El Rescate
Horas después, LucÃa despertó atada en una habitación lujosa. No era una celda. Era una suite, con ventanas altas, cama enorme y cámaras discretas. Su esposo, Esteban, estaba sentado frente a ella, con una copa de whisky en la mano.
—¿Pensaste que podÃas correr, meterte entre las piernas de un salvaje y que yo lo dejarÃa pasar?
LucÃa no respondió. Solo lo miró con fuego en los ojos, desnuda, con las manos atadas a los barrotes del cabecero de la cama
—Estás hermosa… como siempre. Pero ahora… eres mÃa otra vez. —Se acercó y le acarició el muslo, lento—. Y vas a recordarlo con cada orgasmo que te arranque.

LucÃa quiso escupirle en la cara. Pero algo dentro de ella, retorcido, también ardÃa. El miedo. El rencor. El deseo maldito. Ese fuego sucio que Esteban conocÃa bien.
Él se desnudó lentamente, con la mirada fija en ella. Su pija brillaba
—Vas a gemir para mÃ, aunque sea de rabia. Porque sé lo que te gusta. Sé que tu cuerpo me pertenece, aunque tu alma ya no.
Se subió encima y le penetró la concha, sin ternura. La cabalgó con furia, sujetándola por el cuello, dominándola. Y LucÃa se retorcÃa, intentando no gritar, pero su cuerpo la traicionaba. Sus pezones estaban duros. Su concha se mojaba. Esteban la conocÃa, sabÃa cada punto, cada jadeo exacto para quebrarla.
—¿Lo sientes? —le susurró al oÃdo mientras la penetraba con fuerza—. Ese calor entre tus piernas no es odio. Es tu cuerpo pidiendo más.
Ella gimió, por rabia, por deseo, por el fuego que la devoraba. Gritó cuando se corrió, desgarrada, odiándose por disfrutarlo.
Y mientras Esteban se venÃa dentro de ella con una sonrisa cruel, LucÃa solo pensaba en una cosa: en volver a él… al hombre de la cabaña… al único que la habÃa poseÃdo con amor, no con poder.
Y si debÃa jugar este juego sucio para escapar… lo harÃa con las piernas abiertas y la mirada encendida de venganza.
LucÃa no sabÃa cuánto tiempo llevaba atrapada en esa jaula dorada. Cada noche, Esteban la usaba como su trofeo y su castigo. La cogÃa con rabia, la hacÃa gritar con placer y rabia mezclados, y le recordaba que, para el mundo, seguÃa siendo su esposa.
Pero cada vez que cerraba los ojos, no pensaba en él. Pensaba en el otro.
En su amante salvaje, en su mirada ardiente. En sus manos firmes. Su gruesa pija, En cómo la cogÃa frente al mar como si el mundo se acabara. Y no sabÃa que él no la habÃa olvidado.
Él la habÃa seguido. A pesar de las heridas. HabÃa rastreado el jeep, eludiendo al personal de seguridad, y ahora estaba allÃ, escondido en la oscuridad, con el corazón hecho fuego.
Esa noche, Esteban habÃa dejado a LucÃa atada a la cama después de penetrarla con fuerza, como siempre. Le habÃa mordido los muslos, le habÃa escupido en las tetas, y se habÃa corrido dentro de ella murmurando:
—MÃa. Hasta que te mueras.
LucÃa cerró los ojos… y escuchó el sonido.
Un disparo seco. Luego gritos. Luego el silencio.
Y entonces la puerta se abrió.
Allà estaba él. Despeinado, con sangre en la ceja, la camisa rota… y la mirada cargada de deseo y furia.
—¿Estás bien?
—Ahora sà —susurró ella—. Desátame. Pero no me lleves lejos aún.
—¿Qué?
—Cógeme aquà mismo. En su cama. Quiero que lo sientas… que me devuelvas lo que él intentó robarme.
Él no dudó. La liberó y la tumbó sobre la cama aún tibia. Se sacó la pija del pantalón y la metió en la concha de una sola embestida, profunda, ruda, salvaje. LucÃa gritó. Gritó de placer. Gritó de libertad. Gritó como si cogerse a su amante fuera un acto de justicia.
La cogió con el cuerpo entero. Con el alma. Con la furia de quien recupera lo que es suyo. Le lamió los pezones marcados, le chupó el cuello aún rojo, le abrió las piernas y la llenó de nuevo con su deseo.
Ella lloraba mientras se corrÃa. Gritaba mientras lo sentÃa venirse dentro de ella. No por dolor. No por miedo.
Sino porque, por fin, era libre.
Juntos salieron de esa casa en llamas, dejando el pasado atrás, con el sabor del rescate en la lengua y el olor del sexo salvaje aún pegado a la piel.
Meses después, la vida era otra.
Una cabaña nueva, más al sur, donde el mar era más claro y el viento olÃa a coco y sal. Nadie sabÃa sus nombres. Nadie hacÃa preguntas. Y ellos no necesitaban explicaciones.
LucÃa caminaba desnuda por la terraza de madera, con la piel bronceada y los pezones duros por la brisa. Él la miraba desde la hamaca, con una sonrisa tranquila y la pija comenzando a endurecerse al verla moverse asÃ… libre, suya, ardiente.
—¿Tienes hambre? —preguntó ella, con tono de juego.

