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47📑La Hija de mi Mejor Amigo

Martín tenía 43 años. Siempre fue un hombre correcto, de palabra, honesto. Abogado, divorciado desde hacía años, sin hijos, pero con un hermano del alma: Gabriel, su mejor amigo desde la infancia.
Y ella… Camila.
La hija de Gabriel. 24 años. Recién graduada, con ojos oscuros y una sonrisa peligrosa. Siempre la había visto crecer como una sobrina… hasta ese verano.

Gabriel le pidió a Martín que la recibiera unas semanas en su departamento de la ciudad, mientras Camila hacía unas prácticas profesionales. Solo sería "por un tiempo", decía él. Martín aceptó sin pensarlo.

Y ahí empezó todo.

La primera noche, Camila salió de la ducha con una bata corta, mojada, sin sostén. Martín intentó no mirar. Fracasó.

Los días siguientes fueron una tortura: el roce accidental, las piernas cruzadas frente a él, los coqueteos, las risas con doble intención, los comentarios susurrados en la cocina…

—¿Te incomoda que esté tan cerca? —le dijo una noche, a centímetros de su cara—. ¿O te excita?

Martín no contestó. Solo se alejó. Pero en la madrugada, se tocó recordando su voz.

Una noche lluviosa y música baja, Camila lo encaro.

—¿Por qué te resistes? —le susurró Camila, sentándose en su regazo.

—Porque tu padre es mi hermano —dijo él, jadeando, con la pija ya dura bajo sus jeans—. Porque esto está mal.

—¿Y si lo que está mal es seguir reprimiéndolo?

Se besaron. Desesperados.

La llevó contra la pared. Le arrancó la blusa. Camila se desnudó en segundos, como si lo hubiera soñado toda su vida, tetas perfectas, concha depilada. Martín la levantó con fuerza, y se bajó el pantalón y le clavó la pija ahí mismo, con las piernas en su cintura, el cuerpo mojado de lluvia y deseo.

47📑La Hija de mi Mejor Amigo



—¡Dios, sí! —gritó ella—. ¡ Cogeme Así, tío Martín!

—No me llames así —le gritó—. Ahora no.

La cogió con rabia contenida, con años de represión explotando en cada embestida. Su concha estaba húmeda, caliente, hambrienta. Él la poseía con brutalidad: contra la pared, sobre la mesa, en el suelo de la sala.

Camila se vino gritando, clavando las uñas en su espalda. Él acabó sobre su vientre, temblando, maldiciendo en voz baja.

Al amanecer, ella lo miró desnuda desde la cama:

—Podés seguir negándolo… o podés seguir cogiéndome como anoche. Tu elección.

Martín sabía que esa decisión le podía costar todo.

Pero cuando ella abrió las piernas de nuevo, la culpa desapareció.

Pasaron tres días desde aquella noche salvaje. Martín intentó volver a la normalidad: desayuno silencioso, trabajo, distancia… Pero Camila no se lo permitió.

Ahora caminaba desnuda por el departamento. Dormía sin ropa, con la puerta entreabierta. Se duchaba con la puerta del baño abierta, gemía al masturbarse sabiendo que él la miraba y escuchaba.

Una tarde, mientras Martín hablaba por teléfono con Gabriel, ella se arrodilló delante de él. Estaban en el living. Martín se tensó al verla desnuda, gateando como una perra caliente.

—¿Sí, Gabi…? Sí, todo bien con tu hija… —dijo él, tragando saliva.

Camila le desabrochó el cinturón, le bajó la cremallera y sacó su pija dura, caliente. Martín intentó moverse, pero ella lo agarró con fuerza y se metió su pene en la boca, mirándolo con esos ojos llenos de fuego.

Él hablaba mientras ella lo mamaba lenta, profunda, babeándolo todo.

—Ajá… sí… justo ahora está en la ducha —dijo Martín, sudando, apretando los dientes mientras Camila le tragaba la pija hasta la garganta.

Cuando cortó la llamada, ella ya lo tenía temblando.

—Sos un hija de puta —le gruñó él—. Esto no está bien.

—Y sin embargo, no podés dejar de metérmela —susurró ella, subiendo sobre el —. Decime que no me deseás… y paro.

