Fotos que tomamos mi esposa y yo, tratando de darle un toque erotico
Total libertad para comentar lo que quieran
Espero sean de vuestro agrado
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A pedido de muchos... arrancamos en color
EL HOMBRE TRAS LA VENTANA
Mia tenía ya treinta años y una vida que, en los papeles, sonaba perfecta. Casada desde hacía algún tiempo, compartía con su esposo un matrimonio sólido, sin grietas a la vista. No había hijos por el momento, algo que ambos posponían sin apuro, disfrutando de la libertad de despertarse tarde un domingo, improvisar viajes cortos o pasar mañanas enteras en la cama.
Ama de casa por elección, había retomado varias veces la carrera de Kinesiología, como si cada inscripción en la facultad fuera también un gesto de reafirmación personal, un recordatorio de que un anhelo profesional corría por sus venas. Le gustaba estudiar, aunque la constancia nunca había sido su punto fuerte: los apuntes se amontonaban sobre la mesa del comedor al lado de la laptop y de las tazas de café que dejaba a medio terminar, como su carrera
El sexo con su marido era parte natural de esa vida, y no algo relegado a la monotonía. Compartían una pasión directa, sin complicaciones, capaz de arrancar con una caricia al pasar por la cocina o en la ducha antes de salir a trabajar. Mia se sabía deseada, y eso le daba seguridad.
El departamento en el que vivían era moderno y luminoso. Había algo en los ventanales enormes del living y del dormitorio que imponía una atmósfera particular. Las cortinas estaban, sí, pero rara vez cerradas durante el día; preferían que la claridad entrara y bañara los ambientes. El precio era una intimidad relativa: al otro lado, el vacío angosto dejaba ver paredes y balcones vecinos.
Para Mia, aquella mezcla de hogar acogedor y exposición cotidiana se había vuelto parte de su paisaje. Un mundo contenido, sin sobresaltos, donde todo parecía en equilibrio.
En la rutina de Mia había un espacio silencioso que solo ella conocía. No tenía que ver con su matrimonio, ni con las clases, ni con la casa. Era un territorio suyo, tan privado que le costaba admitirlo incluso en su propia mente.
Cuando quedaba sola en el departamento, cuando su esposo estaba en el trabajo, el día pasaba lento extendiéndose paso a paso tras los ventanales, y algo en ella despertaba con una fuerza adolescente. Cerraba la puerta del dormitorio o se dejaba caer en el sillón del living con la laptop sobre las piernas. Bastaba un par de clics, una búsqueda rápida, para abrir un universo de escenas que jamás había vivido ni probablemente viviría.
Pornografía cruda, escandalosa, a veces grotesca, siempre excesiva. Imágenes que, de solo recordarlas después, la hacían sonrojar. ¿Por qué lo hacía? No tenía respuesta. Solo sabía que la excitación le ardía en el cuerpo de una manera que el sexo con su marido —aun siendo bueno, aun siendo intenso— no siempre lograba igualar.
Mia se entregaba a esos momentos con una ansiedad contenida. A veces con las manos, otras con los juguetes que guardaba discretamente en una caja en el armario. Sus orgasmos eran largos, sacudidos, arrancados de lo más profundo, hasta el punto de tener que morderse los labios para no gemir demasiado fuerte. Y cuando terminaba, jadeando, con los muslos aún tensos, la culpa caía sobre ella como una manta pesada.
No era infiel. Lo sabía. Pero había algo en esa práctica solitaria que la hacía sentirlo casi como una traición. Como si existiera un secreto que no debía salir de esas paredes.
Y, sin embargo, cuanto más lo hacía, más lo necesitaba.
Entre todas sus rutinas secretas, había una que se había vuelto peligrosa por lo concreta. El departamento de enfrente, separado apenas por un vacío angosto, alojaba a un joven del que Mia apenas sabía nada. No conocía su nombre ni su vida, apenas lo había visto moverse entre habitaciones, a veces ligero de ropa, casi desnudo, con la despreocupación propia de quien se siente a salvo en su casa.
Mia lo espiaba con la excusa de regar las plantas del balcón o acomodar los cortinados. Le bastaba un instante para retener su figura y después, en silencio, dejar que la fantasía completara lo que la realidad no le ofrecía.
Aquel rostro anónimo, esa piel expuesta en los ventanales de enfrente, se transformó poco a poco en el protagonista de sus masturbaciones. No lo buscaba de manera deliberada, pero cuando cerraba los ojos, no eran las escenas imposibles de la pornografía las que venían a su mente, sino él: el vecino, el desconocido, y tal vez lo mejor, esas escenas que miraba con culpa en la pantalla, ahora tenían un rostro, un rostro cercano
Esa tarde, sola en el living, Mia encendió la pantalla como tantas veces. La habitación estaba bañada por la luz del sol, los ventanales abiertos al vacío. No pensó en correr las cortinas; no pensó en nada más que en hundir los dedos entre sus piernas hasta mancharse de sus propios jugos.

El placer la arrastró rápido, urgente, y sus caderas se movieron contra su propia mano como si buscara una fricción más brutal. Gemía apenas, contenida, mordiéndose los labios. Y mientras lo hacía, el rostro del joven del otro lado se le imponía en la cabeza.
Él, entretanto, ignoraba todo. Apenas se dejaba ver al fondo, moviéndose distraído en su departamento, haciendo sus cosas, ajeno a que al otro lado de la ventana una mujer casada acababa de correrse con los dedos, temblando de excitación bajo la idea de que ese vecino imposible había sido el destinatario secreto de su deseo.
El juego había empezado como un pasatiempo solitario. Una fantasía que la acompañaba en sus ratos libres, en esos silencios donde la casa parecía pertenecerle solo a ella. Pero pronto se volvió algo más: una urgencia, un llamado que acaparaba cada vez más tiempo de sus tardes.
