Capítulo 42

El sol se deslizaba hacia el horizonte, tiñendo de naranja la casa de madera azul de Doña Caridad en La Ceiba. En el porche, el aire era denso, cargado de la humedad tropical y una tensión que flotaba como una nube invisible. Adentro, en una pequeña habitación con paredes de madera gastada, Elisa estaba sentada en una silla, su vestido blanco de embarazo, con botones en la parte frontal, marcando la curva pronunciada de su vientre de siete meses. Minor pateaba con fuerza, como si presintiera la tormenta que se avecinaba. Su maleta seguía en el suelo, pero la certeza de querer levantarla se desvanecía con cada minuto.
Horas antes, las palabras de Doña Caridad y Zulema habían calado hondo. “Gerson no es perfecto, muchacha, pero te ama a su manera,” había dicho Doña Caridad, su voz firme pero cargada de ternura. Zulema, con su tono cálido, había añadido: “No dejes que el dolor te ciegue, Elisa. Tomás puede darte una casa, pero no un hogar para Minor.” Esas palabras resonaban en su mente, haciéndola dudar de la decisión que había tomado al leer el mensaje de Tomás: “Estoy en camino. Llego a La Ceiba mañana.”
Un golpe en la puerta principal sacó a Elisa de sus pensamientos. Doña Caridad, con su bastón marcando un ritmo pausado, abrió la puerta. Era Tomás, con el rostro cansado por el viaje, pero con una chispa de determinación en los ojos. Llevaba una camisa arrugada y una mochila al hombro, como si hubiera corrido desde México sin detenerse.
“Buenas tardes, señora,” dijo Tomás, quitándose el sombrero con un gesto respetuoso. “Vengo por Elisa. ¿Está aquí?”
Doña Caridad lo miró de arriba abajo, sus ojos pequeños escrutando cada detalle. “Pase, joven,” dijo al fin, señalando con el bastón hacia el interior. “Ella está en la habitación. Pero hágame el favor de comportarse. Esta es mi casa.”
Tomás asintió, aunque la tensión en su mandíbula delataba su impaciencia. Caminó por el pasillo, sus pasos resonando en la madera, hasta llegar a la puerta de la habitación. Tocó suavemente, su voz baja pero firme. “¿Elisa? Soy yo. ¿Puedo entrar?”
Desde el otro lado, Elisa sintió un nudo en el estómago. Apretó las manos sobre su vestido blanco, respirando hondo. “Pasa,” dijo, su voz apenas audible.
Tomás entró, el corazón latiéndole en la garganta. Vio a Elisa de pie junto a la ventana, el vestido blanco de botones resaltando su barriga prominente. Su piel blanca contrastaba con la luz cálida de la habitación, haciendo que su embarazo pareciera aún más imponente. Estaba más embarazada que la última vez que la vio, y la imagen lo golpeó con una mezcla de amor y coraje. Su esposa llevaba el hijo de otro, un recordatorio de su fracaso, pero aún quería salvarla, llevarla de vuelta a México. Lo que más lo impactó fue el tamaño de su vientre: era enorme, mucho más grande de lo que recordaba en los tres embarazos previos de sus hijas, Paola, Beatriz y Nina. Aquellos embarazos habían sido discretos, con panzas modestas que apenas se notaban bajo la ropa holgada que Elisa, con su piel blanca y delicada, solía usar en Calvillo. Pero ahora, su vientre era imponente, redondeado y prominente, tensando la tela del vestido blanco hasta el límite, la piel pálida brillando bajo la tela como un lienzo vivo. Era una imagen que lo descolocó, un recordatorio visceral de que este hijo no era suyo, de que otro hombre había dejado una marca que él nunca pudo igualar.
El coraje le subió por el pecho como una marea, no solo por el hijo que llevaba, sino por lo que representaba: otro hombre, otra vida, una traición que no podía borrar de su mente. Aun así, se obligó a mantener la calma, al menos por ahora.
“Elisa,” dijo, su voz tensa pero controlada, “vine por ti, amor. Es hora de volver a México, a casa con las niñas. Podemos dejar todo esto atrás.”
Elisa lo miró, sus ojos hinchados de tanto llorar, su rostro pálido. “Tomás, quisiera que eso pudiera ser,” murmuró, las palabras de Doña Caridad y Zulema resonando en su cabeza. Aunque el dolor de la traición de Gerson seguía quemándola, algo había cambiado. No podía ignorar lo que sentía, lo que Minor significaba, lo que La Ceiba, con todos sus defectos, le había dado. Bajó la mirada, buscando las palabras.
“Tomás, yo… no voy a volver,” dijo al fin, su voz temblorosa pero firme. “No puedo.”
Tomás frunció el ceño, como si no hubiera escuchado bien. “¿Qué? ¿Qué estás diciendo, Elisa? ¡Vine hasta acá por ti! ¿Y ahora me dices que no vas a volver?” Su voz subió de tono, el coraje que había contenido empezando a desbordarse.
Elisa se puso de pie, su vestido blanco ondeando ligeramente. “No es tan fácil, Tomás. Este hijo…” Tocó su vientre, sintiendo un leve movimiento de Minor. “No es tuyo, y ambos lo sabemos. Lo pensé bien y no puedo llevarlo a México, a un lugar donde lo van a señalar, donde tú nunca lo vas a querer como propio. No puedo hacerle eso a Minor.”
Tomás reaccionó con cautela al principio. “Amor, no digas esas cosas. Si es necesario, trabajaré desde casa y no te dejaré sola, ni a ti ni al bebé. Yo vine por ti. Vamos a México, juntos. Puedo reconocer a tu hijo. Lo trataré como si fuera mío, te lo juro. Podemos empezar de nuevo.”
Elisa negó con la cabeza, las lágrimas asomando. “Pero Minor será negro, como su padre. ¡Entiende eso, Tomás! En Calvillo, eso será terrible. Lo discriminarán por su color, y por ser producto de una infidelidad. No puedo hacerle eso.” Hizo una pausa, su voz quebrándose. “Perdóname, Tomás, por hacerte venir y ahora decirte que no puedo irme. Pensarás que soy una gran descarada. Pero debo pensar en el futuro de Minor, y ese es aquí, junto a su padre. Sacrificaré que aún te amo. Pero amo más a mi bebé. Sé que Gerson actuó mal y también tuvo que ver en nuestra separación. Pero no puedo sacarlo de la vida de mi bebé. Perdóname.”
Tomás sintió que el aire se le escapaba. Sus palabras fueron un golpe, avivando el coraje que había intentado contener. Dio un paso hacia ella, sus puños apretados. “¿Minor? ¿Así le pusiste? ¡No me jodas, Elisa! ¿Me hiciste venir hasta este maldito pueblo solo para humillarme? ¿Me hiciste cruzar medio mundo para esto?” rugió, su voz quebrándose por la rabia. “¿Para decirme que prefieres quedarte con el hijo de ese maldito? ¿Que no vienes porque es negro? ¡Vine a salvarte, Elisa, y me humillas así!”
Y entonces, sus palabras se volvieron veneno. “¡Eres una mentirosa, una puta que se abrió de piernas con un negro y ahora quiere jugar a la mártir! ¡Puta! ¡Ramera vengativa! ¡Te revolcaste con un negro y ahora hablas de sacrificios? ¡Eres la vergüenza de tus padres, de tus hijas! ¡Paola, Beatriz y Nina van a saber que su madre eligió ser la puta de un negro antes que volver con ellas!”
