Javier era un chico callado, reservado, de esos que observan más de lo que hablan. Tenía 19 años, vivía con su madre, y a veces ayudaba con cosas en casa cuando había reuniones familiares. Pero había algo —o más bien alguien— que lo tenía completamente fuera de eje.
Verónica, la esposa del hermano de su madre. 32 años, piel dorada, cuerpo de infarto, tetas enormes que se le marcaban con cualquier camiseta, y un culo que parecía tallado por dioses obscenos. Siempre iba a las reuniones con ropa ajustada, riéndose fuerte, moviéndose con una seguridad que a Javier lo dejaba tieso.
Cada vez que ella se iba, él se excusaba, subía a la azotea, sacaba su celular con una foto de ella y se pajeaba imaginando sus tetas rebotando sobre él, su boca mojada, su voz diciéndole cosas sucias al oído. Era su secreto oscuro, su obsesión.
Pero un día, la fantasía lo traicionó.
Verónica subió a buscar a su hijo menor, que se había escapado jugando por las escaleras. La puerta de la azotea estaba entreabierta. Al asomarse, lo vio: Javier, sentado en una silla de plástico, con la pija fuera, masturbándose fuerte, los ojos cerrados y jadeando su nombre en voz baja.
—Oh, Vero… mamita… cómo me haces esto…
Ella se quedó en silencio, helada… pero excitada.
Bajó sin que él la notara.
Esa noche, Verónica volvió sola a buscar una chaqueta que había olvidado. Tocó la puerta, y fue Javier quien abrió.
—Hola, ¿te dejaron de guardia? —le dijo con una sonrisita pícara.
—Sí… pasá, ya la busco —respondió él, nervioso.
Ella caminó lentamente por el pasillo, sabiendo exactamente lo que hacía. Cuando Javier volvió con la chaqueta, ella lo tomó del brazo.
—Así que te caliento, bebe.
Él se quedó pálido.
—No digas nada —susurró ella—. No grites, no expliques. Solo cierra la puerta.
Javier obedeció. Verónica lo empujó contra la pared, lo besó con furia, le bajó los pantalones y se arrodilló.
—Quiero ver qué tanto te pajeás por mí.
Se metió su pija entera en la boca, hambrienta, desesperada, tragando hasta la base. Javier gimió fuerte, apoyado en la pared, sin poder creerlo.
—¡Tía... digo, Vero!
—Callate —le dijo ella, subiendo la falda, mostrando una tanga diminuta empapada—. ¿Querés esto? Entonces hacelo bien.
Se bajó la tanga, le agarró el pene y se lo indrodujo en su concha, se subió sobre él, lo cabalgó contra la pared, jadeando fuerte, rebotando con ese culo que tantas veces él se había imaginado. Los dos sudaban, se mordían, se comían.

—No podés contarle esto a nadie, ¿entendiste? —le decía ella mientras se lo volvía a meter su pija en la concha, esta vez por atrás, mordiéndose los labios—. Será nuestro secreto.
Y así fue como el chico tímido acabó Cogiendose a la mujer más deseada de la familia, en silencio, en la oscuridad, repitiendo ese pecado cada vez que ella iba a “buscar algo olvidado”.
El patio estaba lleno de risas, música y bandejas con empanadas. Era el cumpleaños de la abuela, y toda la familia estaba presente. Pero Javier no podía concentrarse en nada.
Verónica, la esposa del hermano de su madre, había llegado con un vestido rojo ajustadísimo, sin sostén, con una abertura lateral que dejaba ver el nacimiento de sus muslos. Su culo se movía como un péndulo cuando caminaba con la bandeja de saladitos, y sus pezones se marcaban descaradamente cada vez que el viento le pegaba.
En un momento, mientras todos brindaban, ella se le acercó por detrás y le susurró al oído:
—Tengo una idea para que soples una vela… pero tenés que seguirme sin que nadie se dé cuenta.
Javier sintió que el corazón se le salía del pecho. La siguió. Verónica se metió en el baño de servicio, al fondo del pasillo. Él entró tras ella. Ella cerró con llave, se dio vuelta y se arrodilló sin decir una palabra.
—Estás hecho un hombrecito —le dijo mientras le bajaba el cierre—. Y yo estoy caliente hace horas… sabiendo que me mirás como si fueras a devorarme.
Le agarró la pija y se lo metió de golpe, profundo, lamiéndolo con desesperación. Javier se apoyó contra la pared, jadeando.
—¡Vero… están todos afuera!
—Me calienta más así —dijo ella, sacándose el vestido sin dejar de chupársela—. Callate y disfrutá, o te vas a quedar con las ganas.
Javier la tomó de la cintura, la levantó y la apoyó sobre el lavamanos. Verónica abrió las piernas sin dudar. Estaba mojada.

