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La Nueva Puta Del Rancho 3

Capítulo 3: El Testigo Inesperado

Él no se quedó atrás. Se quitó la camisa y los jeans, quedando solo en su boxer ajustado. La evidencia de su excitación ya era claramente visible, moldeando la tela.

Corrimos y nos lanzamos al agua fresca. La sensación fue un alivio para el calor, pero un tormento para el deseo. Jugamos como niños, salpicándonos, riendo, pero cada "accidente" táctico era deliberado. Mis pechos rozaban su espalda cuando lo intentaba hundir, mis nalgas chocaban contra su entrepierna cuando me escapaba.

La tensión se volvió insoportable. En un movimiento fluido, me atrapó contra su cuerpo, cerca de la orilla, donde el agua nos llegaba a la cintura. Ya no había risas.

—Ya es suficiente de juegos, primita —dijo, y su boca capturó la mía en un beso que no tenía nada de infantil.

Fue un beso hambriento, lleno de la misma urgencia animal de la noche anterior. Le correspondí con igual ferocidad, mis manos enredándose en su cabello mojado. Y entonces, bajo la superficie turbia del agua, mi mano encontró su boxer. Metí la mano dentro y agarré su verga, ya completamente dura y palpitante. La empecé a masturbar con movimientos firmes, siguiendo el ritmo de nuestras lenguas. Él rompió el beso para jadear, enterrando su rostro en mi cuello.


La Nueva Puta Del Rancho 3


—Esta conchita te quiere adentro otra vez, León —susurré en su oído, mientras mi puño subía y bajaba por su longitud bajo el agua.

—Aquí no —gruñó, aunque su cuerpo decía lo contrario, empujando contra mi mano—. Demasiado abierto.

—¿Y a quién le importa? —reté, acelerando el movimiento—. No hay nadie.

Sus manos agarraron las delgadas tiras de mi bikini. Con un tirón seco, las rompió.

Nuestros besos se volvieron más profundos y desesperados, salados por el agua del río y el sudor. Mientras mi puño seguía masturbando su verga dura y palpitante bajo la superficie, sentí la mano de León deslizarse por mi muslo mojado y meterse entre mis piernas. Dos de sus dedos rudos encontraron mi clítoris hinchado y comenzaron a masajearlo en círculos expertos, haciéndome gemir en su boca.

—Sí, ahí... no pares —supliqué, separando mis labios para darle mejor acceso.

Él no necesitó más invitación. Sus dedos, primero uno y luego dos, se enterraron en mi vagina con una firmeza que me hizo arquear la espalda. El contraste era electrizante: el agua fresca del río en mi piel y el calor de sus dedos moviéndose dentro de mí.

—Estás chorreando, primita —murmuró contra mis labios, sus dedos saliendo y entrando con un sonido húmedo y obsceno—. Toda esta conchita mojada es por mí.

—Es por ti, papi —confirmé, perdida en la sensación—. Pero quiero tu verga, no tus dedos. Métemela toda.

Esa fue la chispa que necesitaba. Me tomó de la mano y me guió fuera del agua. Caminamos tambaleándonos, empapados y jadeantes, hasta el pequeño claro de pasto donde habíamos dejado nuestra ropa. Él extendió su camisa a cuadros en el suelo.

—Acuéstate —ordenó, y su voz era áspera con el deseo.

Me recosté boca arriba sobre la tela áspera, la hierba húmeda tocando mi espalda. Abrí las piernas en una invitación obscena, completamente expuesta a la luz del día. Él se arrodilló entre mis muslos, su boxer empapado ya desaparecido. Su verga, imponente y erecta, se cernía sobre mí.

En lugar de entrar, se inclinó y comenzó a frotar la cabeza, gruesa y brillante, contra mi clítoris y mis labios empapados. El contacto era una tortura exquisita.

—León, por favor —supliqué, levantando mis caderas para intentar impalarme—. Déjate de juegos y métemela.

—¿Tanta prisa tienes, zorrita? —preguntó con una sonrisa cruel, frotándose lentamente, haciendo que cada nervio de mi cuerpo suplicara por penetración.

—¡Sí! ¡Te quiero dentro! —grité, ya sin vergüenza.

