Día 1 — El hombre de los collares

Había llegado a Río hacía apenas una mañana, y ya sentía que el tiempo se disolvía distinto, más lento, más tibio, cargado de una electricidad que me erizaba la piel y endurecía mis pezones contra la tela húmeda del bikini. Me senté frente al mar, dejando que la espuma mojara mis pies, fría y efervescente, mientras el ruido del oleaje borraba cualquier pensamiento pendiente, pero mi mente ya fantaseaba con conocer hombres y tener algún encuentro casual.

Mientras el viento jugaba con mi pelo, se acercó un hombre joven, de piel bronceada profunda, un tono chocolate intenso que nunca había visto antes, músculos definidos que brillaban con gotas de sudor como perlas. Llevaba una cuerda llena de collares colgando del brazo, cada uno distinto, con cuentas de colores que parecían guardar historias secretas, eróticas. Me ofreció uno, luego otro, sin insistencia, pero sus ojos negros se demoraban en mis tetas.

—Você gosta de azul? —me preguntó, sosteniendo un collar que parecía hecho con fragmentos de cielo, su voz ronca, grave, vibrando en mi pecho como un tambor.
No supe si me gustaba el azul o la manera en que lo decía, pero sentí un calor líquido subir por mi vientre, mi concha palpitando ante su proximidad. Sonreí y asentí. Terminamos hablando largo rato, pero sus dedos rozaban los míos al pasarme las cuentas, enviando chispas directas a mi clítoris hinchado. Recordaré siempre su cuerpo: hombros anchos, abdomen marcado con una V profunda que desaparecía en sus shorts, y cuando lo vi erecto más tarde, su pija era la más gruesa y larga que había imaginado, venosa, de un tono más oscuro en la cabeza, curvada ligeramente hacia arriba, fácilmente 23 centímetros de carne dura y palpitante —mi primera vez con un hombre de color, tan bien dotado que me intimidó y excitó a partes iguales.

Al despedirnos, me colocó el collar azul en el cuello. Sus dedos rozaron mi piel, ásperos y cálidos; sentí su aliento en mi oreja, masculinidad pura. Lo atraje hacia mí, y nuestros labios se encontraron en un beso, hambriento, lenguas enredándose con deseo. Nos apartamos a un rincón detrás de unas rocas, el sonido de las olas ahogando mis gemidos.
Allí, con la arena pegándose a nuestra piel sudorosa, me quitó el bikini, exponiendo mis pechos al sol ardiente. Sus labios succionaron un pezón, mordisqueando con dientes blancos y perfectos, mientras su mano se colaba bajo mi tanga, encontrándome empapada. Gemí cuando se hundieron en mí, tres de golpe, estirándome, curvándose para golpear con precisión salvaje. Me arrodillé, bajándole los shorts: su polla saltó libre, pesada, venas pulsando y marcadas. La tomé en mi boca, apenas cabiendo, saboreando el pre-semen salado y espeso, chupando salvaje mientras él gemía en portugués, enredando dedos fuertes en mi cabello.

