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Atrapada sin salida

Atrapada sin salida
Capítulo 48


Sábado, 18 de diciembre de 2010


Elisa Heredia despertó con un nudo en el estómago, el sol apenas filtrándose por las cortinas de su habitación en La Ceiba, Honduras. 

Era el día de su boda, pero no había rastro de la ilusión que había sentido veintidós años atrás, cuando, a los 18, se preparó para casarse con Tomás Almada.
A sus 40 años, se levantó con pasos pesados, cargando el peso de las cicatrices de una vida marcada por el amor, la pérdida y el escrutinio social. Mientras se dirigía al baño, su mente retrocedió a aquel amanecer lejano, cuando despertó pura y casta, con el corazón latiendo de esperanza y nervios, lista para un futuro que imaginaba perfecto junto a Tomás.
Aquel día, en Calvillo, se sintió
emocionada por construir una vida con Tomás Almada.
Su madre le ajustó el vestido blanco que ella misma cosió a mano. Sus ojos brillaban de felicidad, y su corazón latía por el hombre que la amaba.
Ese día se casó creyendo en el amor para toda la vida.

Hoy, en cambio, no había flores bordadas por su madre, ni bendiciones de sus hijas, ni paz.
Solo una bata húmeda, una barriga de ocho meses, y una certeza amarga: lo que la había traído hasta aquí fue una cadena de errores, traiciones y silencios.

A los 18, todo era diferente. Recordaba la emoción vibrante mientras se miraba en el espejo, con un vestido blanco sencillo pero elegante, adornado con encaje cosido a mano por su madre. Su rostro, apenas tocado por un rubor natural y un brillo en los ojos, reflejaba su fe en las promesas de Tomás, en la vida que construirían juntos. La iglesia, llena de flores blancas, resonaba con murmullos de admiración, no de juicio. Elisa se sentía como una princesa, protegida por la pureza que la sociedad y la iglesia celebraban. Había dado a luz a Paola, Beatriz y Nina, sus tres tesoros, pero los años desgastaron ese amor, y aunque el matrimonio duró más de dos décadas, la rutina y los silencios lo erosionaron.

Ahora, a los 40, el contraste era desgarrador. Mientras se metía en la regadera, el agua caliente caía sobre su piel, pero no podía lavar la culpa ni la vergüenza que la consumían. 

Conocer a Gerson Moncada había sido un bálsamo; su risa y su calidez la hacían sentir viva de nuevo. 

Pero esa misma relación la había llevado a esta boda apresurada, impulsada por un embarazo inesperado, sin tiempo para procesar lo que significaba volver a casarse. Bajo la regadera, sus lágrimas se mezclaban con el agua, resbalando por su vientre, donde crecía el hijo de Gerson, concebido en una noche que ella apenas recordaba con claridad. 

Embarazada, divorciada y a punto de casarse de nuevo, Elisa no se sentía como la novia radiante de antaño, sino como una sombra, una “novia arruinada” destinada a un espectáculo de chismes y miradas indiscretas.


Los recuerdos de su matrimonio con Tomás regresaban como flashes. Había sido un matrimonio lleno de amor al principio, pero también de sacrificios. El divorcio, apenas un mes atrás, fue una herida abierta.
El agua caliente de la regadera cayó sobre su piel, pero no logró lavar el dolor ni la culpa.

Elisa nunca quiso traicionar a Tomás, pero Marisa Céspedes, su antigua amiga, la había manipulado. Una noche de copas, un supuesto encuentro inocente, se convirtió en una trampa. Marisa, con una sonrisa falsa, deslizó algo en su bebida, y Elisa, aturdida, terminó en los brazos de Gerson. Cuando descubrió que estaba embarazada, su mundo se derrumbó.
Gerson, al saberlo, insistió en que tuviera al bebé, diciendo que era lo correcto, pero Elisa se sentía como una marioneta en una vida que no había planeado.
Droga, alcohol, y una vulnerabilidad que Elisa prefería no recordar.
Y luego, el test de embarazo.
Y después… el juicio del pueblo.
Pero incluso después de todo, Tomás fue a buscarla.
Le pidió que regresara. Le dijo que la perdonaba, que él criaría ese hijo como suyo si ella volvía a casa.
Y por un instante, Elisa lo creyó posible.

Hasta que Zulema le dijo, con frialdad:
—¿Vas a condenar a tu hijo a crecer sin padre? ¿Vas a hacer que Tomás cargue con ese niño y lo señalen de cornudo en Calvillo?
Fue entonces cuando Elisa entendió.
Si regresaba con Tomás, no solo lo expondría al escarnio público. Lo obligaría a vivir bajo una humillación permanente.
Y no podía hacerle eso.
No a él.