Elisa sintió el impacto de los insultos como si fueran golpes físicos. Las lágrimas le ardían en los ojos, pero algo dentro de ella estalló, una furia que no pudo contener. “¡No te atrevas, Tomás Almada!” gritó, dando un paso hacia él, su voz temblando de rabia. “¡Yo seré lo que tú quieras, pero a mis hijas no las envenenes con esas mentiras! ¿Dices que soy puta? ¿Una mentirosa? ¡Tú me dejaste sola! ¡No tuvimos nada durante años, ni una caricia, ni una palabra cariñosa en mucho tiempo! ¿Y ahora vienes a reclamarme como si fuera tuya? ¡Esto es tu culpa, tanto como mía!”
Tomás, rojo de ira, señaló su vientre con desprecio. “¿Mi culpa? ¡Mírate, Elisa! ¡Mira esa barriga! ¡Te la hizo ese maldito negro, y ahora quieres quedarte aquí como si nada!”
Elisa perdió la calma por completo. En un arranque de furia, tiró con fuerza de los botones de su vestido blanco de embarazo, que se desgarró con un sonido seco, abriéndose desde el pecho hasta el bajo vientre. La tela cayó a los lados, dejando al descubierto su enorme vientre redondeado, la piel blanca y tensa brillando bajo la luz tenue de la habitación. Sin darse cuenta, también mostró la ropa interior que llevaba: una tanga blanca que apenas cubría su intimidad, dejando ver más de lo que cualquier prenda en Calvillo hubiera permitido, y un brassier que, incapaz de contener sus grandes senos, parecía a punto de ceder bajo la presión. Era una imagen que jamás había mostrado en México, donde siempre había usado ropa interior modesta, funcional, adecuada para la esposa recatada que Tomás conocía. Ahora, esta Elisa, expuesta y desafiante, era una desconocida para él, y la visión lo golpeó como un martillo.
Tomás se quedó paralizado, sus ojos abiertos de par en par, atrapados en el espectáculo de su vientre y su ropa interior. El tamaño de su barriga lo horrorizaba: nunca, en los embarazos de Paola, Beatriz o Nina, había visto a Elisa con una panza tan prominente, tan llena de vida, tan diferente de los discretos bultos que había llevado antes. Aquellos embarazos habían sido casi imperceptibles bajo las faldas largas y los suéteres holgados que ella, con su piel blanca y delicada, prefería. Pero este vientre, redondo y orgulloso, era una declaración de algo que él no había podido darle, una prueba física de su propia insuficiencia. Y la ropa interior —la tanga blanca que dejaba poco a la imaginación y el brassier que apenas contenía sus senos— lo hizo sentir un nudo en el estómago, una mezcla de deseo, humillación y repulsión. Nunca había visto a Elisa así, tan expuesta, tan cruda. En Calvillo, ella era la madre de sus hijas, la mujer que se cubría con recato, no esta figura que ahora lo enfrentaba con una sensualidad que lo desarmaba y lo hería al mismo tiempo. Un calor le subió al rostro, no solo por la furia, sino por la vergüenza de verla transformada por otro hombre, marcada de una manera que él nunca había logrado.
“¡Mira, aquí están las consecuencias de tus actos, grandísimo imbécil!” gritó Elisa, su voz rota por la rabia y el dolor. “¡Mira la barriga que le enchufaron a tu esposita del alma! ¿No lo puedes creer, verdad, cornudito? ¡Esto es lo que soy ahora, y no voy a esconderme!” Señaló su vientre con un dedo tembloroso, sin notar del todo que su ropa interior estaba a la vista. “¡Tú tienes la culpa de que hoy esté así! ¡Tú y tus desprecios me hicieron pasar por esto! Ese 24 de abril fue la gota que derramó el vaso. ¡Era nuestro aniversario de bodas, pendejo! Y tú despreciaste vilmente la cena que Nana y yo te preparamos, la receta especial de familia, tan difícil de elaborar. ¡Ni siquiera la miraste, te encerraste en tu oficina! Esa humillación hizo que le hiciera caso a Marisa, que me convenciera de ir a esa boda que tú no quisiste acompañarme. Después, ella me llevó a ese bar y me drogó a propósito. ¿Cómo iba a saber yo los oscuros planes de esa maldita envidiosa? Ese día conocí a Gerson y lo demás es historia. Cometí una infidelidad por accidente y aquí estoy, en este país, afrontando las consecuencias.”
Tomás retrocedió, atónito, su mirada atrapada entre el vientre descomunal de Elisa y la ropa interior que lo hacía sentir pequeño, insignificante. La tanga blanca, tan reveladora, y el brassier que dejaba sus senos al borde de desbordarse lo hacían sentirse como un intruso en un cuerpo que ya no le pertenecía. La culpa lo aplastó. Nunca le había confesado su disfunción eréctil, el secreto que lo había carcomido. Esa maldita sensación de impotencia lo había llevado a descuidar a Elisa, a dejar de procurarla, de consentirla. Su frustración la había herido, y él lo sabía. Era culpable, y la verdad en las palabras de Elisa, combinada con la imagen de su transformación física, lo desarmó. Las lágrimas comenzaron a caer silenciosamente por su rostro, sin ánimo de contradecirla.
Elisa, aún enojada, frotó su vientre, las lágrimas rodando por sus mejillas, y remató: “¡Ahora lloras, cobarde! ¡Pues mira a tu esposa, embarazada de otro! ¡Esto es lo que soy ahora, y todo esto es tu culpa!”
Elisa tembló, pero alzó el rostro con dignidad. “¡Sí, Tomás, mírala bien! ¡Esta barriga es la prueba de lo que pasó! ¡Me dejaste sola, vacía, muerta en vida! Y cuando alguien me miró, cuando alguien me deseó, caí.
No lo planeé, no lo busqué, pero sucedió. Y ahora este niño no tiene la culpa de tus abandonos ni de mis errores.”
“¡No justifiques tu traición!” escupió él, con los ojos encendidos. “¡Pudiste resistir! ¡Eras mi esposa! ¡Veintidós años juntos, Elisa, y los tiraste a la basura por un calentón con un negro cualquiera!”
“¡Cállate!” rugió ella, llevándose las manos al vientre con rabia y dolor. “¡No digas eso! ¡No fue solo un calentón! Fue el resultado de años de silencio, de indiferencia, de rechazo. Tú me empujaste a esto, Tomás. ¡Tú, con tu frialdad, con tu desprecio, con tus noches de espalda volteada!”
Tomás retrocedió medio paso, respirando con dificultad, pero el odio lo sostuvo. “¿Y así me culpas? ¿De tu deshonra, de tu pecado? ¡No, Elisa, no! Tú elegiste abrirte de piernas, tú elegiste manchar nuestro matrimonio. No me culpes de tu lujuria.”
“¡No te atrevas a llamarlo lujuria!” respondió ella con la voz rota, pero firme. “¿Crees que no me duele? ¿Que no me parte el alma haber perdido a mis hijas, a ti, a mi vida entera? ¡Sí, Tomás, me duele! Pero no voy a negar a mi hijo. Este niño tiene derecho a su padre, aunque me destroce el corazón. Yo me quedo en La Ceiba.”
Tomás la miró con los ojos inundados de furia y de lágrimas. “Entonces estás muerta para mí, Elisa. Tú y ese bastardo.”
Elisa sintió un frío desgarrador atravesarle el pecho, pero levantó la cabeza, desafiante. “Si eso piensas… que así sea. Prefiero ser tu muerta antes que ser la madre cobarde que niega a su hijo.”
Elisa lo miró fijamente, con lágrimas ardiéndole en los ojos. “¿Sabes qué es lo que más me duele, Tomás? Que yo sí te amé. Te amé como no se ama dos veces en la vida. Me entregué a ti con todo lo que era… y tú te fuiste perdiendo en tu propio silencio. El muchacho tierno que me hacía reír, que me tomaba de la mano, que me llenaba de caricias… ese hombre murió hace años. Y en su lugar quedó alguien seco, duro, incapaz de mirarme a los ojos.”
