Luciano vivía con su pareja, Verónica, una mujer madura, sensual, de carácter fuerte y cuerpo generoso. Llevaban una vida tranquila, aunque su relación sexual era explosiva, sus encuentros eran intensos, sucios y llenos de fantasías cumplidas.
Hace unos meses, habían recibido en la la habitación del fondo a Julieta, sobrina de Verónica una joven universitaria de 23 años. Estudiante de arte, callada, de curvas suaves y ojos que lo observaban en silencio. Siempre lo saludaba con una sonrisa tímida y se mordía el labio cuando él pasaba en toalla y se le notaba el bulto.

Luciano empezó a notarla más. Julieta, lo miraba de reojo, se quedaba escuchando cuando él y Verónica tenían sexo. Una noche, en particular, estaba más encendida que de costumbre.
—Quiero que me cojas contra la pared —le dijo Verónica, apenas cerraron la puerta del cuarto.
—¿Así, sin preámbulos? —respondió él, con una sonrisa.
—Quiero que me dejes temblando.
Luciano la desnudó con rapidez. Verónica era pura carne deseable: tetas generosas, caderas amplias, boca hambrienta. La empujó contra la pared, levantó una pierna y la penetró de golpe. Ella gimió fuerte, agarrándose a su cuello, mientras él embestía su concha sin piedad.
No sabían que la puerta no había cerrado por completo.
Y del otro lado, en silencio, Julieta observaba. Descalza, en ropa interior, con una mano dentro de su bombacha, los ojos clavados en el vaivén furioso de la pija de Luciano. Verónica gemía como una mujer poseída, y Julieta sentía que el calor entre sus piernas la quemaba viva.
Luciano levantó a Verónica, la llevó a la cama y la puso en cuatro. Le abrió las nalgas y la penetró de nuevo, con fuerza, con ritmo. Las embestidas eran violentas, los gemidos sucios, el sonido del sexo llenaba el cuarto.
Julieta no podía más. Se masturbaba sin pudor, jadeando en silencio, mirando cómo él tomaba a su pareja como un macho dominante. Su dedo iba y venía sobre su clítoris al ritmo de las embestidas. Hasta que no pudo contenerse.
—Mmmh… ¡ahhh! —se escapó un gemido de su boca.
Luciano se detuvo un instante.
Verónica, entre jadeos, giró la cabeza y vio la puerta abierta.
—¿Qué fue eso…?
Él la vio, pero no dijo nada. Julieta salio como pudo de ahi
Nada dijo el, mientras seguia bombeandola y le terminaba en las nalgas.
Al día siguente, al llegar de entrenar, la encontró en la sala, sola. Ropa cómoda, pero sin sostén.
—Hola, Luciano… ¿podemos hablar? —dijo ella, mirándolo fijo.
—Claro.
Ella se acercó, sin rodeos.
—Sé lo que hacés con mi tia Verónica… los escucho. Me vuelvo loca. Y… quiero lo mismo.
Él se quedó helado. Ella se acercó más, bajó la mirada a su entrepierna, que ya comenzaba a reaccionar.
—Quiero sentir eso que le das a ella. Quiero probarte. Aunque sea una vez.
Luciano dudó… pero su pija ya estaba respondiendo por él. Julieta se arrodilló lentamente, le bajó el pantalón y lo dejó al aire: duro, grande, palpitante.
—Sabía que eras especial —susurró antes de lamer la punta con suavidad.
Lo mamó despacio, con dedicación, como si lo adorara. Luciano jadeaba, mirándola con lujuria. Ella se desnudó sin dejar de chupar, quedando completamente expuesta: piel tersa, tetas pequeñas, pezones duros de excitación.
—Cogeme, por favor —pidió, abriendo las piernas sobre el sillón.