Tomó la decisión como quien traga veneno lentamente.
Y aquí estaba. En un cuarto ajeno, por casarse con un hombre al que no amaba, con un hijo en el vientre, y sin sus hijas cerca.

Zulema, su cuñada, y doña Caridad, la abuela estricta de la familia, irrumpieron en el baño, rompiendo sus pensamientos. “¡Elisa, apúrate, que ya viene la maquillista!” gritó Zulema con una mezcla de entusiasmo y apuro, su acento hondureño resonando en la habitación. Doña Caridad, con una mirada que parecía imponer la tradición, ajustó las cortinas con impaciencia. Elisa sintió una punzada de rencor. ¿Por qué no habían convencido a Gerson de esperar hasta después del nacimiento del bebé? No quería ser el centro de los chismes, la mujer que se casa embarazada, con un vestido que gritaría su estado a todos los invitados. 

Pero nadie la escuchó, y ahora estaba atrapada y sin salida.

Salió de la regadera, envuelta en una bata, y se sentó frente al espejo.
La maquillista, una joven profesional con un maletín lleno de pinceles y colores, llegó con una sonrisa. Elisa apenas la miró, perdida en sus pensamientos.
Doña Caridad le siguió con paso firme, arreglando las cortinas como si el orden exterior pudiera controlar el caos interior.
Elisa se miró frente al espejo, y vio su reflejo.
El rostro que veía ya no era el de la joven enamorada. Era el de una mujer que sabía que lo que haría hoy no era por amor, sino por deber.

A los 18, su maquillaje había sido mínimo: un toque de polvo y lápiz labial rosa. Ahora, la maquillista aplicaba capas de base, sombras oscuras y un labial rojo intenso que la hacía parecer más una estrella de cine que una novia. Cuando terminó, Elisa se miró horrorizada. “¡Parezco una femme fatale, no una novia!” pensó, sintiendo que la imagen en el espejo no era suya. La maquillista, percibiendo su incomodidad, se justificó: “Tu futuro esposo me pidió que te maquillara así, dijo que quería que lucieras impactante para las fotos.” Elisa apretó los labios, conteniendo su frustración. Gerson, con su entusiasmo por una boda grandiosa, no entendía cuánto la hacía sentir expuesta.
¿Impactante para quién? ¿Para él o para los que la miren como un trofeo barato?

Cuando se miró al espejo, sintió un rechazo inmediato. No era ella. Era una imagen fabricada para las fotos, no para su alma.
—Parezco una actriz de cine erótico… —susurró, en voz tan baja que ni la maquillista escuchó.
Antes de ponerse el vestido, Zulema entró con una caja pequeña y una sonrisa pícara. “Elisa, Gerson me pidió que te diera esto,” dijo, sacando una tanga de encaje blanco, tan diminuta que parecía más un accesorio que ropa interior. Elisa frunció el ceño, confundida. “¿Y esto qué es?” preguntó, llena de incredulidad. 

Dime qué es ? —preguntó Elisa, horrorizada.
—Lo que usan las novias modernas. El vestido sirena marca todo, no podés llevar bragas normales. ¡No seas anticuada!
Zulema rió. “¡Es para que luzcas perfecta, mujer! Gerson dice que el vestido de sirena es tan entallado que cualquier braga se marcaría. Esto es lo que usan las novias modernas, ¿sabés? ¡No querés que se te note una línea rara en las fotos!” 


Elisa sintió que el rubor le subía al rostro.
Nunca había usado algo tan revelador, ni siquiera en la intimidad. La idea de llevar una tanga bajo un vestido que ya de por sí resaltaba cada curva de su cuerpo, incluyendo su vientre de ocho meses, la llenó de vergüenza. “No, Zulema, yo no uso estas cosas,” murmuró, sosteniendo la prenda con dos dedos como si fuera algo peligroso. Pero Zulema insistió, con ese tono cantarín y convincente: “¡Ay, Elisa, no te pongás difícil! Gerson quiere que estés divina, y vos querés verte bien para él, ¿no? Además, nadie lo va a saber, solo vos y él.” Doña Caridad, desde la esquina, carraspeó con desaprobación, pero no dijo nada, dejando claro que no se opondría a los deseos de Gerson.
Elisa, atrapada entre la presión y su deseo de no pelear en un día ya de por sí cargado, cedió. 
Elisa quiso negarse. Quiso gritar. Pero no tenía fuerzas para pelear.

Con las mejillas ardiendo, se dirigió al baño y se puso la tanga, sintiendo cada centímetro de su piel expuesta bajo la tela mínima.
Al mirarse en el espejo, se sintió aún más vulnerable, como si el mundo entero pudiera ver a través de su vestido.
Ni siquiera mi ropa interior es elección mía, pensó.
Pero no había tiempo para protestar; Zulema ya estaba llamándola para que se pusiera el vestido.


