Nunca pensé que iba a meterme en una cárcel a cogerme una presa, pero acá estoy, parado frente al Penal de Los Hornos, con un iPhone 13 en la mochila y la verga dura desde que me bajé del colectivo.
Todo empezó como una de esas historias de juntada: Luli era la amiga de una amiga. Una rochita, con cara de ángel y lengua de diablo, que siempre me miraba como si supiera que yo la quería poner en cuatro.

Nos cruzamos un par de veces antes de la pandemia —en asados, en boliches chicos del centro— y siempre hubo onda. Miradas largas, risas cómplices, manos que rozaban de más.
Después vino la cuarentena. Y ahí… se desató.

Empezamos a mandarnos audios. Primero jugados, después al límite. Ella me decía cómo se tocaba:
—Estoy con las piernas abiertas, boludo… y me meto dos dedos pensando que sos vos el que me lo mete.
Yo le mandaba fotos de mi verga. Ella me pedía más.

Luego se volvió “lesbiana” —una moda de piba rebelde—, salió con un rocho mal hablado, se metió en la venta de faso… y boom: presa.
Desapareció del mapa.
Hasta que, de la nada, me escribe:
“Hola, boludo. Te acordás de mí? Necesito un celu nuevo. Te doy lo que quieras. Mirá”
Adjunta una foto que deja todo claro, por si no estaba.

Le dije que iba.
Me recibió un guardia con cara de pocos amigos. Le pasé un par de mangos. Me guiñó un ojo y me dijo:
—Celda 7B. Treinta minutos. Si se pasan, te saco a patadas.
Entré.
La celda era un agujero: paredes mugrientas, olor a humedad y desinfectante barato, una cama de fierro con un colchón raído. Pero no me importó. Porque ahí, parada en la puerta, estaba Luli.
22 años. Cuerpo de pecado.
Llevaba un jogging prestado, tan flojo que se le veía medio el tanga —negro, sucio, ajustado a esa concha depilada pero con los vellos del borde ya creciendo, oscuros, salvajes, como si su cuerpo se negara a estar quieto.