Me levantó como si no pesara nada, me giró contra la roca áspera que raspaba mi espalda, y entró en mí de un empujón brutal, su grosor estirándome hasta el límite, dolor placentero mezclado con éxtasis. Sus caderas chocaban con fuerza, bolas pesadas golpeando mi concha, el sonido húmedo y obsceno. Cambió posiciones sin esfuerzo: me cargó en brazos, follándome de pie, luego en misionero sobre la arena caliente, mis piernas sobre sus hombros para penetraciones profundas que me retorcía de dolor y placer, quería que fuera mas suave ya la vez queria que siga siendo una bestia incontrolable Su vigor era inagotable, embistiendo como un animal, sudor goteando de su pecho oscuro sobre mis tetas. Acabé cuatro veces —nunca había acabado tanto—, contrayéndome alrededor de él, mojando toda su pija. Finalmente acabó adentro, chorros calientes y abundantes, llenándome hasta desbordar, semen resbalando por mis muslos mientras colapsaba exhausta, piernas temblando, cuerpo agotado como después de una maratón sexual.
Cuando se alejó, me quedé mirando el mar, su semen aún goteando. El collar colgando en mi cuello, su forma de marcarme y demostrar que me cojio como nunca.
Esa noche, toqué las cuentas azules, masturbándome recordando cada vena de su pija, cada embestida. Comprendí que un viaje empieza al ser cojida salvajemente por primera vez.
Día 2 — El hombre de la playa
Aquel segundo día amaneció brillante, cielo limpio invitando a excesos. Caminé por la orilla, arena húmeda entre dedos, bikini mínimo dejando mis labios vaginales marcados, caderas balanceándose. Lo vi: torso fuerte, piel tostada oscura como ébano, músculos abultados y sudorosos, short delineando un bulto masivo. Su cuerpo era puro poder: brazos venosos, pectorales duros, y más tarde descubriría su polla —aún más grande que la del primero, 25 centímetros de grosor intimidante, cabeza grande y que abriría su paso preparando su gorda pija, mi primera experiencia con tal magnitud.

—Você procura algo? —sus ojos devorando mis curvas, voz grave prometiendo dominación. Acepté su compañía. Durante el almuerzo, sus manos bajo la mesa rozaban mi muslo, uñas arañando ligeramente, anticipando algo salvaje.
Por la noche, en el bar, samba y feromonas. Bailamos cerca, su erección presionando mi vientre, sintiendo como latia, la tocaba en la oscuridad sobre su ropa, la masajeaba y no terminaba de entender cómo alguien podía tener algo así, cada roce, cada masaje era un pensamiento que invadía mi cabeza de deseo. Salimos a un callejón oscuro. Aquí explotó: agarró una cuerda tirada de la playa, me ató las muñecas a un poste oxidado, el metal frío contra mi piel. "Quieta, puta", gruñó en portugués. Azotó mi culo con mano abierta, palmadas resonando, dejando marcas rojas ardientes. Mordió mi cuello, mientras sus dedos invadía mi concha, cuatro dedos, los sentía empujar y luchar contra mi apretada vagina estirándose obscenamente.

Me arrodillé, boca abierta; me folló la garganta con su polla monstruosa, reiteradas veces tuvo que detenerse por las arcadas eran cada vez peor, no estaba preparada para una verga asi, bolas pesadas golpeando mi cara, mi saliva por todas partes, arcadas mezcladas con baba espesa. En el suelo sucio, me cojió en cuatro, un salvaje, tirando de mi cabello con fuerza, obligando a arquearme, por momentos me agarraba del cuello, con una mano casi cubría por completo mi garganta, apretaba y me costaba más respirar —dolor exquisito, placer punzante. Se reconozco y me puso encima, yo cabalgando, él pellizcando mis pezones con sus dedos, los mordia, sentia que los iba a arrancar, estaban muy hinchados, luego anal: me preparo intentando meter su mano completa en mi boca, la lempapó con mi saliva y despues fue directo colar sus dedos en mi culo, entró lento al principio, luego feroz, yo ahogaba mis gritos, me movia y retorcia de placer. Cuando sintió que ya estaba lista apoyó la cabeza de su pija en mi culo, me miro fijamente un instante y sin avisar la hundió hasta el fondo. Grité como nunca, me tapo la boca y nunca se detuvo ni fue suave. Por el contrario, verme así lo invitaba a ser más salvaje, su vigor inhumano embistiendo mi culo con tanta intensidad. Acabé siete veces —récord absoluto, nunca tantos— totalmente mojada, chorros que empapaban el suelo, cuerpo convulsionando.