Tomás apretó la mandíbula, conteniendo el temblor de su voz. “No digas eso, Elisa. Yo estuve ahí, trabajé por ti, por las niñas, sostuve nuestra casa. Si me endurecí fue porque la vida me lo exigió. No podía andar de romántico cuando había cuentas que pagar.”
“¡Eso es mentira y lo sabes!” replicó ella con fuerza, dando un paso hacia él. “No fue la vida, fuiste tú. Te escondiste detrás del trabajo, detrás de tu orgullo, detrás de tus silencios. Me dejaste rogando por una mirada, por un beso. ¿Sabes cuántas noches lloré en nuestra cama mientras tú dormías de espaldas? ¿Sabes cuántas veces me sentí invisible para ti?”
El rostro de Tomás se contrajo; sus ojos brillaron de ira, pero también de verdad reconocida. “¡No podía, Elisa!” estalló, golpeándose el pecho con el puño. “No podía ser ese hombre que tú querías.
El trabajo, la presión ¡me estaban matando!
Tu que ibas a saber lo que yo pasaba.…
¿Cómo mirarte a los ojos si mi mente estaba en los negocios ?
Cómo?
Carajo, No todo es sexo Elisa!
Elisa quedó en silencio unos segundos, respirando entrecortada, como si las palabras de él también fueran cuchillas. Luego, con la voz quebrada, murmuró: “No era sexo lo que yo necesitaba, Tomás… era amor. Solo amor. Y de ti ya no quedaba nada.”
Tomás la miró, desgarrado, con el orgullo resistiéndose a ceder. Tragó saliva y sacudió la cabeza. “Aunque todo eso sea cierto… nada justifica lo que hiciste. Nada.”
Elisa se llevó las manos al vientre, como protegiendo a Minor, y lo encaró con firmeza. “No lo justifica, pero lo explica. Tú me perdiste mucho antes de que Gerson apareciera. Y aunque aún te amo, Tomás, ese amor ya no basta para volver atrás
Tomás la observó, con los labios temblando entre la rabia y la herida. Tragó saliva, y al final su voz salió baja, áspera, como un veneno contenido.
“Entonces quédate aquí, Elisa… con tu negro, con tu vergüenza, con tu mentira convertida en verdad. Pero recuerda esto: cuando ese niño crezca y te pregunte por qué no tiene hermanas, por qué su madre abandonó a su familia… serás tú quien cargue con la respuesta. No yo.”
Dio un paso atrás, con los ojos ardiendo, y añadió con un hilo de desprecio:
“Para mí… Elisa Heredia murió en México. Lo que queda aquí es solo una sombra.”
Elisa lo miró, con el rostro desencajado por la mezcla de furia y dolor. Su voz tembló, pero se alzó con dignidad.
“¡No, Tomás! No soy una sombra. Soy una mujer rota, sí… pero también soy madre, y este hijo me devuelve la vida. Puedes llamarme muerta, puedes despreciarme, pero no borrarás que fuiste tú quien me dejó morir primero. Yo solo estoy eligiendo vivir de nuevo.”
Elisa quiso sostenerse firme, pero la voz se le quebró y las lágrimas comenzaron a brotar, incontenibles. Se cubrió el rostro con las manos, sollozando con un dolor que parecía desgarrarle el alma.
Los gritos resonaron en la casa, y en ese momento, Doña Caridad irrumpió en el cuarto, su rostro severo, seguida de cerca por Zulema, quien había oído el alboroto desde la cocina. Doña Caridad exclamó con su acento hondureño: “¡Basta, muchacho! ¡Maldita sea, no voy a permitir que le hagas más daño a esta muchacha! ¡Fuera de mi casa, ahora!” Su bastón golpeó el suelo con furia.
Zulema, con una sonrisa sarcástica curvando sus labios, entró detrás de la anciana, sus ojos brillando con una mezcla de protección y malicia. Miró a Tomás de arriba abajo, burlándose abiertamente. “¿Qué haces aquí, mexicano? ¿No ves que Elisa ya le pertenece a mi hermano? ¡Gerson la conquistó, y tú no eres más que un recuerdo patético!” Luego, su mirada se posó en Elisa, quien aún estaba con el vestido roto, su enorme vientre expuesto y la tanga blanca apenas cubriendo su intimidad, mientras el brassier luchaba por contener sus senos. Zulema soltó una risa baja y provocativa, dirigiéndose a Tomás con desprecio. “Mírala, ya fue marcada por un semental de verdad. Esa barriga es la prueba, y esa tanguita... ¡ja! No necesita un pito chico como el tuyo, que ni siquiera pudo mantenerla satisfecha.”
Y entonces, en un gesto desafiante y cruel, Zulema se acercó a Elisa, quien estaba demasiado conmocionada para reaccionar. Con un movimiento rápido, Zulema la agarró por los hombros y la volteó, levantando con brusquedad los restos del vestido roto para exponer el trasero de Elisa, apenas cubierto por la tanga blanca que dejaba poco a la imaginación. La piel blanca de Elisa, suave y reluciente, contrastaba con la tela mínima, y sus nalgas, redondeadas y firmes, estaban marcadas por sendos chupetones rojizos y morados, huellas frescas de las continuas relaciones sexuales que había tenido con Gerson un par de días antes. Zulema, al verlos, soltó una carcajada burlona, señalando las marcas con un dedo acusador. “¡Mira esto, cornudo! ¡Esos chupetones son fresquitos, de mi hermano! ¡Elisa no ha podido resistirse a Gerson ni siquiera estos días, mientras decía que quería volver contigo! ¡Ja, ja! ¡Mira esas nalgotas, mexicano! ¡Ya son de Gerson, y él las sabe usar mejor que tú, dejando sus marcas por todas partes! ¡Vete antes de que te humillemos más!”
Tomás Almada sintió una oleada de humillación que lo atravesó como un cuchillo. La imagen de Elisa, con su piel blanca, su vientre descomunal, su ropa interior reveladora y ahora su trasero expuesto por Zulema, marcado por aquellos chupetones evidentes, era demasiado para soportar. En su mente, las palabras resonaron con amargura: “Realmente es una puta... Según ella quería regresar a Aguascalientes, y seguía con su vida pecaminosa, revolcándose con ese negro una y otra vez.” La comparación con Gerson, el “semental” que había reclamado a Elisa de una manera que él nunca pudo, dejando marcas visibles de su posesión, era un golpe directo a su hombría, a su orgullo, a todo lo que había creído ser. Su rostro se enrojeció aún más, no solo de ira, sino de una vergüenza profunda que lo hacía sentir pequeño e insignificante. La visión de las “nalgotas” de Elisa, como Zulema las había llamado, se grabó en su mente como una herida abierta, un recordatorio de su propia insuficiencia, amplificado por el contraste de
su piel blanca contra la tanga mínima y aquellos chupetones acusadores.
Bajó la mirada, incapaz de responder, las lágrimas mezclándose con el sudor en su cara. Sin fuerzas para resistir, miró a Elisa una última vez, sus ojos llenos de desprecio, dolor y una derrota absoluta.
Recogió su mochila del porche y se alejó por la calle polvorienta, muy alterado. En su huida, chocó contra las paredes de las casas vecinas, sus pies se enredaron en el polvo y las raíces expuestas del camino, cayendo una y otra vez al suelo. Se levantó tambaleante, llorando desconsoladamente, el eco de sus sollozos desvaneciéndose en la distancia, mezclado con el canto de los grillos.
Elisa se dejó caer en la silla temblando, las lágrimas corriendo por sus mejillas. Su corazón latía con fuerza, una mezcla de alivio y arrepentimiento.
El vestido roto, su mano sobre el vientre donde Minor pateaba.
Por la ventana, lo vio partir por última vez, su figura desvaneciéndose en la distancia.
