parte baja de la espalda.
o Pesada en el buen sentido. Como estar anclada. - Miró por encima del hombro y captó la mirada horrorizada de Cristina. - ¿Mi marido? - Ingrid se rió suavemente, con amargura. - Se desliza como un fideo mojado. Nunca se queda dentro el tiempo suficiente para sentirme... llena.
Sus dedos trazaron círculos ociosos sobre la superficie pulida del escritorio.
o ¿Esto? - presionó su culo contra mí, provocándome un gemido. - Así es como debería ser. Como si pertenecieras allí.
- Sé que debes pensar que soy un dolor en el culo, valga la redundancia. - Me dirigí directamente a Cristina. - Pero me importa que mis mujeres disfruten estando conmigo, para que vuelvan a por más. Con mi mujer, aprendí a controlarme. A no ser demasiado impulsivo y a retrasar mi placer tanto como fuera posible, dando prioridad a la mujer con la que estoy.
Entonces, comencé a empujar la punta contra el trasero de Ingrid. Ella dejó escapar un suave gemido, pero estaba más preparada para la intrusión.

Lentamente, centímetro a centímetro, me deslice hacia adelante. Los nudillos de Ingrid se pusieron blancos contra el escritorio, su respiración se entrecortaba en ráfagas irregulares.
o Dios... oh, Dios... – gimió placenteramente, arqueando el cuerpo mientras la gruesa cabeza rompía su resistencia.
Las lágrimas se acumularon en las comisuras de sus ojos, una mezcla de dolor agudo y profunda plenitud que nunca había conocido. Los tímidos esfuerzos de su marido eran un recuerdo lejano; esto era una invasión, una posesión, un estiramiento que rozaba la agonía pero que provocaba un placer eléctrico en lo más profundo de su ser. Gimió, con las caderas temblando mientras empujaba instintivamente hacia atrás, ansiando más incluso cuando sus músculos protestaban. El sudor le resbalaba por la espalda, y el aire fresco de la oficina no hacía nada para aliviar el fuego que se acumulaba en su interior. Sus gritos se hicieron más fuertes, sonidos crudos y sin filtrar que resonaban en las paredes de cristal, mientras yo me retiraba casi por completo antes de empujar más a fondo, obligándola a sentir cada protuberancia, cada pulso de mi polla hinchada.
Cristina se arrodilló paralizada, con la mirada fija en el punto donde mi polla desaparecía dentro de la estrecha y tensa carne de Ingrid. Sus dedos se habían deslizado sin darse cuenta bajo el húmedo encaje de su tanga, acariciando frenéticamente su propio clítoris hinchado con movimientos superficiales. Cada gemido de Ingrid hacía que Cristina contuviera el aliento; cada golpe húmedo de piel contra piel la sumergía más profundamente en un trance voyeurista. El olor a sudor, sexo y cuero llenaba sus fosas nasales, almizclado y primitivo. Se mordió el labio con tanta fuerza que sintió el sabor del cobre, y sus muslos temblaban mientras su propia excitación empapaba la delicada tela. El sollozo ahogado de Ingrid:

o ¡Más fuerte, Marco! ¡Por favor!

Hizo que Cristina empujara sus caderas hacia adelante, y sus propios movimientos se volvieron urgentes, desesperados. No vio la humedad que brillaba en sus dedos; solo vio la piel sonrojada de Ingrid, la forma en que su culo se apretaba alrededor de mi grosor, las lágrimas que le corrían por las mejillas.
Los gritos de Ingrid se disolvieron en sollozos entrecortados mientras yo profundizaba, con un ritmo implacable. Sus nudillos rozaban la caoba pulida, su columna vertebral se arqueaba tensa como la cuerda de un arco.
o ¡Me quema! - jadeó con la voz desgarrada. - Dios, me quema... ¡Pero no pares!

