You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

Lo que ella no debió ver

La conocía desde hace años, desde que empezó a visitar la casa en ciertas reuniones familiares. Clara, la amiga de la familia de toda la vida. Una mujer de Manizales, de hablar suave, buena presencia, siempre bien peinada, con una forma muy suya de llevar la ropa. Vestidos largos, blusas frescas con escote mínimo, zapatos cerrados… pero una sensualidad que a veces se le salía sin querer. No era una mujer que buscara llamar la atención, pero había algo en su forma de mirar, en su forma de tocarte el brazo al hablar, que dejaba cierto temblor.

Desde hace unos meses estaba yendo más seguido a la casa. Que si una misa, que si un encargo, que si un cafecito con mi mamá. Pero ese día, todo cambió sin aviso.

Yo me había bañado y estaba solo en la casa. Me envolví con una toalla y salí del baño sin pensar mucho. Tenía calor, la casa estaba sola y no esperaba a nadie. Pero justo en ese momento, la puerta se abrió. Clara. Entró como siempre, con confianza.

—¡Hola, mi amor! Vine a dejarle a tu mamá el café de Manizales que me encargó —dijo desde la sala.

Y yo, helado.

—¡Eh... Clara! Espérate ahí que estoy saliendo del baño —le grité, mientras trataba de amarrarme la toalla mejor.

Pero ya me había visto. Me encontró justo cuando iba cruzando el pasillo. Me miró de frente, y yo apenas alcancé a cubrirme. Su cara fue de sorpresa total. Pero no giró la cabeza, no se volteó enseguida. Se quedó viéndome. Y por un segundo, hasta me pareció que bajó la mirada.

—Ay, Andrés… disculpame. No sabía que estabas así —dijo con una voz entre apenada y… curiosa.

—Tranquila, no pasa nada —le respondí, medio riéndome, nervioso.

Me metí rápido al cuarto y cerré la puerta. Pero el corazón me latía con fuerza. No era solo la vergüenza, era otra cosa. Algo se había abierto ahí. Un morbo nuevo. ¿Clara me había mirado? ¿O era idea mía?

Más tarde, cuando ya me había vestido y salí, ella seguía ahí, pero se notaba algo diferente. Se notaba inquieta.

—¿Ya más decente? —me preguntó entre risas.

—Más que decente… incómodo —le respondí con picardía.

—Ay, pero no fue mi intención. Además… tampoco es que uno no haya visto esas cosas —dijo bajando la voz, como quien quiere dejar algo en el aire.

Y ahí entendí que ella no estaba tan molesta ni tan incómoda. Al contrario. Desde ese día, nuestras conversaciones empezaron a cambiar sutilmente. Que si me preguntaba si hacía ejercicio, que si comía bien, que si dormía acompañado o solo.

Pasaron unos días y, por impulso, una noche le escribí por WhatsApp. Algo tonto. Algo que sabía que podía sonar inocente pero escondía una intención:

—Clara, una preguntita… ¿es normal que a uno le dé como insomnio por tensión física?

Ella contestó de una:

—¿Y esa tensión cómo así, mijito? ¿Dónde?

—Pues… como en el cuerpo. En la parte de abajo, la entrepierna.

Tardó en contestar. Pero cuando lo hizo, su respuesta tenía un tono más maternal… aunque con cierto picante:

—Andrés, eso se llama deseo reprimido, mi amor. Te estás guardando muchas cosas.

—Puede ser. Aunque no sé si es por deseo… o por lo que vi el otro día. Tú también viste algo, ¿no?

—Ay, Andrés… no empecés —me respondió. Pero ese "no empecés" tenía risa contenida.

Le dije que me acostaría a dormir, que estaba sin bóxer por el calor, y que esperaba que el “deseo reprimido” no me hiciera soñar con cosas indebidas. A los minutos, le mandé una foto. No completa. Apenas una parte, como "accidental": el borde de la toalla cayéndose, mi abdomen, y algo de mi pipí al fondo, apenas visible.

Pasaron veinte minutos sin respuesta. Hasta que ella escribió:

—Andrés… qué necesidad tenés de mandarme eso.

—¿Te molestó?

—Me perturbó —escribió—. Porque me dio curiosidad.

Y ahí empezó todo. Al otro día, me mandó una nota de voz con la voz bajita, susurrante:

—Anoche soñé con vos. Vos me tocabas, me hablás suavecito… y yo no podía decirte que no.