Doña Caridad se acercó, sentándose a su lado, y la abrazó sin decir nada, su presencia un refugio en el caos.
Había enfrentado a Tomás, había defendido su decisión, pero las palabras que intercambiaron la perseguirían por mucho tiempo.
Elisa, aún temblando, se soltó del agarre de Zulema y se cubrió rápidamente, el rostro ardiendo de vergüenza y furia. Su vestido blanco, ahora roto, colgaba abierto, y la humillación de haber sido expuesta de esa manera la golpeó con fuerza. Su piel blanca, que siempre había sido motivo de orgullo en Calvillo, ahora la hacía sentir vulnerable, como cada centímetro de su cuerpo fuera un trofeo que Zulema había usado para herir a Tomás. Doña Caridad, con una mirada severa hacia Zulema, se acercó a Elisa y la abrazó sin decir nada, su presencia un refugio en el caos. Luego, la anciana se dirigió al armario de la habitación, sacando un nuevo vestido de embarazo, esta vez de color azul marino, sencillo pero elegante, y pidió ayuda a Zulema. “Ayúdame a desvestir a la muchacha y ponerle este,” dijo Doña Caridad con tono firme, sin reproches por el momento.
Zulema, aún con un brillo de satisfacción en los ojos, ayudó a Doña Caridad a quitar los restos del vestido roto de Elisa, quien se dejó hacer como una muñeca, las lágrimas corriendo por su rostro pálido. Le quitaron la tanga y el brassier, exponiendo brevemente su cuerpo marcado por los chupetones, y le pusieron el nuevo vestido azul marino, que se ajustaba suavemente a su vientre abultado. Elisa lloraba desconsolada, los sollozos sacudiendo su cuerpo, el peso de la confrontación y la exposición aplastándola.
Poco después, una vez vestida, Elisa se volvió hacia Zulema con los ojos enrojecidos. “¿Por qué me exhibiste así ante Tomás? ¡Fue humillante!” reprochó, su voz quebrada por el llanto.
Zulema, cruzada de brazos, respondió con un tono defensivo pero sin arrepentimiento. “Antes tú lo hiciste, mostrando tu vientre y tu ropa interior. Yo solo aproveché el momento para hacerle ver que ya no tenía esperanzas. ¡Tenía que entender que ya no eres suya, Elisa! Fue por tu bien, para que se vaya de una vez.”
“Lo hice por Minor,” murmuró Elisa, más para sí misma que para la anciana, aunque las palabras de Zulema no la convencían del todo. “No podía ir con él.”
Doña Caridad la consoló, poniendo una mano en su hombro. “Tranquila, hija,” dijo, su voz suavizándose. “Hiciste lo que tenías que hacer. Ahora, a cuidar de vos y de ese niño.”
Elisa asintió, aunque el peso de la confrontación y la humillación pública aún la aplastaba. Las palabras de Tomás —“puta”, “ramera”, “vergüenza”—
Elisa, aún sentada en la silla de la habitación, sentía el corazón acelerado, las palabras de la confrontación clavándose en su mente como espinas. "Cobarde "“cornudito”, “bastardo”.
Doña Caridad, con una mano firme en su hombro, le dio un apretón antes de salir en silencio, dejando a Elisa con sus pensamientos y las burlas crueles de Zulema seguían clavándose en su mente como espinas.
Pero también había defendido su derecho a decidir, por ella, por Minor. Desde el patio, la risa de Jerry rompió la tensión como un rayo de luz. “¡Mamá, vení a jugar!” gritó el pequeño, su voz llena de una alegría que contrastaba con el torbellino en el pecho de Elisa.
Ella se secó las lágrimas, respiró hondo y se levantó, alisando el nuevo vestido azul marino. “Ya voy, pequeño,” murmuró, forzando una sonrisa. Al salir al patio, el aire cálido de La Ceiba la envolvió. El sol ya se había hundido, dejando un cielo púrpura salpicado de las primeras estrellas. Jerry corría en círculos, pateando una pelota desinflada, mientras Wilson y Giara, algo más serios, estaban sentados en una banca de madera, mirándola con cautela. Habían oído los gritos, aunque no entendieran del todo lo que pasaba.
Elisa se acercó, sintiendo sus ojos sobre ella, y se agachó con esfuerzo para recoger la pelota. “¡Dame, Jerry!” dijo, intentando sonar alegre. El niño, con sus rizos rebotando, corrió hacia ella y la abrazó con fuerza. “¡Mamá, jugá conmigo!” exclamó, sus palabras inocentes cayendo como un golpe suave pero profundo en el corazón de Elisa.
“Mamá.” La palabra resonó en su mente, cálida y dolorosa a la vez. Antes de que pudiera procesarlo, Wilson se unió, corriendo tras la pelota. “¡Mamá, pásamela!” gritó, riendo. Giara, más reservada, se acercó lentamente, pero cuando Elisa le tendió la mano, también sonrió y dijo en voz baja: “Mamá, ¿me ayudás a patear?”
Elisa sintió un nudo en la garganta. Mamá, mamá, mamá. Cada vez que lo decían, era como si los niños, sin saberlo, tejieran un lazo que la ataba a La Ceiba, a esta vida que había construido sin darse cuenta. Jugó con ellos, corriendo torpemente tras la pelota, el vestido azul marino ondeando, el peso de su embarazo haciéndola reír y jadear al mismo tiempo. Pero mientras reía, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. No sabía si lloraba de felicidad, por sentirse amada por estos niños que la habían acogido como suya, o de culpa, por las hijas que había dejado en México, por la vida que estaba eligiendo dejar atrás, por el dolor que aún cargaba por Gerson y Tomás.
Jerry, al verla llorar, se detuvo y frunció el ceño. “¿Por qué llorás, mamá?” preguntó, acercándose para tocar su mejilla. Elisa lo abrazó, apretándolo contra su pecho. “Porque los quiero mucho, pequeño,” dijo, su voz quebrándose. Wilson y Giara se unieron al abrazo, y por un momento, el patio se llenó de un calor que no tenía nada que ver con el clima de La Ceiba.
Desde la ventana de la cocina, Zulema observaba la escena, su rostro iluminado por una mezcla de ternura y determinación, aunque su gesto anterior aún pesaba en el aire. Había visto a Elisa romperse y reconstruirse en los últimos meses, y ahora, en este momento de paz, supo que era el instante que Gerson necesitaba para volver. Sacó su celular, marcó el número y habló en voz baja, asegurándose de que Elisa no la oyera.
“Gerson, soy yo,” dijo, su tono firme. “Elisa está aquí, en la casa de Doña Caridad. Acaba de pasar algo grande con Tomás, y ella… ella necesita verte. No, no me vengás con excusas. Vení ahora, aprovechá este momento. Es por ella, por Minor, por vos.” Colgó sin esperar respuesta, confiando en que Gerson, a pesar de sus errores, entendería la urgencia.
En el patio, Elisa seguía jugando, aunque sus movimientos eran más lentos, su mente atrapada entre la risa de los niños y el peso de sus emociones. Cada “mamá” que escuchaba era un recordatorio de que, sin importar lo que decidiera, su vida ya no era solo suya. Minor pateó dentro de su vientre, como si quisiera unirse al juego, y Elisa sonrió, poniendo una mano sobre su barriga.
“Tranquilo, pequeño,” susurró, mirando al cielo estrellado. “Vamos a encontrar nuestro lugar.”
Pero en el fondo, no podía evitar preguntarse si ese lugar incluía a Gerson, o si las palabras de Zulema y Doña Caridad eran solo un eco de esperanza que no duraría. Lo que no sabía era que, a pocos kilómetros de distancia, Gerson ya estaba en camino, su camioneta avanzando veloz por las calles de tierra, su corazón latiendo con una mezcla de miedo y determinación.