El dolor y el placer luchaban en cada embestida: la dilatación superaba con creces los tímidos intentos de su marido, la plenitud rayaba en la violación, pero encendía un fuego salvaje en su vientre. Se estremeció, sus músculos internos se agitaban salvajemente a mi alrededor, un gemido gutural y crudo se escapó cuando me incliné para rozar ese punto secreto y dolorido en lo más profundo de ella. Sus caderas se sacudieron, respondiendo ahora a cada embestida, su miedo anterior engullido por una necesidad hambrienta. El sudor goteaba desde sus sienes sobre los informes financieros esparcidos, la tinta manchando las proyecciones trimestrales. Cristina gimió al unísono, sus dedos moviéndose más rápido, los sonidos húmedos haciendo eco de los de Ingrid. El aire se espesó con la desesperación compartida.
Su propia respiración se entrecortaba con cada sollozo ahogado de Ingrid, cada gemido que salía de mi pecho. No se dio cuenta de que su pulgar frotaba furiosamente su clítoris, no notó la mancha húmeda que se extendía por el encaje. Su excitación se disparó de forma repentina y aguda, reflejada en las convulsiones de Ingrid. Se mordió el labio hasta sangrar, con los muslos temblando. El olor era abrumador: cuero, sexo, sal y el leve regusto metálico de la humillación. El rostro de Ingrid, surcado por las lágrimas, se apretó contra el escritorio, su boca flácida formando un grito silencioso mientras mis embestidas se volvían más castigadoras, más profundas, más exigentes.
Empujé con más fuerza dentro del calor apretado de Ingrid, saboreando sus gritos frenéticos, el dolor agudizando su placer hasta convertirlo en algo crudo y primitivo.
- ¿Sientes eso? - gruñí, girando mis caderas para frotarme contra sus nervios más profundos.
Ella se estremeció violentamente, sus nudillos raspando la madera.
- La verga blanda de tu marido nunca te llenó así. - Ingrid gimió en señal de afirmación, levantando el culo con avidez.

Mi mirada se posó en Cristina, cuyos dedos ahora se movían frenéticos y resbaladizos bajo la falda.
- ¡Mírala! - le ordené, acelerando el ritmo.
Los gemidos de Ingrid se convirtieron en jadeos.
- ¿Ves cómo lo aguanta? ¿Cómo lo suplica? - Cristina abrió más los ojos y su ritmo vaciló por un instante antes de duplicarse con desesperación.
El sudor brillaba en sus clavículas.
-¡Pórtate bien! - le prometí, con la voz ronca por el esfuerzo. - Y la próxima vez, Cristina... te follaré el culo.

Se le cortó la respiración, una inspiración aguda y hambrienta, y sus dedos se hundieron más adentro, imitando mis embestidas. Asintió frenéticamente, muda por la necesidad.
El cuerpo de Ingrid se arqueó tenso como la cuerda de un arco, su piel resbaladiza contra la mía. Cada embestida le arrancaba un sollozo entrecortado de la garganta, un estiramiento ardiente que daba paso a un éxtasis eléctrico.
o Oh, Dios, oh, Dios...- jadeó en un ritmo repetitivo, empujando sus caderas hacia atrás para encontrarse conmigo.

Las lágrimas le corrían por las mejillas, mezclándose con el sudor que se acumulaba entre sus omóplatos. Cristina se arrodilló paralizada, su pulgar rodeando su clítoris con movimientos febriles y resbaladizos. El olor a sexo se intensificó —sal, almizcle, cuero— ahogando el aire estéril de la oficina. Los gemidos de Ingrid se disolvieron en un llanto sin palabras, sus dedos arañando la madera pulida en busca de apoyo. La agarré por las caderas, penetrándola más profundo, más fuerte.
- ¿Quieres esto? - le espeté a Cristina.
Sus ojos se posaron en el tembloroso agujero de Ingrid, que se estiraba obscenamente alrededor de mi polla. Cristina asintió frenéticamente, con los muslos temblando.
El dolor se reavivaba con cada embestida, una marca al rojo vivo que ardía más profundamente que cualquier caricia que Ingrid hubiera conocido. Sin embargo, bajo él florecía el placer, crudo y consumidor. Los tímidos manoseos de su marido parecían un sueño lejano. Esto era “posesión”. Mi polla rozaba terminaciones nerviosas que ella nunca había sentido, encendiendo chispas detrás de sus párpados.
o Por favor... - jadeó, con la voz desgarrada. - ¡No pares!
El cuerpo de Ingrid se tensó convulsivamente a mi alrededor.
o ¡Marco! - gimió, levantando el culo con avidez.
El dolor abrasó el interior de Ingrid, como un alambre al rojo vivo tensado, pero debajo de él, el placer floreció más profundamente de lo que jamás habían llegado las tímidas embestidas de su marido. Sus nudillos se rasparon contra el escritorio mientras empujaba hacia atrás, persiguiendo el ardor. La respiración de Cristina se entrecortaba al ritmo de mis embestidas. El sudor corría por el pecho de Cristina a su espalda. No se daba cuenta de la forma que escurría donde se hundían sus dedos.
-¡Mírala! - le ordené a Cristina, empujando con más fuerza. - ¿Ves cómo le doy lo que necesita?
Los gemidos de Ingrid crecieron, interrumpidos por jadeos. Cristina gimió, su pulgar frotando círculos sobre su clítoris. Su propio clímax se acumuló, agudo y entrecortado, al ritmo de los gritos estremecidos de Ingrid.