Martín no dijo nada. La empujó contra el sillón y se la metió de golpe. Ella gritó como una bestia en celo. Se la cogió por detrás, embistiendo su concha, con rabia, con furia, tirándole del pelo, con la voz ronca en su oído:

puta



—Sos mi perdición, maldita sea.

—Entonces… perdete dentro mío.

La cogió en la cocina, encima del mesón, con los platos temblando. Luego la cargó hasta la ducha, donde ella lo montó como una yegua salvaje, cabalgando su pija, haciéndose rebotar las tetas mojadas contra su pecho.

Se corrieron juntos, con fuerza, en silencio, con el agua cayendo y la culpa respirando detrás de la puerta.

Al día siguiente, Gabriel llamó para decir que pasaría el fin de semana con ellos.

—Solo para visitar a mi princesa —dijo riendo—. Espero no interrumpir nada.

Martín tragó saliva. Camila, que estaba desnuda en su cama, solo sonrió.

—Ahora sí se va a poner interesante —susurró, mientras se metía la mano entre las piernas y se tocaba.

El departamento se llenó de risas cuando Gabriel llegó. Martín lo recibió con una mezcla de cariño y nerviosismo. Desde hacía días, su cuerpo le pedía a gritos a Camila… pero su conciencia le recordaba que no debía, no podía, no mientras el padre de ella —su mejor amigo— estuviera bajo su techo.

Camila, en cambio, parecía disfrutar cada segundo del peligro.

Vestía liviano, pero sin exagerar. Justo lo suficiente para tentar sin acusaciones. Su camiseta corta dejaba ver un poco del abdomen, y sus shorts apenas le cubrían las piernas bronceadas. Martín evitaba mirarla… pero era imposible.

En cada conversación, Camila encontraba la forma de sentarse cerca, de rozarle el brazo, de soltar una carcajada cerca de su cuello, de rozarle la pierna con la suya bajo la mesa. Pequeños gestos que para Gabriel no significaban nada, pero que para Martín eran una prueba de fuego constante.

—¿Estás bien? —le preguntó Gabriel en un momento—. Te noto tenso.

—Cansado, nada más —mintió Martín, mientras Camila le lanzaba una mirada cómplice desde el sillón.

La noche transcurrió tranquila, entre cena, cervezas y anécdotas de juventud. Cuando Gabriel se fue a dormir a la habitación de huéspedes, Camila se estiró en el sofá, descalza, jugueteando con su vaso de vino.

—Casi no hablaste en toda la noche —le dijo a Martín, con voz suave.

—Porque si decía algo… me traicionaba —respondió él sin mirarla.

Camila sonrió. Se levantó con calma, pasó frente a él, rozándole con su mano su bulto apenas un segundo. Y se fue a su habitación.

Martín no durmió bien.

Al día siguiente, acompañaron a Gabriel hasta la terminal. Camila se despidió con cariño, con un abrazo largo. Martín también, con la tensión marcada en cada gesto. Cuando el auto arrancó y desapareció por la avenida, Camila se giró hacia Martín y le dijo:

—Ahora sí podemos respirar.

—No sé si quiero respirar… o devorarte —susurró él, mirándola por fin sin miedo.

Camila se acercó a su oído y le dijo, apenas rozando sus labios:

—Esperé todo el fin de semana para que me dijeras eso.

Sabía que esa noche no iba a contenerse más.

El viaje de regreso desde la terminal fue un suplicio para Martín. El auto estaba cargado de un silencio espeso, y no porque no hubiera nada que decir… sino porque el aire entre ellos estaba a punto de arder.

Camila, sentada en el asiento del acompañante, cruzaba las piernas con deliberada lentitud. Su short dejaba poco a la imaginación. Y cada vez que pasaban un lomo de burro o un bache, soltaba un suspiro… uno que sonaba más a deseo que a incomodidad.

—¿Te parece que fuimos buenos anfitriones? —preguntó ella, sin mirarlo, con una sonrisa en los labios.

Martín se aferró al volante. —Sí —respondió seco—. Muy buenos.

—¿Y ahora que papá se fue… vas a seguir haciéndote el fuerte?

Martín no respondió. Pero el músculo en su mandíbula se tensó.

Camila dejó caer una mano sobre su muslo y comenzó a deslizar los dedos, lentamente, como si nada. Como si fuera casual.

—Yo no puedo más, Martín —susurró—. Estoy mojada desde que lo abrazaste para despedirlo. Apretandole el bulto.