El sol se deslizaba hacia el horizonte, tiñendo de naranja la casa de madera azul de Doña Caridad en La Ceiba. En el porche, el aire era denso, cargado de la humedad tropical y una tensión que flotaba como una nube invisible. Adentro, en una pequeña habitación con paredes de madera gastada, Elisa estaba sentada en una silla, su vestido blanco de embarazo, con botones en la parte frontal, marcando la curva pronunciada de su vientre de siete meses. Minor pateaba con fuerza, como si presintiera la tormenta que se avecinaba. Su maleta seguía en el suelo, pero la certeza de querer levantarla se desvanecía con cada minuto.
Horas antes, las palabras de Doña Caridad y Zulema habían calado hondo. “Gerson no es perfecto, muchacha, pero te ama a su manera,” había dicho Doña Caridad, su voz firme pero cargada de ternura. Zulema, con su tono cálido, había añadido: “No dejes que el dolor te ciegue, Elisa. Tomás puede darte una casa, pero no un hogar para Minor.” Esas palabras resonaban en su mente, haciéndola dudar de la decisión que había tomado al leer el mensaje de Tomás: “Estoy en camino. Llego a La Ceiba mañana.”
Un golpe en la puerta principal sacó a Elisa de sus pensamientos. Doña Caridad, con su bastón marcando un ritmo pausado, abrió la puerta. Era Tomás, con el rostro cansado por el viaje, pero con una chispa de determinación en los ojos. Llevaba una camisa arrugada y una mochila al hombro, como si hubiera corrido desde México sin detenerse.
“Buenas tardes, señora,” dijo Tomás, quitándose el sombrero con un gesto respetuoso. “Vengo por Elisa. ¿Está aquí?”
Doña Caridad lo miró de arriba abajo, sus ojos pequeños escrutando cada detalle. “Pase, joven,” dijo al fin, señalando con el bastón hacia el interior. “Ella está en la habitación. Pero hágame el favor de comportarse. Esta es mi casa.”
Tomás asintió, aunque la tensión en su mandíbula delataba su impaciencia. Caminó por el pasillo, sus pasos resonando en la madera, hasta llegar a la puerta de la habitación. Tocó suavemente, su voz baja pero firme. “¿Elisa? Soy yo. ¿Puedo entrar?”
Desde el otro lado, Elisa sintió un nudo en el estómago. Apretó las manos sobre su vestido blanco, respirando hondo. “Pasa,” dijo, su voz apenas audible.
Tomás entró, el corazón latiéndole en la garganta. Vio a Elisa de pie junto a la ventana, el vestido blanco de botones resaltando su barriga prominente. Su piel blanca contrastaba con la luz cálida de la habitación, haciendo que su embarazo pareciera aún más imponente. Estaba más embarazada que la última vez que la vio, y la imagen lo golpeó con una mezcla de amor y coraje. Su esposa llevaba el hijo de otro, un recordatorio de su fracaso, pero aún quería salvarla, llevarla de vuelta a México. Lo que más lo impactó fue el tamaño de su vientre: era enorme, mucho más grande de lo que recordaba en los tres embarazos previos de sus hijas, Paola, Beatriz y Nina. Aquellos embarazos habían sido discretos, con panzas modestas que apenas se notaban bajo la ropa holgada que Elisa, con su piel blanca y delicada, solía usar en Calvillo. Pero ahora, su vientre era imponente, redondeado y prominente, tensando la tela del vestido blanco hasta el límite, la piel pálida brillando bajo la tela como un lienzo vivo. Era una imagen que lo descolocó, un recordatorio visceral de que este hijo no era suyo, de que otro hombre había dejado una marca que él nunca pudo igualar.
El coraje le subió por el pecho como una marea, no solo por el hijo que llevaba, sino por lo que representaba: otro hombre, otra vida, una traición que no podía borrar de su mente. Aun así, se obligó a mantener la calma, al menos por ahora.
“Elisa,” dijo, su voz tensa pero controlada, “vine por ti, amor. Es hora de volver a México, a casa con las niñas. Podemos dejar todo esto atrás.”
Elisa lo miró, sus ojos hinchados de tanto llorar, su rostro pálido. “Tomás, quisiera que eso pudiera ser,” murmuró, las palabras de Doña Caridad y Zulema resonando en su cabeza. Aunque el dolor de la traición de Gerson seguía quemándola, algo había cambiado. No podía ignorar lo que sentía, lo que Minor significaba, lo que La Ceiba, con todos sus defectos, le había dado. Bajó la mirada, buscando las palabras.
“Tomás, yo… no voy a volver,” dijo al fin, su voz temblorosa pero firme. “No puedo.”
Tomás frunció el ceño, como si no hubiera escuchado bien. “¿Qué? ¿Qué estás diciendo, Elisa? ¡Vine hasta acá por ti! ¿Y ahora me dices que no vas a volver?” Su voz subió de tono, el coraje que había contenido empezando a desbordarse.
Elisa se puso de pie, su vestido blanco ondeando ligeramente. “No es tan fácil, Tomás. Este hijo…” Tocó su vientre, sintiendo un leve movimiento de Minor. “No es tuyo, y ambos lo sabemos. Lo pensé bien y no puedo llevarlo a México, a un lugar donde lo van a señalar, donde tú nunca lo vas a querer como propio. No puedo hacerle eso a Minor.”
Tomás reaccionó con cautela al principio. “Amor, no digas esas cosas. Si es necesario, trabajaré desde casa y no te dejaré sola, ni a ti ni al bebé. Yo vine por ti. Vamos a México, juntos. Puedo reconocer a tu hijo. Lo trataré como si fuera mío, te lo juro. Podemos empezar de nuevo.”
Elisa negó con la cabeza, las lágrimas asomando. “Pero Minor será negro, como su padre. ¡Entiende eso, Tomás! En Calvillo, eso será terrible. Lo discriminarán por su color, y por ser producto de una infidelidad. No puedo hacerle eso.” Hizo una pausa, su voz quebrándose. “Perdóname, Tomás, por hacerte venir y ahora decirte que no puedo irme. Pensarás que soy una gran descarada. Pero debo pensar en el futuro de Minor, y ese es aquí, junto a su padre. Sacrificaré que aún te amo. Pero amo más a mi bebé. Sé que Gerson actuó mal y también tuvo que ver en nuestra separación. Pero no puedo sacarlo de la vida de mi bebé. Perdóname.”
Tomás sintió que el aire se le escapaba. Sus palabras fueron un golpe, avivando el coraje que había intentado contener. Dio un paso hacia ella, sus puños apretados. “¿Minor? ¿Así le pusiste? ¡No me jodas, Elisa! ¿Me hiciste venir hasta este maldito pueblo solo para humillarme? ¿Me hiciste cruzar medio mundo para esto?” rugió, su voz quebrándose por la rabia. “¿Para decirme que prefieres quedarte con el hijo de ese maldito? ¿Que no vienes porque es negro? ¡Vine a salvarte, Elisa, y me humillas así!”
Y entonces, sus palabras se volvieron veneno. “¡Eres una mentirosa, una puta que se abrió de piernas con un negro y ahora quiere jugar a la mártir! ¡Puta! ¡Ramera vengativa! ¡Te revolcaste con un negro y ahora hablas de sacrificios? ¡Eres la vergüenza de tus padres, de tus hijas! ¡Paola, Beatriz y Nina van a saber que su madre eligió ser la puta de un negro antes que volver con ellas!”