—SÃ. Pero no de comida.
Ella se rió y se arrodilló frente a él. Le bajó los pantalones. Agarró su pija con las dos manos y se lo metió en la boca, caliente, sucia, con la lengua girando como sabÃa que a él lo volvÃa loco.
Él gruñó, tomándole el cabello.
LucÃa mamando, no lo soltó hasta que él estuvo a punto de correrse, entonces se detuvo y agarrandolo del pene lo llevó hasta la cama colgante que daba al mar. Se acostó de espaldas y abrió las piernas con descaro.
—Ven. Hazme tuya otra vez. No me quiero cansar de ti jamás.
Él le rozó la concha con el pene y se la metió lento, profundo, sin prisas. La besó como si fuera la primera vez. Sus cuerpos encajaban como piezas de deseo eterno. Él la cogÃa con amor, con fuerza, con la dulzura de quien ya no teme perder.
La cabalgó con ella encima agarrándola de las tetas, con el mar como testigo. Luego la puso boca abajo, le levantó el culo y le metió la pija dura, embistiéndola hasta que ella gemÃa con la cara apretada contra las sábanas, los muslos temblando.

Se corrÃan juntos, una y otra vez, a cualquier hora, en cualquier rincón: en la cocina, sobre la mesa de madera, en la ducha al aire libre, bajo las estrellas. Ella lo adoraba con la boca, él la adoraba con la lengua. Se comÃan como salvajes, sin miedo, sin culpa, sin nadie que pudiera separarlos.
El pasado habÃa muerto. El deseo era eterno.
Y el sexo… era su forma de amar, de sanar, de vivir.
HabÃan oÃdo hablar de una cascada escondida, tierra adentro. Un lugar sagrado según los locales, donde el agua caÃa como un susurro entre árboles milenarios. Nadie vivÃa allÃ. Nadie miraba.
Y eso era justo lo que necesitaban.
Caminaban entre la selva húmeda, con mochilas ligeras, sudor deslizándose por sus cuerpos. Ella iba sin ropa interior, solo una blusa amarrada a la cintura y un short que le marcaba el trasero. Él no paraba de mirarla. La tensión se acumulaba en el aire, espesa, húmeda… lista para estallar.
Cuando llegaron a la cascada, el sol se filtraba entre las hojas gigantes. El agua caÃa en un pozo cristalino. La naturaleza era densa, primitiva. Era el lugar perfecto para volverse animales.
LucÃa se quitó la ropa con una sonrisa salvaje.

—Aquà nadie nos ve… podemos hacer lo que queramos.
Él la abrazó por la espalda, ya con pene duro, besándole el cuello, metiéndole una mano entre las piernas tocandole la concha.
—Entonces quiero cogerte contra esa piedra —murmuró—. Con el agua cayendo sobre tu espalda. Y quiero que grites para que hasta los pájaros se callen.
LucÃa jadeó. Él la cargó y la empotró con la pija contra la roca húmeda. La penetró de un solo golpe.El agua les mojaba el pelo, los hombros, los muslos. Los cuerpos chocaban con fuerza, con deseo acumulado.
—¡Dios… asÃ! ¡Más! —gritaba ella, clavando las uñas en su espalda—. ¡Cógeme como si esta fuera la última vez!
La cogÃa como un salvaje. La volteó, la puso en cuatro sobre la piedra, el agua cayéndole entre los pechos. Le abrió las nalgas y la penetró en el culo profundo, sujetándola del cabello.
La selva rugÃa alrededor. Pájaros, monos, truenos lejanos. Pero nada podÃa competir con sus gemidos. LucÃa se vino temblando, convulsionando de placer, con las piernas doblándose. Él no se detuvo. La cogió hasta que también explotó, descargando dentro de ella con un gemido ahogado, mordiendo su hombro mientras se venÃa.
Después, se bañaron juntos bajo la cascada, riendo, besándose, comiéndose con los ojos.
Y mientras el sol caÃa y la selva los envolvÃa, hicieron el amor una vez más… lento, profundo, como si el mundo fuera solo ellos dos. Como si la pasión fuera eterna. Como si nunca hubieran sido otra cosa que dos cuerpos destinados a perderse… y encontrarse.
Horas después, LucÃa despertó atada en una habitación lujosa. No era una celda. Era una suite, con ventanas altas, cama enorme y cámaras discretas. Su esposo, Esteban, estaba sentado frente a ella, con una copa de whisky en la mano.
—¿Pensaste que podÃas correr, meterte entre las piernas de un salvaje y que yo lo dejarÃa pasar?
LucÃa no respondió. Solo lo miró con fuego en los ojos, desnuda, con las manos atadas a los barrotes del cabecero de la cama
—Estás hermosa… como siempre. Pero ahora… eres mÃa otra vez. —Se acercó y le acarició el muslo, lento—. Y vas a recordarlo con cada orgasmo que te arranque.