La remera le apretaba las tetas grandes, llenas, firmes, con aureolas morenas y pezones parados como balas, temblando cada vez que respiraba. Tenía los labios pintados de rojo, el pelo medio sucio, y esa mirada de piba que no le teme a nada.
Se acercó sin decir nada. Me agarró la verga a través del pantalón y me susurró:
—Si el celu no es nuevo, no te dejo acabar adentro, boludo. Quedó claro?
Asentí.
Entonces se puso a desnudarse.
Lento.
Dramático.
Como si las amigas afuera no estuvieran colgadas de la reja, gritando como locas:
—¡MIRÁ CÓMO SE LA SACAAAA!
—¡LULI, MOSTRÁ ESAS TETAS, PUTA!
—¡ESTE BOLUDO TIENE CARA DE QUE YA SE ESTÁ POR ACABAR!
Ella se ríe, se saca la remera de un tirón, y sus tetas rebotan libres, pesadas de puro volumen, pero firmes, jóvenes, con los pezones duros como piedras. Se baja el jogging. No lleva bombacha.
Y ahí está: su concha.
Rosada, abierta, mojada.
No es una concha de revista. Es una concha real: brillante de jugo, con ese olor fuerte a mujer cachonda y encierro, mezclado con un toque ácido de sudor y deseo reprimido. Huele a pecado. Huele a feroz.
—Vení, boludo —me dice—. Que las pibas te escuchen gritar.
Me agarra de la nuca, me baja la cabeza y me mete la lengua en la boca. Sabe a cigarrillo, a menta barata, a peligro.
Después se arrodilla.
Me baja los pantalones.
Y me traga la verga entera.
Sin aviso.
Sin piedad.
Chupa con una ferocidad que roza lo animal, las mejillas completamente hundidas por el vacío de succión que ha creado en su boca.
Sus labios, húmedos y abiertos al máximo, forman un anillo perfecto que se desliza y aprieta a lo largo de toda mi carne, desde la base hasta la cabeza, que golpea el fondo de su garganta con cada embestida.
Sus ojos no se apartan de los míos ni un segundo, y en ellos hay una mezcla de sumisión y dominio que me eriza todavía más. La lengua, ágil y experta, se enrosca alrededor del glande, lamiendo el frenillo y explorando cada pequeño pliegue, antes de que vuelva a tragármela entera.
Mientras su boca trabaja con una dedicación obsesiva, su mano derecha está ocupada en su propio placer.
Se frota la concha con movimientos rápidos y círculos precisos sobre el clítoris, que ya debe estar duro y sensible. Se mete dos dedos, mojándolos con su propia excitación, y los mueve hacia dentro y hacia fuera, al mismo ritmo que su cabeza sube y baja sobre mi verga.
El sonido de sus dedos chapoteando en su coño se mezcla con los gemidos ahogados que emite con mi miembro dentro.
Su otra mano, mientras tanto, no me da tregua. Me aprieta las pelotas con una fuerza deliciosa, masajeándolas, tirando suavemente del saco y pasando sus dedos por la piel sensible detrás de ellos, llevándome al borde del éxtasis una y otra vez.
Grito.
Y las amigas afuera estallan:
—¡AHÍ LO TENÉS, LULI!
—¡DÁLE CON LA LENGUA, LOCA!
—¡ESTE BOLUDO SE VA A ACABAR ENSEGUIDA!
—¡NO, LAU! —grita Luli, sacando mi verga de su boca—. Todavía no.
Se levanta. Se da vuelta.
Y me muestra ese culo.
Enorme. Blanco. Redondo como un pan.
Me lo frota en la cara:
—Querés el culo, pibe? Pagás el celu, te lo ganás.
Le digo que sí.
Ella se pone de cuatro, apoya las manos en la pared, y separa las piernas. Me mira por encima del hombro con esa sonrisa de perra.
—Metémelo. Sin goma. Que quede.
Escupo en la mano, le embadurno el orto con saliva, y lo meto despacio.
Aprieta.
Gime.
Y cuando estoy hasta el fondo, me dice:
—Ahora, boludo. Dale fuerte. Que todas se enteren lo bien que me cogés.
Y lo hago. La embisto como un animal, sin piedad, con toda la fuerza de mis caderas. Mi verga entra y sale de su concha a una velocidad brutal, desgarrándola con cada embestida.
Cada estocada hace que sus tetas naturales se sacudan como locas, golpeándose una contra la otra con un sonido sordo y carnal.
Su culo, firme y redondo, rebote contra mis pelotas con cada golpe, un palmoteo rítmico y húmedo que resuena en la habitación.
Su concha, abierta de par en par, no puede contener el torrente de su excitación y gotea sin cesar, sus jugos corriendo por la parte interna de sus muslos y cayendo en charcos sobre el suelo mugriento del cuarto.
La agarro de la cadera con ambas manos para hundirme aún más profundo, para sentir cómo se abre y se rinde a mí. Sus gemidos son incoherentes ahora, una mezcla de palabrotas y súplicas que solo me incitan a follármela más duro.
"Así, boludo, así, no pares", grita entre jadeos, arqueando la espalda para recibir mi polla aún más fondo.