—¡Dame pija, Javier! ¡Metémela ya!
La penetró con fuerza, haciendo chocar sus caderas contra la cerámica del baño, mientras ella se mordía la mano para no gritar.
—¡Ahhh! ¡Así, bebe! ¡Así se coge una mujer como yo!
Se movían con furia, conteniendo los jadeos, sintiendo cómo el peligro de ser descubiertos los excitaba más.
—¡Por el culo! —le pidió ella, con la cara contra el espejo—. ¡Dame la pija por el culo, Javier!
Él escupió su mano, la lubricó rápido, y se lo metió con cuidado… pero una vez adentro, la cogió duro, mientras ella se agarraba del lavamanos con las piernas temblando.
—¡La leche! ¡Dame toda esa leche, bebe!
Javier acabó dentro de ella, profundo, temblando, mordiéndole el hombro para no gritar.
Ella se limpió rápido, lo besó en la boca con lengua y le susurró:
—Volvé a la fiesta. Que no se te note. Quedate con las ganas toda la noche… que yo también.
Y lo dejó ahí, con el corazón acelerado, el cuerpo flojo, y la certeza de que ese “secreto familiar” apenas estaba comenzando.
La casa estaba llena de luces, villancicos, niños corriendo y olor a pavo al horno. Era Nochebuena, y la familia entera se había reunido para celebrar. Javier, como siempre, permanecía tranquilo, ayudando con los platos, sirviendo bebidas, respondiendo sonrisas. Pero por dentro, ardía en deseo.
Porque ella estaba ahí.
Verónica.
Vestido verde con escote en V profundo. Nada debajo.
Cada vez que se agachaba para recoger algo del piso, Javier no podía evitar ver parte de sus tetas.
Cada vez que le pasaba por el lado, lo rozaba con las caderas, o con ese culo enorme que parecía tener vida propia.
—Estás muy calladito hoy —le dijo en voz baja al pasar por la cocina—. ¿Estás esperando que Papá Noel te traiga algo… duro?
Él tragó saliva. No respondió. Pero la mirada que le lanzó hablaba de todo lo que había reprimido durante la cena.
Pasada la medianoche, los chicos abrieron los regalos, las copas se levantaron, los adultos reían, y el ambiente se iba relajando. Verónica se acercó a Javier cuando lo vio solo en el patio, tomando un poco de aire.
Llevaba una copa de vino en una mano y una bolsita navideña pequeña en la otra.
—Tu regalo —le dijo, sonriendo.
—¿Qué es?
Ella se acercó y le susurró al oído:
—Un recuerdo… para cuando no esté.
Y le metió la mano en el pantalón mientras lo besaba.
Javier la arrastró hasta el lavadero, donde sabían que nadie entraría. Cerraron la puerta. En segundos, Verónica se arrodilló, sacó su pija y comenzó a chupársela con fuerza, como si fuera un caramelo navideño.
—Mmm… te extrañé toda la noche, bebe —le dijo entre lamidas—. Estás más duro que el pan dulce de la abuela.

Él la levantó, la puso de espaldas sobre la lavadora y se la metió sin aviso, en su concha mojada, ansiosa, caliente. Mientras le agarraba de las tetas.
Verónica abrió bien las piernas y se lo gozó sin vergüenza.
—Cogeme fuerte, que me lo merezco por ser una putita en Navidad…
Se lo pidió por el culo de rodillas, con el vestido levantado y la tanga en la boca, mientras Javier le daba duro desde atrás, con las bolas chocando contra ese culo de escándalo.