Mia había aprendido a moverse con naturalidad, a pasar por el living como si nada, con el celular en la mano o una taza de té, fingiendo indiferencia mientras sus ojos buscaban al otro lado de la ventana. El vecino se había vuelto un imán. A veces lo veía en calzoncillos, caminando sin apuro, otras simplemente sentado en el sofá, distraído. Era suficiente para que su mente armara escenas enteras.
Hasta que una tarde ocurrió algo distinto.
Mia apenas se asomó al ventanal y lo vio acompañado. Una mujer joven, el pelo suelto, reía con él mientras dejaban caer la ropa por el piso. El corazón de Mia se aceleró al instante. No podía apartar la vista, pegada a la cortina como si el tejido fuese una pantalla transparente.
Y lo vio todo.
La chica se arrodilló primero, y el vecino inclinó la cabeza hacia atrás mientras ella lo devoraba con la boca. Los movimientos eran intensos, rítmicos, húmedos. El sonido no llegaba, pero Mia lo reconstruía en su cabeza, como si sus oídos inventaran los gemidos. El rostro de él desencajado de placer, los labios de ella resbalando hasta la base, la mano firme sosteniéndolo.
Luego fue el turno del sexo. La chica subida sobre él, cabalgando con violencia, los pechos saltando con cada embestida, la boca de él atrapando sus pezones entre gemidos mudos. Después, cambiando de posición, él penetrándola de atrás, con fuerza, el rostro de la chica hundido contra el sillón.
Mia estaba desbordada. No se dio tiempo a nada: ya tenía la mano entre sus piernas, por debajo del frente de su tanga, no había tiempo ni necesidad de quitarla, los dedos entrando con ansiedad. El calor se disparó en su vientre, un deseo casi doloroso.
Mientras ellos se amaban sin pudor en el departamento de enfrente, Mia se se sentó sobre un silla, abriendo sus piernas, metiéndose los dedos profundo, uno, dos y hasta tres, apenas el pulgar y el meñique quedaban por fuera y la palma de su mano hacia el resto, mientras la otra dibujaba caminos de placer sobre sus pezones excitados, gimiendo hasta quedar ronca, temblando con orgasmos sucesivos que la hicieron arquearse una y otra vez.
Era demasiado. Era obsceno. Y era perfecto. Y solo cerró sus ojos, no le hizo falta ver mas, el final sucedería en su mente, en su imaginación
Cuando al fin se desplomó, empapada y exhausta, supo que algo había cambiado, otra vez: ese espectáculo había elevado su secreto a un punto de no retorno.
Mia no podía escapar de eso, aunque lo intentara. El secreto se había instalado en su vida como una sombra pegajosa, un cosquilleo que nunca la abandonaba del todo.
Amaba a su esposo. Lo deseaba, lo buscaba en la cama, disfrutaba de su sexo intenso, de la entrega mutua que aún mantenían viva la relación. Pero lo cierto era que, mientras lo montaba o lo sentía penetrándola, su mente se iba una y otra vez al otro lado de los ventanales. A aquel hombre anónimo y a la mujer que lo había cabalgado sin pudor frente a sus ojos. A las escenas de porno desmedido que durante años había consumido sola, encerrada en la penumbra de su laptop, convencida de que nunca saldrían de la pantalla.
Ahora no necesitaba la computadora para excitarse. Tenía su propia historia en curso. Su propio guion, su propia serie privada, que la mantenía pendiente día tras día. No importaba si había o no alguien del otro lado: cada vez que corría apenas la cortina, el corazón le latía como si estuviera entrando en un set de filmación clandestino.
Era una carga. Lo sabía. Cada vez que terminaba de masturbarse hasta quedar sin aire, cada vez que se limpiaba los jugos de entre las piernas, el peso de la culpa le caía encima. nuevamente la pregunta ¿Era infiel? No. No había tocado a nadie. Y sin embargo, algo en su pecho le decía que estaba cruzando una frontera invisible.
Ese mismo peso, esa misma contradicción, era lo que más la encendía. La hacía sentir adolescente, prohibida, arrebatada. Como si hubiese descubierto un poder oculto en su propio cuerpo que ningún otro podía reclamar.
Y así, aunque compartiera la cama con su esposo y se corriera gimiendo bajo su abrazo, lo hacía sabiendo que el verdadero motor de su placer era otro: la vida secreta que había comenzado a vivir tras la ventana.
Durante semanas, Mia convivió con la carga de su secreto como quien guarda una joya peligrosa: pesada, brillante, imposible de soltar. Hasta que un día dejó de limitarse a mirar. mas tenía, mas quería
No lo planeó de golpe. Fue apenas un gesto: cruzar el living con la bata floja después de la ducha, el pelo aún húmedo, los muslos brillando bajo la luz de la tarde. El ventanal abierto, la cortina sin correr. Su andar era lento, distraído, como si no se diera cuenta de lo expuesta que estaba. Pero en el fondo, lo sabía perfectamente.
El vecino estaba allí. Vio un movimiento en el departamento de enfrente, una silueta al fondo. Siguió como si nada, sirviéndose un vaso de agua, acomodando algo en la mesa. El corazón le latía fuerte, un calor le subía al pecho.
Los días siguientes, el juego se repitió. A veces un top demasiado corto sin sostén. A veces quedarse en ropa interior más tiempo de lo habitual, fingiendo buscar algo en el armario frente a la ventana. A veces, simplemente, pasar con la bata abierta lo suficiente para que un destello de piel se escapara.
Al principio creyó que era solo ella. Que él seguía en su mundo, sin reparar en la fingida exhibición involuntaria que ella fabricaba con precisión. Pero una tarde lo notó: la cortina de su lado no se movió. La silueta permaneció quieta, de pie, observando.
No hubo gestos, no hubo sonrisas ni guiños. Solo miradas. Una tensión muda, cargada de electricidad, que se repetía cada vez más seguido.