Elisa sintió el impacto de los insultos como si fueran golpes físicos. Las lágrimas le ardían en los ojos, pero algo dentro de ella estalló, una furia que no pudo contener. “¡No te atrevas, Tomás Almada!” gritó, dando un paso hacia él, su voz temblando de rabia. “¡Yo seré lo que tú quieras, pero a mis hijas no las envenenes con esas mentiras! ¿Dices que soy puta? ¿Una mentirosa? ¡Tú me dejaste sola! ¡No tuvimos nada durante años, ni una caricia, ni una palabra cariñosa en mucho tiempo! ¿Y ahora vienes a reclamarme como si fuera tuya? ¡Esto es tu culpa, tanto como mía!”
Tomás, rojo de ira, señaló su vientre con desprecio. “¿Mi culpa? ¡Mírate, Elisa! ¡Mira esa barriga! ¡Te la hizo ese maldito negro, y ahora quieres quedarte aquí como si nada!”
Elisa perdió la calma por completo. En un arranque de furia, tiró con fuerza de los botones de su vestido blanco de embarazo, que se desgarró con un sonido seco, abriéndose desde el pecho hasta el bajo vientre. La tela cayó a los lados, dejando al descubierto su enorme vientre redondeado, la piel blanca y tensa brillando bajo la luz tenue de la habitación. Sin darse cuenta, también mostró la ropa interior que llevaba: una tanga blanca que apenas cubría su intimidad, dejando ver más de lo que cualquier prenda en Calvillo hubiera permitido, y un brassier que, incapaz de contener sus grandes senos, parecía a punto de ceder bajo la presión. Era una imagen que jamás había mostrado en México, donde siempre había usado ropa interior modesta, funcional, adecuada para la esposa recatada que Tomás conocía. Ahora, esta Elisa, expuesta y desafiante, era una desconocida para él, y la visión lo golpeó como un martillo.
Tomás se quedó paralizado, sus ojos abiertos de par en par, atrapados en el espectáculo de su vientre y su ropa interior. El tamaño de su barriga lo horrorizaba: nunca, en los embarazos de Paola, Beatriz o Nina, había visto a Elisa con una panza tan prominente, tan llena de vida, tan diferente de los discretos bultos que había llevado antes. Aquellos embarazos habían sido casi imperceptibles bajo las faldas largas y los suéteres holgados que ella, con su piel blanca y delicada, prefería. Pero este vientre, redondo y orgulloso, era una declaración de algo que él no había podido darle, una prueba física de su propia insuficiencia. Y la ropa interior —la tanga blanca que dejaba poco a la imaginación y el brassier que apenas contenía sus senos— lo hizo sentir un nudo en el estómago, una mezcla de deseo, humillación y repulsión. Nunca había visto a Elisa así, tan expuesta, tan cruda. En Calvillo, ella era la madre de sus hijas, la mujer que se cubría con recato, no esta figura que ahora lo enfrentaba con una sensualidad que lo desarmaba y lo hería al mismo tiempo. Un calor le subió al rostro, no solo por la furia, sino por la vergüenza de verla transformada por otro hombre, marcada de una manera que él nunca había logrado.
“¡Mira, aquí están las consecuencias de tus actos, grandísimo imbécil!” gritó Elisa, su voz rota por la rabia y el dolor. “¡Mira la barriga que le enchufaron a tu esposita del alma! ¿No lo puedes creer, verdad, cornudito? ¡Esto es lo que soy ahora, y no voy a esconderme!” Señaló su vientre con un dedo tembloroso, sin notar del todo que su ropa interior estaba a la vista. “¡Tú tienes la culpa de que hoy esté así! ¡Tú y tus desprecios me hicieron pasar por esto! Ese 24 de abril fue la gota que derramó el vaso. ¡Era nuestro aniversario de bodas, pendejo! Y tú despreciaste vilmente la cena que Nana y yo te preparamos, la receta especial de familia, tan difícil de elaborar. ¡Ni siquiera la miraste, te encerraste en tu oficina! Esa humillación hizo que le hiciera caso a Marisa, que me convenciera de ir a esa boda que tú no quisiste acompañarme. Después, ella me llevó a ese bar y me drogó a propósito. ¿Cómo iba a saber yo los oscuros planes de esa maldita envidiosa? Ese día conocí a Gerson y lo demás es historia. Cometí una infidelidad por accidente y aquí estoy, en este país, afrontando las consecuencias.”
Tomás retrocedió, atónito, su mirada atrapada entre el vientre descomunal de Elisa y la ropa interior que lo hacía sentir pequeño, insignificante. La tanga blanca, tan reveladora, y el brassier que dejaba sus senos al borde de desbordarse lo hacían sentirse como un intruso en un cuerpo que ya no le pertenecía. La culpa lo aplastó. Nunca le había confesado su disfunción eréctil, el secreto que lo había carcomido. Esa maldita sensación de impotencia lo había llevado a descuidar a Elisa, a dejar de procurarla, de consentirla. Su frustración la había herido, y él lo sabía. Era culpable, y la verdad en las palabras de Elisa, combinada con la imagen de su transformación física, lo desarmó. Las lágrimas comenzaron a caer silenciosamente por su rostro, sin ánimo de contradecirla.
Elisa, aún enojada, frotó su vientre, las lágrimas rodando por sus mejillas, y remató: “¡Ahora lloras, cobarde! ¡Pues mira a tu esposa, embarazada de otro! ¡Esto es lo que soy ahora, y todo esto es tu culpa!”
Elisa tembló, pero alzó el rostro con dignidad. “¡Sí, Tomás, mírala bien! ¡Esta barriga es la prueba de lo que pasó! ¡Me dejaste sola, vacía, muerta en vida! Y cuando alguien me miró, cuando alguien me deseó, caí.
No lo planeé, no lo busqué, pero sucedió. Y ahora este niño no tiene la culpa de tus abandonos ni de mis errores.”
“¡No justifiques tu traición!” escupió él, con los ojos encendidos. “¡Pudiste resistir! ¡Eras mi esposa! ¡Veintidós años juntos, Elisa, y los tiraste a la basura por un calentón con un negro cualquiera!”
“¡Cállate!” rugió ella, llevándose las manos al vientre con rabia y dolor. “¡No digas eso! ¡No fue solo un calentón! Fue el resultado de años de silencio, de indiferencia, de rechazo. Tú me empujaste a esto, Tomás. ¡Tú, con tu frialdad, con tu desprecio, con tus noches de espalda volteada!”
Tomás retrocedió medio paso, respirando con dificultad, pero el odio lo sostuvo. “¿Y así me culpas? ¿De tu deshonra, de tu pecado? ¡No, Elisa, no! Tú elegiste abrirte de piernas, tú elegiste manchar nuestro matrimonio. No me culpes de tu lujuria.”
“¡No te atrevas a llamarlo lujuria!” respondió ella con la voz rota, pero firme. “¿Crees que no me duele? ¿Que no me parte el alma haber perdido a mis hijas, a ti, a mi vida entera? ¡Sí, Tomás, me duele! Pero no voy a negar a mi hijo. Este niño tiene derecho a su padre, aunque me destroce el corazón. Yo me quedo en La Ceiba.”
Tomás la miró con los ojos inundados de furia y de lágrimas. “Entonces estás muerta para mí, Elisa. Tú y ese bastardo.”
Elisa sintió un frío desgarrador atravesarle el pecho, pero levantó la cabeza, desafiante. “Si eso piensas… que así sea. Prefiero ser tu muerta antes que ser la madre cobarde que niega a su hijo.”
Elisa lo miró fijamente, con lágrimas ardiéndole en los ojos. “¿Sabes qué es lo que más me duele, Tomás? Que yo sí te amé. Te amé como no se ama dos veces en la vida. Me entregué a ti con todo lo que era… y tú te fuiste perdiendo en tu propio silencio. El muchacho tierno que me hacía reír, que me tomaba de la mano, que me llenaba de caricias… ese hombre murió hace años. Y en su lugar quedó alguien seco, duro, incapaz de mirarme a los ojos.”