No se detuvo ahí, fuimos al hotel: atada boca abajo a la cama con sábanas, tomó diferentes frutas de la mesa de recepción, las fue metiendo en mi culo, probando profundidad y ancho de cada una, algunas se rompían por mi culo apretado, sentí los jugos chorrear, sentí su boca limpiarme y comer, devorando todo, mezcla de mis orgasmos y de los dulces sabores frutales. me dio vuelta, yo casi sin fuerzas, colocó su pija gorda pero no dura por completo en mi boca, me agarró de la cabeza y le hice un pete por no se cuanto tiempo. Sentía como se iba poniendo duro, cada vez costaba más que entrará, cada vez más caliente, cada vez con más fuerza empujaba por mi garganta, ya casi no podía respirar cuando sentí su leche espesa y caliente cubriéndome toda la cara. Exhausta, colapsé, músculos doloridos, concha y culo palpitantes, agotada como nunca.

Día 3 — El reencuentro
El tercer día fui a la playa temprano, buscando la calma del agua antes de que llegaran los turistas, mi cuerpo aún palpitaba de los días anteriores. Entre las sombras de las sombrillas lo vi: era él, el hombre de los collares. Llevaba la misma sonrisa tranquila, pero esta vez no estaba solo. Me saludó con un gesto y, al acercarse, me presentó a su amigo, un hombre de unos 50 años, risueño. El se despidió pronto y me dejó con su amigo, frente al mar, con una mirada cómplice.

Nos miramos en silencio unos segundos, y todo el ruido del entorno se desvaneció, reemplazado por el latido de mi deseo. Me preguntó si quería nadar, y acepté. El agua estaba tibia, envolvente, y pronto nos alejamos un poco de la orilla. No soy buena nadadora, y él lo notó. Se acercó para enseñarme, sosteniéndome con suavidad. Sentí la firmeza de sus brazos, la seguridad con la que se movía en el mar, y por un instante me dejé llevar, mi cuerpo rozando el suyo bajo el agua.
Flotamos juntos, riendo, dejándonos arrastrar por la corriente suave. No había prisa ni palabras necesarias, pero sus manos bajaron a mis caderas, me acarició el culo, y metió su mano por debajo del bikini inferior discretamente. En el agua, me penetró con los dedos, luego con su polla dura, follándome flotando, el mar amortiguando nuestros gemidos. Sus embestidas eran lentas, profundas, el agua salpicando mientras me llenaba, mi clítoris rozando su pubis hasta el orgasmo acuático.

Cuando regresamos a la arena, el sol estaba en lo alto. Caminamos hasta mi hotel sin planearlo, como si el día mismo nos guiara. En la habitación, lo desnude con paciencia, le saque la musculosa mientras besaba su pecho, acariciaba su espalda, frotaba mis tetas por todo su torso.
Le bajé el pantalón junto con el boxer, me quede arrodillada detrás de él, abri sus cachetes y le di un beso negro. Mi lengua acariciaba su ano, mis manos masajeaban sus bolas, recorrían su pija dura. No paro de gemir y senti el temblor de sus piernas, ahí hundí mi lengua en su culo moviéndose en círculos, tratando de llegar cada vez más profundo, apreté sus huevos y su pija, en mis manos sentí el palpitar, su grito y las contracciones de su culo me dieron la señal de que acabo.
No para de ordeñar y ver como salían litros de leche, el piso lleno. empecé a tomarla y chupar el piso, dejándolo limpio, él se sentó en la cama mientras seguía pajeandose.