LucÃa quiso escupirle en la cara. Pero algo dentro de ella, retorcido, también ardÃa. El miedo. El rencor. El deseo maldito. Ese fuego sucio que Esteban conocÃa bien.
Él se desnudó lentamente, con la mirada fija en ella. Su pija brillaba
—Vas a gemir para mÃ, aunque sea de rabia. Porque sé lo que te gusta. Sé que tu cuerpo me pertenece, aunque tu alma ya no.
Se subió encima y le penetró la concha, sin ternura. La cabalgó con furia, sujetándola por el cuello, dominándola. Y LucÃa se retorcÃa, intentando no gritar, pero su cuerpo la traicionaba. Sus pezones estaban duros. Su concha se mojaba. Esteban la conocÃa, sabÃa cada punto, cada jadeo exacto para quebrarla.
—¿Lo sientes? —le susurró al oÃdo mientras la penetraba con fuerza—. Ese calor entre tus piernas no es odio. Es tu cuerpo pidiendo más.
Ella gimió, por rabia, por deseo, por el fuego que la devoraba. Gritó cuando se corrió, desgarrada, odiándose por disfrutarlo.
Y mientras Esteban se venÃa dentro de ella con una sonrisa cruel, LucÃa solo pensaba en una cosa: en volver a él… al hombre de la cabaña… al único que la habÃa poseÃdo con amor, no con poder.
Y si debÃa jugar este juego sucio para escapar… lo harÃa con las piernas abiertas y la mirada encendida de venganza.
LucÃa no sabÃa cuánto tiempo llevaba atrapada en esa jaula dorada. Cada noche, Esteban la usaba como su trofeo y su castigo. La cogÃa con rabia, la hacÃa gritar con placer y rabia mezclados, y le recordaba que, para el mundo, seguÃa siendo su esposa.
Pero cada vez que cerraba los ojos, no pensaba en él. Pensaba en el otro.
En su amante salvaje, en su mirada ardiente. En sus manos firmes. Su gruesa pija, En cómo la cogÃa frente al mar como si el mundo se acabara. Y no sabÃa que él no la habÃa olvidado.
Él la habÃa seguido. A pesar de las heridas. HabÃa rastreado el jeep, eludiendo al personal de seguridad, y ahora estaba allÃ, escondido en la oscuridad, con el corazón hecho fuego.
Esa noche, Esteban habÃa dejado a LucÃa atada a la cama después de penetrarla con fuerza, como siempre. Le habÃa mordido los muslos, le habÃa escupido en las tetas, y se habÃa corrido dentro de ella murmurando:
—MÃa. Hasta que te mueras.
LucÃa cerró los ojos… y escuchó el sonido.
Un disparo seco. Luego gritos. Luego el silencio.
Y entonces la puerta se abrió.
Allà estaba él. Despeinado, con sangre en la ceja, la camisa rota… y la mirada cargada de deseo y furia.
—¿Estás bien?
—Ahora sà —susurró ella—. Desátame. Pero no me lleves lejos aún.
—¿Qué?
—Cógeme aquà mismo. En su cama. Quiero que lo sientas… que me devuelvas lo que él intentó robarme.
Él no dudó. La liberó y la tumbó sobre la cama aún tibia. Se sacó la pija del pantalón y la metió en la concha de una sola embestida, profunda, ruda, salvaje. LucÃa gritó. Gritó de placer. Gritó de libertad. Gritó como si cogerse a su amante fuera un acto de justicia.
La cogió con el cuerpo entero. Con el alma. Con la furia de quien recupera lo que es suyo. Le lamió los pezones marcados, le chupó el cuello aún rojo, le abrió las piernas y la llenó de nuevo con su deseo.
Ella lloraba mientras se corrÃa. Gritaba mientras lo sentÃa venirse dentro de ella. No por dolor. No por miedo.
Sino porque, por fin, era libre.
Juntos salieron de esa casa en llamas, dejando el pasado atrás, con el sabor del rescate en la lengua y el olor del sexo salvaje aún pegado a la piel.
Meses después, la vida era otra.
Una cabaña nueva, más al sur, donde el mar era más claro y el viento olÃa a coco y sal. Nadie sabÃa sus nombres. Nadie hacÃa preguntas. Y ellos no necesitaban explicaciones.
LucÃa caminaba desnuda por la terraza de madera, con la piel bronceada y los pezones duros por la brisa. Él la miraba desde la hamaca, con una sonrisa tranquila y la pija comenzando a endurecerse al verla moverse asÃ… libre, suya, ardiente.
—¿Tienes hambre? —preguntó ella, con tono de juego.