Mia se masturbaba después de esos encuentros silenciosos con una urgencia insoportable. Ya no necesitaba porno ni fantasías ajenas: no solo tenía al hombre tras la ventana, ahora también tenía su atención. La tensión crecía día a día, hasta volverse insoportable. Solo recordar los ojos de ese extraño clavados en los suyos era suficiente para encenderla, tan cerca, tan distantes
Mia decidió que ya no habría medias tintas. Todo el juego de miradas y provocación sutiles se había quedado corto: quería sentirse absolutamente expuesta, completamente dueña de su deseo, y al mismo tiempo alimentarse de la excitación que le provocaba el hombre detrás de la ventana.
Planeó cada detalle. Eligió con cuidado la ropa: medias de red que dejaban ver cada curva de sus piernas, un sostén de encaje que apenas cubría sus pechos, una tanga diminuta que jugaba con la insinuación de su sexo, y unos tacos altos que estilaban cada movimiento de sus caderas. Todo en perfecto contraste entre inocencia aparente y provocación descarada.
Preparó sus juguetes con precisión. Los colocó a mano, cargados y listos: vibradores de diferentes tamaños, plugs anales que no podían faltar, un aceite que haría deslizar sus dedos con suavidad y firmeza. Todo debía estar listo para que nada interrumpiera el momento.
Se sentó frente al ventanal, cruzando las piernas de manera que quedara abierta sin parecerlo demasiado, dejando que la luz del atardecer iluminara su cuerpo mientras ella fingía ocuparse de algo trivial, ignorando deliberadamente la posibilidad de que él la viera. Pero sabía que lo haría. Lo esperaba. Y la idea de que el extraño contemplara cada detalle de su cuerpo la encendía más que cualquier fantasía anterior.
Primero acarició sus pechos, apretando los pezones con suavidad, luego con más intensidad, mezclando el calor con el roce del clítoris. Sus dedos húmedos se deslizaron entre los labios de su sexo mientras introducía uno de los vibradores, ajustando la intensidad hasta que un temblor recorrió su vientre. Cada gemido que escapaba de sus labios era una confirmación de su poder y de su propia perversión.
Mia se excitaba al saberse observada. La culpa era un condimento más: la hacía sentir peligrosa, descarada, y cada segundo frente a la ventana elevaba su placer a límites que nunca había alcanzado. Se arqueaba sobre sí misma, moviendo caderas y piernas, combinando manos y juguetes, gimiendo hasta perder la noción del tiempo.
El orgasmo llegó como una explosión interminable: músculos tensos, respiración entrecortada, piernas temblando. La luz del atardecer bañaba su piel y ella quedó allí, completamente rendida, sabiendo que aquel hombre, desde su lado del vacío, había sido testigo silencioso de cada estremecimiento, de cada gemido, de cada movimiento que la había llevado a un clímax eterno.
El juego se volvió rutina. Mia ya no necesitaba planear cada detalle: la excitación estaba siempre presente, latente, esperando el instante en que ella pudiera quedarse sola frente al ventanal. Cada tarde, cada momento de soledad era un convite a perderse en su propio infierno.
Se divertía cambiando de ropa, explorando combinaciones que la hicieran sentirse irresistible: medias de red, tangas diminutas, tops de encaje, batas transparentes. Cada conjunto era un escenario distinto, una película distinta donde ella era la protagonista y él, el espectador silencioso.
El hombre del otro lado nunca apartaba la vista. La nariz pegada al vidrio, la mirada fija, ajeno a todo salvo a lo que ocurría frente a sus ojos. Y Mia lo sabía. Esa certeza la volvía loca de excitación. Sus dedos se deslizaban sobre su cuerpo con precisión, sus vibradores entraban y salían, los gemidos se mezclaban con risas suaves y jadeos, mientras ella se abandonaba a un placer interminable. Mia sabía que en los últimos tiempos sin dudas ese hombre había visto su concha desnuda más de lo que su propio esposo la había visto
Por la noche, cuando él volvía, todo giraba de nuevo. El sexo era perfecto, más intenso que nunca. Cada caricia, cada penetración, cada orgasmo se sentía más profundo porque llevaba consigo el secreto del día: las horas frente a la ventana, los juguetes, los gemidos, la excitación de saberse observada.
Y así, la vida de Mia se había reducido a un ciclo enfermo y constante de deseo y placer: masturbación, orgasmos, más orgasmos, sexo con su marido, y de nuevo, orgasmos. Cada jornada era una escalera que subía sin fin, un infierno al que ella se entregaba con gusto, sin culpa que la detuviera, disfrutando de un poder que solo ella conocía y que la hacía sentirse dueña absoluta de su propio placer.
El mundo entero podía seguir girando, los vecinos ignorantes de su secreto, y ella feliz en su rutina de cuerpos, gemidos y ventanas.
Una tarde como cualquiera, después de horas de juego, Mia se acomodó en el sillón, aún con la respiración agitada. La luz del atardecer iluminaba el ventanal y, por un instante, algo llamó su atención.
Allí, del otro lado, un papel con números escritos en negro: un número de celular. Mia sonrió, negando con la cabeza. Esto no era parte del plan. No quería que nada se saliera de su secreto, amaba que ese extraño llenara sus pupilas con sus pechos apetecibles, con su concha húmeda, con su culo de pecado, pero hasta ahí, caso contrario, la fantasía ya no sería fantasía
Y sin embargo, poco después la sorpresa fue suya.
Él apareció desnudo. Totalmente desnudo, con la verga en la mano, mirándola de manera directa, como si cada movimiento fuera para ella y por ella. El corazón de Mia se aceleró, la respiración se volvió más corta, y un calor intenso recorrió su cuerpo. Le supo repugnante, pero no pudo apartar la vista. Lo observaba mientras él se la jalaba, los músculos tensos, la mirada fija, como un espejo de todo lo que ella había sentido durante semanas frente a la ventana.