Me invitó a la cama, lamiendo cada centímetro de mi cuerpo: pezones, ombligo, concha y culo. Su lengua danzó en mi clítoris, dedos en mi ano, llevándome a un orgasmo que empapó las sábanas. Lo monté, cabalgando su polla gruesa, girando caderas, sintiendo sus dedos juguetear en mi culo. Cambiamos de posición, me puso en cuatro, él azotando mi culo, tirando de mi cabello mientras me follaba con fuerza animal, corriéndose en mi boca al final, yo tragando cada gota.
Pasamos la tarde hablando, escuchando la ciudad desde la ventana, compartiendo silencios cómodos interrumpidos por rondas de sexo: 69 hasta acabar juntos, anal lento y profundo mientras estaba acsotada de lado, orgasmos múltiples que nos dejaban temblando.
Al caer la noche, él me prometió volver antes de que yo me marchara. No fue una promesa vacía: la dijo con esa calma suya, la de quien sólo promete lo que realmente puede cumplir, y lo cumplió con una última cojida intensa.
Mientras dormía, con la brisa de Río entrando por la ventana, supe que no importaba cuánto duraran estas vacaciones. Lo esencial ya había ocurrido: había recordado lo que se siente estar viva, sin reservas, sin miedo al tiempo, follada hasta el éxtasis.
Epílogo — El viaje interior
Cuando regresé a casa, Río seguía conmigo, esos hombres extraños me acompañaban. No en las fotos ni en los recuerdos ordenados, sino en algo más sutil: en la forma en que el aire parecía distinto, en la seguridad con que caminaba, en la certeza de haberme reencontrado conmigo misma a través del placer liberador.
Durante años había vivido con una idea precisa de lo que debía sentir, de cómo debía comportarme, de qué vínculos valían la pena. Pero esos días me mostraron que la vida no siempre se mide en permanencias, sino en instantes de placer. Que hay miradas capaces de cambiar el rumbo de un día entero, y pijas que despiertan algo dormido, conchas que se abren sin miedo.
Cada hombre que conocí fue una historia breve, una cojida distinta. No los pienso como amores, sino como espejos carnales: en cada uno vi una parte mía que desconocía. La adrenalina de lo espontáneo, la plenitud de entregarse al momento sin temor al desenlace, explorando cada orificio.
Río me enseñó a no planear tanto. A entender que abrir el corazón —y las piernas— no siempre es una apuesta al futuro, sino una forma de estar presente, de sentir la leche caliente, los orgasmos explosivos. Desde entonces miro el mundo con menos defensas y más curiosidad erótica.
No sé si volveré a encontrarme con ellos, ni me preocupa. Lo importante es que ese viaje me abrió a la posibilidad de sentir con libertad, de cojer con la misma naturalidad con que el mar toca la orilla: sin pedir permiso, sin intención de quedarse para siempre, pero dejando huellas húmedas y palpitantes que el tiempo no borra.


Había llegado a Río hacía apenas una mañana, y ya sentía que el tiempo se disolvía distinto, más lento, más tibio, cargado de una electricidad que me erizaba la piel y endurecía mis pezones contra la tela húmeda del bikini. Me senté frente al mar, dejando que la espuma mojara mis pies, fría y efervescente, mientras el ruido del oleaje borraba cualquier pensamiento pendiente, pero mi mente ya fantaseaba con conocer hombres y tener algún encuentro casual.

Mientras el viento jugaba con mi pelo, se acercó un hombre joven, de piel bronceada profunda, un tono chocolate intenso que nunca había visto antes, músculos definidos que brillaban con gotas de sudor como perlas. Llevaba una cuerda llena de collares colgando del brazo, cada uno distinto, con cuentas de colores que parecían guardar historias secretas, eróticas. Me ofreció uno, luego otro, sin insistencia, pero sus ojos negros se demoraban en mis tetas.

—Você gosta de azul? —me preguntó, sosteniendo un collar que parecía hecho con fragmentos de cielo, su voz ronca, grave, vibrando en mi pecho como un tambor.
No supe si me gustaba el azul o la manera en que lo decía, pero sentí un calor líquido subir por mi vientre, mi concha palpitando ante su proximidad. Sonreí y asentí. Terminamos hablando largo rato, pero sus dedos rozaban los míos al pasarme las cuentas, enviando chispas directas a mi clítoris hinchado. Recordaré siempre su cuerpo: hombros anchos, abdomen marcado con una V profunda que desaparecía en sus shorts, y cuando lo vi erecto más tarde, su pija era la más gruesa y larga que había imaginado, venosa, de un tono más oscuro en la cabeza, curvada ligeramente hacia arriba, fácilmente 23 centímetros de carne dura y palpitante —mi primera vez con un hombre de color, tan bien dotado que me intimidó y excitó a partes iguales.

