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El Placer de Mostrar a Isabel

El Placer de Mostrar a Isabel
Me llamo Javier, tengo 40 años, y desde que conocí a Isabel hace una década, supe que era una mujer hecha para ser admirada. Isabel tiene 36 años ahora, con un cuerpo que parece esculpido por los dioses: curvas generosas, pechos firmes y redondos que se mueven con cada paso, una cintura estrecha que se ensancha en caderas anchas y un trasero que invita a las miradas más lascivas. Su piel morena brilla bajo el sol, y su cabello negro largo cae en cascadas sobre sus hombros. Pero lo que más me excita no es solo poseerla; es exhibirla, dejar que el mundo vea lo que es mío y se muera de envidia.
Todo empezó hace unos años, en una playa de Mallorca. Isabel llevaba un bikini diminuto, de esos que apenas cubren lo esencial. Yo la untaba con aceite solar, masajeando sus tetas delante de un grupo de turistas que no podían disimular sus erecciones. "Míralos, amor", le susurré al oído mientras mis manos bajaban por su vientre plano hasta el borde de su tanga. Ella se sonrojó, pero sus pezones se endurecieron al instante. "Les encanta verte", le dije, y ella sonrió con esa mezcla de vergüenza y excitación que me vuelve loco. Esa noche, follamos en la habitación del hotel con las cortinas abiertas, imaginando que esos extraños nos observaban.
Desde entonces, se convirtió en nuestro juego favorito. Isabel es tímida en el día a día, una ejecutiva exitosa en una empresa de marketing, pero cuando yo le digo "muéstrate", se transforma en una diosa del exhibicionismo. Le compro ropa provocativa: vestidos ajustados que marcan sus curvas, escotes profundos que dejan ver el encaje de su sujetador, faldas cortas que suben con el viento revelando sus nalgas perfectas.
Una vez, en una cena con amigos en nuestra casa, le pedí que sirviera el postre sin bragas. Ella dudó, pero vio el fuego en mis ojos y obedeció. Llevaba un vestido negro ceñido, sin nada debajo. Mientras caminaba por el comedor, el tejido rozaba su coño depilado, y yo sabía que estaba mojada. Nuestros amigos, dos parejas, no podían apartar la vista. Uno de ellos, Marcos, casi se atraganta cuando Isabel se agachó a recoger una servilleta "accidentalmente", mostrando sus labios hinchados y brillantes. "Javier, tu mujer es una obra de arte", murmuró él, y yo solo sonreí, orgulloso. Esa noche, después de que se fueran, la follé en la mesa del comedor, contándole cómo todos querían meterle mano. Isabel gemía como una puta, sus jugos chorreando por mis bolas mientras me suplicaba que la exhibiera más.
El clímax llegó en un viaje a Barcelona. Reservé una habitación en un hotel con balcón frente al mar. Le dije: "Hoy vas a ser el espectáculo". Isabel se vistió con un top transparente que dejaba ver sus pezones oscuros y una minifalda sin nada debajo. Bajamos al bar del hotel, lleno de ejecutivos y turistas. Yo la senté en una mesa alta, con las piernas cruzadas, pero le ordené que las abriera lentamente. Un grupo de hombres al otro lado del bar se quedó paralizado cuando vieron su coño expuesto, rosado y húmedo. Ella temblaba, pero su clítoris estaba hinchado de placer. "Tócalo", le susurré. Isabel metió una mano bajo la falda, masturbándose disimuladamente mientras yo pedía bebidas. Los hombres se acercaban, fingiendo casualidad, pero sus ojos devoraban cada movimiento de sus dedos.
No pude aguantar más. La llevé al ascensor, la besé con furia y le metí dos dedos en el coño empapado. "Eres mía para mostrar", le dije. Subimos al balcón de la habitación. La noche era cálida, y abajo, en la calle, la gente paseaba. La puse de espaldas a la barandilla, le subí la falda y la penetré de un solo empujón. Isabel gritó de placer, sus tetas rebotando libres mientras yo la embestía. "¡Míranos!", le ordené, y ella miró hacia abajo, viendo a un par de peatones que alzaban la vista, boquiabiertos. Uno sacó el móvil para grabar. Eso la hizo correrse: su coño se contrajo alrededor de mi polla, ordeñándome hasta que exploté dentro de ella, mi semen chorreando por sus muslos.
Desde ese día, Isabel pide más. En el gimnasio, lleva leggings tan ajustados que marcan su camel toe, y yo la animo a hacer sentadillas delante de los espejos. En el supermercado, se agacha en los pasillos para que los dependientes vean su escote. Y en casa, follamos con las ventanas abiertas, imaginando un público invisible.
Exhibir a Isabel no es solo sexo; es poder, es deseo puro. Ella es mi trofeo, mi puta privada, y el mundo lo sabe. Y cada vez que la muestro, nuestro amor se enciende más. ¿Quién diría que una mujer de 36 años podría ser tan adictiva?

3 comentarios - El Placer de Mostrar a Isabel

robbenpeinte
Tengo una puta asi, se llama clara. Le gusta mostrarse en instagram incluso. Me encanta que toda la gente se muera de ganas de tener lo que tengo yo, que se queden imaginando su concha y su ano.