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81📑La Vecina Bajita

81📑La Vecina Bajita


Hacía calor aquella tarde, uno de esos calores que no te dejan pensar, que te empapan la espalda aunque estés quieto. Martín acababa de ducharse y se acomodaba en el sillón, sin camiseta, con un short deportivo que apenas disimulaba el bulto tibio entre sus piernas. No esperaba visitas, pero entonces sonó el timbre.

—¿Quién es? —preguntó desde adentro.

—Soy yo… Cami.

Abrió sin pensarlo demasiado. Camila, su vecina del 5B, era una mujer menuda, de cuerpo compacto y rostro dulce. Medía apenas 1,10, y siempre que hablaban, Martín tenía que inclinarse un poco para mirarla a los ojos. Pero eso nunca le molestó.

Lo que no esperaba era encontrarla con ese vestido corto color vino, sin sostén, y con una mirada que no había visto antes.

—¿Todo bien? —preguntó él, notando que ella estaba nerviosa.

—No. O sí… No sé —respondió ella, entrando sin pedir permiso—. Quiero hablarte de algo. Hace rato que vengo dándole vueltas.

Martín frunció el ceño, curioso.

—¿Qué pasa?

Camila respiró hondo. Se acercó hasta estar frente a él. Tuvo que alzar la cabeza, él apenas si bajó la mirada. Entonces lo dijo.

—Me gustás. Hace mucho. Y ya no quiero seguir callando.

Martín tragó saliva. La miró en silencio. Ella seguía.

—Sé que soy… bajita. Que muchos no me ven como una mujer, que creen que no puedo provocar deseo. Pero no quiero que seas uno más de esos. Quiero que me mires como lo que soy: una mujer hecha y derecha… con ganas, con fantasías, con deseo. Por vos.

Él apartó la vista.

—Camila… sos hermosa, de verdad. Pero… no sé. No quiero que te confundas. Sos mi amiga. Y… no sé si podría verte de otra forma.

Ella lo miró fija, seria, dolida.

—¿No sabés o no querés porque soy así de pequeña?

Él se quedó en silencio. Esa duda lo delataba.

Camila se acercó más. Apoyó su mano pequeña y cálida sobre su abdomen desnudo. Lo miró a los ojos con firmeza.

—No me rechaces por eso, Martín. No soy una nena. Soy una mujer. ¿No lo ves?

Y, sin esperar respuesta, deslizó su mano por debajo del short. Martín dio un respingo, pero no la detuvo. Su mano acarició el bulto que ya comenzaba a endurecerse.

—Dame una oportunidad… De mostrarte cómo se siente hacer el amor con una mujer como yo.

La respiración de Martín se agitó. Sentía esa manito cálida envolverlo por encima de la tela. El contraste era brutal. Su pija crecía, palpitando, respondiendo al roce suave de los dedos diminutos.

—Cami… no deberías…

—Callate.

Se puso de puntitas, se apoyó contra su pecho y buscó su boca. Él cedió. Los labios de ella eran dulces, suaves, ardientes. El beso se volvió hambre. Y entonces ya no hubo dudas.

Martín la levantó con facilidad, la tomó por las caderas y la sentó sobre la mesada de la cocina. El vestido se subió solo, revelando una diminuta tanga negra, que hizo a un lado. Camila jadeó cuando él se agachó y le besó los muslos, la entrepierna, con una devoción que ella nunca había sentido.

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—Sos tan rica, Cami —murmuró él.

Ella se arqueó cuando su lengua encontró su concha mojada, apretada, deliciosamente sensible. Su voz chilló suave, entre temblores.

—Sí… ahí, Martín… No pares…

Él se volvió adicto a su sabor, a sus gemidos, al modo en que se sacudía entre sus manos grandes. Cuando ya no pudo más, se incorporó, sacó su pija —grande, dura, goteando deseo— y la rozó con la punta.

—¿Estás segura? —preguntó, con el corazón en llamas.

