
Él se llamaba Esteban. 35 años. Abogado exitoso. Jefe temido, respetado… y frío como una piedra. Nunca se involucraba con nadie de la oficina. Nunca miraba a las empleadas. Nunca bajaba la guardia.
Hasta que llegó Ella.
Mara. 27años. Piel dorada, ojos oscuros, labios gruesos, y una mirada que parecía hablar en otro idioma. Desde el primer día, todos notaron que había algo raro en ella. Sensual… sí. Poderosa… también.
Pero había algo más. Algo invisible. Algo que se sentía.
Esteban lo notó desde el primer momento. El olor de su perfume lo mareaba. Su presencia lo perturbaba. Y ella lo sabía.
Una noche, después del horario laboral, Mara se quedó sola en la oficina. En su escritorio había encendido una vela negra, una roja, y una copa de vino tinto espeso.
Susurraba palabras en portugués, con la blusa entreabierta, y en el centro de su escritorio… una foto de Esteban.
—Hoje você sonha comigo, meu chefe… e nunca mais vai resistir…
Vertió unas gotas de su flujo en la copa de vino. Se la bebió entera. Sonrió.
Al día siguiente, Esteban no podía concentrarse. Cada vez que Mara pasaba cerca, se le endurecía el pene. Su cuerpo reaccionaba como si fuera manejado por fuerzas ajenas.
Ella se inclinaba a propósito, dejaba que su escote se mostrara, sus labios brillaran, su falda subiera.
Todo era calculado. Todo era parte del trabajo oscuro.
Al final del día, ella se acercó a su oficina y cerró la puerta con llave.
—¿Puedo hablar con usted, jefe?
Él tragó saliva. No podía ni moverse. Su pija palpitaba bajo el pantalón.
—Tengo la sensación de que algo… le incomoda conmigo. ¿Es así?
—No… —dijo él, pero su voz temblaba—. Es solo que… últimamente…
Ella se sentó en su escritorio, cruzó las piernas lentamente, y deslizó una pierna sobre la de él.
—Yo sé lo que te pasa, Esteban. Soñás conmigo. Me imaginás. Te pajeas pensando en mí. Y no sabés por qué.
—¿Qué me estás haciendo…? —susurró él, con los ojos abiertos, clavados en su escote.
Ella se inclinó sobre él, tan cerca que su aliento le calentaba la piel.
—Macumba, papi. Pero solo la parte rica…
Le tomó la mano y la llevó directo entre sus piernas. No llevaba ropa interior. Su concha estaba húmeda. Caliente. Ansiosa.
—Si me dejás terminar el ritual… no vas a querer coger con nadie más en tu vida.
Él ya no pensaba. Solo deseaba.
Y el verdadero hechizo… recién comenzaba.
Esteban se arrodilló frente a Mara como si su voluntad ya no le perteneciera. Algo lo empujaba desde adentro. Algo caliente. Salvaje. Ella.
Ella se sentó en el sofá de su oficina, con las piernas abiertas, la falda levantada, y la piel brillante de humedad. Solo su aroma bastaba para hacerlo temblar.
—Comé, mi jefe —susurró ella—. Tu boca es parte del ritual ahora.
Y él obedeció. Se hundió entre sus muslos con una pasión animal, lamiendo, besando, succionando su concha. Su lengua se deslizaba por cada pliegue, lenta y profunda, como si buscara lamerle el alma. Mara gemía con los ojos cerrados, sujetándolo del cabello, moviendo las caderas para hundirse más en su boca.
—¡Eso, así! —jadeaba—. ¡Estás aprendiendo, papi!
Cuando estuvo al borde del orgasmo, lo apartó con una sonrisa ladina y se arrodilló frente a él.
Le bajó el pantalón. Su pija estaba dura, palpitante, con las venas marcadas y brillante de deseo.
—Mi parte favorita —susurró—. Te voy a dejar limpio… y maldito.
Se lo metió en la boca con fuerza, profundo, salivando, moviendo la lengua en círculos mientras lo miraba desde abajo. Él no podía ni respirar. Le temblaban las piernas. La forma en que lo mamaba era irreal. Como si lo adorara. Como si lo estuviera devorando con un propósito oscuro.
—¡Mara…! ¡Dios…!
Ella lo detuvo justo cuando iba a correrse. Lo empujó al sofá y se montó sobre él, hundiéndose en su pija con un gemido de placer puro.
—Ahora soy tuya… y vos sos mío.
Lo cabalgó salvaje. Sus tetas rebotaban, su cadera chocaba con la suya con fuerza, y el calor entre ambos subía como una tormenta imparable. Mara se masturbaba al mismo tiempo, mientras él le besaba los pezones y la sujetaba de la cintura.
—¡Dame todo, papi! ¡Dame tu alma por la pija!
La giró, la puso en cuatro, y él le escupió el culo. Se lo metió sin aviso. Ella gritó. De dolor. De placer. De poder.
—¡Sí! ¡Poseeme como tu puta bruja!
Esteban no pensaba. Estaba poseído. La cogía con furia. Con necesidad. Como si ella fuera el único cuerpo capaz de calmar su tormenta.
Cuando sintió que no podía más, la volvió a poner de rodillas y acabó sobre sus pechos, jadeando, temblando.
Su semen caliente se esparció sobre su piel morena y brillante.
Ella sonrió, mientras él caía rendido sobre el sofá, exhausto.
Con calma, sin que lo viera, Mara sacó un pequeño frasquito de cristal de su bolso. Con los dedos, recogió unas gotas de semen de su pecho… y lo selló dentro.
Lo guardó en su cartera, se acomodó la ropa, y lo miró mientras dormía desnudo, entregado.
—Ahora sí, jefe… el alma ya es mía.