El corte sirena, elegido por Gerson y Zulema, era un calvario. Ajustado y revelador, marcaba cada curva de su cuerpo y, sobre todo, su vientre de ocho meses.
Cuando por fin se puso el vestido, el corte sirena, ceñido y revelador, hizo lo suyo.
Ajustado a cada curva, mostraba sin pudor su embarazo.
Zulema y la asistente nupcial tiraban y ajustaban, murmurando palabras de ánimo: “¡Te ves divina, Elisa!”
Zulema aplaudió.
— ¡Ese hombre se va a morir al verte!
Pero cuando Elisa se miró en el espejo, estuvo a punto de derrumbarse.
No veía a una novia; veía a una mujer que, a los ojos de los demás, sería juzgada como vulgar, una divorciada embarazada que no respetaba las normas de la iglesia ni de la sociedad. La tanga, oculta pero presente, intensificaba su incomodidad, como un recordatorio constante de que incluso los detalles más íntimos de este día no eran suyos. ¿Qué pensarían sus hijas, al saber que su madre, la mujer que les había enseñado valores, estaba así, expuesta y avergonzada?


“¡No llores, vas a arruinar el maquillaje!” exclamó Zulema, acercándose con un pañuelo. Elisa se tragó las lágrimas, sintiendo que cada paso hacia la boda era un sacrificio. Recordó cómo, con Tomás, había caminado hacia el altar con ligereza, segura de que estaba haciendo lo correcto. Ahora, cada paso era una lucha contra la vergüenza y el miedo al juicio. 

La estilista recogió su cabello en un chongo elegante para que el velo luciera espectacular, pero incluso ese detalle se sentía como otro peso más.


Finalmente, lista con su vestido, velo, maquillaje extravagante y la tanga que la hacía sentir desnuda, Elisa se miró una última vez en el espejo. La imagen reflejada era hermosa, sí, pero no era ella. Era una versión creada por Gerson, Zulema y la maquillista. Sin embargo, mientras se dirigía a la puerta, algo dentro de ella se encendió. Recordó a la joven de 18 años que había enfrentado el mundo con esperanza, y aunque ahora se sentía rota, seguía siendo Elisa. 

Por sus hijas, por el bebé que llevaba en su vientre, y por sí misma, decidió caminar hacia el juzgado con la cabeza en alto, aunque su corazón temblara.


En el juzgado civil de La Ceiba, el sol ardiente de la costa atlántica se filtraba por las ventanas del edificio, un lugar modesto con paredes blancas y un aire acondicionado que apenas aliviaba el calor húmedo. Elisa, escoltada por Zulema y doña Caridad, entró con el corazón apretado. 

Sus hijas no estaban allí; en solidaridad con su padre, Tomás, habían decidido no asistir, un rechazo silencioso que pesaba más que cualquier chisme. 
Eso dolía más que todo lo demás.
Cuando Elisa entró al juzgado civil, el calor húmedo de La Ceiba la envolvió como una manta sofocante.
Pero lo que realmente la hizo perder el aliento no fue el clima, sino la imagen de Gerson Moncada esperándola al fondo del salón.

Lucía imponente en un smoking negro perfectamente entallado, con la camisa blanca marcando el contorno de su pecho fuerte. La piel negra brillaba bajo la luz natural que entraba por las ventanas, y sus ojos oscuros, fijos en ella, parecían prometerle el mundo… o al menos una noche de rendición.

Elisa sintió cómo le temblaban las piernas. Una punzada de deseo —innegable, inconveniente— le recorrió el vientre, confundida entre las contracciones del embarazo y el magnetismo de ese hombre que, aunque no amaba, sí le hacía estremecer.
Dios... ¿por qué tiene que verse así hoy?
Su cuerpo no le respondía a la razón. La intensidad de Gerson, su olor, su postura segura, ese leve rastro de colonia masculina que la envolvía apenas se acercó a besarla en la mejilla…
Todo le hacía recordar lo fácil que fue ceder aquella noche, la fuerza de sus manos, su boca, su voz ronca diciéndole "mi reina".

Zulema, que la conocía demasiado bien, lo notó enseguida.
Se acercó por detrás, murmurando con una sonrisa burlona:
—Te tiembla el alma, Elisa… No disimulés, mujer. Ese negro te tiene loca de amor.

Elisa se sonrojó violentamente, pero no dijo nada.
Zulema se giró hacia Gerson y le soltó con tono cantarín:
—¡Gerson, mirá cómo te mira esta mujer! Vos la traés con el corazón brincando, papá. ¡La tenés embobada!

Gerson, sin perder la sonrisa, la miró de arriba abajo.
—¿Ah, sí? Pues que se prepare, porque la luna de miel apenas comienza.

