La música retumbaba en el salón del primer piso, donde los inquilinos celebraban una noche temática organizada por la administración. Camila entró tarde, con un vestido corto que parecía pintado sobre su cuerpo. Sin sostén. Sin tanga. El cabello suelto, los labios brillantes. Sabía lo que hacía. Lo hacía por el.
Martín estaba en la barra, con una cerveza que ni tocaba, el pantalón incómodamente ajustado por la erección que le hervía desde que ella apareció.
Camila no le habló. Ni una mirada directa. Solo bailó con sus amigas, se reía fuerte, y movía ese culo como si lo hiciera a propósito. Y lo hacía. Cada vuelta, cada meneo de cadera, cada agachada lenta lo tenía a él al borde de la locura.
Martín la deseaba con una desesperación animal. Imaginaba cómo ese vestido se levantaba, cómo la tomaría allí mismo, cómo la haría gritar ahogada por la música.
Pero se aguantó y espero
A las 3:17 AM, cuando varios se habían ido y otras estaban demasiado borrachas para notar nada, le escribió por WhatsApp:
> “En el 504. Ya. Con el vestido puesto.”
Cinco minutos después, la puerta se abrió.
Martín la estaba esperando en el sofá, desnudó con la pija parada.
Camila entró sin decir una palabra, cerró detrás de ella y se apoyó contra la puerta.
—¿Te gustó el show, ingeniero?
—Me hiciste sufrir toda la noche —dijo él, caminando hacia ella—. Y ahora vas a pagarlo.
La puso contra la pared, le subío el vestido y le abrió las piernas, frotando su pene duro contra su concha desnuda.
—Estás empapada... ¿te mojaste bailando para mí?
—Estaba chorreando pensando en cómo ibas a castigarme después.

Se la metió entera de una, en seco, sin pausa, brutal. Camila gritó contra su oído, con las piernas enredadas en su cintura.
—¡Sí! Eso... eso quería...
La cogió contra la pared, con rabia, con necesidad, mientras ella lo arañaba, lo besaba, lo montaba con las caderas. El vestido seguía puesto, arremangado, las tetas afuera, rebotando con cada embestida.
—Decime que sos mía —ordenó él, jadeando.
—¡Soy tuya! ¡Tu perra, tu puta, tu juguete!
La dejó caer sobre la mesa del comedor, la puso en cuatro, le escupió el culo y le metió el pene, la nalgueaba, mientras seguía dándosela.
—¿Querés que te coja con la puerta abierta, Camila?
—¡Sí, que me escuchen... que sepan que me estás rompiendo toda!
Él se vino adentro, caliente, profundo, rugiendo.
Ella se dejó caer de lado, con las piernas abiertas, chorreando. Sonreía como una diosa salvaje que acababa de ganar otra batalla.

—Mañana hay reunión de consorcio —dijo entre risas.
—Y vos vas a estar sentada sobre mi leche —respondió él.
Era sábado, 6:42 PM. Martín recibió un audio de Camila. Su voz sonaba jadeante, como si estuviera corriéndose mientras hablaba:
> “Estoy en el lavadero común. Sin bombacha. Necesito que me cojas mientras alguien lava la ropa al lado…”
Martín bajó con el corazón explotando. Llevaba solo una campera, nada debajo. Entró sin hacer ruido. Camila estaba agachada frente a una lavadora, fingiendo leer las instrucciones. El vestido apenas cubría ese culo que ya conocía con los ojos cerrados.

Y al lado, en la máquina siguiente, una señora de unos 50 y pico cargaba ropa sin mirar.
Camila se inclinó aún más, empinando el culo hacia él. Y con una mirada rápida por encima del hombro, susurró:
—Ahora, cobarde. Que no te tiemble la pija.
Martín se acercó detrás de ella, se la sacó la pija por el costado del pantalón, y la deslizó adentro de su concha con un solo movimiento seco. Camila ahogó un gemido mordiéndose la mano. Él empezó a bombearla, despacio, profundo, con la tensión de saber que alguien podía girarse en cualquier momento.
El sonido de la lavadora encubría el leve choque de sus cuerpos. Camila gemía bajito.
—Más, más, más… —jadeaba entre dientes—. Haceme acabar mientras ella dobla sábanas…
Martín estaba al borde. Le tiró el pelo hacia atrás, susurrándole en el oído:
—Sos una puta enferma. Me vas a meter preso.
—Entonces cogeme como si fuera la última vez.
La señora se fue, finalmente. Martín no esperó. La empujó contra la lavadora, la subió encima, le subío el vestido de golpe, y se la dio como un animal. El eco del cuarto hacía que cada embestida sonara más fuerte. Camila gritaba ahora sin miedo, sin freno.
—¡Dale, llename toda, acabanos como el sucio que sos!
Martín se corrió adentro otra vez, agotado, sucio, jadeando. Cuando se separó de ella, vio el charco en el piso. Semen, flujo, sudor, pecado.