Ingrid se sacudió violentamente debajo de mí. Su respiración era entrecortada. Permanecimos unidos durante largos minutos, con su culo aun apretando rítmicamente mi pene agotado y el sudor enfriándose contra mi pecho. Cristina se quedó arrodillada, inmóvil, con los dedos aún hundidos en su tanga de encaje empapada y un charco en torno a ella. Lentamente, me retiré. Un sonido húmedo resonó en la oficina. Ingrid jadeó, su agujero fruncido se abrió momentáneamente, rosado e hinchado, antes de apretarse con fuerza. Regueros de mi semen resbalaban por su muslo tembloroso. Cristina no dudó. Se abalanzó hacia adelante, hundiendo la cara en el culo de Ingrid. Su lengua lamía con avidez el desastre que rezumaba, limpiando cada rastro con movimientos precisos y agudos. Ingrid gimió suavemente, más por sorpresa que por protesta, y enredó sus dedos en el sedoso cabello de Cristina.
• ¡Oh, Dios! - murmuró Cristina contra su piel, hundiendo la lengua más profundamente, saboreando la sal, el almizcle y mi semen. - Tanto... todo mío.

Se echó hacia atrás, con los labios brillantes, y se arrastró hacia mí. Sus ojos, oscuros y sumisos, se fijaron en mi pene, que empezaba a ablandarse. Sin preámbulos, me introdujo en su boca. Su lengua giró con firmeza alrededor de la punta, limpiando los residuos resbaladizos. Sus mejillas se hundieron mientras chupaba suavemente, sacando hasta la última gota. El contraste era eléctrico: su resistencia anterior se había desvanecido. Gimió suavemente alrededor de mi miembro, levantando la mirada hacia mí, suplicante, ansiosa. Le acaricié el pelo, observando cómo se desarrollaba su nueva devoción.

- ¡Buena chica! – murmuré en respuesta.
Cerró los ojos satisfecha y siguió trabajando con la boca con reverencia hambrienta. No paró hasta que quedé impecable.
El silencio se instaló, solo roto por respiraciones entrecortadas. Ingrid se deslizó del escritorio, con las piernas temblorosas mientras recogía su falda arrugada. Cristina seguía arrodillada, con la blusa de seda medio abrochada, dejando al descubierto el borde de encaje de su sujetador. Se mordió el labio, vacilante, y luego habló, con voz baja pero clara.
• ¿Marco? - Sus dedos trazaron la mancha húmeda en su propio tanga. - ¿Quieres... que intercambiemos?
Señaló a Ingrid, que se quedó paralizada en medio del movimiento, con las medias colgando de una mano. Los ojos de Ingrid se agrandaron, con una chispa de curiosidad brillando bajo el cansancio. Cristina siguió adelante, ahora más atrevida.
• Sus bragas. Las mías. Para que llevemos el aroma de la otra. - Hizo una pausa y tragó saliva. - Por ti. Igual que hicimos con Madeleine.
Mi polla palpitaba. Por fin había doblegado a Cristina.
- Claro... si tú quieres. - le sugerí.
Los dedos de Ingrid se tensaron alrededor de las medias que había tirado. Una lenta e intrigada sonrisa se dibujó en sus labios.
o ¡Sí! - susurró, con la mirada oscilando entre Cristina y yo. - ¡Me gusta eso!
Su voz se redujo a un susurro ronco.
o Imagina... llevar las bragas mojadas de tu jefa bajo mi falda toda la tarde. - Se acercó a Cristina, pasando el pulgar por el encaje húmedo que se adhería a la cadera de Cristina. -Sentir tu humedad contra mi piel... sabiendo que es tu aroma, tu sumisión.
Cristina se estremeció, un temblor visible recorrió su cuerpo. La sonrisa de Ingrid se amplió, depredadora pero juguetona.
o Y tú sentirías la mía... pegajosa... recordándote quién está realmente al mando ahora. – remató con una sonrisa lujuriosa.
Con deliberada lentitud, Cristina se desabrochó el tanga húmedo. El encaje se deslizó por sus muslos, dejando un rastro brillante en su piel. Se lo tendió a Ingrid, una ofrenda temblorosa. Ingrid lo tomó sin dudar, con los dedos posados en la tela cálida y empapada. Inhaló profundamente y cerró los ojos brevemente.
o ¡Mhm! - exclamó, con un suave zumbido de satisfacción.
Entonces, Ingrid enganchó los pulgares en sus propias bragas empapadas y se las bajó por los muslos. Se las ofreció a Cristina, que las aceptó con dedos temblorosos. Cristina se llevó el trozo de seda a la nariz e inhaló profundamente: la mezcla del aroma de la excitación de Ingrid, el olor a mi semen y el leve olor metálico de su propia sumisión. Un suave gemido se le escapó.