Elisa apretó la mandíbula. Le habría encantado gritarle que no dijera esas cosas frente a otros, que no la expusiera más… pero en el fondo, parte de ella se encendía con ese descaro. Gerson no era Tomás, nunca lo sería. Pero tenía una virilidad desafiante, animal, que la sacudía.
Y aunque su alma aún llorara por Calvillo, su cuerpo tenía memoria de las noches con Gerson.
Y esa memoria, al verlo ahí tan guapo, no la dejaba en paz.

Gerson la esperaba dentro, sonriente, impecable en su smoking negro.
—¡Sos la novia más hermosa del mundo, mi amor! —dijo, inclinándose para darle un beso apasionado frente a todos.
Sus manos la tocaron sin pudor, palpando su trasero. No sintió el borde de ninguna prenda.
—Te pusiste lo que te mandé, ¿eh? —susurró con picardía.

Zulema soltó una carcajada.
—¡Mirá cómo se sonroja, Elisa! ¡No te hagás la inocente!
—¡Cállate, Zulema! —murmuró Elisa, sintiéndose expuesta, ridícula, como una niña disfrazada de adulta.
Elisa, aturdida, sintió sus mejillas arder. Zulema soltó una carcajada: “¡Mirá, Elisa, estás que te derretís! ¡Jajaja, no te hagás la tonta!” Elisa, ruborizándose, murmuró: “¡Cállate, Zulema!”


El juez, un hombre mayor con gafas y un bigote bien recortado, comenzó la ceremonia con un tono relajado pero formal. 

Explicó los derechos y deberes del matrimonio según el Código de Familia de Honduras, y con un guiño pícaro, comentó: “Aunque parece que ustedes ya vienen adelantados con eso, ¿verdad?” La sala estalló en risas, pero Elisa se quedó rígida, el comentario doliéndole como una puñalada. 
La sala rió. Elisa no.
El comentario le caló profundo.
¿Esto será así el resto de mi vida? ¿Ser la burla disfrazada de broma?
El juez, notando su expresión, se disculpó rápidamente y continuó. 

Maria Elisa Heredia Jouvet Mexicana de 40 años de edad.

Viene usted libremente a contraer matrimonio con el señor Gerson Moncada Rochez Hondureño de 26 años de edad.

Elisa tragó saliva.
Su mente gritó: ¡Corre! ¡Vuelve a casa! Tomás te perdonó. Aún puedes buscarlo.

Pero luego pensó en el rostro de Paola, en las lágrimas de Beatriz, en el silencio gélido de Nina.
Pensó en Tomás, en el dolor que le provocó.
Y en su bebé.
Cuando preguntó si aceptaban libremente el matrimonio, Elisa pensó en todo, en sus hijas, en el bebé que necesitaba estabilidad, y con un nudo en la garganta, dijo: “Sí, acepto.”
—sabiendo que con ello enterraba una parte de su alma

Y usted se dirigió el juez al novio.

Gerson Moncada Rochez, viene libremente a contraer matrimonio con la señorita María Elisa Heredia Jouvet.

Gerson, con entusiasmo, respondió: “¡Sí, acepto, señor juez!”


Tras el intercambio de anillos y la firma del acta, el juez los declaró marido y mujer. 

Hubo un aplauso breve, más por cortesía que por entusiasmo. 

Elisa sintió un alivio mezclado con aprensión. Este matrimonio le daría beneficios legales para su bebé, pero también la ataba a Gerson con obligaciones que la asustaban. 

Al salir del juzgado, Gerson la tomó de la mano, su smoking impecable bajo el sol. “Sos mi esposa ahora, mi reina,” dijo, su acento cargado de orgullo. 
Al salir, Gerson la tomó de la mano.
—Este bebé va a nacer con papá y mamá como Dios manda.
Elisa sonrió débilmente, pero su mente estaba con sus hijas.
Subieron al carro.
Elisa miró por la ventanilla. El mar resplandecía a lo lejos.
Pensó en sus hijas.
Paola, Beatriz y Nina, en el dolor que les había causado sin querer, en los chismes que correrían por la ciudad.
Pensó en Tomás.
Pensó en lo mucho que lo seguía amando, aunque jamás pudiera decírselo de nuevo.

Y pensó también en el bebé, en esa vida nueva que había venido a sacudirlo todo.
Tal vez esto no es amor.
Pero es lo correcto.

Suspiró.
Con el corazón temblando, se prometió algo: hablar con sus hijas, pedir perdón, reconstruir lo que pudiera.
No podía cambiar el pasado.
Pero aún tenía una vida por cuidar.
Y esa vida, que latía dentro de ella, merecía una madre fuerte.

Aunque la novia de hoy se sintiera rota.

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