El olor a sexo, a sudor y a su coño empapado llena el aire, un perfume perverso que me enloquece. La miro, con la cabeza vuelta hacia mí, el pelo pegado a la cara por el sudor, y solo veo una mirada de pura lujuria, una orden silenciosa para que la destroce hasta que no pueda más.
Las amigas afuera están enloquecidas:
—¡MIRÁ CÓMO LA ESTÁ SACUDIENDO!
—¡LULI, TE ESTÁS VENIENDO OTRA VEZ!
—¡ESTE BOLUDO TE VA A DEJAR UN HIJO, Y NI SE VA A ENTERAR!
La frase no es una sugerencia, es una sentencia.
Y justo cuando oigo eso, cuando esa idea perversa y definitiva cala en mi cerebro, algo se rompe. Es como si ella hubiera activado un interruptor en mi sistema nervioso.
Su concha, que ya me estrangulaba con cada contracción, aprieta con una fuerza sobrehumana, una convulsión muscular que busca exprimirme, que me exige que le entregue todo. Sus piernas se enroscan como serpientes alrededor de mi cintura, sus talones se clavan en mis nalgas, atrapándome, impidiendo cualquier retirada.
No me está pidiendo que me venga dentro, me está obligando. Su cuerpo se ha convertido en una trampa carnal diseñada para un solo propósito: drenarme hasta la última gota.
Me vengo. Con un alarido que no es mío, que es algo primitivo que sale de mis entrañas y retumba en toda la celda, ahogando los gritos de los demás presos. Es una explosión que nace en lo más profundo de mis huevos y viaja por mi verga como un rayo.
Acabo adentro. No es un alivio, es una descarga violenta. Profundo. Caliente. Sin remordimientos. Cada chorro es una afirmación de su grito, una prueba de que tiene razón. La siento inundarse, la calor de mi semen mezclándose con la de su coño, llenándola, reclamándola.
Luli se derrumba sobre el colchón, con un peso muerto que me arrastra con ella. Transpirada, jadeando, con los pechos subiendo y bajando en un esfuerzo desesperado por recuperar el aire. La concha brillando, hinchada y roja, con un hilo blanco de mi leche corriendo lentamente hacia sus muslos.
El olor a sexo, a sudor, a semen y a cárcel flota en el aire, un perfume denso y definitivo. Y en el silencio que sigue, solo queda la certeza de que ha ganado.
Agarra el iPhone que le dejé en el suelo, lo prende con una rapidez insultante, abre WhatsApp, y manda un audio a alguien con la sonrisa de un gato que acaba de comerse un canario. Mientras carga el mensaje, levanta la vista y me clava los ojos, con un brillo de burla y triunfo.
—Era nuevo. Bien ahí, campeón.
Me visto rápido, con las manos temblando, sintiendo el olor de ella impregnado en mi ropa y en mi piel. Salgo de la celda con las piernas flojas, el corazón a mil, y paso por la garita. Le doy otro billete doblado al guardia, que ni me mira, solo hace un gesto con la cabeza para que siga.
Pero no puedo seguir. El pasillo está lleno de sombras y cuerpos que se mueven hacia mí. Una de ellas, una flaca con los ojos inyectados en sangre y el pelo greñado, me bloquea el paso.
—Oiga, papi... —me dice, acariciándose el entrepierna por encima del sucio pijama de la prisión—. Dicen que tenés herramienta. La Luli no suele compartir, pero hoy anduvo gritando la cosa.
Otra, más gordita y con tetas enormes que se le escapan del delantal que usa sobre el uniforme, se acerca por mi espalda y me sopla en la oreja:
—Dejame probarte un rato, mi amor. Yo no grito, solo muerdo. Por lo mismo te cobro la mitad.
Una tercera, una negra de piel oscura y mirada penetrante, se recuesta contra la pared con los brazos cruzados, pero sus ojos me desnudan por completo.
—Yo no te pido plata, boludo. Solo un buen polvo. Parece que tenés leche para rato, vi cómo saliste de ahí. Vamos, dame un poco de eso que le diste a la zorra esa.
Las risas y los comentarios me rodean, un coro de hambre y deseo crudo. "Pásame la pija, papi", "Vení acá, macho", "Quiero sentirme llena como a ella". Siento sus miradas como manos que me manosean, sus voces como uñas que raspan mi piel. Soy solo carne, un objeto que pasó de una celda a ser el deseo de todo el pabellón. Y lo peor de todo es que mi verga, traicionera, empieza a latir de nuevo.
Ni recuerdo como salí de ahí.
Tres semanas después, cuando el olor a cárcel ya empieza a ser un mal recuerdo, mi teléfono vibra. Es un audio. La voz de Luli, más ronca, más lenta, como si el tiempo la hubiera curado y la hubiera marcado a la vez:
“Salgo mañana. Traigo panza. Y un bebé que es tuyo. Me quedo en tu casa. Pasame la dire.”
No es una pregunta. Es una cita. Y una condena. Pero también una foto de la panza.