—SÃ. Pero no de comida.
Ella se rió y se arrodilló frente a él. Le bajó los pantalones. Agarró su pija con las dos manos y se lo metió en la boca, caliente, sucia, con la lengua girando como sabÃa que a él lo volvÃa loco.
Él gruñó, tomándole el cabello.
LucÃa mamando, no lo soltó hasta que él estuvo a punto de correrse, entonces se detuvo y agarrandolo del pene lo llevó hasta la cama colgante que daba al mar. Se acostó de espaldas y abrió las piernas con descaro.
—Ven. Hazme tuya otra vez. No me quiero cansar de ti jamás.
Él le rozó la concha con el pene y se la metió lento, profundo, sin prisas. La besó como si fuera la primera vez. Sus cuerpos encajaban como piezas de deseo eterno. Él la cogÃa con amor, con fuerza, con la dulzura de quien ya no teme perder.
La cabalgó con ella encima agarrándola de las tetas, con el mar como testigo. Luego la puso boca abajo, le levantó el culo y le metió la pija dura, embistiéndola hasta que ella gemÃa con la cara apretada contra las sábanas, los muslos temblando.

Se corrÃan juntos, una y otra vez, a cualquier hora, en cualquier rincón: en la cocina, sobre la mesa de madera, en la ducha al aire libre, bajo las estrellas. Ella lo adoraba con la boca, él la adoraba con la lengua. Se comÃan como salvajes, sin miedo, sin culpa, sin nadie que pudiera separarlos.
El pasado habÃa muerto. El deseo era eterno.
Y el sexo… era su forma de amar, de sanar, de vivir.
HabÃan oÃdo hablar de una cascada escondida, tierra adentro. Un lugar sagrado según los locales, donde el agua caÃa como un susurro entre árboles milenarios. Nadie vivÃa allÃ. Nadie miraba.
Y eso era justo lo que necesitaban.
Caminaban entre la selva húmeda, con mochilas ligeras, sudor deslizándose por sus cuerpos. Ella iba sin ropa interior, solo una blusa amarrada a la cintura y un short que le marcaba el trasero. Él no paraba de mirarla. La tensión se acumulaba en el aire, espesa, húmeda… lista para estallar.
Cuando llegaron a la cascada, el sol se filtraba entre las hojas gigantes. El agua caÃa en un pozo cristalino. La naturaleza era densa, primitiva. Era el lugar perfecto para volverse animales.
LucÃa se quitó la ropa con una sonrisa salvaje.

—Aquà nadie nos ve… podemos hacer lo que queramos.
Él la abrazó por la espalda, ya con pene duro, besándole el cuello, metiéndole una mano entre las piernas tocandole la concha.
—Entonces quiero cogerte contra esa piedra —murmuró—. Con el agua cayendo sobre tu espalda. Y quiero que grites para que hasta los pájaros se callen.
LucÃa jadeó. Él la cargó y la empotró con la pija contra la roca húmeda. La penetró de un solo golpe.El agua les mojaba el pelo, los hombros, los muslos. Los cuerpos chocaban con fuerza, con deseo acumulado.
—¡Dios… asÃ! ¡Más! —gritaba ella, clavando las uñas en su espalda—. ¡Cógeme como si esta fuera la última vez!
La cogÃa como un salvaje. La volteó, la puso en cuatro sobre la piedra, el agua cayéndole entre los pechos. Le abrió las nalgas y la penetró en el culo profundo, sujetándola del cabello.
La selva rugÃa alrededor. Pájaros, monos, truenos lejanos. Pero nada podÃa competir con sus gemidos. LucÃa se vino temblando, convulsionando de placer, con las piernas doblándose. Él no se detuvo. La cogió hasta que también explotó, descargando dentro de ella con un gemido ahogado, mordiendo su hombro mientras se venÃa.
Después, se bañaron juntos bajo la cascada, riendo, besándose, comiéndose con los ojos.
Y mientras el sol caÃa y la selva los envolvÃa, hicieron el amor una vez más… lento, profundo, como si el mundo fuera solo ellos dos. Como si la pasión fuera eterna. Como si nunca hubieran sido otra cosa que dos cuerpos destinados a perderse… y encontrarse.
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