La noche estaba cargada de calor. Una luna roja colgaba sobre la ciudad como un presagio.
En su departamento, Mara estaba completamente desnuda. Su cuerpo brillaba con aceites esenciales, y su largo cabello oscuro caía como una cortina sobre sus tetas firmes. Se arrodilló en el centro de un círculo de sal, rodeada de velas negras, rojas y violetas.
Sobre el altar improvisado, el frasco con semen de Esteban esperaba, palpitando con energía invisible.
Mara lo tomó entre las manos y susurró con voz grave, ronca, encendida:
—Você me pertence, chefe. Sua carne, sua mente… sua ereção.
Abrió el frasquito. Lo vertió lentamente en una copa de barro, y la colocó justo frente a sus labios. No bebió. Solo sopló sobre el líquido espeso mientras se acariciaba el vientre y descendía hasta su concha, ya húmeda de anticipación.
—Hoy vendrás a mí, Esteban. No podrás resistirte. Tu pija me buscará como un perro hambriento. Vas a romper la puerta si hace falta.
Mientras sus dedos jugaban entre sus piernas, el perfume del incienso llenaba el aire y el conjuro tomaba forma. Sus ojos se volvieron negros por un segundo. Y en el otro extremo de la ciudad…

Esteban despertó sobresaltado.
Su cuerpo hervía. Su pija estaba tan dura que le dolía. Jadeaba, sudaba, y no entendía nada. Sentía un calor ardiente en los testículos, un deseo imposible de ignorar. Su ropa interior ya estaba empapada de líquido preseminal.
Y entonces… vio su cara.
Mara. En su mente. Desnuda. Abierta. Gimiendo su nombre.
No lo pensó. Se levantó, se vistió apenas, y tomó el coche. Manejaba sin ropa interior, con la pija dura contra el pantalón, incapaz de calmarse.
Tocó el timbre. Fuerte. Dos, tres, cuatro veces.
Ella lo esperaba con la puerta entreabierta, envuelta en un pañuelo de seda rojo. Nada más.
—¿Viste? El hechizo funciona.
—¿Qué me hiciste? —dijo él, con la voz grave, agarrándola de la cintura.
Ella le bajó el pantalón apenas cerraron la puerta, y su pene erecto saltó al aire como una bestia liberada.
—Solo abrí tu deseo. Tu cuerpo ya me había elegido.
Y se arrodilló frente a él, como en cada ritual, como en cada noche maldita.
Y volvió a empezar el fuego.
Esteban no tuvo tiempo de hablar. Su cuerpo ardía. Su pija latía como si tuviera vida propia. Y ahí estaba Mara, de rodillas, con los ojos oscuros brillando y los labios entreabiertos.
—Te lo advertí, papi. Una vez que lo pruebo… no te dejo ir.
Le bajó el pantalón por completo. Ella lo tomó con ambas manos y comenzó a lamerlo con una lengua lenta, húmeda, ritual. Cada lamida era una oración muda. Un hechizo nuevo.
Luego se lo metió entero en la boca, sin piedad. Chupando, succionando, moviendo la cabeza al ritmo exacto, con la saliva resbalándole por la barbilla. Lo miraba desde abajo, mientras su boca se lo tragaba todo.
Esteban gemía. Ya no pensaba. Ya no mandaba. Solo obedecía.
Cuando estuvo a punto de acabar, ella se levantó, se subió a él, y lo guió su pene hacia adentro de su vagina. Su cuerpo se abrió como una flor húmeda, caliente, y lo envolvió por completo.
—¡Sí! ¡Cabalgame, bruja! —gritó él, tomándole las tetas con fuerza.
Ella lo cabalgó con furia, con ritmo, con maestría. Su trasero chocaba contra su abdomen, sus uñas le arañaban el pecho, su pelo caía sobre su rostro como una sombra erótica.
Pero ella quería más. Se giró, se puso en cuatro, y Esteban escupió entre sus nalgas y se lo metió por el culo, haciéndola gritar.

