La boda ya llevaba horas de risas, copas, fotos y brindis. El salón decorado con luces tenues y mesas elegantes daba paso a un jardín privado iluminado con faroles. Allí, entre la música y el alcohol, ella apareció: Valentina, invitada de la novia, rubia, joven, de mirada pícara y vestido ajustado al cuerpo, tan delgado que sus pezones marcaban el encaje. Tenía unos pechos enormes, firmes, exagerados para su contextura delgada, y cada paso suyo parecía un susurro de provocación.
Él era Tomás, amigo íntimo del novio, hombre más adulto, de barba marcada, brazos fuertes y una sonrisa pícara. Cuando la vio bailando sola, moviendo las caderas lentamente con una copa en la mano, supo que tenía que acercarse.
—¿No bailas con nadie? —preguntó él, acercándose por detrás, con voz grave.
—Estaba esperando que alguien valiera la pena —respondió ella, sin mirarlo, pero sonriendo.
Bailaron. Pegados. Su mano fue bajando lentamente por la espalda de ella hasta detenerse justo sobre sus muslos. Valentina lo permitió. Apretó sus tetas contra el pecho de él y le habló al oído:
—Hueles a whisky y peligro.
—Y tú... a locura dulce.
Bailaron dos canciones más. En la tercera, ella lo agarró de la mano y lo arrastró por el jardín, entre arbustos y risas, hasta llegar a una puerta oculta tras una cortina de plantas. Era un cuarto de servicio con un sofá viejo, una lámpara y un espejo polvoriento.
Valentina cerró la puerta, se dio vuelta y lo besó. La lengua de ella era suave pero dominante. Tomás la empujó contra la pared con fuerza, sujetándola por el cuello con una mano y levantándole el vestido con la otra.
—¿Esto es lo que querías, pequeña putita?
—Desde que te vi… sabía que tenías una buena… herramienta.
Él se bajó el pantalón. Su pija era gruesa, larga, venosa, palpitante. Ella la miró con hambre, se agachó sin decir una palabra y se la tragó entera. No la chupaba con ternura, sino con ansiedad. Se metía hasta el fondo, la babeaba, lo miraba a los ojos mientras se masturbaba con la otra mano.
—¡Así se mama, putita! —gritó él, sujetándole el pelo y bombeando su boca.
La levantó de un tirón, la hizo darse vuelta y le bajó la tanga. Su conchita rosita estaba empapada, la empaló de un solo golpe, haciéndola gemir contra la pared.

—¡Aaaah! ¡La tienes enorme, hijo de puta!
—Y ahora te la vas a comer toda, rubia hermosa.
La cogía fuerte, con la mano en su garganta y la otra apretando sus tetas desde atrás. Ella gemía, lo pedía más duro. Luego la hizo agacharse en el sofá y le abrió el culo con dos dedos, escupiéndolo.
—Quiero ver si esta boquita de atrás también me aprieta bien.
—Es tuya, papi… úsala.
Él la penetró por detrás. Ella gritó. El culo se le abría lento, pero lo aceptaba todo. Tomás le metía la pija hasta los huevos mientras le pellizcaba los pezones y le decía cosas sucias al oído.
—Eres una calentona, te encanta que te abran el culo en plena boda, ¿no?
—¡Sí, me encanta! ¡Dame tu leche!
Él la puso de rodillas, le metió la pija en la boca y acabó a chorros en su garganta. Valentina tragó todo sin dejar caer una gota. Luego se limpió los labios con el dedo y sonrió.
—¿Nos volveremos a ver?
—Después de esa mamada… te invito al bautizo.

