El sol caía a plomo sobre la ruta desierta cuando Julián llegó por primera vez a la estación de servicio en aquel pueblito perdido. Era el nuevo administrador. El encargado de levantar ese sitio oxidado donde apenas paraban camiones y algún que otro viajero cansado.
Al bajarse de la camioneta, la vio. Ella limpiaba el parabrisas de un coche viejo con una camiseta ajustada, y un short diminuto que dejaba ver la curva perfecta de sus caderas. Su cuerpo era pequeño pero firme, de piel canela y labios carnosos. Y tenía esa mirada de quien sueña con escapar, pero no sabe cómo.
—¿Hola? —dijo él, acercándose—. ¿Sos de acá?
—Trabajo acá. Me llamo Lara —contestó ella, secándose las manos con un trapo mugroso.
—Soy Julián. El nuevo administrador.
Ella lo miró de arriba abajo. Camisa ajustada, barba de unos días, sonrisa segura. Había algo en él... distinto. No era como los camioneros groseros ni como el viejo dueño que apenas le pagaba el sueldo mínimo.
Durante semanas, Julián la observó. Lara era eficiente, rápida, callada.
Una noche, después de cerrar, ella estaba sola, revisando la caja. Julián se acercó con dos cervezas y una sonrisa.
—Te merecés un descanso —dijo.
Ella dudó, pero aceptó. Se sentaron sobre el capó de un auto, mirando las luces lejanas de la autopista. Hablaron de la vida, de los sueños, de la miseria.
—¿Y si te dijera que podés tener algo mejor? —susurró él, acercándose.
—¿Cómo qué?
—Una nueva vida. En otra ciudad. Yo puedo ayudarte. Pero tenés que confiar en mí.
Ella lo miró fijamente, su respiración se aceleraba. Julián le acarició la mejilla, lento, con los dedos ásperos.
—Quiero verte feliz, Lara. Quiero cuidarte.
Ella cerró los ojos. Y lo besó.
Fue suave al principio, pero pronto ardió como nafta en fuego. Julián la levantó del capó con facilidad, apretándola contra su cuerpo. La llevó hasta el pequeño depósito, donde apenas cabía un colchón viejo.
Se besaron con hambre. Él le sacó la camiseta y el sosten, dejando al descubierto sus tetas morenas, con pezones oscuros que se erguían como llamando a su boca. Se las chupó con deseo, mientras ella gemía, enredando los dedos en su pelo.

—Estás hermosa, Lara… toda para mí —murmuró él, bajándole el short y la tanga.
Su vagina brillaba húmeda, abierta, palpitante. Julián la acarició con los dedos, lento, luego más rápido, hasta que ella se aferró a su cuello, temblando.
—Te voy a hacer sentir cosas que nadie te hizo —prometió.
Se bajó los pantalones y sacó la pija, ella se arrodilló y comenzó a lamerle y chuparle, el la levantó y la penetró de golpe, profundo, arrancándole un gemido largo. La tomó contra la pared, con fuerza, con ritmo. Ella envolvió sus piernas en su cintura, entregada, jadeando, mientras él la cogía.
—Sí… así… dame todo… —susurraba.
El sudor caía por sus cuerpos. Julián la besaba en el cuello, le mordía el hombro, le hablaba al oído con voz suave.
—Te voy a sacar de aquí, nena. Vas a tener un departamento, un trabajo mejor. Una vida nueva. Lo juro.
Ella lo creyó. Le creyó todo.
Se vinieron juntos, gritando, convulsionando como dos cuerpos hechos para unirse.
Después, se quedaron abrazados, respirando fuerte, mientras la noche envolvía la estación vacía.
Y en la penumbra, ella sonreía.
Porque por primera vez, sentía que alguien la veía de verdad.

Pasaron los días. Julián y Lara se encontraban a escondidas en el depósito, en su camioneta, en la trastienda. Él la cogía con una pasión voraz, insaciable. Le decía que era suya, que pronto dejarían ese pueblo, que ya estaba arreglando todo.
Ella, ilusionada, comenzó a hacer planes. Vendió algunas pertenencias, empacó lo poco que tenía, y hasta escribió una carta de despedida para su madre, que vivía en las afueras.
Una noche, Julián llegó más callado de lo habitual. Se la llevó detrás de la estación y la besó como si fuera la última vez. La desnudó rápido, con urgencia y la penetró desde atrás, cogiendo su concha intensamente, mientras ella le decía al oído:
—¿Cuándo nos vamos?
Él no respondió. Solo la cogió duro, brutal, su pija entrando y saliendo de su vagina, como si su cuerpo fuera una válvula de escape. Cuando le terminó sobre las nalgas, ni la miró.
—¿Julián?
—Me voy mañana —dijo, abrochándose el pantalón.
—¿Nos vamos? —preguntó ella, con los ojos brillosos.
Julián la miró por un segundo. Luego encendió un cigarro y soltó:
—No, Lara. Yo me voy. Vos te quedás.
—¿Qué? Pero... dijiste que…
—Dije lo que necesitaba decir para cogerte, nada más. ¿De verdad te creíste todo ese verso?
Lara se quedó desnuda, temblando, sintiendo cómo la realidad la golpeaba como una bofetada. El corazón le dolía más que el cuerpo.
—Sos una pendeja ingenua, hermosa, sí… pero ingenua. No soy tu salvador. Solo necesitaba pasar el rato, coger.
Y sin más, se subió a su camioneta y se fue, dejando atrás la estación, el polvo… y a ella.
Lara se vistió en silencio. Se sentó sobre el capó, mirando la carretera vacía. Las lágrimas bajaban sin permiso, pero en su rostro ya no había inocencia. Había aprendido algo.
La próxima vez, no le creería a las promesas dulces.
Y si alguien quería su cuerpo… tendría que ganarse también su alma.