Luciano se inclinó, la besó con fuerza, la acarició la concha, húmeda y ansiosa. Apunto su pija y la penetró de un golpe, haciendo que Julieta soltara un gemido alto, casi un grito.
—¡Sí… así! —gritaba, moviéndose al ritmo de sus embestidas.
La tomó con fuerza, contra el respaldo, bombeaba su concha, luego la puso en cuatro, abriendo sus nalgas mientras la cogía sin parar. El sonido de los cuerpos chocando llenaba la sala, junto a los gemidos sin pudor.
Ella acabó primero, con un grito suave y un temblor que le sacudió todo el cuerpo. Él acabó segundos después, derramándose sobre su espalda mientras jadeaban juntos.
Julieta se tumbó en el sillón, sonriendo.
—Cuando mi tia Verónica no esté… quiero que me uses. Sin culpa.
Era viernes al mediodía y Verónica había salido a hacerse las uñas y a almorzar con unas amigas. Le avisó a Luciano que no volvía hasta las cinco. Apenas colgó el teléfono, Luciano sonrió. Sabía que Julieta seguía en casa, y la idea de verla lo puso al instante duro.
Bajó en toalla, casual, sin apuro. Golpeó la puerta del fondo.
—¿Estás sola? —preguntó con tono inocente.
Julieta abrió en shortcito suelto y sin corpiño. Los pezones se marcaban descaradamente bajo la remera. Lo miró de arriba abajo, notando su erección escondida apenas tras la toalla.
—¿Vos también?
Él entró. Cerró la puerta con traba y la acorraló contra la pared, besándola con fuerza. Julieta le bajó la toalla y se encontró con esa pija grande, gruesa, dura, palpitante, que tanto la había hecho temblar días atrás.
—Lo necesitaba —dijo ella—. Desde aquella vez, no pienso en otra cosa.
—Entonces abrí las piernas.
La cargó en brazos, la apoyó sobre la mesada de la cocinita y le arrancó el short. No llevaba nada abajo. Julieta estaba empapada.

Luciano la lamió profundo, sin pausa, sin ternura. La lengua le entraba entre los pliegues con fuerza, le chupaba el clítoris mientras le metía dos dedos bien mojados.
—¡Sí… así! ¡No pares! —gemía Julieta, aferrándose a sus hombros.
En segundos, se vino gimiendo, temblando, con los muslos apretándole la cabeza. Él se levantó, la miró a los ojos y penetró su concha con fuerza, de un solo golpe.
—¡Dios! Es tan rico…! —gimió ella, abriéndose al máximo para recibirlo todo.
Luciano la cogía con rabia contenida. Su cuerpo se estrellaba contra el de ella una y otra vez. Julieta se tocaba los pechos, se mordía los labios, lo miraba como una ninfómana necesitada. La puso en cuatro sobre el sofá, y le abrió el culo con las manos mientras la seguía empujando sin piedad.
—¡Me vas a romper! —gritó ella, entre placer y locura.

—Es lo que querés, ¿no? Ser mi putita cuando tu tia no está…
—¡Sí! ¡Soy tuya! ¡Usame! ¡Cogeme como quieras!
La levantó de nuevo, la tomó de pie, contra la pared. Ella lo rodeó con las piernas y lo besó con lengua, mientras la cogía lento pero profundo, clavándole la pija en su concha hasta el fondo.
—Veníte adentro, por favor —suplicó, ya a punto de correrse otra vez.
Luciano la sostuvo fuerte, aceleró los últimos segundos, y acabó con fuerza, llenándola, rugiendo entre sus gemidos mezclados.
Quedaron así, abrazados, sudados, con las piernas temblando.
—Volvé cuando quieras —susurró Julieta, todavía con su leche escurriéndole entre las piernas—. Esta habitación es toda tuya.
Los días siguientes al encuentro clandestino entre Luciano y Julieta fueron puro fuego. Cada vez que Verónica salía, ella se deslizaba hasta su cama, o lo llamaba a la habitación del fondo. Sexo sin freno, caliente, prohibido.
Pero lo prohibido no dura para siempre.