Cuando vio el semen saltar sobre los vidrios, una descarga eléctrica la recorrió y sintió inundarse nuevamente. La excitación se disparó hasta niveles que ni siquiera recordaba haber sentido. Instintivamente, sus dedos volvieron a su clítoris, su vibrador ya olvidado fue tomado otra vez, y sus piernas se abrieron más, entregadas al placer. Gimiendo, arqueándose, jadeando, Mia no pudo resistirse.
Ya no había reglas, no había límites. Su mundo entero giraba alrededor de ese instante: él, ella, el vidrio, el semen, los juguetes, la excitación interminable. Todo era uno solo
Cada orgasmo la empujaba más allá, y cada mirada intercambiada a través del vidrio era un recordatorio de que esta historia no tenía final, solo una escalada interminable de deseo y placer.
Esa mañana era una mañana cualquiera. Mia estaba en el mercado, concentrada en la rutina de elegir verduras, revisar la lista de compras, cargar la bolsa con tomates, manzanas y pan fresco. La vida parecía normal, sin sobresaltos.
Hasta que alguien la tocó por la espalda.
Giró instintivamente, y se quedó congelada. Era él. El desconocido, el hombre que había habitado sus fantasías, el espectador silencioso de sus juegos más íntimos, estaba allí, a pocos centímetros, frente a ella.
Él sonrió, una sonrisa que mezclaba cortesía y picardía, como si compartieran un secreto que nadie más podía entender. Se presentó, su voz suave, confiada, con un dejo de complicidad que la hizo estremecer. Era amable, pero la chispa en su mirada era innegable: conocían demasiado el uno del otro sin necesidad de palabras.
Para Mia, sin embargo, fue demasiado. Todo el peso de semanas de secretos, de masturbaciones al otro lado del ventanal, de fantasías interminables, se volcó de golpe sobre su cuerpo. Bajó la cabeza, sintiendo su rostro rojo como el tomate que sostenía en las manos, y la vergüenza la invadió por completo.
Casi no respondió. Sus piernas temblaban, su mente se nublaba con imágenes del vidrio, de los gemidos, de los juguetes, de él mirándola sin permiso. Solo pudo hacer una cosa: huir, como si el demonio de sus fantasías se hubiera materializado frente a ella, abriendo el mundo bajo sus pies. Había saltado de la pantalla de su laptop a una fantasía personal, pero ahora, la fantasía de había convertido en una realidad, una peligrosa realidad
Desde el encuentro en el mercado, nada volvió a ser igual para Mia. Su mundo secreto, hasta entonces limitado al ventanal y a sus fantasías, había estallado en una realidad que no podía controlar.
Ahora vivía como una prófuga. Las cortinas del departamento permanecían cerradas la mayor parte del tiempo, filtrando apenas un hilo de luz. Apenas se asomaba al vacío, vigilando el departamento de enfrente con el corazón acelerado, como si cada movimiento pudiera delatarla. Y lo que veía la obligaba a replantearse todo.
El vecino parecía haber elevado la apuesta. No solo lo veía con ella a la distancia, sino que lo sorprendía con otras mujeres, desnudos, sin pudor, como si adivinara que ella lo espiaba. Cada escena era más atrevida que la anterior: sexo oral, vaginal, anal, gemidos intensos, cuerpos entregados y hasta un trío que le supo demasiado. La excitación se mezclaba con la culpa y el miedo, y cada instante frente al vidrio se volvía un desafío que Mia no podía ignorar.
Y ella también había cambiado. Ya no era la que solo disfrutaba a escondidas; cada gesto suyo frente al ventanal había adquirido una carga de peligro y deseo que la consumía. Su cuerpo recordaba cada orgasmo anterior, cada vibrador, cada caricia que se había dado pensando en él, mientras su mente luchaba entre lo prohibido y lo inevitable.
Mia sabía que estaba a mitad del río. No había vuelta atrás si seguía, y no podía renunciar sin que algo en su interior se rompiera. Cada escena que observaba, cada riesgo que asumía, la empujaba hacia el límite. El deseo la devoraba, pero también lo hacía la conciencia de que su vida —su matrimonio, su estabilidad, su secreto— pendía de un hilo.
Era decisión de Mia: cerrar ese capítulo para siempre, renunciar a todo y proteger su mundo conocido… o lanzarse sin retorno, abrazando el peligro, el voyerismo, el sexo y la obsesión que ya la consumían.
Y mientras se ocultaba tras las cortinas cerradas, sus ojos seguían buscando la silueta del hombre detrás de la ventana, sabiendo que, ocurriera lo que ocurriera, ya nada sería igual.
Finalmente, Mia y su esposo cancelaron el alquiler y se mudaron a otro edificio, en un barrio diferente. Para él, la decisión era simple: un cambio de rutina, un nuevo comienzo. Nunca supo bien qué atravesaba ella en esas semanas, cómo su mente había sido absorbida por fantasías imposibles y juegos prohibidos. Solo intuía que ella necesitaba dejar algo atrás.
Él la amaba demasiado como para cuestionarla. Verla feliz era suficiente. No preguntaba demasiado, confiaba en que la mujer a su lado siempre volvería a él con su amor intacto. Y Mia se dejó llevar, agradecida por esa confianza, por esa entrega silenciosa.
Para Mia, el traslado fue un volver a empezar. Una oportunidad de limpiar los fantasmas de aquel departamento, de las ventanas y los deseos que habían marcado sus días y sus noches. Nadie más sabría lo que ocurrió allí, nadie podría adivinar los secretos que habían poblado su cuerpo y su mente.
Pero mientras deshacía cajas y acomodaba muebles en la nueva casa, una pregunta permanecía en su interior: ¿realmente había sido la buena mujer que decidió borrar todo por amor a su marido, sacrificando su propio placer más extremo? ¿O el recuerdo del semen de un extraño en su vagina, del deseo que la consumió, la condenaría para siempre a una vida sin perdón?