Al bajarse de la camioneta, la vio. Ella limpiaba el parabrisas de un coche viejo con una camiseta ajustada, y un short diminuto que dejaba ver la curva perfecta de sus caderas. Su cuerpo era pequeño pero firme, de piel canela y labios carnosos. Y tenía esa mirada de quien sueña con escapar, pero no sabe cómo.
—¿Hola? —dijo él, acercándose—. ¿Sos de acá?
—Trabajo acá. Me llamo Lara —contestó ella, secándose las manos con un trapo mugroso.
—Soy Julián. El nuevo administrador.
Ella lo miró de arriba abajo. Camisa ajustada, barba de unos días, sonrisa segura. Había algo en él... distinto. No era como los camioneros groseros ni como el viejo dueño que apenas le pagaba el sueldo mínimo.
Durante semanas, Julián la observó. Lara era eficiente, rápida, callada.
Una noche, después de cerrar, ella estaba sola, revisando la caja. Julián se acercó con dos cervezas y una sonrisa.
—Te merecés un descanso —dijo.
Ella dudó, pero aceptó. Se sentaron sobre el capó de un auto, mirando las luces lejanas de la autopista. Hablaron de la vida, de los sueños, de la miseria.
—¿Y si te dijera que podés tener algo mejor? —susurró él, acercándose.
—¿Cómo qué?
—Una nueva vida. En otra ciudad. Yo puedo ayudarte. Pero tenés que confiar en mí.
Ella lo miró fijamente, su respiración se aceleraba. Julián le acarició la mejilla, lento, con los dedos ásperos.
—Quiero verte feliz, Lara. Quiero cuidarte.
Ella cerró los ojos. Y lo besó.
Fue suave al principio, pero pronto ardió como nafta en fuego. Julián la levantó del capó con facilidad, apretándola contra su cuerpo. La llevó hasta el pequeño depósito, donde apenas cabía un colchón viejo.
Se besaron con hambre. Él le sacó la camiseta y el sosten, dejando al descubierto sus tetas morenas, con pezones oscuros que se erguían como llamando a su boca. Se las chupó con deseo, mientras ella gemía, enredando los dedos en su pelo.

—Estás hermosa, Lara… toda para mí —murmuró él, bajándole el short y la tanga.
Su vagina brillaba húmeda, abierta, palpitante. Julián la acarició con los dedos, lento, luego más rápido, hasta que ella se aferró a su cuello, temblando.
—Te voy a hacer sentir cosas que nadie te hizo —prometió.
Se bajó los pantalones y sacó la pija, ella se arrodilló y comenzó a lamerle y chuparle, el la levantó y la penetró de golpe, profundo, arrancándole un gemido largo. La tomó contra la pared, con fuerza, con ritmo. Ella envolvió sus piernas en su cintura, entregada, jadeando, mientras él la cogía.
—Sí… así… dame todo… —susurraba.
El sudor caía por sus cuerpos. Julián la besaba en el cuello, le mordía el hombro, le hablaba al oído con voz suave.
—Te voy a sacar de aquí, nena. Vas a tener un departamento, un trabajo mejor. Una vida nueva. Lo juro.
Ella lo creyó. Le creyó todo.
Se vinieron juntos, gritando, convulsionando como dos cuerpos hechos para unirse.
Después, se quedaron abrazados, respirando fuerte, mientras la noche envolvía la estación vacía.
Y en la penumbra, ella sonreía.
Porque por primera vez, sentía que alguien la veía de verdad.

Pasaron los días. Julián y Lara se encontraban a escondidas en el depósito, en su camioneta, en la trastienda. Él la cogía con una pasión voraz, insaciable. Le decía que era suya, que pronto dejarían ese pueblo, que ya estaba arreglando todo.
Ella, ilusionada, comenzó a hacer planes. Vendió algunas pertenencias, empacó lo poco que tenía, y hasta escribió una carta de despedida para su madre, que vivía en las afueras.
Una noche, Julián llegó más callado de lo habitual. Se la llevó detrás de la estación y la besó como si fuera la última vez. La desnudó rápido, con urgencia y la penetró desde atrás, cogiendo su concha intensamente, mientras ella le decía al oído:
—¿Cuándo nos vamos?
Él no respondió. Solo la cogió duro, brutal, su pija entrando y saliendo de su vagina, como si su cuerpo fuera una válvula de escape. Cuando le terminó sobre las nalgas, ni la miró.
—¿Julián?
—Me voy mañana —dijo, abrochándose el pantalón.
—¿Nos vamos? —preguntó ella, con los ojos brillosos.
Julián la miró por un segundo. Luego encendió un cigarro y soltó:
—No, Lara. Yo me voy. Vos te quedás.
—¿Qué? Pero... dijiste que…
—Dije lo que necesitaba decir para cogerte, nada más. ¿De verdad te creíste todo ese verso?
Lara se quedó desnuda, temblando, sintiendo cómo la realidad la golpeaba como una bofetada. El corazón le dolía más que el cuerpo.
—Sos una pendeja ingenua, hermosa, sí… pero ingenua. No soy tu salvador. Solo necesitaba pasar el rato, coger.
Y sin más, se subió a su camioneta y se fue, dejando atrás la estación, el polvo… y a ella.
Lara se vistió en silencio. Se sentó sobre el capó, mirando la carretera vacía. Las lágrimas bajaban sin permiso, pero en su rostro ya no había inocencia. Había aprendido algo.
La próxima vez, no le creería a las promesas dulces.
Y si alguien quería su cuerpo… tendría que ganarse también su alma.


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