Desde aquella noche en la fiesta, Tomás no podía sacarse a Valentina de la cabeza. Esa rubia pechugona, joven y con esa sonrisa de puta perfecta lo había dejado marcado. Su boca, su concha, sus tetas, su culo, su actitud… todo en ella era puro veneno dulce.
Tres días después, le escribió:
—“Cenemos esta noche. Yo paso por ti.”
Ella respondió con un emoji de labios y una dirección.
Cuando la recogió, Valentina usaba un vestido rojo sin sostén. Los pezones marcaban la tela y Tomás solo pensaba en arrancárselo. Cenaron en un restaurante elegante, pero no hablaban de trivialidades: la tensión sexual era tan densa que los camareros se ponían nerviosos al acercarse.
—¿Te gustó lo que pasó en la boda? —preguntó él, tocándole la pierna por debajo de la mesa.
—Me encantó. Pero todavía no me rompes como de verdad quiero.
Él la miró, con la pija ya tiesa.
—Vamos a mi departamento. Ya.
Apenas cerró la puerta, la empujó contra la pared. Se besaron como si se hubieran esperado años. Ella le mordía el labio, lo arañaba. Él le subió el vestido, le arrancó la tanga de un tirón y se la metió en la boca para que la saboreara.
—¿Sientes tu propia humedad, putita?
—Sabe a ganas... y a ti.
Tomás se sentó en el sillón. Ella se arrodilló frente a él, le bajó el pantalón y le sacó esa pija gruesa que ya conocía, pero que todavía la intimidaba.
—¿Vas a tragártela entera como una buena perrita?
—Sí, papi… dame tu leche otra vez.
Se la metió a fondo, gimiendo, babeándola, acariciándole las bolas. Tomás le sujetaba la cabeza, la penetraba con fuerza, hasta que ella tosía y volvía a pedir más.
—¡Qué puta más rica eres! ¡Te amo la garganta!
Cuando no aguantó más, la levantó, la cargó en brazos y la llevó a la cama. Se la metió de espaldas, ella apoyada en la ventana, mientras le besaba el cuello y le mordía el hombro.
—¡Aaaah, sí! ¡Rómpeme la conchita!
Después se subió encima de él, lo cabalgó como una salvaje, rebotando sobre su pija con las tetas saltando al ritmo de los gemidos.
—¡Mírame! ¡Mírame mientras te monto como una yegua puta!
—¡Estás hecha para coger, Valentina!
Él la agarró, la dio vuelta, escupió sobre su pija y le abrió el culo con los dedos.

—¿Querías que te rompa? Ahora te voy a hacer mía por completo.
Le metió la pija en el culo sin piedad. Ella gritó, pero no paró. Se movía hacia atrás, gimiendo, sudando, dejando que él se la enterrara entera.
—¡Me vas a matar, papi… qué rico me rompes!
Cuando él sintió que se venía, la sacó, la acostó en la cama y le acabó en las tetas, salpicándolas de leche caliente, mientras ella se tocaba la concha y gemía como loca.

Después de la cogida, ella se echó encima de él, ambos sudados, sin hablar. Se quedaron un rato en silencio.
Tomás le acarició el pelo.
—Nunca me había pasado esto… quiero algo más contigo.
—¿Sexo?
—No solo eso. Quiero que seas mi novia.
Ella lo miró, sorprendida. Le sonrió y le dio un beso suave en la boca.
—Si me prometes seguir coguiendome así… acepto.
—Prometido, amor.
Él era Tomás, amigo íntimo del novio, hombre más adulto, de barba marcada, brazos fuertes y una sonrisa pícara. Cuando la vio bailando sola, moviendo las caderas lentamente con una copa en la mano, supo que tenía que acercarse.
—¿No bailas con nadie? —preguntó él, acercándose por detrás, con voz grave.
—Estaba esperando que alguien valiera la pena —respondió ella, sin mirarlo, pero sonriendo.
Bailaron. Pegados. Su mano fue bajando lentamente por la espalda de ella hasta detenerse justo sobre sus muslos. Valentina lo permitió. Apretó sus tetas contra el pecho de él y le habló al oído:
—Hueles a whisky y peligro.
—Y tú... a locura dulce.
Bailaron dos canciones más. En la tercera, ella lo agarró de la mano y lo arrastró por el jardín, entre arbustos y risas, hasta llegar a una puerta oculta tras una cortina de plantas. Era un cuarto de servicio con un sofá viejo, una lámpara y un espejo polvoriento.
Valentina cerró la puerta, se dio vuelta y lo besó. La lengua de ella era suave pero dominante. Tomás la empujó contra la pared con fuerza, sujetándola por el cuello con una mano y levantándole el vestido con la otra.
—¿Esto es lo que querías, pequeña putita?
—Desde que te vi… sabía que tenías una buena… herramienta.
Él se bajó el pantalón. Su pija era gruesa, larga, venosa, palpitante. Ella la miró con hambre, se agachó sin decir una palabra y se la tragó entera. No la chupaba con ternura, sino con ansiedad. Se metía hasta el fondo, la babeaba, lo miraba a los ojos mientras se masturbaba con la otra mano.
—¡Así se mama, putita! —gritó él, sujetándole el pelo y bombeando su boca.
La levantó de un tirón, la hizo darse vuelta y le bajó la tanga. Su conchita rosita estaba empapada, la empaló de un solo golpe, haciéndola gemir contra la pared.