Solo ella lo sabía. Solo ella podía vivir con la verdad. Sea cual fuera, Solo ella sabía si viviría en el cielo o en el infierno. Y, mientras el sol se filtraba por las nuevas ventanas, Mia sonrió para sí misma, tuvo la tentación, asomarse por el mismo, ver al otro lado, a ver lo que le deparaba el destino
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Mia tenía ya treinta años y una vida que, en los papeles, sonaba perfecta. Casada desde hacía algún tiempo, compartía con su esposo un matrimonio sólido, sin grietas a la vista. No había hijos por el momento, algo que ambos posponían sin apuro, disfrutando de la libertad de despertarse tarde un domingo, improvisar viajes cortos o pasar mañanas enteras en la cama.
Ama de casa por elección, había retomado varias veces la carrera de Kinesiología, como si cada inscripción en la facultad fuera también un gesto de reafirmación personal, un recordatorio de que un anhelo profesional corría por sus venas. Le gustaba estudiar, aunque la constancia nunca había sido su punto fuerte: los apuntes se amontonaban sobre la mesa del comedor al lado de la laptop y de las tazas de café que dejaba a medio terminar, como su carrera
El sexo con su marido era parte natural de esa vida, y no algo relegado a la monotonía. Compartían una pasión directa, sin complicaciones, capaz de arrancar con una caricia al pasar por la cocina o en la ducha antes de salir a trabajar. Mia se sabía deseada, y eso le daba seguridad.
El departamento en el que vivían era moderno y luminoso. Había algo en los ventanales enormes del living y del dormitorio que imponía una atmósfera particular. Las cortinas estaban, sí, pero rara vez cerradas durante el día; preferían que la claridad entrara y bañara los ambientes. El precio era una intimidad relativa: al otro lado, el vacío angosto dejaba ver paredes y balcones vecinos.
Para Mia, aquella mezcla de hogar acogedor y exposición cotidiana se había vuelto parte de su paisaje. Un mundo contenido, sin sobresaltos, donde todo parecía en equilibrio.
En la rutina de Mia había un espacio silencioso que solo ella conocía. No tenía que ver con su matrimonio, ni con las clases, ni con la casa. Era un territorio suyo, tan privado que le costaba admitirlo incluso en su propia mente.
Cuando quedaba sola en el departamento, cuando su esposo estaba en el trabajo, el día pasaba lento extendiéndose paso a paso tras los ventanales, y algo en ella despertaba con una fuerza adolescente. Cerraba la puerta del dormitorio o se dejaba caer en el sillón del living con la laptop sobre las piernas. Bastaba un par de clics, una búsqueda rápida, para abrir un universo de escenas que jamás había vivido ni probablemente viviría.
Pornografía cruda, escandalosa, a veces grotesca, siempre excesiva. Imágenes que, de solo recordarlas después, la hacían sonrojar. ¿Por qué lo hacía? No tenía respuesta. Solo sabía que la excitación le ardía en el cuerpo de una manera que el sexo con su marido —aun siendo bueno, aun siendo intenso— no siempre lograba igualar.
Mia se entregaba a esos momentos con una ansiedad contenida. A veces con las manos, otras con los juguetes que guardaba discretamente en una caja en el armario. Sus orgasmos eran largos, sacudidos, arrancados de lo más profundo, hasta el punto de tener que morderse los labios para no gemir demasiado fuerte. Y cuando terminaba, jadeando, con los muslos aún tensos, la culpa caía sobre ella como una manta pesada.
No era infiel. Lo sabía. Pero había algo en esa práctica solitaria que la hacía sentirlo casi como una traición. Como si existiera un secreto que no debía salir de esas paredes.
Y, sin embargo, cuanto más lo hacía, más lo necesitaba.
Entre todas sus rutinas secretas, había una que se había vuelto peligrosa por lo concreta. El departamento de enfrente, separado apenas por un vacío angosto, alojaba a un joven del que Mia apenas sabía nada. No conocía su nombre ni su vida, apenas lo había visto moverse entre habitaciones, a veces ligero de ropa, casi desnudo, con la despreocupación propia de quien se siente a salvo en su casa.
Mia lo espiaba con la excusa de regar las plantas del balcón o acomodar los cortinados. Le bastaba un instante para retener su figura y después, en silencio, dejar que la fantasía completara lo que la realidad no le ofrecía.
Aquel rostro anónimo, esa piel expuesta en los ventanales de enfrente, se transformó poco a poco en el protagonista de sus masturbaciones. No lo buscaba de manera deliberada, pero cuando cerraba los ojos, no eran las escenas imposibles de la pornografía las que venían a su mente, sino él: el vecino, el desconocido, y tal vez lo mejor, esas escenas que miraba con culpa en la pantalla, ahora tenían un rostro, un rostro cercano
Esa tarde, sola en el living, Mia encendió la pantalla como tantas veces. La habitación estaba bañada por la luz del sol, los ventanales abiertos al vacío. No pensó en correr las cortinas; no pensó en nada más que en hundir los dedos entre sus piernas hasta mancharse de sus propios jugos.

El placer la arrastró rápido, urgente, y sus caderas se movieron contra su propia mano como si buscara una fricción más brutal. Gemía apenas, contenida, mordiéndose los labios. Y mientras lo hacía, el rostro del joven del otro lado se le imponía en la cabeza.
Él, entretanto, ignoraba todo. Apenas se dejaba ver al fondo, moviéndose distraído en su departamento, haciendo sus cosas, ajeno a que al otro lado de la ventana una mujer casada acababa de correrse con los dedos, temblando de excitación bajo la idea de que ese vecino imposible había sido el destinatario secreto de su deseo.
El juego había empezado como un pasatiempo solitario. Una fantasía que la acompañaba en sus ratos libres, en esos silencios donde la casa parecía pertenecerle solo a ella. Pero pronto se volvió algo más: una urgencia, un llamado que acaparaba cada vez más tiempo de sus tardes.
Mia había aprendido a moverse con naturalidad, a pasar por el living como si nada, con el celular en la mano o una taza de té, fingiendo indiferencia mientras sus ojos buscaban al otro lado de la ventana. El vecino se había vuelto un imán. A veces lo veía en calzoncillos, caminando sin apuro, otras simplemente sentado en el sofá, distraído. Era suficiente para que su mente armara escenas enteras.