Él apretó el volante con fuerza. Las imágenes se amontonaban en su mente. Ella gimiendo en su oído, ella cabalgando sobre él, ella susurrando obscenidades con esos labios dulces. No podía más.

Aceleró.

Al llegar al edificio ella entró primero. Martín la siguió, con el corazón latiéndole como un tambor.

Apenas entraron al departamento, cerró la puerta con violencia y se volvió hacia ella. Camila lo miró con fuego en los ojos.

—¿Ya no vas a resistirte?

Martín no dijo nada. Solo la tomó de la cintura y la alzó en el aire. Camila rió, sorprendida, excitada. La llevó hasta la pared y la apretó contra ella, besándola como un hombre que se había contenido demasiado tiempo.

—No voy a fingir más —dijo él, con la voz ronca—. No hay culpa, no hay pasado. Solo vos y yo.

La desnudó con furia contenida. Mientras le chupaba las tetas y maniseaba su vagina. Ella le arrancó la camiseta y le mordió el cuello. Le bajó el pantalón, su pija ya estaba dura, se la agarró y comenzó a mamarsela, le pasaba la lengua por la cabeza, En segundos, estaban en el sofá, ella montaba su pija con maestría, rebotando, con su concha húmeda, mientras él la sujetaba de las tetas, la cogía en el piso, contra el ventanal. Martín la devoraba con la boca, con las manos, con el cuerpo entero. Camila lo montaba como si le fuera la vida en ello.

—Haceme lo que quieras —jadeó ella—. Todo. Quiero que esta noche no me dejes caminar.

Martín no necesitó más. La tomó por la cintura y la giró. La adoró de espaldas, latiéndole con firmeza, con hambre. Le metió la pija en el culo. Ella se arqueó y gritó su nombre, entregada, extasiada mientras él la cogía intensamente.

cogida



Y cuando la tormenta pasó, cuando el deseo se calmó y el cuerpo dejó de temblar, se quedaron abrazados en el suelo, respirando fuerte.

Martín la besó en la frente y susurró:

—Esto recién empieza.


Las prácticas de Camila terminaron una tarde soleada, con aplausos, abrazos y un diploma que sostenía con una sonrisa de oreja a oreja. Martín, que la había acompañado en secreto durante las últimas semanas, la esperaba afuera del edificio con flores y un café helado.

—No es champagne —le dijo—, pero igual merecés un brindis.

Camila se lanzó a sus brazos. Había algo en la forma en que lo miraba, como si supiera lo que venía.

Y no se equivocaba.

Martín ya lo había decidido. No más secretos. No más huidas. Amaba a Camila. La deseaba. La respetaba. Y aunque todo había empezado con deseo, ahora lo que sentía era más grande que cualquier tentación.

Esa misma noche, le pidió a Camila que lo llevara a ver a su padre.

—¿Estás seguro? —preguntó ella, nerviosa.

—No hay vuelta atrás. Si te voy a tener, quiero hacerlo bien. Con todo.


Gabriel los recibió en la galería de su casa. Camila se adelantó, lo abrazó con ternura. Martín respiró hondo.

—Gabi, necesito hablar con vos… a solas.

Camila entendió y se fue al interior. Martín se quedó parado frente a su mejor amigo de la infancia. El hombre con quien compartió partidos, borracheras, secretos. El hombre que le había confiado a su hija.

—¿Qué pasa, loco? —preguntó Gabriel, notando la tensión en el aire.

Martín tragó saliva y lo miró a los ojos.

—Estoy enamorado de Camila.

Gabriel frunció el ceño.

—¿De mi hija?

—Sí. Lo sé, es raro. Y tal vez no era lo que esperabas. Pero esto no es un capricho. No es una aventura. La amo. Me hace bien. Me desafía. Y no puedo seguir escondiéndome.

Silencio.

El viento movía las hojas de los árboles. A lo lejos, un perro ladró. Gabriel bajó la mirada. Se rascó la barba.

—Tenés casi mi edad, —dijo con una sonrisa tensa.

—Lo sé. Y por eso vengo a darte la cara. No quiero tomarme nada sin tu permiso. Quiero pedirte… que me dejes estar con ella. Que me dejes cuidarla. En serio.

Gabriel lo miró largo. Luego se sirvió un trago y le alcanzó otro.