Abro el audio otra vez. Y otra. Cierro los ojos y no oigo las palabras, oigo el eco de sus gemidos en esa celda, oigo el chapoteo de su concha, oigo el grito que selló mi destino. Y ya sé que, cuando la vea, va a estar más linda que nunca. Con mis genes creciéndole adentro, con la prueba de que la poseí de una forma que nadie más podrá borrar. Con esa panza que es mi trofeo y mi cadena.
Y ese culo que no se me va a salir de la cabeza... nunca.
Todo empezó como una de esas historias de juntada: Luli era la amiga de una amiga. Una rochita, con cara de ángel y lengua de diablo, que siempre me miraba como si supiera que yo la quería poner en cuatro.

Nos cruzamos un par de veces antes de la pandemia —en asados, en boliches chicos del centro— y siempre hubo onda. Miradas largas, risas cómplices, manos que rozaban de más.
Después vino la cuarentena. Y ahí… se desató.

Empezamos a mandarnos audios. Primero jugados, después al límite. Ella me decía cómo se tocaba:
—Estoy con las piernas abiertas, boludo… y me meto dos dedos pensando que sos vos el que me lo mete.
Yo le mandaba fotos de mi verga. Ella me pedía más.

Luego se volvió “lesbiana” —una moda de piba rebelde—, salió con un rocho mal hablado, se metió en la venta de faso… y boom: presa.
Desapareció del mapa.
Hasta que, de la nada, me escribe:
“Hola, boludo. Te acordás de mí? Necesito un celu nuevo. Te doy lo que quieras. Mirá”
Adjunta una foto que deja todo claro, por si no estaba.

Le dije que iba.
Me recibió un guardia con cara de pocos amigos. Le pasé un par de mangos. Me guiñó un ojo y me dijo:
—Celda 7B. Treinta minutos. Si se pasan, te saco a patadas.
Entré.
La celda era un agujero: paredes mugrientas, olor a humedad y desinfectante barato, una cama de fierro con un colchón raído. Pero no me importó. Porque ahí, parada en la puerta, estaba Luli.
22 años. Cuerpo de pecado.
Llevaba un jogging prestado, tan flojo que se le veía medio el tanga —negro, sucio, ajustado a esa concha depilada pero con los vellos del borde ya creciendo, oscuros, salvajes, como si su cuerpo se negara a estar quieto.