Al despedirnos, me colocó el collar azul en el cuello. Sus dedos rozaron mi piel, ásperos y cálidos; sentí su aliento en mi oreja, masculinidad pura. Lo atraje hacia mí, y nuestros labios se encontraron en un beso, hambriento, lenguas enredándose con deseo. Nos apartamos a un rincón detrás de unas rocas, el sonido de las olas ahogando mis gemidos.
Allí, con la arena pegándose a nuestra piel sudorosa, me quitó el bikini, exponiendo mis pechos al sol ardiente. Sus labios succionaron un pezón, mordisqueando con dientes blancos y perfectos, mientras su mano se colaba bajo mi tanga, encontrándome empapada. Gemí cuando se hundieron en mí, tres de golpe, estirándome, curvándose para golpear con precisión salvaje. Me arrodillé, bajándole los shorts: su polla saltó libre, pesada, venas pulsando y marcadas. La tomé en mi boca, apenas cabiendo, saboreando el pre-semen salado y espeso, chupando salvaje mientras él gemía en portugués, enredando dedos fuertes en mi cabello.

Me levantó como si no pesara nada, me giró contra la roca áspera que raspaba mi espalda, y entró en mí de un empujón brutal, su grosor estirándome hasta el límite, dolor placentero mezclado con éxtasis. Sus caderas chocaban con fuerza, bolas pesadas golpeando mi concha, el sonido húmedo y obsceno. Cambió posiciones sin esfuerzo: me cargó en brazos, follándome de pie, luego en misionero sobre la arena caliente, mis piernas sobre sus hombros para penetraciones profundas que me retorcía de dolor y placer, quería que fuera mas suave ya la vez queria que siga siendo una bestia incontrolable Su vigor era inagotable, embistiendo como un animal, sudor goteando de su pecho oscuro sobre mis tetas. Acabé cuatro veces —nunca había acabado tanto—, contrayéndome alrededor de él, mojando toda su pija. Finalmente acabó adentro, chorros calientes y abundantes, llenándome hasta desbordar, semen resbalando por mis muslos mientras colapsaba exhausta, piernas temblando, cuerpo agotado como después de una maratón sexual.
Cuando se alejó, me quedé mirando el mar, su semen aún goteando. El collar colgando en mi cuello, su forma de marcarme y demostrar que me cojio como nunca.
Esa noche, toqué las cuentas azules, masturbándome recordando cada vena de su pija, cada embestida. Comprendí que un viaje empieza al ser cojida salvajemente por primera vez.
Día 2 — El hombre de la playa
Aquel segundo día amaneció brillante, cielo limpio invitando a excesos. Caminé por la orilla, arena húmeda entre dedos, bikini mínimo dejando mis labios vaginales marcados, caderas balanceándose. Lo vi: torso fuerte, piel tostada oscura como ébano, músculos abultados y sudorosos, short delineando un bulto masivo. Su cuerpo era puro poder: brazos venosos, pectorales duros, y más tarde descubriría su polla —aún más grande que la del primero, 25 centímetros de grosor intimidante, cabeza grande y que abriría su paso preparando su gorda pija, mi primera experiencia con tal magnitud.

—Você procura algo? —sus ojos devorando mis curvas, voz grave prometiendo dominación. Acepté su compañía. Durante el almuerzo, sus manos bajo la mesa rozaban mi muslo, uñas arañando ligeramente, anticipando algo salvaje.
Por la noche, en el bar, samba y feromonas. Bailamos cerca, su erección presionando mi vientre, sintiendo como latia, la tocaba en la oscuridad sobre su ropa, la masajeaba y no terminaba de entender cómo alguien podía tener algo así, cada roce, cada masaje era un pensamiento que invadía mi cabeza de deseo. Salimos a un callejón oscuro. Aquí explotó: agarró una cuerda tirada de la playa, me ató las muñecas a un poste oxidado, el metal frío contra mi piel. "Quieta, puta", gruñó en portugués. Azotó mi culo con mano abierta, palmadas resonando, dejando marcas rojas ardientes. Mordió mi cuello, mientras sus dedos invadía mi concha, cuatro dedos, los sentía empujar y luchar contra mi apretada vagina estirándose obscenamente.