Camila se acomodó el vestido, se limpió con una media olvidada en el suelo y lo miró sonriendo:
—Ahora sí. Que alguien venga a lavar, a ver si nota algo.
Martín la besó con furia.
Camila se rió, caminando hacia la salida sin bombacha, sin culpa, con la concha chorreando todavía.
El departamento 504 estaba casi vacío. Cajas, libros, la cama sin sábanas. Martín se apoyó en la ventana con el alma revuelta. Su postgrado había terminado, debía volver a su país. Todo le parecía correcto… excepto ella.
Camila no había aparecido en dos días. Como si supiera que el adiós estaba cerca y no quisiera enfrentarlo. Él la entendía. Pero la necesitaba una última vez.
Marcó su número. No atendió.
Envió un mensaje.
> “Te espero en el 504. Por última vez. O para siempre.”
No pasaron diez minutos y ella apareció.
Vestía su uniforme de mucama, pero sin la parte de abajo. Solo la blusa blanca entreabierta. El culo al aire, las piernas temblando.
—Pensaste que me ibas a dejar sin despedida, ingeniero —dijo con voz ronca—. Estás loco.
Martín no respondió. La besó como si quisiera tatuarse su boca. La alzó y la llevó directo al colchón desnudo. Sin palabras. Solo cuerpos.

La desnudó lentamente,. Ella lo miraba fijo, con lágrimas que no terminaban de salir, mientras su cuerpo ardía de deseo.
—No te voy a olvidar —susurró ella.
—No pienso dejarte atrás.
Se la cogió lento, le dio por la concha con ternura y furia mezcladas. Como quien memoriza una textura, un olor, una humedad. Camila se abría para él como siempre, entregada, hermosa, salvaje.
Montada sobre su pene, se corrió una vez, y después otra, gritando su nombre mientras las lágrimas le caían por las mejillas.

—No me dejes, por favor…
—No puedo —dijo él, respirando agitado—. No quiero.
Martín se vino adentro, profundo, mirando sus ojos, temblando como la primera vez.
Después, mientras ella yacía sobre su pecho, temblando todavía, él le acarició el cabello y soltó:
—Camila… ¿te vendrías conmigo?
Ella lo miró. Seria. Cargada de historia y deseo.
—¿Y vos podrías vivir sin que te la mueva así cada mañana?
Se rieron. Pero era en serio.
Dos semanas después, Camila renunció al trabajo. El uniforme quedó colgado en una percha vieja. Martín la esperaba en el aeropuerto.
Y en la mochila, además de pasaportes y ropa interior, ella llevaba algo más importante: el poder de volverlo loco cada día, para siempre.
Martín estaba en la barra, con una cerveza que ni tocaba, el pantalón incómodamente ajustado por la erección que le hervía desde que ella apareció.
Camila no le habló. Ni una mirada directa. Solo bailó con sus amigas, se reía fuerte, y movía ese culo como si lo hiciera a propósito. Y lo hacía. Cada vuelta, cada meneo de cadera, cada agachada lenta lo tenía a él al borde de la locura.
Martín la deseaba con una desesperación animal. Imaginaba cómo ese vestido se levantaba, cómo la tomaría allí mismo, cómo la haría gritar ahogada por la música.
Pero se aguantó y espero
A las 3:17 AM, cuando varios se habían ido y otras estaban demasiado borrachas para notar nada, le escribió por WhatsApp:
> “En el 504. Ya. Con el vestido puesto.”
Cinco minutos después, la puerta se abrió.
Martín la estaba esperando en el sofá, desnudó con la pija parada.
Camila entró sin decir una palabra, cerró detrás de ella y se apoyó contra la puerta.
—¿Te gustó el show, ingeniero?
—Me hiciste sufrir toda la noche —dijo él, caminando hacia ella—. Y ahora vas a pagarlo.
La puso contra la pared, le subío el vestido y le abrió las piernas, frotando su pene duro contra su concha desnuda.
—Estás empapada... ¿te mojaste bailando para mí?
—Estaba chorreando pensando en cómo ibas a castigarme después.

Se la metió entera de una, en seco, sin pausa, brutal. Camila gritó contra su oído, con las piernas enredadas en su cintura.
—¡Sí! Eso... eso quería...
La cogió contra la pared, con rabia, con necesidad, mientras ella lo arañaba, lo besaba, lo montaba con las caderas. El vestido seguía puesto, arremangado, las tetas afuera, rebotando con cada embestida.
—Decime que sos mía —ordenó él, jadeando.
—¡Soy tuya! ¡Tu perra, tu puta, tu juguete!
La dejó caer sobre la mesa del comedor, la puso en cuatro, le escupió el culo y le metió el pene, la nalgueaba, mientras seguía dándosela.
—¿Querés que te coja con la puerta abierta, Camila?
—¡Sí, que me escuchen... que sepan que me estás rompiendo toda!
Él se vino adentro, caliente, profundo, rugiendo.
Ella se dejó caer de lado, con las piernas abiertas, chorreando. Sonreía como una diosa salvaje que acababa de ganar otra batalla.