La remera le apretaba las tetas grandes, llenas, firmes, con aureolas morenas y pezones parados como balas, temblando cada vez que respiraba. Tenía los labios pintados de rojo, el pelo medio sucio, y esa mirada de piba que no le teme a nada.
Se acercó sin decir nada. Me agarró la verga a través del pantalón y me susurró:
—Si el celu no es nuevo, no te dejo acabar adentro, boludo. Quedó claro?
Asentí.
Entonces se puso a desnudarse.
Lento.
Dramático.
Como si las amigas afuera no estuvieran colgadas de la reja, gritando como locas:
—¡MIRÁ CÓMO SE LA SACAAAA!
—¡LULI, MOSTRÁ ESAS TETAS, PUTA!
—¡ESTE BOLUDO TIENE CARA DE QUE YA SE ESTÁ POR ACABAR!
Ella se ríe, se saca la remera de un tirón, y sus tetas rebotan libres, pesadas de puro volumen, pero firmes, jóvenes, con los pezones duros como piedras. Se baja el jogging. No lleva bombacha.
Y ahí está: su concha.
Rosada, abierta, mojada.
No es una concha de revista. Es una concha real: brillante de jugo, con ese olor fuerte a mujer cachonda y encierro, mezclado con un toque ácido de sudor y deseo reprimido. Huele a pecado. Huele a feroz.
—Vení, boludo —me dice—. Que las pibas te escuchen gritar.
Me agarra de la nuca, me baja la cabeza y me mete la lengua en la boca. Sabe a cigarrillo, a menta barata, a peligro.
Después se arrodilla.
Me baja los pantalones.
Y me traga la verga entera.
Sin aviso.
Sin piedad.
Chupa con una ferocidad que roza lo animal, las mejillas completamente hundidas por el vacío de succión que ha creado en su boca.
Sus labios, húmedos y abiertos al máximo, forman un anillo perfecto que se desliza y aprieta a lo largo de toda mi carne, desde la base hasta la cabeza, que golpea el fondo de su garganta con cada embestida.
Sus ojos no se apartan de los míos ni un segundo, y en ellos hay una mezcla de sumisión y dominio que me eriza todavía más. La lengua, ágil y experta, se enrosca alrededor del glande, lamiendo el frenillo y explorando cada pequeño pliegue, antes de que vuelva a tragármela entera.
Mientras su boca trabaja con una dedicación obsesiva, su mano derecha está ocupada en su propio placer.
Se frota la concha con movimientos rápidos y círculos precisos sobre el clítoris, que ya debe estar duro y sensible. Se mete dos dedos, mojándolos con su propia excitación, y los mueve hacia dentro y hacia fuera, al mismo ritmo que su cabeza sube y baja sobre mi verga.
El sonido de sus dedos chapoteando en su coño se mezcla con los gemidos ahogados que emite con mi miembro dentro.
Su otra mano, mientras tanto, no me da tregua. Me aprieta las pelotas con una fuerza deliciosa, masajeándolas, tirando suavemente del saco y pasando sus dedos por la piel sensible detrás de ellos, llevándome al borde del éxtasis una y otra vez.
Grito.
Y las amigas afuera estallan:
—¡AHÍ LO TENÉS, LULI!
—¡DÁLE CON LA LENGUA, LOCA!
—¡ESTE BOLUDO SE VA A ACABAR ENSEGUIDA!
—¡NO, LAU! —grita Luli, sacando mi verga de su boca—. Todavía no.
Se levanta. Se da vuelta.
Y me muestra ese culo.
Enorme. Blanco. Redondo como un pan.
Me lo frota en la cara:
—Querés el culo, pibe? Pagás el celu, te lo ganás.
Le digo que sí.
Ella se pone de cuatro, apoya las manos en la pared, y separa las piernas. Me mira por encima del hombro con esa sonrisa de perra.
—Metémelo. Sin goma. Que quede.
Escupo en la mano, le embadurno el orto con saliva, y lo meto despacio.
Aprieta.
Gime.
Y cuando estoy hasta el fondo, me dice:
—Ahora, boludo. Dale fuerte. Que todas se enteren lo bien que me cogés.
Y lo hago. La embisto como un animal, sin piedad, con toda la fuerza de mis caderas. Mi verga entra y sale de su concha a una velocidad brutal, desgarrándola con cada embestida.
Cada estocada hace que sus tetas naturales se sacudan como locas, golpeándose una contra la otra con un sonido sordo y carnal.
Su culo, firme y redondo, rebote contra mis pelotas con cada golpe, un palmoteo rítmico y húmedo que resuena en la habitación.
Su concha, abierta de par en par, no puede contener el torrente de su excitación y gotea sin cesar, sus jugos corriendo por la parte interna de sus muslos y cayendo en charcos sobre el suelo mugriento del cuarto.
La agarro de la cadera con ambas manos para hundirme aún más profundo, para sentir cómo se abre y se rinde a mí. Sus gemidos son incoherentes ahora, una mezcla de palabrotas y súplicas que solo me incitan a follármela más duro.
"Así, boludo, así, no pares", grita entre jadeos, arqueando la espalda para recibir mi polla aún más fondo.
El olor a sexo, a sudor y a su coño empapado llena el aire, un perfume perverso que me enloquece. La miro, con la cabeza vuelta hacia mí, el pelo pegado a la cara por el sudor, y solo veo una mirada de pura lujuria, una orden silenciosa para que la destroce hasta que no pueda más.
