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13📑Refugio en tu Piel

Clara, 21 años, había perdido a sus padres hacía apenas tres meses. El accidente automovilístico la dejó con una casa vacía, una herencia simple… y una soledad insoportable. La universidad la esperaba, pero su corazón estaba roto. Vivía en piloto automático, sin ganas de nada.

Fue entonces que Julián, 42 años, viejo amigo de sus padres y vecino desde siempre, le ofreció su casa para quedarse mientras ella resolvía todo. Hombre de hombros anchos, barba gris y mirada cálida, siempre había sido como un tío protector… hasta que la cercanía lo cambió todo.

Vivir bajo el mismo techo encendió algo inesperado.

Clara ya no era una niña. Su cuerpo hablaba solo: curvas suaves, boca generosa, mirada intensa. Julián la veía pasar con shorts diminutos, camisetas sin sostén, y tragaba saliva en silencio.

Ella también lo miraba diferente. Le gustaba cómo cocinaba, cómo olía después de la ducha, cómo se le marcaban los músculos bajo la camisa al trabajar en el jardín.

Una noche, Clara salió de su cuarto en bata, después de bañarse. Lo encontró viendo televisión. Se sentó a su lado, en silencio, pero sus piernas rozaban las de él.

—Gracias por cuidarme —le dijo, bajando la mirada—. Pero no quiero que solo me cuides, Julián.

Él la miró, con el corazón acelerado.

—¿Clara… sabés lo que estás diciendo?

Ella soltó la bata. Estaba completamente desnuda debajo.

13📑Refugio en tu Piel


—Lo sé. Y te deseo.

No necesitó decir más.

Él la besó con furia contenida. La tomó por la cintura, la alzó y la llevó al sofá. La besó en el cuello, en las tetas, bajó por su vientre hasta encontrar su vagina. Clara gemía con los ojos cerrados, arqueando el cuerpo.

—Quiero tu lengua ahí… por favor.

Lamió su concha con paciencia y hambre, sintiendo cómo se aferraba a sus hombros. Ella acabó temblando, mojando su boca.

Después, lo desnudó, le sacó la camisa, el pantalón, su pija salto de inmediato, grande y gruesa, le dio un beso dulce en la punta y comenzó a mamarsela con ternura, se puso encima, lo miró fijamente y se lo metió con lentitud dentro de su concha.

—Quiero sentirte todo, adentro.

Y lo cabalgó, despacio al principio, luego con furia. Los gemidos llenaban la sala mientras brincaba sobre su pene duro, y él le comía las tetas. Se besaban como si se conocieran de toda la vida. Julián la tomó de espaldas, se lo metió de nuevo en la vagina y la cogió con fuerza, sujetándola del pelo.

—Sos perfecta, Clara…
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—Y vos sos mi hogar —susurró ella, jadeando. Mientras él, le llevaba la concha de semen.

Esa noche se unieron más allá del dolor, del deseo, del vacío. Fue el comienzo de algo que no necesitaba permiso de nadie.

Solo piel, alma… y ganas de no soltar al otro nunca más.

Clara y Julián llevaban ya varios meses compartiendo cama, desayunos y suspiros a media noche. Él aún se sorprendía de cómo una joven tan hermosa, tan deseada, lo había elegido a él. Pero Clara no dejaba lugar a dudas: su cuerpo, su alma, su deseo, todo era para Julián.

Y eso incluía también su celosa lealtad.

Porque pretendientes no le faltaban.

En la universidad, los chicos la miraban como a una diosa. Uno que otro le dejaba flores, mensajes en el teléfono, incluso propuestas indecentes.

—¿Y qué les decís? —preguntó Julián una tarde, mientras le acariciaba las nalgas en el sofá.

—Que tengo dueño —respondió Clara, subiéndose a su regazo con una sonrisa traviesa—. Y que me lo coge como un animal.

Lo besó salvaje, lo mordió.

—No quiero a ninguno. Te Quiero a vos. Tu olor, tu pija, tu forma de agarrarme. Vos me enseñaste lo que es gozar.

Y sin más palabras, le bajo el pantalon. Se lo agarro, duro, palpitante. Lo besó, lo lamió, y se lo metió entero en la boca, hasta el fondo. Se lo mamaba como si fuera su fuente de vida. Con ganas, con ruidos obscenos, con ojos brillando.

—Mmm… me pone tan caliente saber que soy solo tuya —jadeaba ella, entre mamada y mamada—. Quiero que me acabes en la boca. Que me marques.

Julián la sujetó del pelo, y terminó en su lengua, desbordado.

—Toda tuya, Clara… toda tuya.

Pero no terminó ahí.

Clara se puso de espaldas en el sofá, abrió sus piernas mojadas mostrandole el culo y lo provocó:

—Ahora, cogeme como esos pendejos nunca sabrán hacerlo.

Él la embistió con su pija de una. Profundo, sin tregua. La agarraba fuerte de las tetas, la hacía temblar. Ella gritaba, venía una y otra vez, sudando, aferrada a su único hombre.