Ese sábado por la tarde, Verónica volvió a casa antes de lo previsto. Había olvidado su celular. Entró en silencio, sin anunciarse, y se dirigió directo al cuarto, donde sospechaba que Luciano dormía la siesta.
Pero el sonido de gemidos sordos la detuvo.
El rechinar de la cama, el jadeo agitado de una mujer. Reconoció esa voz. No era la suya.
Abrió la puerta de golpe.
Y ahí estaban. Luciano, completamente desnudo, encima de Julieta, embistiéndo su concha con fuerza. El cuerpo joven de la sobrina se arqueaba bajo él, sus uñas marcaban la espalda de su amante. Ambos se quedaron paralizados.
—¿Qué. Carajo. Es. Esto? —dijo Verónica, temblando de rabia, conteniendo las lágrimas.
—Verónica… —intentó balbucear Luciano, pero ella ya se había dado media vuelta.
Julieta se tapó, intentando hablar.
—Yo… no fue planeado, fue...
—¡Callate la boca, pendeja! —gritó ella desde el pasillo—. ¡Los dos se me van de esta casa hoy mismo!
Luciano intentó alcanzarla, pero ella lo empujó con fuerza.
—¡Confiaba en vos, hijo de puta! ¡Y vos, zorra, vivías gratis acá, comías de mi heladera… y te cogías a mi hombre mientras yo trabajaba!
Julieta, con lágrimas en los ojos, intentó vestirse rápido. Luciano no dijo nada. Sabía que no había excusa.
Esa noche, dormían en un hotel de paso, en habitaciones separadas. La cogida más caliente de su vida… acababa de destruir su hogar.
El domingo por la mañana, Verónica estaba en la cocina, sola, todavía furiosa, pero con esa calma peligrosa que precede a los actos más calculados. Tenía el celular en la mano, una taza de café y una sola cosa en mente: cerrar este capítulo con fuego.
Marcó el número.
—Hola, ¿Patricia? Disculpá que te llame así, pero… necesitás saber algo sobre tu hija.
Hubo un silencio incómodo.
—¿Pasó algo? ¿Está bien?
Verónica suspiró.
—Julieta está bien. Físicamente. Pero la saqué de mi casa ayer… porque la encontré cogiendo con mi pareja. En mi cama.
Patricia se quedó muda. Luego respondió con un susurro helado.
—¿Qué decís?
—Exactamente eso. La mantenía, le daba comida, techo, ropa limpia… y me lo pagó calentándole la pija al hombre con el que yo vivo. No una vez, Patricia. Varias. Era evidente que venía escuchándonos tener sexo. Y después… se lo cogía como una profesional.
Patricia tragó saliva, humillada.
—No lo puedo creer…
—Pues créelo. Y te sugiero que la tengas cortita. Porque la nena no es tan inocente como parece. Es una puta escondida que juega a seducir hombres maduros. Y si no te aviso yo, la próxima se te mete en la casa con tu marido.
El silencio del otro lado fue puro veneno.
Verónica colgó con una sonrisa. No necesitaba gritar ni llorar. Su venganza era elegante: hacer que Julieta sintiera la vergüenza no solo de ser descubierta… sino expuesta ante su propia madre.
Horas después, el celular de Luciano vibró.
Era Julieta.
“Mi mamá me echó. Me gritó de todo. No tengo dónde dormir.”
Y después, un mensaje más:
“Pero no me importa. Si vos me querés, nos podemos ver. Puedo seguir siendo tuya.”

Continuara....????
Hace unos meses, habían recibido en la la habitación del fondo a Julieta, sobrina de Verónica una joven universitaria de 23 años. Estudiante de arte, callada, de curvas suaves y ojos que lo observaban en silencio. Siempre lo saludaba con una sonrisa tímida y se mordía el labio cuando él pasaba en toalla y se le notaba el bulto.

Luciano empezó a notarla más. Julieta, lo miraba de reojo, se quedaba escuchando cuando él y Verónica tenían sexo. Una noche, en particular, estaba más encendida que de costumbre.
—Quiero que me cojas contra la pared —le dijo Verónica, apenas cerraron la puerta del cuarto.
—¿Así, sin preámbulos? —respondió él, con una sonrisa.
—Quiero que me dejes temblando.
Luciano la desnudó con rapidez. Verónica era pura carne deseable: tetas generosas, caderas amplias, boca hambrienta. La empujó contra la pared, levantó una pierna y la penetró de golpe. Ella gimió fuerte, agarrándose a su cuello, mientras él embestía su concha sin piedad.
No sabían que la puerta no había cerrado por completo.
Y del otro lado, en silencio, Julieta observaba. Descalza, en ropa interior, con una mano dentro de su bombacha, los ojos clavados en el vaivén furioso de la pija de Luciano. Verónica gemía como una mujer poseída, y Julieta sentía que el calor entre sus piernas la quemaba viva.
Luciano levantó a Verónica, la llevó a la cama y la puso en cuatro. Le abrió las nalgas y la penetró de nuevo, con fuerza, con ritmo. Las embestidas eran violentas, los gemidos sucios, el sonido del sexo llenaba el cuarto.
Julieta no podía más. Se masturbaba sin pudor, jadeando en silencio, mirando cómo él tomaba a su pareja como un macho dominante. Su dedo iba y venía sobre su clítoris al ritmo de las embestidas. Hasta que no pudo contenerse.
—Mmmh… ¡ahhh! —se escapó un gemido de su boca.
Luciano se detuvo un instante.
Verónica, entre jadeos, giró la cabeza y vio la puerta abierta.
—¿Qué fue eso…?
Él la vio, pero no dijo nada. Julieta salio como pudo de ahi
Nada dijo el, mientras seguia bombeandola y le terminaba en las nalgas.
Al día siguente, al llegar de entrenar, la encontró en la sala, sola. Ropa cómoda, pero sin sostén.
—Hola, Luciano… ¿podemos hablar? —dijo ella, mirándolo fijo.
—Claro.
Ella se acercó, sin rodeos.
—Sé lo que hacés con mi tia Verónica… los escucho. Me vuelvo loca. Y… quiero lo mismo.
Él se quedó helado. Ella se acercó más, bajó la mirada a su entrepierna, que ya comenzaba a reaccionar.
—Quiero sentir eso que le das a ella. Quiero probarte. Aunque sea una vez.
Luciano dudó… pero su pija ya estaba respondiendo por él. Julieta se arrodilló lentamente, le bajó el pantalón y lo dejó al aire: duro, grande, palpitante.
—Sabía que eras especial —susurró antes de lamer la punta con suavidad.
Lo mamó despacio, con dedicación, como si lo adorara. Luciano jadeaba, mirándola con lujuria. Ella se desnudó sin dejar de chupar, quedando completamente expuesta: piel tersa, tetas pequeñas, pezones duros de excitación.
—Cogeme, por favor —pidió, abriendo las piernas sobre el sillón.