Las amigas afuera están enloquecidas:
—¡MIRÁ CÓMO LA ESTÁ SACUDIENDO!
—¡LULI, TE ESTÁS VENIENDO OTRA VEZ!
—¡ESTE BOLUDO TE VA A DEJAR UN HIJO, Y NI SE VA A ENTERAR!
La frase no es una sugerencia, es una sentencia.
Y justo cuando oigo eso, cuando esa idea perversa y definitiva cala en mi cerebro, algo se rompe. Es como si ella hubiera activado un interruptor en mi sistema nervioso.
Su concha, que ya me estrangulaba con cada contracción, aprieta con una fuerza sobrehumana, una convulsión muscular que busca exprimirme, que me exige que le entregue todo. Sus piernas se enroscan como serpientes alrededor de mi cintura, sus talones se clavan en mis nalgas, atrapándome, impidiendo cualquier retirada.
No me está pidiendo que me venga dentro, me está obligando. Su cuerpo se ha convertido en una trampa carnal diseñada para un solo propósito: drenarme hasta la última gota.
Me vengo. Con un alarido que no es mío, que es algo primitivo que sale de mis entrañas y retumba en toda la celda, ahogando los gritos de los demás presos. Es una explosión que nace en lo más profundo de mis huevos y viaja por mi verga como un rayo.
Acabo adentro. No es un alivio, es una descarga violenta. Profundo. Caliente. Sin remordimientos. Cada chorro es una afirmación de su grito, una prueba de que tiene razón. La siento inundarse, la calor de mi semen mezclándose con la de su coño, llenándola, reclamándola.
Luli se derrumba sobre el colchón, con un peso muerto que me arrastra con ella. Transpirada, jadeando, con los pechos subiendo y bajando en un esfuerzo desesperado por recuperar el aire. La concha brillando, hinchada y roja, con un hilo blanco de mi leche corriendo lentamente hacia sus muslos.
El olor a sexo, a sudor, a semen y a cárcel flota en el aire, un perfume denso y definitivo. Y en el silencio que sigue, solo queda la certeza de que ha ganado.
Agarra el iPhone que le dejé en el suelo, lo prende con una rapidez insultante, abre WhatsApp, y manda un audio a alguien con la sonrisa de un gato que acaba de comerse un canario. Mientras carga el mensaje, levanta la vista y me clava los ojos, con un brillo de burla y triunfo.
—Era nuevo. Bien ahí, campeón.
Me visto rápido, con las manos temblando, sintiendo el olor de ella impregnado en mi ropa y en mi piel. Salgo de la celda con las piernas flojas, el corazón a mil, y paso por la garita. Le doy otro billete doblado al guardia, que ni me mira, solo hace un gesto con la cabeza para que siga.
Pero no puedo seguir. El pasillo está lleno de sombras y cuerpos que se mueven hacia mí. Una de ellas, una flaca con los ojos inyectados en sangre y el pelo greñado, me bloquea el paso.
—Oiga, papi... —me dice, acariciándose el entrepierna por encima del sucio pijama de la prisión—. Dicen que tenés herramienta. La Luli no suele compartir, pero hoy anduvo gritando la cosa.
Otra, más gordita y con tetas enormes que se le escapan del delantal que usa sobre el uniforme, se acerca por mi espalda y me sopla en la oreja:
—Dejame probarte un rato, mi amor. Yo no grito, solo muerdo. Por lo mismo te cobro la mitad.
Una tercera, una negra de piel oscura y mirada penetrante, se recuesta contra la pared con los brazos cruzados, pero sus ojos me desnudan por completo.
—Yo no te pido plata, boludo. Solo un buen polvo. Parece que tenés leche para rato, vi cómo saliste de ahí. Vamos, dame un poco de eso que le diste a la zorra esa.
Las risas y los comentarios me rodean, un coro de hambre y deseo crudo. "Pásame la pija, papi", "Vení acá, macho", "Quiero sentirme llena como a ella". Siento sus miradas como manos que me manosean, sus voces como uñas que raspan mi piel. Soy solo carne, un objeto que pasó de una celda a ser el deseo de todo el pabellón. Y lo peor de todo es que mi verga, traicionera, empieza a latir de nuevo.
Ni recuerdo como salí de ahí.
Tres semanas después, cuando el olor a cárcel ya empieza a ser un mal recuerdo, mi teléfono vibra. Es un audio. La voz de Luli, más ronca, más lenta, como si el tiempo la hubiera curado y la hubiera marcado a la vez:
“Salgo mañana. Traigo panza. Y un bebé que es tuyo. Me quedo en tu casa. Pasame la dire.”
No es una pregunta. Es una cita. Y una condena. Pero también una foto de la panza.

Abro el audio otra vez. Y otra. Cierro los ojos y no oigo las palabras, oigo el eco de sus gemidos en esa celda, oigo el chapoteo de su concha, oigo el grito que selló mi destino. Y ya sé que, cuando la vea, va a estar más linda que nunca. Con mis genes creciéndole adentro, con la prueba de que la poseí de una forma que nadie más podrá borrar. Con esa panza que es mi trofeo y mi cadena.
Y ese culo que no se me va a salir de la cabeza... nunca.
3 comentarios - Me cogí a una presa por un celu y le llené el bombo