Me arrodillé, boca abierta; me folló la garganta con su polla monstruosa, reiteradas veces tuvo que detenerse por las arcadas eran cada vez peor, no estaba preparada para una verga asi, bolas pesadas golpeando mi cara, mi saliva por todas partes, arcadas mezcladas con baba espesa. En el suelo sucio, me cojió en cuatro, un salvaje, tirando de mi cabello con fuerza, obligando a arquearme, por momentos me agarraba del cuello, con una mano casi cubría por completo mi garganta, apretaba y me costaba más respirar —dolor exquisito, placer punzante. Se reconozco y me puso encima, yo cabalgando, él pellizcando mis pezones con sus dedos, los mordia, sentia que los iba a arrancar, estaban muy hinchados, luego anal: me preparo intentando meter su mano completa en mi boca, la lempapó con mi saliva y despues fue directo colar sus dedos en mi culo, entró lento al principio, luego feroz, yo ahogaba mis gritos, me movia y retorcia de placer. Cuando sintió que ya estaba lista apoyó la cabeza de su pija en mi culo, me miro fijamente un instante y sin avisar la hundió hasta el fondo. Grité como nunca, me tapo la boca y nunca se detuvo ni fue suave. Por el contrario, verme así lo invitaba a ser más salvaje, su vigor inhumano embistiendo mi culo con tanta intensidad. Acabé siete veces —récord absoluto, nunca tantos— totalmente mojada, chorros que empapaban el suelo, cuerpo convulsionando.

No se detuvo ahí, fuimos al hotel: atada boca abajo a la cama con sábanas, tomó diferentes frutas de la mesa de recepción, las fue metiendo en mi culo, probando profundidad y ancho de cada una, algunas se rompían por mi culo apretado, sentí los jugos chorrear, sentí su boca limpiarme y comer, devorando todo, mezcla de mis orgasmos y de los dulces sabores frutales. me dio vuelta, yo casi sin fuerzas, colocó su pija gorda pero no dura por completo en mi boca, me agarró de la cabeza y le hice un pete por no se cuanto tiempo. Sentía como se iba poniendo duro, cada vez costaba más que entrará, cada vez más caliente, cada vez con más fuerza empujaba por mi garganta, ya casi no podía respirar cuando sentí su leche espesa y caliente cubriéndome toda la cara. Exhausta, colapsé, músculos doloridos, concha y culo palpitantes, agotada como nunca.

Día 3 — El reencuentro
El tercer día fui a la playa temprano, buscando la calma del agua antes de que llegaran los turistas, mi cuerpo aún palpitaba de los días anteriores. Entre las sombras de las sombrillas lo vi: era él, el hombre de los collares. Llevaba la misma sonrisa tranquila, pero esta vez no estaba solo. Me saludó con un gesto y, al acercarse, me presentó a su amigo, un hombre de unos 50 años, risueño. El se despidió pronto y me dejó con su amigo, frente al mar, con una mirada cómplice.

Nos miramos en silencio unos segundos, y todo el ruido del entorno se desvaneció, reemplazado por el latido de mi deseo. Me preguntó si quería nadar, y acepté. El agua estaba tibia, envolvente, y pronto nos alejamos un poco de la orilla. No soy buena nadadora, y él lo notó. Se acercó para enseñarme, sosteniéndome con suavidad. Sentí la firmeza de sus brazos, la seguridad con la que se movía en el mar, y por un instante me dejé llevar, mi cuerpo rozando el suyo bajo el agua.
Flotamos juntos, riendo, dejándonos arrastrar por la corriente suave. No había prisa ni palabras necesarias, pero sus manos bajaron a mis caderas, me acarició el culo, y metió su mano por debajo del bikini inferior discretamente. En el agua, me penetró con los dedos, luego con su polla dura, follándome flotando, el mar amortiguando nuestros gemidos. Sus embestidas eran lentas, profundas, el agua salpicando mientras me llenaba, mi clítoris rozando su pubis hasta el orgasmo acuático.