Finalmente, cedió. Con una lentitud agonizante, comenzó a entrar. Sentí cada centímetro de su grosor abriéndome, estirándome, llenándome por completo. Un gemido largo y tembloroso escapó de mis labios mientras mis uñas se clavaban en la tierra.

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—Dios... qué... grande —logré decir entre jadeos.

Él comenzó a moverse, una embestida lenta y profunda que hacía que mis ojos se volvieran hacia atrás. Se inclinó y enterró su cara en mi cuello, mordiendo y chupando la piel mientras sus caderas mantenían un ritmo constante y demoledor.

—Esta concha es mía —gruñó en mi oído con cada empuje—. Solo mía.

Mis gemidos se mezclaban con el sonido del agua y los pájaros. Estaba perdida en el placer, en la sensación de ser poseída tan completamente bajo el cielo abierto. Mis ojos, entrecerrados, vagaron sin rumbo por la orilla opuesta del río, sobre los árboles que se mecían suavemente.

Y entonces lo vi.

Una figura. Una silueta oscura y familiar entre la espesura del otro lado. No era un animal. Era una persona, alta, inmóvil. Me quedé paralizada, el placer mezclándose de repente con una punzada de pánico. En el instante en que mis ojos se enfocaron y reconocí la postura, la figura se movió con rapidez, girando y escondiéndose detrás de un grueso tronco de árbol, desapareciendo de la vista.

—¡Espera! —le dije a León, agarrándome de la muñeca. Su respiración era un torbellino, sus ojos vidriosos por el deseo y la sorpresa

—. ¿Qué pasa? ¿Oíste algo?— me preguntó

—No, nada —mentí, soltándome con una sonrisa forzada que esperaba fuera convincente—. Solo... que me salpica el agua y está fría. Sigamos.—

Me volví hacia él, encerrando su rostro entre mis manos y dándole un beso profundo para distraerlo. Funcionó. Con un gruñido, su boca devoró la mía y sus manos volvieron a mi cuerpo, esta vez más urgentes, más posesivas. Pero mi mente ya no estaba allí. Mientras él me giraba y me apoyaba contra una roca grande y lisa en la orilla, levantándome una pierna para penetrarme con una embestida que me hizo gritar, mis ojos se abrieron de par en par sobre su hombro, escaneando la línea de árboles.

Allí. Un movimiento. Un destello de camisa entre el follaje espeso. Mi corazón se aceleró, pero no de miedo. Una oleada de excitación prohibida, aún más intensa que la que me provocaba León, me recorrió. Cada gemido que forzaba, cada arqueo de mi espalda, ya no era solo para mi primo. Era para esa sombra. Para esos ojos que nos observaban.

—¡Sí, León, sí! —grité, exagerando mi éxtasis, sabiendo que cada sonido llegaría hasta el espía.

El climax de León fue brutal. Un rugido gutural escapó de su garganta mientras sus caderas se estrellaban contra las mías en una serie de espasmos finales. Sentí el chorro caliente de su semen en mi vientre, marcándome. Jadeamos, pegados el uno al otro, el agua del río lavando lentamente la evidencia de nuestro acto.

—Mierda, Zoé —murmuró él, con la cabeza enterrada en mi cuello.

—Tengo que orinar —dije de repente, separándome de él con un movimiento rápido—. Espera aquí.

Sin darle tiempo a responder, me puse de pie y, en lugar de dirigirme hacia los arbustos más cercanos y discretos, caminé con determinación, me puse el bra del bikini y la diminuta tanga aun con su semen resbalando por mi muslo, caminé hacia la espesura de donde había visto el movimiento. Mi corazón latía con fuerza, no por la cautela, sino por la anticipación.

La maleza crujió bajo mis pies. Al acercarme, la figura se puso tensa, tratando de retroceder, pero fue demasiado lenta. La luz del sol, filtrándose entre las hojas, iluminó la escena con una claridad obscena.

Allí, con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos, estaba mi abuelo Agustín. Su rostro estaba pálido, contraído en una máscara de horror y vergüenza. Su mano derecha todavía sostenía su pene, que estaba semi-erecto y húmedo. Había estado masturbándose mientras nos observaba.

—¿Quién eres? —le grité, con una voz que pretendía ser de sorpresa indignada, pero que en realidad temblaba de una emoción completamente diferente.

Él dio un traspiés, tratando de subirse los pantalones con manos temblorosas, pero la tela mojada se enredó en sus botas.