Luciano se inclinó, la besó con fuerza, la acarició la concha, húmeda y ansiosa. Apunto su pija y la penetró de un golpe, haciendo que Julieta soltara un gemido alto, casi un grito.
—¡Sí… así! —gritaba, moviéndose al ritmo de sus embestidas.
La tomó con fuerza, contra el respaldo, bombeaba su concha, luego la puso en cuatro, abriendo sus nalgas mientras la cogía sin parar. El sonido de los cuerpos chocando llenaba la sala, junto a los gemidos sin pudor.
Ella acabó primero, con un grito suave y un temblor que le sacudió todo el cuerpo. Él acabó segundos después, derramándose sobre su espalda mientras jadeaban juntos.
Julieta se tumbó en el sillón, sonriendo.
—Cuando mi tia Verónica no esté… quiero que me uses. Sin culpa.
Era viernes al mediodía y Verónica había salido a hacerse las uñas y a almorzar con unas amigas. Le avisó a Luciano que no volvía hasta las cinco. Apenas colgó el teléfono, Luciano sonrió. Sabía que Julieta seguía en casa, y la idea de verla lo puso al instante duro.
Bajó en toalla, casual, sin apuro. Golpeó la puerta del fondo.
—¿Estás sola? —preguntó con tono inocente.
Julieta abrió en shortcito suelto y sin corpiño. Los pezones se marcaban descaradamente bajo la remera. Lo miró de arriba abajo, notando su erección escondida apenas tras la toalla.
—¿Vos también?
Él entró. Cerró la puerta con traba y la acorraló contra la pared, besándola con fuerza. Julieta le bajó la toalla y se encontró con esa pija grande, gruesa, dura, palpitante, que tanto la había hecho temblar días atrás.
—Lo necesitaba —dijo ella—. Desde aquella vez, no pienso en otra cosa.
—Entonces abrí las piernas.
La cargó en brazos, la apoyó sobre la mesada de la cocinita y le arrancó el short. No llevaba nada abajo. Julieta estaba empapada.

Luciano la lamió profundo, sin pausa, sin ternura. La lengua le entraba entre los pliegues con fuerza, le chupaba el clítoris mientras le metía dos dedos bien mojados.
—¡Sí… así! ¡No pares! —gemía Julieta, aferrándose a sus hombros.
En segundos, se vino gimiendo, temblando, con los muslos apretándole la cabeza. Él se levantó, la miró a los ojos y penetró su concha con fuerza, de un solo golpe.
—¡Dios! Es tan rico…! —gimió ella, abriéndose al máximo para recibirlo todo.
Luciano la cogía con rabia contenida. Su cuerpo se estrellaba contra el de ella una y otra vez. Julieta se tocaba los pechos, se mordía los labios, lo miraba como una ninfómana necesitada. La puso en cuatro sobre el sofá, y le abrió el culo con las manos mientras la seguía empujando sin piedad.
—¡Me vas a romper! —gritó ella, entre placer y locura.