Hasta que una tarde ocurrió algo distinto.
Mia apenas se asomó al ventanal y lo vio acompañado. Una mujer joven, el pelo suelto, reía con él mientras dejaban caer la ropa por el piso. El corazón de Mia se aceleró al instante. No podía apartar la vista, pegada a la cortina como si el tejido fuese una pantalla transparente.
Y lo vio todo.
La chica se arrodilló primero, y el vecino inclinó la cabeza hacia atrás mientras ella lo devoraba con la boca. Los movimientos eran intensos, rítmicos, húmedos. El sonido no llegaba, pero Mia lo reconstruía en su cabeza, como si sus oídos inventaran los gemidos. El rostro de él desencajado de placer, los labios de ella resbalando hasta la base, la mano firme sosteniéndolo.
Luego fue el turno del sexo. La chica subida sobre él, cabalgando con violencia, los pechos saltando con cada embestida, la boca de él atrapando sus pezones entre gemidos mudos. Después, cambiando de posición, él penetrándola de atrás, con fuerza, el rostro de la chica hundido contra el sillón.
Mia estaba desbordada. No se dio tiempo a nada: ya tenía la mano entre sus piernas, por debajo del frente de su tanga, no había tiempo ni necesidad de quitarla, los dedos entrando con ansiedad. El calor se disparó en su vientre, un deseo casi doloroso.
Mientras ellos se amaban sin pudor en el departamento de enfrente, Mia se se sentó sobre un silla, abriendo sus piernas, metiéndose los dedos profundo, uno, dos y hasta tres, apenas el pulgar y el meñique quedaban por fuera y la palma de su mano hacia el resto, mientras la otra dibujaba caminos de placer sobre sus pezones excitados, gimiendo hasta quedar ronca, temblando con orgasmos sucesivos que la hicieron arquearse una y otra vez.
Era demasiado. Era obsceno. Y era perfecto. Y solo cerró sus ojos, no le hizo falta ver mas, el final sucedería en su mente, en su imaginación
Cuando al fin se desplomó, empapada y exhausta, supo que algo había cambiado, otra vez: ese espectáculo había elevado su secreto a un punto de no retorno.
Mia no podía escapar de eso, aunque lo intentara. El secreto se había instalado en su vida como una sombra pegajosa, un cosquilleo que nunca la abandonaba del todo.
Amaba a su esposo. Lo deseaba, lo buscaba en la cama, disfrutaba de su sexo intenso, de la entrega mutua que aún mantenían viva la relación. Pero lo cierto era que, mientras lo montaba o lo sentía penetrándola, su mente se iba una y otra vez al otro lado de los ventanales. A aquel hombre anónimo y a la mujer que lo había cabalgado sin pudor frente a sus ojos. A las escenas de porno desmedido que durante años había consumido sola, encerrada en la penumbra de su laptop, convencida de que nunca saldrían de la pantalla.
Ahora no necesitaba la computadora para excitarse. Tenía su propia historia en curso. Su propio guion, su propia serie privada, que la mantenía pendiente día tras día. No importaba si había o no alguien del otro lado: cada vez que corría apenas la cortina, el corazón le latía como si estuviera entrando en un set de filmación clandestino.
Era una carga. Lo sabía. Cada vez que terminaba de masturbarse hasta quedar sin aire, cada vez que se limpiaba los jugos de entre las piernas, el peso de la culpa le caía encima. nuevamente la pregunta ¿Era infiel? No. No había tocado a nadie. Y sin embargo, algo en su pecho le decía que estaba cruzando una frontera invisible.
Ese mismo peso, esa misma contradicción, era lo que más la encendía. La hacía sentir adolescente, prohibida, arrebatada. Como si hubiese descubierto un poder oculto en su propio cuerpo que ningún otro podía reclamar.
Y así, aunque compartiera la cama con su esposo y se corriera gimiendo bajo su abrazo, lo hacía sabiendo que el verdadero motor de su placer era otro: la vida secreta que había comenzado a vivir tras la ventana.
Durante semanas, Mia convivió con la carga de su secreto como quien guarda una joya peligrosa: pesada, brillante, imposible de soltar. Hasta que un día dejó de limitarse a mirar. mas tenía, mas quería
No lo planeó de golpe. Fue apenas un gesto: cruzar el living con la bata floja después de la ducha, el pelo aún húmedo, los muslos brillando bajo la luz de la tarde. El ventanal abierto, la cortina sin correr. Su andar era lento, distraído, como si no se diera cuenta de lo expuesta que estaba. Pero en el fondo, lo sabía perfectamente.
El vecino estaba allí. Vio un movimiento en el departamento de enfrente, una silueta al fondo. Siguió como si nada, sirviéndose un vaso de agua, acomodando algo en la mesa. El corazón le latía fuerte, un calor le subía al pecho.
Los días siguientes, el juego se repitió. A veces un top demasiado corto sin sostén. A veces quedarse en ropa interior más tiempo de lo habitual, fingiendo buscar algo en el armario frente a la ventana. A veces, simplemente, pasar con la bata abierta lo suficiente para que un destello de piel se escapara.
Al principio creyó que era solo ella. Que él seguía en su mundo, sin reparar en la fingida exhibición involuntaria que ella fabricaba con precisión. Pero una tarde lo notó: la cortina de su lado no se movió. La silueta permaneció quieta, de pie, observando.
No hubo gestos, no hubo sonrisas ni guiños. Solo miradas. Una tensión muda, cargada de electricidad, que se repetía cada vez más seguido.