—Entrame. Hacelo. No me trates como de cristal. Quiero sentirte… toda.

La penetró lento, sintiendo cómo su cuerpecito lo recibía con una tensión húmeda, caliente, brutal. Ella gritó de placer, se aferró a él con brazos y piernas, y se movió con una pasión que lo desarmó.

El sonido de sus cuerpos chocando, sus jadeos, sus palabras sucias susurradas al oído, convirtieron la cocina en un santuario de deseo.

—Más fuerte… así, Martín… sos mío ahora… ¿ves que sí soy suficiente?

Él no pudo responder. Estaba al borde, embistiéndo esa conchita, perdido en ese cuerpo pequeño y voraz que lo exprimía con ternura y furia.

Y cuando acabó, temblando dentro de ella, lo supo: Camila no era una mujer más. Era un huracán envuelto en forma diminuta.


La respiración de ambos seguía agitada. Martín apoyó la frente en el hombro de Camila, aún temblando dentro de ella, sus cuerpos pegajosos, calientes, satisfechos. El silencio se llenó de jadeos y del lento goteo del sudor que les recorría la piel.

Ella lo besó en la mejilla, pero sin ternura. Fue un beso firme, con algo de orgullo herido.

—No me mires así —dijo, leyéndole el rostro antes de que él hablara.

—¿Así cómo?

Camila se bajó de la mesada con agilidad, sin miedo a mostrarse desnuda. Se quitó la tanga mojada y la arrojó al suelo.

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—Como si no supieras lo que querés.

Martín tragó saliva. No era que no supiera. Era que no podía decirlo. ¿Cómo iba a explicar a sus amigos, a su familia, que la mujer que lo volvía loco de deseo era su vecina bajita? ¿La chica a la que todos veían como “tierna” o “diferente”? ¿Cómo iba a aceptar que una mujer tan distinta a lo que él solía mirar en la calle, en las redes, era justo la que lo tenía tan duro como confundido?

Ella lo supo. Lo leyó como un libro abierto.

—Sé que te gustan las altas —soltó, sin drama pero con filo—. Las piernas largas, las modelos, las chicas que te hacen quedar bien en las fotos. Lo entiendo. No te culpo. Te doy vergüenza.

—No es eso…

—Sí es —interrumpió ella, caminando hacia él con total desnudez—. Pero no importa. Si querés, podemos vernos a escondidas. Nadie tiene que saberlo. Solo vos y yo. Solo deseo. Solo esto.

Martín no tuvo tiempo de decir nada. Su miembro, aún húmedo por lo que acababan de hacer, comenzaba a endurecerse otra vez. Camila lo tomó con sus manitas y lo besó con una entrega brutal. Lo metió en su boca hasta donde pudo, sintiéndolo palpitar entre sus labios.

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—¿Vas a esconder esto también? —murmuró, lamiéndolo desde la base hasta la punta—. ¿O vas a aceptarlo, aunque sea en la sombra?

Martín jadeó, perdiendo toda voluntad. La visión de su vecina de baja estatura, chupándole la pija con esa mezcla de ternura y hambre, era más poderosa que cualquier prejuicio.

Ella lo miraba desde abajo, sus ojos enormes y oscuros, llenos de deseo y de desafío.

—Te calienta, ¿verdad? Saber que sos más grande que yo en todo sentido. Que podés levantarme con una sola mano, que podés llenarme entera con una sola embestida de tu pija…

Él la sostuvo del cabello, y ella gimió encantada.

—Callate, Cami… o no me contengo.

—No te contengas —susurró—. No me trates como si fuera frágil. Cógeme como soñaste. A escondidas, si querés. Pero cógeme bien.

Martín la levantó de nuevo. Esta vez no hubo titubeos. La llevó al sillón, la colocó de espaldas sobre el respaldo, con su culito apretado y redondo alzado, expuesto, esperando. Y le metió la pija en su concha, con fuerza, sin culpa, mientras le apretaba sus pequeñas tetas.