—Mañana hay reunión de consorcio —dijo entre risas.
—Y vos vas a estar sentada sobre mi leche —respondió él.
Era sábado, 6:42 PM. Martín recibió un audio de Camila. Su voz sonaba jadeante, como si estuviera corriéndose mientras hablaba:
> “Estoy en el lavadero común. Sin bombacha. Necesito que me cojas mientras alguien lava la ropa al lado…”
Martín bajó con el corazón explotando. Llevaba solo una campera, nada debajo. Entró sin hacer ruido. Camila estaba agachada frente a una lavadora, fingiendo leer las instrucciones. El vestido apenas cubría ese culo que ya conocía con los ojos cerrados.

Y al lado, en la máquina siguiente, una señora de unos 50 y pico cargaba ropa sin mirar.
Camila se inclinó aún más, empinando el culo hacia él. Y con una mirada rápida por encima del hombro, susurró:
—Ahora, cobarde. Que no te tiemble la pija.
Martín se acercó detrás de ella, se la sacó la pija por el costado del pantalón, y la deslizó adentro de su concha con un solo movimiento seco. Camila ahogó un gemido mordiéndose la mano. Él empezó a bombearla, despacio, profundo, con la tensión de saber que alguien podía girarse en cualquier momento.
El sonido de la lavadora encubría el leve choque de sus cuerpos. Camila gemía bajito.
—Más, más, más… —jadeaba entre dientes—. Haceme acabar mientras ella dobla sábanas…
Martín estaba al borde. Le tiró el pelo hacia atrás, susurrándole en el oído:
—Sos una puta enferma. Me vas a meter preso.
—Entonces cogeme como si fuera la última vez.
La señora se fue, finalmente. Martín no esperó. La empujó contra la lavadora, la subió encima, le subío el vestido de golpe, y se la dio como un animal. El eco del cuarto hacía que cada embestida sonara más fuerte. Camila gritaba ahora sin miedo, sin freno.
—¡Dale, llename toda, acabanos como el sucio que sos!
Martín se corrió adentro otra vez, agotado, sucio, jadeando. Cuando se separó de ella, vio el charco en el piso. Semen, flujo, sudor, pecado.

Camila se acomodó el vestido, se limpió con una media olvidada en el suelo y lo miró sonriendo:
—Ahora sí. Que alguien venga a lavar, a ver si nota algo.
Martín la besó con furia.
Camila se rió, caminando hacia la salida sin bombacha, sin culpa, con la concha chorreando todavía.
El departamento 504 estaba casi vacío. Cajas, libros, la cama sin sábanas. Martín se apoyó en la ventana con el alma revuelta. Su postgrado había terminado, debía volver a su país. Todo le parecía correcto… excepto ella.
Camila no había aparecido en dos días. Como si supiera que el adiós estaba cerca y no quisiera enfrentarlo. Él la entendía. Pero la necesitaba una última vez.
Marcó su número. No atendió.
Envió un mensaje.
> “Te espero en el 504. Por última vez. O para siempre.”
No pasaron diez minutos y ella apareció.
Vestía su uniforme de mucama, pero sin la parte de abajo. Solo la blusa blanca entreabierta. El culo al aire, las piernas temblando.
—Pensaste que me ibas a dejar sin despedida, ingeniero —dijo con voz ronca—. Estás loco.
Martín no respondió. La besó como si quisiera tatuarse su boca. La alzó y la llevó directo al colchón desnudo. Sin palabras. Solo cuerpos.

La desnudó lentamente,. Ella lo miraba fijo, con lágrimas que no terminaban de salir, mientras su cuerpo ardía de deseo.
—No te voy a olvidar —susurró ella.
—No pienso dejarte atrás.
Se la cogió lento, le dio por la concha con ternura y furia mezcladas. Como quien memoriza una textura, un olor, una humedad. Camila se abría para él como siempre, entregada, hermosa, salvaje.
Montada sobre su pene, se corrió una vez, y después otra, gritando su nombre mientras las lágrimas le caían por las mejillas.

—No me dejes, por favor…
—No puedo —dijo él, respirando agitado—. No quiero.
Martín se vino adentro, profundo, mirando sus ojos, temblando como la primera vez.
Después, mientras ella yacía sobre su pecho, temblando todavía, él le acarició el cabello y soltó:
—Camila… ¿te vendrías conmigo?
Ella lo miró. Seria. Cargada de historia y deseo.
—¿Y vos podrías vivir sin que te la mueva así cada mañana?
Se rieron. Pero era en serio.
Dos semanas después, Camila renunció al trabajo. El uniforme quedó colgado en una percha vieja. Martín la esperaba en el aeropuerto.
Y en la mochila, además de pasaportes y ropa interior, ella llevaba algo más importante: el poder de volverlo loco cada día, para siempre.
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