—Zoé... yo... mija, yo solo... —tartamudeó, incapaz de formar una frase coherente.

Nuestras miradas se encontraron. En sus ojos ya no había solo pánico. Ahora había una confesión brutal, un deseo tan profundo y tan prohibido que el aire a nuestro alrededor pareció enrarecerse. Yo, completamente desnuda y marcada por su nieto, lo miraba fijamente, desafiante, excitada hasta la médula por el giro depravado que todo había tomado. El silencio entre nosotros era más elocuente que cualquier palabra.

Me cubrí instintivamente con los brazos, aunque sabía que era inútil. Ya lo había visto todo. Ya lo había sentido todo a través de los arbustos.

—¿Y por eso nos espías? ¿Por eso te... te tocas viéndonos? —pregunté, y noté cómo mi voz sonaba más curiosa que furiosa.

—¡No es solo eso! —explotó él, y una mueca de genuina angustia deformó su rostro—. Hace cinco años, Zoé. Cinco años desde que tu abuela me tocó por última vez. Duermo en otra habitación. Soy un fantasma en mi propia casa.

Caminé un paso hacia la orilla, sin dejar de observarlo. El agua goteaba de mi cuerpo, enfatizando cada curva que sus ojos devoraban.

—Podrías... buscar a alguien —sugerí, sabiendo que era una provocación.

—¿Crees que no lo he intentado? —su risa fue amarga—. Hace un año fui a la ciudad, a un bar de esos... donde hay mujeres. Una se me acercó. Pero tenía miedo, miedo de que alguien me viera, de que el escándalo llegara a oídos de Elena... de todo el pueblo. La respeto, a tu abuela, maldita sea. Pero esto... esto me está matando.

Sus ojos se llenaron de un brillo húmedo y lujurioso al mismo tiempo.

—Pero verte a ti... —continuó, su voz se redujo a un susurro ronco—. Verte con León, tan salvaje, tan libre... Esa forma en que mueves las caderas... los sonidos que haces... Fue más fuerte que yo. Fue como si me hubieras dado permiso para desear otra vez.

—No te di ningún permiso —dije, pero mis palabras carecían de fuerza. Una parte de mí, retorcida y excitada, se sentía halagada por ese deseo tan antiguo y prohibido.

—Lo sé, lo sé —asintió, y fue entonces cuando su tono cambió. La desesperación dio paso a una peligrosa calma—. Pero ahora ya está. Ya sé cómo suenas cuando te corrés. Ya sé cómo se te marca ese culo perfecto cuando te empotan contra un árbol. —Hizo una pausa, cargada de intención—. Sería una lástima, Zoé, una verdadera lástima, que toda la familia supiera esos detalles. Que tu padre supiera lo que hace su niña en el río. O que tu primo... se enterara de que lo dejaste ir para venir a hablar con el viejo verde de tu abuelo.

El chantaje no fue un grito, sino un susurro venenoso. Se ajustó mejor los pantalones, pero no antes de que yo viera, claramente, la forma larga y delgada de su verga, tan diferente a la de León, pero palpitante con la misma urgencia animal.

—¿Qué... qué quieres? —pregunté, y esta vez el temblor en mi voz era real.

—Ayúdame a liberarme de esto —suplicó, y su mano volvió a posarse sobre su entrepierna, acariciándose a través de la tela húmeda—. Solo una vez. Un solo momento. Tócame. Sácame esta locura. Nadie lo sabrá nunca. —Sus ojos suplicaban, pero su sonrisa era la de un hombre que sabe que tiene el poder—. Es esto, o tu papá recibe una llamada muy interesante sobre su pequeña niña.

El silencio se extendió, pesado y cargado. Las palabras de mi abuelo resonaban en mi cabeza, mezclándose con el sonido de la sangre bombeando en mis oídos. Es esto, o tu papá recibe una llamada... La imagen de mi padre, con su corazón de oro, descubriendo que su "niña" se follaba a su sobrino en el río... Era una amenaza perfecta.

—No puedo —logré articular, pero fue un susurro débil, sin convicción.

—Claro que puedes, mija —su voz era ahora un zumbido seductor, hipnótico—. Solo es un momento. Un pequeño secreto entre nosotros. Tú ya tienes tus secretos con León, ¿no? ¿Un poquito más...? Mira, yo tampoco quiero un escándalo. Esto nos conviene a los dos.