No sabía si era broma o real. Pero la imaginé, en su cama, con esa voz calmada, esa manera de decirme “mijito”… tocándose, quizás con mis fotos guardadas.

Días después, en medio de otra conversación, me soltó:

—Me parece increíble que estés tan grande, tan hombre. Y yo que te conocí cuando eras un niño…

—¿Y eso te pone nerviosa?

—Me pone a pensar cosas indebidas.

Después de varias noches de mensajes, notas de voz, indirectas, decidimos vernos a solas. En su apartamento.

Me recibió con una bata de algodón, suelta, descalza, el cabello recogido. Me ofreció café, pero no me lo sirvió de una. Me miró… y bajó la mirada a mi pantalón.

—Andrés… yo no soy una muchachita, ¿sí?

—Eso me gusta de ti —le dije, acercándome.

Ella me dejó acercar. Me tocó el pecho, despacio.

—No sé qué tenés, pero desde que vi eso aquel día, no me lo puedo sacar de la cabeza.

La sala estaba en silencio, apenas con el sonido bajito del ventilador de techo. Clara me miraba, de pie frente a mí, con esa bata blanca abierta hasta un poco más abajo del pecho. Su piel blanca brillaba con el reflejo cálido de una lámpara de mesa. Se notaba nerviosa, pero había algo en sus ojos que no podía disimular: deseo.

—Andrés, si te soy sincera… me siento rara —dijo bajito—. Pero me haces sentir… viva.

Yo me acerqué sin hablar. Le acaricié la mejilla, y ella cerró los ojos. Le tomé la cintura y sentí cómo se le erizaba la piel.

—No te sintás rara —le susurré—. Esto se sentía venir desde hace rato.

Ella respiró hondo, se me acercó más y me abrazó. Sentí su cuerpo cálido, su barriga suave apretándose contra mí. Me rozó con los senos mientras se acurrucaba, y sin querer, mi pipí se fue parando solo con el roce. Ella lo notó. Se quedó quieta un segundo, y luego levantó la mirada.

—¿Y esto? —me dijo entre risas, tocándome por encima del pantalón.

—Eso es tu culpa, Clara.

—Ah no, mijito… eso venía así desde que me abriste la puerta —y me pellizcó juguetona—. Desde ese día que te vi medio encuerao, no he dormido igual.

Me agarró con fuerza y me guió hasta el sofá. Me empujó suavemente, haciéndome sentar. Se arrodilló frente a mí, y sin decir más, me desabrochó el pantalón. Lenta, como si quisiera saborear cada segundo. Me bajó el cierre, luego el bóxer… y su mano lo sostuvo con delicadeza, como si lo admirara.

Me miró de frente, con la cara cerca, y sin despegar la mirada, lo olió. Profundo. Me estremecí. Luego sacó la lengua y lo lamió desde la base, despacio, hasta la punta. Yo gemí bajito.

—No sabés cuánto había pensado en esto… —me dijo, agarrándomelo con las dos manos—. No sé qué me diste, Andrés, pero me tenés vuelta nada.

Me lo chupó como si fuera algo sagrado. Con esa boca paisa suave, esa lengua caliente y húmeda. Me miraba mientras lo hacía, metiéndolo profundo, babiándolo sin pudor. Le encantaba. Y a mí… me volvió mierda.

La subí al sofá, le abrí la bata, y me encontré con unos senos grandes, naturales, con pezones rosados duros de excitación. La besé ahí, la olí, le pasé la lengua por el cuello y sentí cómo temblaba.

—Oleme, Andrés… así como te gusta —me dijo, pegándome la axila en la cara—. Hoy podés hacer conmigo lo que se te dé la gana.

Y lo hice. Le chupé los pies, uno por uno. Le quité las panties, que estaban húmedas, y las olí con fuerza. La puse de espalda en el sofá, y se lo metí lento, hasta el fondo. Clara gemía bajito, con esa vocecita paisa tierna, diciendo mi nombre entre suspiros.

—No pares… ay, Andrés… seguí así, no sabés lo que me hacés sentir…

Y cuando terminó, se vino pegada a mí, abrazándome como si quisiera que me quedara a vivir entre sus piernas.

—Esto no lo debimos hacer —susurró—. Pero ya no me importa nada.

0 comentarios - Lo que ella no debió ver