Vestirse se convirtió en un ritual silencioso. La seda se deslizaba sobre la piel. Las blusas se abrochaban con movimientos precisos, ocultando el rubor que había debajo. Las faldas se alisaban sobre los muslos temblorosos. Ingrid se subió las medias por las piernas, y el sonido áspero resonó en el silencio cargado. El aire crepitaba con una intimidad tácita, un vínculo oculto forjado en sudor y sumisión. Se ajustaron los cuellos y se alisaron el pelo. El elegante corte bob negro de Cristina volvió a caer perfectamente en su sitio; las ondas rubias de Ingrid caían en cascada por su espalda. La transformación era sorprendente. Dos ejecutivas serenas se erigían donde momentos antes se habían arrodillado dos temblorosos recipientes de éxtasis.
Me enderecé la corbata y agudicé la mirada mientras las evaluaba a ambas, asegurándome de que no quedara rastro alguno de nuestro anterior libertinaje. El depredador juguetón desapareció, sustituido por el astuto ingeniero de minas de la sala de juntas.
- Cristina. - Dije con frialdad, abrochándome la chaqueta del traje. Sus ojos se clavaron en los míos, cautelosos pero expectantes. - Espero una alineación completa en las próximas reuniones de la junta. Sin disensiones. Sin desafíos. -Mi tono no admitía réplica. - ¡No me compliques la vida! La junta ya está llena de aduladores y codiciosos. Solo intento ser práctico y resolver problemas. —Se tensó, apretando la mandíbula, pero asintió en silencio.
Su elegante cabello negro enmarcaba su rostro con precisión corporativa una vez más, aunque sus mejillas aún conservaban un ligero rubor.

Me acerqué, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo conspirador lleno de promesas latentes.
- A cambio, - continué, trazando el borde de su cuello. -cuidaré de ti, de Ingrid y de tu departamento. Tienes mi palabra.
Ingrid se quedó cerca de la puerta, ajustándose la blusa que le apretaba sobre los pechos. Cruzó la mirada con Cristina y una lenta sonrisa cómplice se extendió por su rostro. Cristina contuvo el aliento, no por miedo, sino por expectación. El aire se espesó con una connivencia tácita.

- Nadie toca lo que es mío. - concluí, rozando con el pulgar el labio inferior de Cristina. - Sin amenazas. Sin escándalos. Solo... recompensas.
Cristina entreabrió los labios y un temblor recorrió su cuerpo. Asintió de nuevo, esta vez más rápido, y dirigió la mirada hacia la falda de Ingrid, donde su asistente llevaba puesto su propio tanga húmedo.
Ingrid dio un paso adelante, con sus tacones resonando con decisión sobre el suelo de mármol.
o ¡Lo entendemos, Marco! - dijo con suavidad, con voz de acero pulido. Colocó una mano sobre el tenso hombro de Cristina, un gesto aparentemente de apoyo, pero en realidad posesivo. - La alineación es eficiencia.
Cristina se tensó bajo el contacto de Ingrid, pero no se apartó. En cambio, enderezó la espalda de forma casi imperceptible. Un destello de desafío se encendió en sus ojos oscuros, no de rebeldía, sino de ansia. La emoción de la protección se mezclaba con el sabor persistente de la sumisión. Se alisó la falda lápiz con un movimiento deliberado.
• Sin oposición. - repitió Cristina, con voz ahora más firme. - Solo soluciones.
- ¡Buenas chicas! - las felicité a ambas. - Ahora, si me disculpan, tengo trabajo que hacer y ustedes también.
Y con eso, ambas se marcharon.
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1 comentarios - 20: Dominio II
Ahora me quedo con la curiosidad de saber cuál fue la causa puntual (aunque me imagino que no necesitaba ninguna especifica) para este desenlace