Sus argumentos eran retorcidos, pero efectivos. Mi mente, nublada por el miedo y una curiosidad malsana que crecía como una enredadera venenosa, empezó a ceder. Él vio la rendición en mis ojos antes de que yo misma la admitiera.

Lentamente, como en un sueño, me arrodillé en la tierra húmeda de la orilla. Las pequeñas piedras se clavaron en mis rodillas, un recordatorio punzante de la realidad. Él respiró hondo, una exhalación triunfal y temblorosa, y se bajó el cierre y el pantalón.

Cuando su verga quedó al descubierto, contuve el aire. Era tal como había visto: notablemente larga, más que la de León, y más delgada, como un sable pálido y venoso. No esperaba... eso. No en un hombre de su edad. Una mezcla de repulsión y fascinación me paralizó.

—Vamos, Zoé —urgió, su voz ronca—. No tenemos todo el día.

Con manos que temblaban, las alcé y envolví su miembro. Estaba caliente, y la piel era sorprendentemente suave. Comencé a mover mis manos, arriba y abajo, con un ritmo torpe que pronto él empezó a marcar con empujones sutiles de sus caderas.

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—Sí, así... así —gemía, con los ojos cerrados—. Tus manitas son tan suaves...

Pasaron unos minutos. Mi mente estaba en blanco, concentrada solo en el movimiento mecánico y en el sonido de su respiración cada vez más agitada. Entonces, desde la distancia, escuché algo que me heló la sangre.

—¡Zoé! ¿Dónde te metiste?

Era León. Estaba buscándome.

El pánico me atravesó como un rayo. Mis ojos se encontraron con los de mi abuelo, y en ellos vi la misma urgencia.

—Rápido —ordenó con brusquedad, perdiendo toda la falsa ternura. Su mano se enredó en mi cabello, no con violencia, pero sí con una firmeza que no admitía negativa—. Acaba con esto.

Sin darme tiempo a prepararme, guió mi cabeza hacia adelante. La punta de su verga, ya húmeda, tocó mis labios. Un sabor salado y amargo llenó mi boca. Resistí un instante, pero la presión en mi nuca fue más fuerte. Con un gemido ahogado, abrí la boca y la tomé.

Era demasiado. Demasiado larga. Sentí cómo golpeaba el fondo de mi garganta y una arcada incontrolable sacudió mi cuerpo. Tosí, tratando de retroceder, pero su mano en mi pelo me mantuvo en su lugar.

—Tranquila, respira por la nariz —murmuró, pero sus caderas ya estaban fuera de control.


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El sonido de la voz de León se acercaba. "¡Zoé!"

Fue esa combinación de pánico, asfixia y la presión de sus empujones cada vez más frenéticos lo que lo llevó al límite. Un gruñido gutural escapó de su garganta y un chorro caliente y espeso llenó mi boca. Fue tan intenso y abundante que no pude tragarlo todo. El semen, blanco y pegajoso, rebasó mis labios y corrió por mi barbilla, goteando sobre mis pechos desnudos.

Jadeé, liberada finalmente, escupiendo y tosiendo mientras el sabor salado y el olor a hombre viejo impregnaban todos mis sentidos.

Él se ajustó el pantalón rápidamente, mirándome con una expresión extraña, entre la culpa y la satisfacción.

—Límpiate —dijo secamente—. Y recuerda nuestro trato.

Se dio la vuelta y se escabulló entre los árboles, justo cuando la voz de León sonaba a pocos metros.

—¡Zoé! ¿Estás bien? ¡Contesta!

Yo me quedé allí, arrodillada en la tierra, con su semen enfriándose en mi piel, sabiendo que nada volvería a ser igual. El pecado ahora tenía un sabor, y un olor, y estaba pintado en mi cara.

—Fue solo un animal, Leo. Un zorro o algo así —dije, limpiándome los brazos con el bra del bikini mojado, intentando borrar la sensación de miradas lascivas y palabras envenenadas. Mi voz sonó falsa incluso para mis propios oídos.

Él me miró un momento, sus ojos aún oscuros por la furia contenida, pero finalmente asintió.
—Este lugar se está llenando de alimañas —murmuró, con un dejo de sospecha que me hizo estremecer—. Es mejor que regresemos.


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