Mia se masturbaba después de esos encuentros silenciosos con una urgencia insoportable. Ya no necesitaba porno ni fantasías ajenas: no solo tenía al hombre tras la ventana, ahora también tenía su atención. La tensión crecía día a día, hasta volverse insoportable. Solo recordar los ojos de ese extraño clavados en los suyos era suficiente para encenderla, tan cerca, tan distantes
Mia decidió que ya no habría medias tintas. Todo el juego de miradas y provocación sutiles se había quedado corto: quería sentirse absolutamente expuesta, completamente dueña de su deseo, y al mismo tiempo alimentarse de la excitación que le provocaba el hombre detrás de la ventana.
Planeó cada detalle. Eligió con cuidado la ropa: medias de red que dejaban ver cada curva de sus piernas, un sostén de encaje que apenas cubría sus pechos, una tanga diminuta que jugaba con la insinuación de su sexo, y unos tacos altos que estilaban cada movimiento de sus caderas. Todo en perfecto contraste entre inocencia aparente y provocación descarada.
Preparó sus juguetes con precisión. Los colocó a mano, cargados y listos: vibradores de diferentes tamaños, plugs anales que no podían faltar, un aceite que haría deslizar sus dedos con suavidad y firmeza. Todo debía estar listo para que nada interrumpiera el momento.
Se sentó frente al ventanal, cruzando las piernas de manera que quedara abierta sin parecerlo demasiado, dejando que la luz del atardecer iluminara su cuerpo mientras ella fingía ocuparse de algo trivial, ignorando deliberadamente la posibilidad de que él la viera. Pero sabía que lo haría. Lo esperaba. Y la idea de que el extraño contemplara cada detalle de su cuerpo la encendía más que cualquier fantasía anterior.
Primero acarició sus pechos, apretando los pezones con suavidad, luego con más intensidad, mezclando el calor con el roce del clítoris. Sus dedos húmedos se deslizaron entre los labios de su sexo mientras introducía uno de los vibradores, ajustando la intensidad hasta que un temblor recorrió su vientre. Cada gemido que escapaba de sus labios era una confirmación de su poder y de su propia perversión.
Mia se excitaba al saberse observada. La culpa era un condimento más: la hacía sentir peligrosa, descarada, y cada segundo frente a la ventana elevaba su placer a límites que nunca había alcanzado. Se arqueaba sobre sí misma, moviendo caderas y piernas, combinando manos y juguetes, gimiendo hasta perder la noción del tiempo.
El orgasmo llegó como una explosión interminable: músculos tensos, respiración entrecortada, piernas temblando. La luz del atardecer bañaba su piel y ella quedó allí, completamente rendida, sabiendo que aquel hombre, desde su lado del vacío, había sido testigo silencioso de cada estremecimiento, de cada gemido, de cada movimiento que la había llevado a un clímax eterno.
El juego se volvió rutina. Mia ya no necesitaba planear cada detalle: la excitación estaba siempre presente, latente, esperando el instante en que ella pudiera quedarse sola frente al ventanal. Cada tarde, cada momento de soledad era un convite a perderse en su propio infierno.
Se divertía cambiando de ropa, explorando combinaciones que la hicieran sentirse irresistible: medias de red, tangas diminutas, tops de encaje, batas transparentes. Cada conjunto era un escenario distinto, una película distinta donde ella era la protagonista y él, el espectador silencioso.
El hombre del otro lado nunca apartaba la vista. La nariz pegada al vidrio, la mirada fija, ajeno a todo salvo a lo que ocurría frente a sus ojos. Y Mia lo sabía. Esa certeza la volvía loca de excitación. Sus dedos se deslizaban sobre su cuerpo con precisión, sus vibradores entraban y salían, los gemidos se mezclaban con risas suaves y jadeos, mientras ella se abandonaba a un placer interminable. Mia sabía que en los últimos tiempos sin dudas ese hombre había visto su concha desnuda más de lo que su propio esposo la había visto
Por la noche, cuando él volvía, todo giraba de nuevo. El sexo era perfecto, más intenso que nunca. Cada caricia, cada penetración, cada orgasmo se sentía más profundo porque llevaba consigo el secreto del día: las horas frente a la ventana, los juguetes, los gemidos, la excitación de saberse observada.
Y así, la vida de Mia se había reducido a un ciclo enfermo y constante de deseo y placer: masturbación, orgasmos, más orgasmos, sexo con su marido, y de nuevo, orgasmos. Cada jornada era una escalera que subía sin fin, un infierno al que ella se entregaba con gusto, sin culpa que la detuviera, disfrutando de un poder que solo ella conocía y que la hacía sentirse dueña absoluta de su propio placer.
El mundo entero podía seguir girando, los vecinos ignorantes de su secreto, y ella feliz en su rutina de cuerpos, gemidos y ventanas.
Una tarde como cualquiera, después de horas de juego, Mia se acomodó en el sillón, aún con la respiración agitada. La luz del atardecer iluminaba el ventanal y, por un instante, algo llamó su atención.
Allí, del otro lado, un papel con números escritos en negro: un número de celular. Mia sonrió, negando con la cabeza. Esto no era parte del plan. No quería que nada se saliera de su secreto, amaba que ese extraño llenara sus pupilas con sus pechos apetecibles, con su concha húmeda, con su culo de pecado, pero hasta ahí, caso contrario, la fantasía ya no sería fantasía
Y sin embargo, poco después la sorpresa fue suya.
Él apareció desnudo. Totalmente desnudo, con la verga en la mano, mirándola de manera directa, como si cada movimiento fuera para ella y por ella. El corazón de Mia se aceleró, la respiración se volvió más corta, y un calor intenso recorrió su cuerpo. Le supo repugnante, pero no pudo apartar la vista. Lo observaba mientras él se la jalaba, los músculos tensos, la mirada fija, como un espejo de todo lo que ella había sentido durante semanas frente a la ventana.
Cuando vio el semen saltar sobre los vidrios, una descarga eléctrica la recorrió y sintió inundarse nuevamente. La excitación se disparó hasta niveles que ni siquiera recordaba haber sentido. Instintivamente, sus dedos volvieron a su clítoris, su vibrador ya olvidado fue tomado otra vez, y sus piernas se abrieron más, entregadas al placer. Gimiendo, arqueándose, jadeando, Mia no pudo resistirse.