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Camila gemía como una diabla. Su voz llenó el departamento. El golpeteo de sus cuerpos se hizo eco entre las paredes. La sujetó por la cintura con firmeza, embistiéndola como si quisiera romperle el alma.

—Así, Martín… así… escondidos… pero sin piedad… solo vos y yo cogiendo… solo placer…

Y así fue. A escondidas, como ella propuso. Como un pecado compartido que ninguno de los dos quería dejar de cometer.


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Pasaron los días, pero Martín no podía sacársela de la cabeza. Se juró que era solo sexo, solo un desahogo, una locura de una noche. Pero la verdad se le metía en los sueños y lo despertaba con la pija dura. Cada vez que la oía subir las escaleras, el corazón le latía más fuerte. Y cuando no la veía, se ponía inquieto.

Camila no insistía, no lo llamaba. Era él el que comenzaba a buscarla.

Una noche no aguantó más. Fue al 5B, tocó la puerta. Ella abrió en shortcito de algodón y un top que dejaba ver que no llevaba sostén.

—Hola —dijo con esa vocecita dulce.

—Hola… ¿tenés un minuto?

Ella sonrió con malicia.

—¿Un minuto o toda la noche?

Él entró sin responder.


Martín ya no disimulaba su deseo. En su mente, ella se le aparecía en todas las posiciones, pero había algo que no podía dejar de imaginar: lo que le provocaba verla de pie frente a él, mamándosela sin agacharse. Esa diferencia de altura que antes le incomodaba, ahora lo enfermaba de morbo.

Camila lo sabía. Lo había notado.

Esa noche, después de besarse con rabia, ella lo desnudó y lo empujó contra la pared.

—¿Esto es lo que querés? —dijo, poniéndose frente a él, de pie, con sus labios justo al nivel de su erección.
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Sin arrodillarse, sin hacer ningún esfuerzo, se lo tragó con una sonrisa en los labios. Martín gimió como un condenado.

—Dios… sí… así…

Su manito jugaba con sus testículos mientras lo chupaba lento, luego rápido, luego lo soltaba para mirarlo con descaro.

—¿Te gusta que te chupe la pija sin agacharme, no?

—Mucho —admitió él, con los dedos en su cabello—. Me volvés loco.

Camila se incorporó apenas para besarlo, con la boca caliente, húmeda.

—Levantame —ordenó.

Martín la alzó con facilidad. Su cuerpo liviano, suave, perfecto para cogerla de pie en el aire. Ella se abrió de piernas, guió su pija adentro de su concha con una mano. El cuerpo de ella lo recibió como si lo esperara desde siempre.

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—Cogeme así, de pie… fuerte… dame lo que te guardás cuando fingís que no te importo…

Martín la sostuvo con fuerza, embistiéndo su concha, chupándole las tetas, sintiendo su peso, sus piernas rodeándolo, sus uñas clavadas en la espalda. Era perfecto. Salvaje. Adictivo.

Pero no era suficiente.

—Cami… quiero el otro agujero.

Ella lo miró entre sorprendida y excitada.

—¿El culito?

—Sí. Quiero cogérte por el culo. Así, levantada. Que sientas mi pija adentro, lo que nunca te han hecho.

Camila se mordió el labio. Luego sonrió, sin miedo.

—Si lo hacés, que sea bien. Sin piedad.

Él la llevó a la cama. La colocó boca abajo, con el culito alzado. Le escupió el huequito y lo preparó con la lengua, con los dedos, con paciencia. Ella jadeaba, se mordía la almohada, pero no se quejaba. Al contrario.

81📑La Vecina Bajita





—Hacelo, Martín. Dámelo. Todo.

Y se lo dio. Entró lento, apretado, caliente. El culito de Camila lo envolvía con una presión que lo volvió loco. Ella gemía fuerte, entre dolor y placer.

—¡Ay… ay sí… así! Más… ¡rompeme el culo, Martín…!