Después, entre caricias y respiraciones pesadas, Clara le susurró:

—No me importa quién me mire… Vos sos mi todo. Nadie más me toca. Nadie.

Y Julián, abrazado a su cuerpo joven y entregado, entendió que lo suyo no era un simple romance de consuelo. Era una pasión posesiva, irrenunciable, donde cada vez que cogian reafirmaba una verdad brutal:

Clara era suya. Y él… también.

Era viernes por la tarde, y Julián había pasado frente a la universidad para buscar a Clara, como de costumbre. Pero ese día la encontró riéndose, apoyada en una baranda con un compañero, uno de esos pendejos que la miraban como si fuera un trofeo. El chico tenía la mano en el hombro de Clara. Ella no lo apartó.

Julián no dijo nada en el momento. Solo saludó seco, la llevó de regreso a casa en silencio, con la mandíbula apretada y el deseo atragantado en rabia.

Al entrar, cerró la puerta con fuerza. Clara lo miró, cruzando los brazos.

—¿Qué pasa?

—¿Qué pasa? —repitió él, caminando hacia ella como un lobo—. Que no te gusta que te digan que sos mía. Pero bien que dejás que un pelotudo te toque en la entrada, como si no tuvieras a alguien que te hace acabar gritando cada noche.

Clara lo miró desafiante.

—¿Y? ¿Vas a castigarme? ¿O vas a demostrarme que solo vos me llenás como me gusta?

Eso lo desató, lo calento. La tomó de la nuca, la besó con rabia y deseo. Le arrancó la remera, le bajó los jeans con una sola mano. Ya estaba húmeda. Ya lo estaba esperando.

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La dobló sobre la mesa del comedor, la agarró de las caderas y le escupió entre las nalgas.

—¿Así te gusta, zorrita?

—Dámelo por el culo… hacelo tuyo —gimió Clara, ofreciéndose con descaro.

Julián la penetró de una con su pija dura, sin piedad. Profundo. Ella gritó de dolor y placer, agarrándose fuerte de los bordes de la mesa.

—Eso, Julián… ¡Más fuerte! ¡Haceme tuya! —jadeaba.
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La cogía con furia, con celos, con pasión desbordada. Cada embestida de su pija era una declaración: nadie la tendría como él.

Clara acabó temblando, con los muslos mojados y el culo bien abierto para su macho. Julián no paró hasta acabarle adentro, como un animal.

Después, aún agitada, Clara se giró, le besó y sonrió.

—Ya ves… solo vos me hacés sentir así.

Él la abrazó fuerte, sin decir nada. Porque lo sabía. Porque, aunque el mundo la deseara, ella solo se abría así con él.

Y en ese silencio húmedo y oscuro, el amor y el sexo se fundieron otra vez… entre celos, reconciliación y deseo brutal.


La noche había caído. La casa estaba en silencio, solo interrumpido por la lluvia leve golpeando las ventanas. Julián estaba sentado en el borde de la cama, con el rostro entre las manos. Llevaba horas pensando en lo que había pasado. La había celado, había perdido el control… y aunque Clara no lo había rechazado, él sentía que debía disculparse.

La puerta se abrió suavemente. Clara, con una camiseta suya y nada más debajo, se acercó en silencio.

—¿Estás bien? —preguntó con voz baja.

—Clara… lo de hoy… fui un animal. No quiero que pienses que te tomo por posesión. Me enojé, pero no quiero lastimarte. Lo siento.

Ella se acercó, se arrodilló frente a él y le tomó el rostro con ambas manos.

—Me calentó… porque supe que me deseás como nadie. Pero ahora… quiero que me lo muestres distinto.

Sin decir más, le abrió el pantalón con lentitud y sacó su pija, ya endurecida por el solo contacto de sus manos suaves. Lo acarició, lo lamió, y lo fue metiendo en la boca con cariño y hambre a la vez.

—Te perdono así —susurró, lamiendo su pija desde la base hasta la punta—. Quiero que sientas lo que solo yo te doy.

Julián gimió, enterrando los dedos en su pelo. Clara se lo mamaba con pasión, sintiéndolo endurecer del todo, con la mirada encendida.

Luego, se levantó, le quitó la ropa, se subió a la cama y le ofreció sus tetas, grandes, cálidas, perfectas. Julián las besó, las lamió, las apretó contra su cara como si fueran su consuelo.

—Quiero montarte —dijo ella, mordiéndose el labio.

Se colocó encima, y con una sola mano guió su pene hasta metérselo despacio en su concha, mirándolo a los ojos.

—Así… suave al principio… pero no voy a parar hasta que te vengas dentro de mí.

Clara empezó a cabalgarlo, primero lento, luego más fuerte, más profundo. Los gemidos llenaron la habitación. Él le sujetaba las tetas, ella rebotaba sobre su pija con furia y placer.

—Sos mío, Julián… solo mío.

—Sí, Clara… toda vos es mi perdón.

Y acabaron juntos, entre jadeos, abrazos y palabras susurradas.

No se dijeron más disculpas. Solo se amaron con el cuerpo… como solo ellos sabían hacerlo.
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