—La diferencia de edad me choca, no te voy a mentir. Pero te conozco. Sé quién sos. Y si Camila te eligió… es porque vio en vos algo que vale.

Hizo una pausa. Bebió.

—No soy quién para frenarla. Solo te voy a pedir una cosa, Martín: no la lastimes.

Martín asintió con los ojos húmedos.

—Jamás.

Camila entró cuando su padre la llamó. Gabriel se acercó, la tomó de los hombros y le dio un beso en la frente.

—¿Sabés en qué lío te estás metiendo? —le dijo con tono burlón.

Camila sonrió.

—Lo sé, papá.

—Entonces andá, hacete cargo. Pero si me hacés abuelo muy pronto, te mato.

Camila rió fuerte. Corrió hacia Martín, y se lanzó sobre él con un grito de alegría. Lo abrazó con fuerza, lo besó sin pudor delante de su padre.

Martín la sostuvo como si el mundo por fin tuviera sentido.

Y en ese abrazo, en ese beso, supieron que ya no habría más escondites. Solo futuro. 

La noche comenzó como un festejo, pero desde el momento en que Camila bajó las escaleras del departamento, Martín supo que iba a convertirse en algo mucho más intenso.

El vestido rojo le abrazaba las curvas como una segunda piel. Sus labios pintados y su mirada provocadora eran una invitación peligrosa. Al verla, Martín sintió que la sangre le ardía.

—¿Vamos a cenar o directamente a devorarnos? —preguntó ella, mordiéndose el labio.

Martín tragó saliva.

—Primero cenamos. Después… no pienso dejarte descansar.

El restaurante era elegante, pero la tensión entre ellos lo volvía pequeño. Sus rodillas se rozaban por debajo de la mesa. Las miradas hablaban más que las palabras. Entre bocado y bocado, Camila se deslizaba el tenedor por los labios de manera obscena, dejando que su lengua lo acariciara lentamente. Martín apretaba el vaso como si pudiera romperlo con la mano.

Cuando por fin salieron, él la llevó a una cabaña apartada, rodeada de árboles y silencio. Apenas cruzaron la puerta, se abalanzaron uno sobre el otro.

La besó con furia contenida. Camila le arrancó la camisa, arañándole el pecho. Él la levantó y la sentó sobre la mesa de la cocina. Le subió el vestido y se perdió entre sus piernas, arrancándole un gemido animal. Ella lo jaló del pelo, gimiendo, retorciéndose mientras él la devoraba con hambre de semanas.

—Te extrañé tanto —jadeó ella—. Quiero que me hagas tuya. Toda. Esta noche… sin límite.

Martín la llevó hasta el sillón, y ahí la tomó de espaldas, sujetándola fuerte por la cintura, le metió la pija en la concha, mientras ella se apoyaba con las manos, gimiendo con cada embestida profunda, salvaje, sucia.

La hizo suya en el sillón. Luego en el suelo. La alzó y la poseyó de pie, con su espalda contra la pared, mientras Camila se estremecía, temblando, llorando de placer. Después, ya en la cama, él se tumbó y ella, le chupaba y mamaba su pija, mientras se tocaba la concha, se subió sobre el y lo cabalgó como si fuera una batalla. Sus tetas rebotaban, el la sostenía de la cintura, Lo miraba a los ojos, lo besaba con fuerza, con amor, con deseo crudo.

mejor amigo


Los cuerpos sudados, los gemidos cruzados, el aire denso de sexo. Y cuando él por fin se derramó dentro de ella, lo hizo mirándola directo a los ojos.

—Sos mía, Camila —susurró.

—Siempre —dijo ella, besándolo—. No quiero a nadie más

Después del fuego, vino la calma. Camila se enroscó en su pecho, con el cabello húmedo y una sonrisa saciada.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Martín la abrazó fuerte. Sus dedos le acariciaban la espalda con ternura.

—Ahora empieza todo. Una vida juntos. Un futuro sin secretos. Te amo. Y no pienso soltarte nunca.

Ella levantó la cabeza, lo miró con los ojos llenos de emoción y lo besó, suave esta vez, como un sello.

—Te elijo. Hoy y siempre.

Y así, entre las sombras de la noche y el eco del placer, dos almas que alguna vez se prohibieron, se juraron un amor sin freno, sin vergüenza… y para siempre.

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