Tomás apretó la mandíbula, conteniendo el temblor de su voz. “No digas eso, Elisa. Yo estuve ahí, trabajé por ti, por las niñas, sostuve nuestra casa. Si me endurecí fue porque la vida me lo exigió. No podía andar de romántico cuando había cuentas que pagar.”
“¡Eso es mentira y lo sabes!” replicó ella con fuerza, dando un paso hacia él. “No fue la vida, fuiste tú. Te escondiste detrás del trabajo, detrás de tu orgullo, detrás de tus silencios. Me dejaste rogando por una mirada, por un beso. ¿Sabes cuántas noches lloré en nuestra cama mientras tú dormías de espaldas? ¿Sabes cuántas veces me sentí invisible para ti?”
El rostro de Tomás se contrajo; sus ojos brillaron de ira, pero también de verdad reconocida. “¡No podía, Elisa!” estalló, golpeándose el pecho con el puño. “No podía ser ese hombre que tú querías.
El trabajo, la presión ¡me estaban matando!
Tu que ibas a saber lo que yo pasaba.…
¿Cómo mirarte a los ojos si mi mente estaba en los negocios ?
Cómo?
Carajo, No todo es sexo Elisa!
Elisa quedó en silencio unos segundos, respirando entrecortada, como si las palabras de él también fueran cuchillas. Luego, con la voz quebrada, murmuró: “No era sexo lo que yo necesitaba, Tomás… era amor. Solo amor. Y de ti ya no quedaba nada.”
Tomás la miró, desgarrado, con el orgullo resistiéndose a ceder. Tragó saliva y sacudió la cabeza. “Aunque todo eso sea cierto… nada justifica lo que hiciste. Nada.”
Elisa se llevó las manos al vientre, como protegiendo a Minor, y lo encaró con firmeza. “No lo justifica, pero lo explica. Tú me perdiste mucho antes de que Gerson apareciera. Y aunque aún te amo, Tomás, ese amor ya no basta para volver atrás
Tomás la observó, con los labios temblando entre la rabia y la herida. Tragó saliva, y al final su voz salió baja, áspera, como un veneno contenido.
“Entonces quédate aquí, Elisa… con tu negro, con tu vergüenza, con tu mentira convertida en verdad. Pero recuerda esto: cuando ese niño crezca y te pregunte por qué no tiene hermanas, por qué su madre abandonó a su familia… serás tú quien cargue con la respuesta. No yo.”
Dio un paso atrás, con los ojos ardiendo, y añadió con un hilo de desprecio:
“Para mí… Elisa Heredia murió en México. Lo que queda aquí es solo una sombra.”
Elisa lo miró, con el rostro desencajado por la mezcla de furia y dolor. Su voz tembló, pero se alzó con dignidad.
“¡No, Tomás! No soy una sombra. Soy una mujer rota, sí… pero también soy madre, y este hijo me devuelve la vida. Puedes llamarme muerta, puedes despreciarme, pero no borrarás que fuiste tú quien me dejó morir primero. Yo solo estoy eligiendo vivir de nuevo.”
Elisa quiso sostenerse firme, pero la voz se le quebró y las lágrimas comenzaron a brotar, incontenibles. Se cubrió el rostro con las manos, sollozando con un dolor que parecía desgarrarle el alma.
Los gritos resonaron en la casa, y en ese momento, Doña Caridad irrumpió en el cuarto, su rostro severo, seguida de cerca por Zulema, quien había oído el alboroto desde la cocina. Doña Caridad exclamó con su acento hondureño: “¡Basta, muchacho! ¡Maldita sea, no voy a permitir que le hagas más daño a esta muchacha! ¡Fuera de mi casa, ahora!” Su bastón golpeó el suelo con furia.
Zulema, con una sonrisa sarcástica curvando sus labios, entró detrás de la anciana, sus ojos brillando con una mezcla de protección y malicia. Miró a Tomás de arriba abajo, burlándose abiertamente. “¿Qué haces aquí, mexicano? ¿No ves que Elisa ya le pertenece a mi hermano? ¡Gerson la conquistó, y tú no eres más que un recuerdo patético!” Luego, su mirada se posó en Elisa, quien aún estaba con el vestido roto, su enorme vientre expuesto y la tanga blanca apenas cubriendo su intimidad, mientras el brassier luchaba por contener sus senos. Zulema soltó una risa baja y provocativa, dirigiéndose a Tomás con desprecio. “Mírala, ya fue marcada por un semental de verdad. Esa barriga es la prueba, y esa tanguita... ¡ja! No necesita un pito chico como el tuyo, que ni siquiera pudo mantenerla satisfecha.”
Y entonces, en un gesto desafiante y cruel, Zulema se acercó a Elisa, quien estaba demasiado conmocionada para reaccionar. Con un movimiento rápido, Zulema la agarró por los hombros y la volteó, levantando con brusquedad los restos del vestido roto para exponer el trasero de Elisa, apenas cubierto por la tanga blanca que dejaba poco a la imaginación. La piel blanca de Elisa, suave y reluciente, contrastaba con la tela mínima, y sus nalgas, redondeadas y firmes, estaban marcadas por sendos chupetones rojizos y morados, huellas frescas de las continuas relaciones sexuales que había tenido con Gerson un par de días antes. Zulema, al verlos, soltó una carcajada burlona, señalando las marcas con un dedo acusador. “¡Mira esto, cornudo! ¡Esos chupetones son fresquitos, de mi hermano! ¡Elisa no ha podido resistirse a Gerson ni siquiera estos días, mientras decía que quería volver contigo! ¡Ja, ja! ¡Mira esas nalgotas, mexicano! ¡Ya son de Gerson, y él las sabe usar mejor que tú, dejando sus marcas por todas partes! ¡Vete antes de que te humillemos más!”
Tomás Almada sintió una oleada de humillación que lo atravesó como un cuchillo. La imagen de Elisa, con su piel blanca, su vientre descomunal, su ropa interior reveladora y ahora su trasero expuesto por Zulema, marcado por aquellos chupetones evidentes, era demasiado para soportar. En su mente, las palabras resonaron con amargura: “Realmente es una puta... Según ella quería regresar a Aguascalientes, y seguía con su vida pecaminosa, revolcándose con ese negro una y otra vez.” La comparación con Gerson, el “semental” que había reclamado a Elisa de una manera que él nunca pudo, dejando marcas visibles de su posesión, era un golpe directo a su hombría, a su orgullo, a todo lo que había creído ser. Su rostro se enrojeció aún más, no solo de ira, sino de una vergüenza profunda que lo hacía sentir pequeño e insignificante. La visión de las “nalgotas” de Elisa, como Zulema las había llamado, se grabó en su mente como una herida abierta, un recordatorio de su propia insuficiencia, amplificado por el contraste de
su piel blanca contra la tanga mínima y aquellos chupetones acusadores.
Bajó la mirada, incapaz de responder, las lágrimas mezclándose con el sudor en su cara. Sin fuerzas para resistir, miró a Elisa una última vez, sus ojos llenos de desprecio, dolor y una derrota absoluta.
Recogió su mochila del porche y se alejó por la calle polvorienta, muy alterado. En su huida, chocó contra las paredes de las casas vecinas, sus pies se enredaron en el polvo y las raíces expuestas del camino, cayendo una y otra vez al suelo. Se levantó tambaleante, llorando desconsoladamente, el eco de sus sollozos desvaneciéndose en la distancia, mezclado con el canto de los grillos.
Elisa se dejó caer en la silla temblando, las lágrimas corriendo por sus mejillas. Su corazón latía con fuerza, una mezcla de alivio y arrepentimiento.
El vestido roto, su mano sobre el vientre donde Minor pateaba.
Por la ventana, lo vio partir por última vez, su figura desvaneciéndose en la distancia.