Martín le sujetó las muñecas. La embistió sin parar, sus bolas, golpeando su concha, sintiendo cómo su cuerpo se rendía a él, cómo su mente se nublaba de tanto placer. Su pequeña vecina lo volvía adicto, aunque no lo quisiera admitir.

Y cuando acabó dentro de ella, jadeando, aferrado a su espalda, lo supo:

Estaba obsesionado.

Camila no era solo un secreto. Era su droga. Su perdición.

Y no podía dejarla.


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El portero lo detuvo en la entrada del edificio esa tarde, mientras Martín volvía del trabajo.

—¿Supiste que la chica del 5B se va mañana?

—¿Qué?

—Sí. Me pidió ayuda para bajar las cajas. Dice que se muda al interior, que consiguió algo mejor allá.

Martín se quedó congelado. Ni un mensaje. Ni una palabra. Después de semanas de noches clandestinas, de sexo brutal, de deseo compartido como una llama que nunca se apagaba, ¿y así se iba?

Subió las escaleras dos a dos, el corazón latiéndole fuerte, la mandíbula tensa.

Tocó la puerta.

Ella abrió. Estaba descalza, en short y remera, rodeada de cajas. Sonrió con tristeza, como si supiera que él vendría.

—Hola, Martín.

—¿Es verdad?

—Sí. Me voy mañana.

—¿Y por qué no dijiste nada?

—Porque no quería que intentaras detenerme —respondió, serena—. Ya tomé la decisión.

Él no dijo nada. Solo la miró. Camila se acercó y le acarició el rostro con esa mano pequeña que tantas veces lo había tocado con lujuria.

—No te enojes. Esto fue hermoso. Pero yo también merezco un lugar donde me vean completa. Donde no tenga que esconderme. Donde no me amen solo en la sombra.

Martín bajó la mirada. Sentía un nudo en el pecho. Se sintió un cobarde. Se dio cuenta de todo lo que había callado.

—Cami… yo…

—Shhh —ella lo silenció con un dedo en los labios—. No hace falta que digas nada. Solo vení. Quiero darte algo antes de irme.

Lo tomó de la mano y lo llevó a su habitación. Había velas encendidas. Todo olía a canela y cuerpo.

Camila se desnudó frente a él sin prisa. Martín la miró con otra mirada. Por primera vez, la vio entera. Hermosa. Dueña de sí. No “bajita”. No “la vecina rara”. Solo ella. La mujer que le enseñó a desear sin filtros.

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Se desnudó también, la tomó con cuidado, como si supiera que ese era el último cuerpo que tendría en sus brazos durante mucho tiempo.

La hizo el amor despacio. Acariciándola, besándola en cada rincón, las tetas, la vagina. Ella gimió suave, con los ojos húmedos, montada sobre su pija, moviéndose con una sensualidad que le partía el alma.

—Gracias —susurró—. Por haberme visto… por haberme deseado. Por hacerme sentir mujer.

Martín no pudo evitar las lágrimas. Ella las besó, sin detener el vaivén, de su concha, de sus caderas.



Cuando acabaron, abrazados y desnudos en la cama, ella le acarició el pecho.

—Te vas a acordar de mí cada vez que una mujer no te excite lo suficiente —dijo con una sonrisa traviesa—. Porque ninguna te va a mamar la pija, parada como yo.

Él rió, entre la tristeza y la excitación.

—Tenés razón.

—Y ninguna va a dejarte entrar por donde yo te dejé… ni con tanto deseo.

—También tenés razón.

Ella se levantó, se vistió. Lo miró desde la puerta.

—Adiós, Martín.

—¿Te voy a volver a ver?

—Solo si aprendés a dejar de esconderte.

Y se fue.

Esa noche, Martín no pudo dormir. Se masturbó recordando cada detalle de su cuerpo, de su voz, de su entrega. Pero no fue igual.

Camila ya no estaba.

Y ahora sí lo sabía: la vecina bajita había sido la mujer más grande que había pasado por su vida.

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