Cuando regresamos a la arena, el sol estaba en lo alto. Caminamos hasta mi hotel sin planearlo, como si el día mismo nos guiara. En la habitación, lo desnude con paciencia, le saque la musculosa mientras besaba su pecho, acariciaba su espalda, frotaba mis tetas por todo su torso.
Le bajé el pantalón junto con el boxer, me quede arrodillada detrás de él, abri sus cachetes y le di un beso negro. Mi lengua acariciaba su ano, mis manos masajeaban sus bolas, recorrían su pija dura. No paro de gemir y senti el temblor de sus piernas, ahí hundí mi lengua en su culo moviéndose en círculos, tratando de llegar cada vez más profundo, apreté sus huevos y su pija, en mis manos sentí el palpitar, su grito y las contracciones de su culo me dieron la señal de que acabo.
No para de ordeñar y ver como salían litros de leche, el piso lleno. empecé a tomarla y chupar el piso, dejándolo limpio, él se sentó en la cama mientras seguía pajeandose.

Me invitó a la cama, lamiendo cada centímetro de mi cuerpo: pezones, ombligo, concha y culo. Su lengua danzó en mi clítoris, dedos en mi ano, llevándome a un orgasmo que empapó las sábanas. Lo monté, cabalgando su polla gruesa, girando caderas, sintiendo sus dedos juguetear en mi culo. Cambiamos de posición, me puso en cuatro, él azotando mi culo, tirando de mi cabello mientras me follaba con fuerza animal, corriéndose en mi boca al final, yo tragando cada gota.
Pasamos la tarde hablando, escuchando la ciudad desde la ventana, compartiendo silencios cómodos interrumpidos por rondas de sexo: 69 hasta acabar juntos, anal lento y profundo mientras estaba acsotada de lado, orgasmos múltiples que nos dejaban temblando.
Al caer la noche, él me prometió volver antes de que yo me marchara. No fue una promesa vacía: la dijo con esa calma suya, la de quien sólo promete lo que realmente puede cumplir, y lo cumplió con una última cojida intensa.
Mientras dormía, con la brisa de Río entrando por la ventana, supe que no importaba cuánto duraran estas vacaciones. Lo esencial ya había ocurrido: había recordado lo que se siente estar viva, sin reservas, sin miedo al tiempo, follada hasta el éxtasis.
Epílogo — El viaje interior
Cuando regresé a casa, Río seguía conmigo, esos hombres extraños me acompañaban. No en las fotos ni en los recuerdos ordenados, sino en algo más sutil: en la forma en que el aire parecía distinto, en la seguridad con que caminaba, en la certeza de haberme reencontrado conmigo misma a través del placer liberador.
Durante años había vivido con una idea precisa de lo que debía sentir, de cómo debía comportarme, de qué vínculos valían la pena. Pero esos días me mostraron que la vida no siempre se mide en permanencias, sino en instantes de placer. Que hay miradas capaces de cambiar el rumbo de un día entero, y pijas que despiertan algo dormido, conchas que se abren sin miedo.
Cada hombre que conocí fue una historia breve, una cojida distinta. No los pienso como amores, sino como espejos carnales: en cada uno vi una parte mía que desconocía. La adrenalina de lo espontáneo, la plenitud de entregarse al momento sin temor al desenlace, explorando cada orificio.
Río me enseñó a no planear tanto. A entender que abrir el corazón —y las piernas— no siempre es una apuesta al futuro, sino una forma de estar presente, de sentir la leche caliente, los orgasmos explosivos. Desde entonces miro el mundo con menos defensas y más curiosidad erótica.
No sé si volveré a encontrarme con ellos, ni me preocupa. Lo importante es que ese viaje me abrió a la posibilidad de sentir con libertad, de cojer con la misma naturalidad con que el mar toca la orilla: sin pedir permiso, sin intención de quedarse para siempre, pero dejando huellas húmedas y palpitantes que el tiempo no borra.

1 comentarios - Vacaciones en brasil (mi preceptora)