—¡Aaaah! ¡La tienes enorme, hijo de puta!
—Y ahora te la vas a comer toda, rubia hermosa.
La cogía fuerte, con la mano en su garganta y la otra apretando sus tetas desde atrás. Ella gemía, lo pedía más duro. Luego la hizo agacharse en el sofá y le abrió el culo con dos dedos, escupiéndolo.
—Quiero ver si esta boquita de atrás también me aprieta bien.
—Es tuya, papi… úsala.
Él la penetró por detrás. Ella gritó. El culo se le abría lento, pero lo aceptaba todo. Tomás le metía la pija hasta los huevos mientras le pellizcaba los pezones y le decía cosas sucias al oído.
—Eres una calentona, te encanta que te abran el culo en plena boda, ¿no?
—¡Sí, me encanta! ¡Dame tu leche!
Él la puso de rodillas, le metió la pija en la boca y acabó a chorros en su garganta. Valentina tragó todo sin dejar caer una gota. Luego se limpió los labios con el dedo y sonrió.
—¿Nos volveremos a ver?
—Después de esa mamada… te invito al bautizo.

Desde aquella noche en la fiesta, Tomás no podía sacarse a Valentina de la cabeza. Esa rubia pechugona, joven y con esa sonrisa de puta perfecta lo había dejado marcado. Su boca, su concha, sus tetas, su culo, su actitud… todo en ella era puro veneno dulce.
Tres días después, le escribió:
—“Cenemos esta noche. Yo paso por ti.”
Ella respondió con un emoji de labios y una dirección.
Cuando la recogió, Valentina usaba un vestido rojo sin sostén. Los pezones marcaban la tela y Tomás solo pensaba en arrancárselo. Cenaron en un restaurante elegante, pero no hablaban de trivialidades: la tensión sexual era tan densa que los camareros se ponían nerviosos al acercarse.
—¿Te gustó lo que pasó en la boda? —preguntó él, tocándole la pierna por debajo de la mesa.
—Me encantó. Pero todavía no me rompes como de verdad quiero.
Él la miró, con la pija ya tiesa.
—Vamos a mi departamento. Ya.
Apenas cerró la puerta, la empujó contra la pared. Se besaron como si se hubieran esperado años. Ella le mordía el labio, lo arañaba. Él le subió el vestido, le arrancó la tanga de un tirón y se la metió en la boca para que la saboreara.
—¿Sientes tu propia humedad, putita?
—Sabe a ganas... y a ti.
Tomás se sentó en el sillón. Ella se arrodilló frente a él, le bajó el pantalón y le sacó esa pija gruesa que ya conocía, pero que todavía la intimidaba.
—¿Vas a tragártela entera como una buena perrita?
—Sí, papi… dame tu leche otra vez.
Se la metió a fondo, gimiendo, babeándola, acariciándole las bolas. Tomás le sujetaba la cabeza, la penetraba con fuerza, hasta que ella tosía y volvía a pedir más.
—¡Qué puta más rica eres! ¡Te amo la garganta!
Cuando no aguantó más, la levantó, la cargó en brazos y la llevó a la cama. Se la metió de espaldas, ella apoyada en la ventana, mientras le besaba el cuello y le mordía el hombro.
—¡Aaaah, sí! ¡Rómpeme la conchita!
Después se subió encima de él, lo cabalgó como una salvaje, rebotando sobre su pija con las tetas saltando al ritmo de los gemidos.
—¡Mírame! ¡Mírame mientras te monto como una yegua puta!
—¡Estás hecha para coger, Valentina!
Él la agarró, la dio vuelta, escupió sobre su pija y le abrió el culo con los dedos.

—¿Querías que te rompa? Ahora te voy a hacer mía por completo.
Le metió la pija en el culo sin piedad. Ella gritó, pero no paró. Se movía hacia atrás, gimiendo, sudando, dejando que él se la enterrara entera.
—¡Me vas a matar, papi… qué rico me rompes!
Cuando él sintió que se venía, la sacó, la acostó en la cama y le acabó en las tetas, salpicándolas de leche caliente, mientras ella se tocaba la concha y gemía como loca.

Después de la cogida, ella se echó encima de él, ambos sudados, sin hablar. Se quedaron un rato en silencio.
Tomás le acarició el pelo.
—Nunca me había pasado esto… quiero algo más contigo.
—¿Sexo?
—No solo eso. Quiero que seas mi novia.
Ella lo miró, sorprendida. Le sonrió y le dio un beso suave en la boca.
—Si me prometes seguir coguiendome así… acepto.
—Prometido, amor.
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