Ya no había reglas, no había límites. Su mundo entero giraba alrededor de ese instante: él, ella, el vidrio, el semen, los juguetes, la excitación interminable. Todo era uno solo
Cada orgasmo la empujaba más allá, y cada mirada intercambiada a través del vidrio era un recordatorio de que esta historia no tenía final, solo una escalada interminable de deseo y placer.
Esa mañana era una mañana cualquiera. Mia estaba en el mercado, concentrada en la rutina de elegir verduras, revisar la lista de compras, cargar la bolsa con tomates, manzanas y pan fresco. La vida parecía normal, sin sobresaltos.
Hasta que alguien la tocó por la espalda.
Giró instintivamente, y se quedó congelada. Era él. El desconocido, el hombre que había habitado sus fantasías, el espectador silencioso de sus juegos más íntimos, estaba allí, a pocos centímetros, frente a ella.
Él sonrió, una sonrisa que mezclaba cortesía y picardía, como si compartieran un secreto que nadie más podía entender. Se presentó, su voz suave, confiada, con un dejo de complicidad que la hizo estremecer. Era amable, pero la chispa en su mirada era innegable: conocían demasiado el uno del otro sin necesidad de palabras.
Para Mia, sin embargo, fue demasiado. Todo el peso de semanas de secretos, de masturbaciones al otro lado del ventanal, de fantasías interminables, se volcó de golpe sobre su cuerpo. Bajó la cabeza, sintiendo su rostro rojo como el tomate que sostenía en las manos, y la vergüenza la invadió por completo.
Casi no respondió. Sus piernas temblaban, su mente se nublaba con imágenes del vidrio, de los gemidos, de los juguetes, de él mirándola sin permiso. Solo pudo hacer una cosa: huir, como si el demonio de sus fantasías se hubiera materializado frente a ella, abriendo el mundo bajo sus pies. Había saltado de la pantalla de su laptop a una fantasía personal, pero ahora, la fantasía de había convertido en una realidad, una peligrosa realidad
Desde el encuentro en el mercado, nada volvió a ser igual para Mia. Su mundo secreto, hasta entonces limitado al ventanal y a sus fantasías, había estallado en una realidad que no podía controlar.
Ahora vivía como una prófuga. Las cortinas del departamento permanecían cerradas la mayor parte del tiempo, filtrando apenas un hilo de luz. Apenas se asomaba al vacío, vigilando el departamento de enfrente con el corazón acelerado, como si cada movimiento pudiera delatarla. Y lo que veía la obligaba a replantearse todo.
El vecino parecía haber elevado la apuesta. No solo lo veía con ella a la distancia, sino que lo sorprendía con otras mujeres, desnudos, sin pudor, como si adivinara que ella lo espiaba. Cada escena era más atrevida que la anterior: sexo oral, vaginal, anal, gemidos intensos, cuerpos entregados y hasta un trío que le supo demasiado. La excitación se mezclaba con la culpa y el miedo, y cada instante frente al vidrio se volvía un desafío que Mia no podía ignorar.
Y ella también había cambiado. Ya no era la que solo disfrutaba a escondidas; cada gesto suyo frente al ventanal había adquirido una carga de peligro y deseo que la consumía. Su cuerpo recordaba cada orgasmo anterior, cada vibrador, cada caricia que se había dado pensando en él, mientras su mente luchaba entre lo prohibido y lo inevitable.
Mia sabía que estaba a mitad del río. No había vuelta atrás si seguía, y no podía renunciar sin que algo en su interior se rompiera. Cada escena que observaba, cada riesgo que asumía, la empujaba hacia el límite. El deseo la devoraba, pero también lo hacía la conciencia de que su vida —su matrimonio, su estabilidad, su secreto— pendía de un hilo.
Era decisión de Mia: cerrar ese capítulo para siempre, renunciar a todo y proteger su mundo conocido… o lanzarse sin retorno, abrazando el peligro, el voyerismo, el sexo y la obsesión que ya la consumían.
Y mientras se ocultaba tras las cortinas cerradas, sus ojos seguían buscando la silueta del hombre detrás de la ventana, sabiendo que, ocurriera lo que ocurriera, ya nada sería igual.
Finalmente, Mia y su esposo cancelaron el alquiler y se mudaron a otro edificio, en un barrio diferente. Para él, la decisión era simple: un cambio de rutina, un nuevo comienzo. Nunca supo bien qué atravesaba ella en esas semanas, cómo su mente había sido absorbida por fantasías imposibles y juegos prohibidos. Solo intuía que ella necesitaba dejar algo atrás.
Él la amaba demasiado como para cuestionarla. Verla feliz era suficiente. No preguntaba demasiado, confiaba en que la mujer a su lado siempre volvería a él con su amor intacto. Y Mia se dejó llevar, agradecida por esa confianza, por esa entrega silenciosa.
Para Mia, el traslado fue un volver a empezar. Una oportunidad de limpiar los fantasmas de aquel departamento, de las ventanas y los deseos que habían marcado sus días y sus noches. Nadie más sabría lo que ocurrió allí, nadie podría adivinar los secretos que habían poblado su cuerpo y su mente.
Pero mientras deshacía cajas y acomodaba muebles en la nueva casa, una pregunta permanecía en su interior: ¿realmente había sido la buena mujer que decidió borrar todo por amor a su marido, sacrificando su propio placer más extremo? ¿O el recuerdo del semen de un extraño en su vagina, del deseo que la consumió, la condenaría para siempre a una vida sin perdón?
Solo ella lo sabía. Solo ella podía vivir con la verdad. Sea cual fuera, Solo ella sabía si viviría en el cielo o en el infierno. Y, mientras el sol se filtraba por las nuevas ventanas, Mia sonrió para sí misma, tuvo la tentación, asomarse por el mismo, ver al otro lado, a ver lo que le deparaba el destino
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