—¡Dámelo, papi! ¡Rompeme toda!
La cogio con fuerza, como si el cuerpo de ella fuera una necesidad, un templo prohibido que lo mantenía vivo. Cada embestida era más intensa. Más salvaje.
Cuando sintió que iba a estallar, se la sacó y le acabó en las nalgas, temblando de placer, jadeando como un poseido.
Ella rió. Se giró y lo empujó suavemente a la cama.
—No te duermas todavía.
Tomó un frasquito pequeño de vidrio opaco. Lo agitó. Contenía unas gotas oscuras, espesas, con aroma dulce y profundo.
Las dejó caer, despacio, sobre la punta húmeda de su pija flácida.
—¿Qué es eso…?
—Es para que dures más, papi —susurró ella, mientras lo masturbaba suave—. Vas a poder cogerme otra. Y otra. Y otra vez.
Y como por arte de magia, su pene volvió a endurecerse en segundos. Más duro. Más grueso.
Esteban abrió los ojos como un loco.
—¡Sos una maldita bruja!
—Y vos… mi esclavo del placer.
Ella se arrodilló otra vez. Lo lamió con hambre. Se abrió las piernas y le ofreció su cuerpo de nuevo.
Y él la cogio como un animal. Sin culpa. Sin pausa. Sin escapatoria.

El aire del cuarto estaba espeso.
Velas consumiéndose. Sábanas empapadas de sudor. El olor del sexo flotando como un perfume maldito.
Y en el medio, Esteban… jadeando, desnudo, temblando de placer.
Mara se sentó sobre él, acariciando con suavidad su pecho, mientras su pija recién usada aún latía bajo el vientre.
Esteban cerró los ojos. Le costaba hablar. Sentía que no podía más.
—¿Qué querés de mí…? —preguntó con voz ronca, rendido—. ¿Dinero? ¿Poder?
Mara sonrió. Le lamió el cuello, subió hasta su oído y susurró con voz caliente:
—Dinero no me interesa, papi… y poder… ya lo tengo sobre vos.
Le mordió el lóbulo, mientras sus dedos jugaban entre sus muslos, acariciándolo otra vez, suave, lento.
—Lo único que quiero… —dijo, mientras descendía por su pecho con besos— es tu placer.
Se detuvo justo sobre su pija, que comenzaba a reaccionar nuevamente bajo el calor de su lengua.

—Quiero que te enamores de mí… pero no con palabras.
Le besó la punta, lento, provocador.
—Quiero que te enamores a través del sexo. Que tu alma se rinda con cada gemido. Que tu cuerpo me necesite más que al aire.
Lo miró a los ojos.
—Que cada vez que acabes… me ames más.
Esteban no podía responder.
Su pija volvía a endurecerse, como si su cuerpo ya no le perteneciera.
Mara volvió a subirse encima. Despacio. Con su concha humeda ardiente deslizándose sobre él, tragándolo entero.
—Esto no es magia, Esteban…
Es adicción.
Y comenzó a moverse sobre él como si estuviera tallando su nombre dentro de él.
Como si con cada vaivén lo marcara.
Y lo hiciera suyo… para siempre.

Esteban estaba tirado en la cama, con el cuerpo temblando, el pecho agitado, y su pene aún duro… ardiendo, como si el placer no se apagara.
Mara lo acariciaba con una sonrisa dulce, pero detrás de sus ojos brillaba esa oscuridad que lo tenía hechizado.
—Por favor… —jadeó él, con los ojos cerrados—. Quitame el hechizo. No puedo más. La pija me arde me duele.
Ella rió suavemente y se acercó a su oído.
—¿Y no te gusta?
—Sí… pero… mi esposa vuelve mañana. No puedo seguir así. No aguanto más tanta acción… no puedo ni mirarme al espejo sin sentir que me vas a coger con la mirada.
Mara se deslizó sobre su torso, lo besó lento, y susurró con voz suave y peligrosa:
—Lo siento, papi… pero yo te elegí a vos. Y cuando una mujer como yo elige, no suelta.
Él tragó saliva, casi al borde de la desesperación.
Ella bajó por su cuerpo, besándolo con ternura envenenada, hasta llegar a su pija enrojecida, húmeda y todavía latente.
—Pero como sos bueno conmigo… —dijo ella— te voy a dejar descansar. Por ahora.
Abrió un cajón de su mesa de noche. Sacó una cinta de seda roja, larga, suave, y con calma, la ató alrededor de la base de su pene. El nudo era firme, sensual… casi ceremonial.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Esteban, confundido, aún jadeando.
Ella se inclinó sobre él y le dio un beso húmedo en los labios.
—Es un lazo simbólico —susurró—. Para recordarte algo:
"Tu pija ya no le responde a otra mujer que no sea yo."
Se alejó, poniéndose su bata de seda, dejando el perfume del sexo flotando en el ambiente.
—Anda a recibir a tu esposa, mi amor. Sonreí. Jugá bien tu papel.
Pero sabés que, en el fondo, ya sos mío.
Y se fue hacia la cocina, como si nada.
Esteban se quedó ahí, desnudo, atado, con el cuerpo rendido y el alma dividida.
El fuego bajaba… pero nunca se apagaba del todo.
Porque su deseo… ya tenía dueña.


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