Doña Caridad se acercó, sentándose a su lado, y la abrazó sin decir nada, su presencia un refugio en el caos.
Había enfrentado a Tomás, había defendido su decisión, pero las palabras que intercambiaron la perseguirían por mucho tiempo.
Elisa, aún temblando, se soltó del agarre de Zulema y se cubrió rápidamente, el rostro ardiendo de vergüenza y furia. Su vestido blanco, ahora roto, colgaba abierto, y la humillación de haber sido expuesta de esa manera la golpeó con fuerza. Su piel blanca, que siempre había sido motivo de orgullo en Calvillo, ahora la hacía sentir vulnerable, como cada centímetro de su cuerpo fuera un trofeo que Zulema había usado para herir a Tomás. Doña Caridad, con una mirada severa hacia Zulema, se acercó a Elisa y la abrazó sin decir nada, su presencia un refugio en el caos. Luego, la anciana se dirigió al armario de la habitación, sacando un nuevo vestido de embarazo, esta vez de color azul marino, sencillo pero elegante, y pidió ayuda a Zulema. “Ayúdame a desvestir a la muchacha y ponerle este,” dijo Doña Caridad con tono firme, sin reproches por el momento.
Zulema, aún con un brillo de satisfacción en los ojos, ayudó a Doña Caridad a quitar los restos del vestido roto de Elisa, quien se dejó hacer como una muñeca, las lágrimas corriendo por su rostro pálido. Le quitaron la tanga y el brassier, exponiendo brevemente su cuerpo marcado por los chupetones, y le pusieron el nuevo vestido azul marino, que se ajustaba suavemente a su vientre abultado. Elisa lloraba desconsolada, los sollozos sacudiendo su cuerpo, el peso de la confrontación y la exposición aplastándola.
Poco después, una vez vestida, Elisa se volvió hacia Zulema con los ojos enrojecidos. “¿Por qué me exhibiste así ante Tomás? ¡Fue humillante!” reprochó, su voz quebrada por el llanto.
Zulema, cruzada de brazos, respondió con un tono defensivo pero sin arrepentimiento. “Antes tú lo hiciste, mostrando tu vientre y tu ropa interior. Yo solo aproveché el momento para hacerle ver que ya no tenía esperanzas. ¡Tenía que entender que ya no eres suya, Elisa! Fue por tu bien, para que se vaya de una vez.”
“Lo hice por Minor,” murmuró Elisa, más para sí misma que para la anciana, aunque las palabras de Zulema no la convencían del todo. “No podía ir con él.”
Doña Caridad la consoló, poniendo una mano en su hombro. “Tranquila, hija,” dijo, su voz suavizándose. “Hiciste lo que tenías que hacer. Ahora, a cuidar de vos y de ese niño.”
Elisa asintió, aunque el peso de la confrontación y la humillación pública aún la aplastaba. Las palabras de Tomás —“puta”, “ramera”, “vergüenza”—
Elisa, aún sentada en la silla de la habitación, sentía el corazón acelerado, las palabras de la confrontación clavándose en su mente como espinas. "Cobarde "“cornudito”, “bastardo”.
Doña Caridad, con una mano firme en su hombro, le dio un apretón antes de salir en silencio, dejando a Elisa con sus pensamientos y las burlas crueles de Zulema seguían clavándose en su mente como espinas.
Pero también había defendido su derecho a decidir, por ella, por Minor. Desde el patio, la risa de Jerry rompió la tensión como un rayo de luz. “¡Mamá, vení a jugar!” gritó el pequeño, su voz llena de una alegría que contrastaba con el torbellino en el pecho de Elisa.
Ella se secó las lágrimas, respiró hondo y se levantó, alisando el nuevo vestido azul marino. “Ya voy, pequeño,” murmuró, forzando una sonrisa. Al salir al patio, el aire cálido de La Ceiba la envolvió. El sol ya se había hundido, dejando un cielo púrpura salpicado de las primeras estrellas. Jerry corría en círculos, pateando una pelota desinflada, mientras Wilson y Giara, algo más serios, estaban sentados en una banca de madera, mirándola con cautela. Habían oído los gritos, aunque no entendieran del todo lo que pasaba.
Elisa se acercó, sintiendo sus ojos sobre ella, y se agachó con esfuerzo para recoger la pelota. “¡Dame, Jerry!” dijo, intentando sonar alegre. El niño, con sus rizos rebotando, corrió hacia ella y la abrazó con fuerza. “¡Mamá, jugá conmigo!” exclamó, sus palabras inocentes cayendo como un golpe suave pero profundo en el corazón de Elisa.
“Mamá.” La palabra resonó en su mente, cálida y dolorosa a la vez. Antes de que pudiera procesarlo, Wilson se unió, corriendo tras la pelota. “¡Mamá, pásamela!” gritó, riendo. Giara, más reservada, se acercó lentamente, pero cuando Elisa le tendió la mano, también sonrió y dijo en voz baja: “Mamá, ¿me ayudás a patear?”
Elisa sintió un nudo en la garganta. Mamá, mamá, mamá. Cada vez que lo decían, era como si los niños, sin saberlo, tejieran un lazo que la ataba a La Ceiba, a esta vida que había construido sin darse cuenta. Jugó con ellos, corriendo torpemente tras la pelota, el vestido azul marino ondeando, el peso de su embarazo haciéndola reír y jadear al mismo tiempo. Pero mientras reía, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. No sabía si lloraba de felicidad, por sentirse amada por estos niños que la habían acogido como suya, o de culpa, por las hijas que había dejado en México, por la vida que estaba eligiendo dejar atrás, por el dolor que aún cargaba por Gerson y Tomás.
Jerry, al verla llorar, se detuvo y frunció el ceño. “¿Por qué llorás, mamá?” preguntó, acercándose para tocar su mejilla. Elisa lo abrazó, apretándolo contra su pecho. “Porque los quiero mucho, pequeño,” dijo, su voz quebrándose. Wilson y Giara se unieron al abrazo, y por un momento, el patio se llenó de un calor que no tenía nada que ver con el clima de La Ceiba.
Desde la ventana de la cocina, Zulema observaba la escena, su rostro iluminado por una mezcla de ternura y determinación, aunque su gesto anterior aún pesaba en el aire. Había visto a Elisa romperse y reconstruirse en los últimos meses, y ahora, en este momento de paz, supo que era el instante que Gerson necesitaba para volver. Sacó su celular, marcó el número y habló en voz baja, asegurándose de que Elisa no la oyera.
“Gerson, soy yo,” dijo, su tono firme. “Elisa está aquí, en la casa de Doña Caridad. Acaba de pasar algo grande con Tomás, y ella… ella necesita verte. No, no me vengás con excusas. Vení ahora, aprovechá este momento. Es por ella, por Minor, por vos.” Colgó sin esperar respuesta, confiando en que Gerson, a pesar de sus errores, entendería la urgencia.
En el patio, Elisa seguía jugando, aunque sus movimientos eran más lentos, su mente atrapada entre la risa de los niños y el peso de sus emociones. Cada “mamá” que escuchaba era un recordatorio de que, sin importar lo que decidiera, su vida ya no era solo suya. Minor pateó dentro de su vientre, como si quisiera unirse al juego, y Elisa sonrió, poniendo una mano sobre su barriga.
“Tranquilo, pequeño,” susurró, mirando al cielo estrellado. “Vamos a encontrar nuestro lugar.”
Pero en el fondo, no podía evitar preguntarse si ese lugar incluía a Gerson, o si las palabras de Zulema y Doña Caridad eran solo un eco de esperanza que no duraría. Lo que no sabía era que, a pocos kilómetros de distancia, Gerson ya estaba en camino, su camioneta avanzando veloz por las calles de tierra, su corazón latiendo con una mezcla de miedo y determinación.
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