—¡Dame esa leche, Javier! ¡En la cara! ¡Quiero verte acabar!
Él se sacó a tiempo y acabó sobre sus tetas y su cara, jadeando, temblando, con los ojos cerrados.
Ella limpió una gota con el dedo… y se la chupó mirándolo a los ojos.
—Ahora sí —le dijo, dándole la bolsita—. Abrilo.
Javier lo hizo.
Adentro había una foto de ella desnuda, en cuatro, mostrando el culo y la concha, con un moño navideño entre las nalgas… y un mensaje a mano:
> “Para que recuerdes quién te cogió mejor que nadie.
Tu putita secreta. 🎁💦”
Él sonrió.
Verónica se arregló el vestido, lo besó suave y dijo:
—Feliz Navidad, Javier.
Y volvió a la fiesta como si nada.
Javier tardó unos minutos en recomponerse. Pero supo que ese fue, sin dudas, el mejor regalo de su vida.
Verónica, la esposa del hermano de su madre. 32 años, piel dorada, cuerpo de infarto, tetas enormes que se le marcaban con cualquier camiseta, y un culo que parecía tallado por dioses obscenos. Siempre iba a las reuniones con ropa ajustada, riéndose fuerte, moviéndose con una seguridad que a Javier lo dejaba tieso.
Cada vez que ella se iba, él se excusaba, subía a la azotea, sacaba su celular con una foto de ella y se pajeaba imaginando sus tetas rebotando sobre él, su boca mojada, su voz diciéndole cosas sucias al oído. Era su secreto oscuro, su obsesión.
Pero un día, la fantasía lo traicionó.
Verónica subió a buscar a su hijo menor, que se había escapado jugando por las escaleras. La puerta de la azotea estaba entreabierta. Al asomarse, lo vio: Javier, sentado en una silla de plástico, con la pija fuera, masturbándose fuerte, los ojos cerrados y jadeando su nombre en voz baja.
—Oh, Vero… mamita… cómo me haces esto…
Ella se quedó en silencio, helada… pero excitada.
Bajó sin que él la notara.
Esa noche, Verónica volvió sola a buscar una chaqueta que había olvidado. Tocó la puerta, y fue Javier quien abrió.
—Hola, ¿te dejaron de guardia? —le dijo con una sonrisita pícara.
—Sí… pasá, ya la busco —respondió él, nervioso.
Ella caminó lentamente por el pasillo, sabiendo exactamente lo que hacía. Cuando Javier volvió con la chaqueta, ella lo tomó del brazo.
—Así que te caliento, bebe.
Él se quedó pálido.
—No digas nada —susurró ella—. No grites, no expliques. Solo cierra la puerta.
Javier obedeció. Verónica lo empujó contra la pared, lo besó con furia, le bajó los pantalones y se arrodilló.
—Quiero ver qué tanto te pajeás por mí.
Se metió su pija entera en la boca, hambrienta, desesperada, tragando hasta la base. Javier gimió fuerte, apoyado en la pared, sin poder creerlo.
—¡Tía... digo, Vero!
—Callate —le dijo ella, subiendo la falda, mostrando una tanga diminuta empapada—. ¿Querés esto? Entonces hacelo bien.
Se bajó la tanga, le agarró el pene y se lo indrodujo en su concha, se subió sobre él, lo cabalgó contra la pared, jadeando fuerte, rebotando con ese culo que tantas veces él se había imaginado. Los dos sudaban, se mordían, se comían.

—No podés contarle esto a nadie, ¿entendiste? —le decía ella mientras se lo volvía a meter su pija en la concha, esta vez por atrás, mordiéndose los labios—. Será nuestro secreto.
Y así fue como el chico tímido acabó Cogiendose a la mujer más deseada de la familia, en silencio, en la oscuridad, repitiendo ese pecado cada vez que ella iba a “buscar algo olvidado”.
El patio estaba lleno de risas, música y bandejas con empanadas. Era el cumpleaños de la abuela, y toda la familia estaba presente. Pero Javier no podía concentrarse en nada.
Verónica, la esposa del hermano de su madre, había llegado con un vestido rojo ajustadísimo, sin sostén, con una abertura lateral que dejaba ver el nacimiento de sus muslos. Su culo se movía como un péndulo cuando caminaba con la bandeja de saladitos, y sus pezones se marcaban descaradamente cada vez que el viento le pegaba.
En un momento, mientras todos brindaban, ella se le acercó por detrás y le susurró al oído:
—Tengo una idea para que soples una vela… pero tenés que seguirme sin que nadie se dé cuenta.
Javier sintió que el corazón se le salía del pecho. La siguió. Verónica se metió en el baño de servicio, al fondo del pasillo. Él entró tras ella. Ella cerró con llave, se dio vuelta y se arrodilló sin decir una palabra.
—Estás hecho un hombrecito —le dijo mientras le bajaba el cierre—. Y yo estoy caliente hace horas… sabiendo que me mirás como si fueras a devorarme.
Le agarró la pija y se lo metió de golpe, profundo, lamiéndolo con desesperación. Javier se apoyó contra la pared, jadeando.
—¡Vero… están todos afuera!
—Me calienta más así —dijo ella, sacándose el vestido sin dejar de chupársela—. Callate y disfrutá, o te vas a quedar con las ganas.
Javier la tomó de la cintura, la levantó y la apoyó sobre el lavamanos. Verónica abrió las piernas sin dudar. Estaba mojada.