—Es lo que querés, ¿no? Ser mi putita cuando tu tia no está…
—¡Sí! ¡Soy tuya! ¡Usame! ¡Cogeme como quieras!
La levantó de nuevo, la tomó de pie, contra la pared. Ella lo rodeó con las piernas y lo besó con lengua, mientras la cogía lento pero profundo, clavándole la pija en su concha hasta el fondo.
—Veníte adentro, por favor —suplicó, ya a punto de correrse otra vez.
Luciano la sostuvo fuerte, aceleró los últimos segundos, y acabó con fuerza, llenándola, rugiendo entre sus gemidos mezclados.
Quedaron así, abrazados, sudados, con las piernas temblando.
—Volvé cuando quieras —susurró Julieta, todavía con su leche escurriéndole entre las piernas—. Esta habitación es toda tuya.
Los días siguientes al encuentro clandestino entre Luciano y Julieta fueron puro fuego. Cada vez que Verónica salía, ella se deslizaba hasta su cama, o lo llamaba a la habitación del fondo. Sexo sin freno, caliente, prohibido.
Pero lo prohibido no dura para siempre.

Ese sábado por la tarde, Verónica volvió a casa antes de lo previsto. Había olvidado su celular. Entró en silencio, sin anunciarse, y se dirigió directo al cuarto, donde sospechaba que Luciano dormía la siesta.
Pero el sonido de gemidos sordos la detuvo.
El rechinar de la cama, el jadeo agitado de una mujer. Reconoció esa voz. No era la suya.
Abrió la puerta de golpe.
Y ahí estaban. Luciano, completamente desnudo, encima de Julieta, embistiéndo su concha con fuerza. El cuerpo joven de la sobrina se arqueaba bajo él, sus uñas marcaban la espalda de su amante. Ambos se quedaron paralizados.
—¿Qué. Carajo. Es. Esto? —dijo Verónica, temblando de rabia, conteniendo las lágrimas.
—Verónica… —intentó balbucear Luciano, pero ella ya se había dado media vuelta.
Julieta se tapó, intentando hablar.
—Yo… no fue planeado, fue...
—¡Callate la boca, pendeja! —gritó ella desde el pasillo—. ¡Los dos se me van de esta casa hoy mismo!
Luciano intentó alcanzarla, pero ella lo empujó con fuerza.
—¡Confiaba en vos, hijo de puta! ¡Y vos, zorra, vivías gratis acá, comías de mi heladera… y te cogías a mi hombre mientras yo trabajaba!
Julieta, con lágrimas en los ojos, intentó vestirse rápido. Luciano no dijo nada. Sabía que no había excusa.
Esa noche, dormían en un hotel de paso, en habitaciones separadas. La cogida más caliente de su vida… acababa de destruir su hogar.
El domingo por la mañana, Verónica estaba en la cocina, sola, todavía furiosa, pero con esa calma peligrosa que precede a los actos más calculados. Tenía el celular en la mano, una taza de café y una sola cosa en mente: cerrar este capítulo con fuego.
Marcó el número.
—Hola, ¿Patricia? Disculpá que te llame así, pero… necesitás saber algo sobre tu hija.
Hubo un silencio incómodo.
—¿Pasó algo? ¿Está bien?
Verónica suspiró.
—Julieta está bien. Físicamente. Pero la saqué de mi casa ayer… porque la encontré cogiendo con mi pareja. En mi cama.
Patricia se quedó muda. Luego respondió con un susurro helado.
—¿Qué decís?
—Exactamente eso. La mantenía, le daba comida, techo, ropa limpia… y me lo pagó calentándole la pija al hombre con el que yo vivo. No una vez, Patricia. Varias. Era evidente que venía escuchándonos tener sexo. Y después… se lo cogía como una profesional.
Patricia tragó saliva, humillada.
—No lo puedo creer…
—Pues créelo. Y te sugiero que la tengas cortita. Porque la nena no es tan inocente como parece. Es una puta escondida que juega a seducir hombres maduros. Y si no te aviso yo, la próxima se te mete en la casa con tu marido.
El silencio del otro lado fue puro veneno.
Verónica colgó con una sonrisa. No necesitaba gritar ni llorar. Su venganza era elegante: hacer que Julieta sintiera la vergüenza no solo de ser descubierta… sino expuesta ante su propia madre.
Horas después, el celular de Luciano vibró.
Era Julieta.
“Mi mamá me echó. Me gritó de todo. No tengo dónde dormir.”
Y después, un mensaje más:
“Pero no me importa. Si vos me querés, nos podemos ver. Puedo seguir siendo tuya.”

Continuara....????
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