—¡Dame pija, Javier! ¡Metémela ya!
La penetró con fuerza, haciendo chocar sus caderas contra la cerámica del baño, mientras ella se mordía la mano para no gritar.
—¡Ahhh! ¡Así, bebe! ¡Así se coge una mujer como yo!
Se movían con furia, conteniendo los jadeos, sintiendo cómo el peligro de ser descubiertos los excitaba más.
—¡Por el culo! —le pidió ella, con la cara contra el espejo—. ¡Dame la pija por el culo, Javier!
Él escupió su mano, la lubricó rápido, y se lo metió con cuidado… pero una vez adentro, la cogió duro, mientras ella se agarraba del lavamanos con las piernas temblando.
—¡La leche! ¡Dame toda esa leche, bebe!
Javier acabó dentro de ella, profundo, temblando, mordiéndole el hombro para no gritar.
Ella se limpió rápido, lo besó en la boca con lengua y le susurró:
—Volvé a la fiesta. Que no se te note. Quedate con las ganas toda la noche… que yo también.
Y lo dejó ahí, con el corazón acelerado, el cuerpo flojo, y la certeza de que ese “secreto familiar” apenas estaba comenzando.
La casa estaba llena de luces, villancicos, niños corriendo y olor a pavo al horno. Era Nochebuena, y la familia entera se había reunido para celebrar. Javier, como siempre, permanecía tranquilo, ayudando con los platos, sirviendo bebidas, respondiendo sonrisas. Pero por dentro, ardía en deseo.
Porque ella estaba ahí.
Verónica.
Vestido verde con escote en V profundo. Nada debajo.
Cada vez que se agachaba para recoger algo del piso, Javier no podía evitar ver parte de sus tetas.
Cada vez que le pasaba por el lado, lo rozaba con las caderas, o con ese culo enorme que parecía tener vida propia.
—Estás muy calladito hoy —le dijo en voz baja al pasar por la cocina—. ¿Estás esperando que Papá Noel te traiga algo… duro?
Él tragó saliva. No respondió. Pero la mirada que le lanzó hablaba de todo lo que había reprimido durante la cena.
Pasada la medianoche, los chicos abrieron los regalos, las copas se levantaron, los adultos reían, y el ambiente se iba relajando. Verónica se acercó a Javier cuando lo vio solo en el patio, tomando un poco de aire.
Llevaba una copa de vino en una mano y una bolsita navideña pequeña en la otra.
—Tu regalo —le dijo, sonriendo.
—¿Qué es?
Ella se acercó y le susurró al oído:
—Un recuerdo… para cuando no esté.
Y le metió la mano en el pantalón mientras lo besaba.
Javier la arrastró hasta el lavadero, donde sabían que nadie entraría. Cerraron la puerta. En segundos, Verónica se arrodilló, sacó su pija y comenzó a chupársela con fuerza, como si fuera un caramelo navideño.
—Mmm… te extrañé toda la noche, bebe —le dijo entre lamidas—. Estás más duro que el pan dulce de la abuela.

Él la levantó, la puso de espaldas sobre la lavadora y se la metió sin aviso, en su concha mojada, ansiosa, caliente. Mientras le agarraba de las tetas.
Verónica abrió bien las piernas y se lo gozó sin vergüenza.
—Cogeme fuerte, que me lo merezco por ser una putita en Navidad…
Se lo pidió por el culo de rodillas, con el vestido levantado y la tanga en la boca, mientras Javier le daba duro desde atrás, con las bolas chocando contra ese culo de escándalo.

—¡Dame esa leche, Javier! ¡En la cara! ¡Quiero verte acabar!
Él se sacó a tiempo y acabó sobre sus tetas y su cara, jadeando, temblando, con los ojos cerrados.
Ella limpió una gota con el dedo… y se la chupó mirándolo a los ojos.
—Ahora sí —le dijo, dándole la bolsita—. Abrilo.
Javier lo hizo.
Adentro había una foto de ella desnuda, en cuatro, mostrando el culo y la concha, con un moño navideño entre las nalgas… y un mensaje a mano:
> “Para que recuerdes quién te cogió mejor que nadie.
Tu putita secreta. 🎁💦”
Él sonrió.
Verónica se arregló el vestido, lo besó suave y dijo:
—Feliz Navidad, Javier.
Y volvió a la fiesta como si nada.
Javier tardó unos minutos en recomponerse. Pero supo que ese fue, sin dudas, el mejor regalo de su vida.
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