El tónico familiar (6).

El tónico familiar (6).



EL TÓNICO FAMILIAR.

CAPÍTULO SEIS.
PRIMERA PARTE.




Se quitó las gafas y se secó con los dedos una lágrima. Soltó un largo y tembloroso suspiro que me conmovió. No me gustaba verla triste, y menos aún sin saber el motivo.
—¿Qué es lo que pasa, abuela? ¿Quién ha llamado? —pregunté de nuevo, nervioso.
—Era Jacinta —dijo. La tal Jacinta era una de sus amigas beatas del pueblo. Suspiró de nuevo y continuó hablando con voz temblorosa—. Dice que... esta tarde han detenido al padre Basilio. Se lo ha llevado la guardia civil.
—¿Que han detenido al cura? ¿Qué ha hecho?
  Un escalofrío me recorrió la espalda. Que lo hubiesen detenido el mismo día en que había bebido vino con tónico no podía ser casualidad. Le puse a mi abuela una mano en la rodilla para animarla a seguir hablando.
—Resulta que... ¡Ay, hijo no se ni cómo decirlo! Resulta que lo han pillado... abusando del monaguillo.
—¿En serio? No me jodas.
—Ojalá fuese mentira.. Ojalá —dijo. Comenzó a llorar y sacó un inmaculado pañuelo blanco del bolsillo de su bata—¡Ay, pobre Luisito! Con lo inocente y bueno que es el pobre. Dice Jacinta que se lo han llevado al hospital. Imaginate lo que le habrá hecho ese... ese...
—Ese hijo de puta —terminé la frase.
—Sí, ese hijo de puta —repitió ella, para mi sorpresa.
  Nunca la había escuchado usar ese tipo de lenguaje, y he de reconocer que me excitó un poco. Hice que se sentara en el sofá junto a mí y rodeé sus hombros con mi brazo, consolándola. Luisito, el monaguillo, era uno de los pocos niños que había en el pueblo, y su puesto quedaría vacante durante mucho tiempo.
—¿Quien lo iba a decir? El padre Basilio... tan devoto y tan caritativo, un santo varón... y fíjate —se lamentó.
—Hay que joderse. No te puedes fiar de nadie —afirmé, cariacontecido.
  Intenté no sentirme culpable por lo ocurrido. Hasta donde yo sabía, el tónico solo aumentaba el deseo, no cambiaba las preferencias sexuales de quien lo bebía, y el cura no había tomado tanta cantidad como para perder el control hasta el punto de follarse lo que se le pusiera a tiro. Podría haberse matado a pajas, podría haberse ido de putas o engatusar a una de las solteronas beatas que lo miraban con adoración en misa. Si había hecho lo que había hecho era porque ya tenía esas tendencias. Seguramente no era la primera vez que abusaba del monaguillo, pero debido al inusual calentón se había pasado de la raya y lo habían trincado.
  Pasamos un buen rato sentados en el sofá. Mi abuela necesitaba desahogarse y mi obligación era reconfortarla. Mientras le acariciaba la espalda y le daba besos en la húmeda mejilla, pensé que debía deshacerme de la botella de vino trucado cuando tuviese ocasión. No podía hacerlo esa misma noche, desde luego. Puede que fuese una mujer sencilla y un poco ingenua pero mi abuela no era tonta en absoluto, y si desaparecía la botella podría sospechar y atar cabos, e incluso relacionarlo con la cena que le preparé y lo que pasó esa noche. Pero debido a ciertos acontecimientos que ocuparon mi dispersa mente me olvidé del asunto, y como ya dije el puñetero vino volvió a dar problemas más adelante.
  Cuando dejó de llorar cenamos, volvimos a la sala de estar y yo vi una película mientras ella hablaba por teléfono con algunas de sus amigas, comentando la inesperada tragedia, lamentándose por Luisito y maldiciendo al malvado cura. También habló un rato con mi madre, y eso me recordó que tenía que ir a verla a la ciudad y aclarar nuestra extraña situación.
  A medianoche nos fuimos a la cama. A su cama, concretamente, ya que me permitía dormir con ella desde la noche anterior, un logro casi tan placentero como el fornicio. Por desgracia no estaba de humor para darle al vicio y me tuve que conformar con sentir su cuerpo junto al mío, pues no quise insistir y enfadarla, sobre todo después de la gloriosa mamada que me había regalado esa tarde. Ella no tardó en dormirse pero yo me desvelé. Me hice una paja ninja con cuidado para no despertarla y salí al porche a fumarme un porro, preguntándome si el dichoso brebaje me traería más problemas. Al día siguiente tuve mi respuesta.
 
  En el desayuno me alegró comprobar que estaba más animada. A las mujeres de ahora les dan ataques de ansiedad si se les acaba la batería del móvil o un obrero les echa un piropo al pasar cerca de una obra, pero las de la generación de mi abuela estaban hechas de otra pasta, más preparadas para procesar y superar las vicisitudes de la vida. Cuando te has criado en la posguerra te suda el coño no salir guapa en un selfie.
  Reanudamos el trabajo en el garaje, no tan alegres como el día anterior pero con energía. Llevé el transistor a pilas de mi habitación y puse una emisora de copla y música folclórica, y volví a escuchar su risa cristalina cuando la agarré y la hice bailar conmigo, sin tocamientos ni besos inapropiados ya que estábamos en el exterior y me había propuesto respetar sus normas. Su humor mejoraba por momentos y el trabajo avanzaba a buen ritmo. Terminamos de rascar y preparámos los bártulos para comenzar a pintar por la tarde.
  Al mediodía, mientras ella se duchaba antes de hacer la comida y yo me fumaba un cigarro en la cocina, sonó el teléfono. Fui a cogerlo, pensando que sería alguna de las viejas del pueblo con alguna novedad sobre el caso del cura violador, o tal vez mi madre. Descolgué y me puse el auricular en la oreja.
—¿Diga?
—¿Eres Carlos? —preguntó una voz grave y áspera al otro lado de la línea.
—Sí. ¿Quien habla?
—Soy Ramón Montillo.
  Tras escuchar el nombre se me aceleró el pulso. ¿Que quería ese gañán y por qué me llamaba a casa de mi abuela? Lo último que deseaba era que ella supiese que tenía tratos con los Montillo, una familia que le desagradaba tanto como a los demás habitantes del pueblo.
—¿Qué quiere, Don Ramón? ¿Ha tenido algún problema con... ya sabe qué?
  Fui directo al grano, pues no quería que la conversación se prolongase demasiado. Además, no había otro motivo que no fuese el tónico para que el criador de cerdos quisiera hablar conmigo.
—¿Problema? Todo lo contrario, chaval. —Hizo una pausa y escuché una risita obscena, parecida, cómo no, al gruñido de un cerdo—. Le eché dos polvazos a mi señora que la dejé doblada. No se va a quejar en una temporada, la gorda hijaputa. Y mi amiguita... ni te cuento. No se la habían jodido como me la jodí anoche en su puta vida.
—Bueno... Me alegro de que le haya ido bien. ¿Algo más? —dije, impaciente.
  No quería ser demasiado brusco con aquel tipejo, pero mi abuela saldría del baño de un momento a otro. Como imaginaba, Montillo no me había llamado solo para contarme sus hazañas amatorias.
—Verás, quiero comprarte más. Y tengo un amigo al que le gustaría probarlo.
—Don Ramón, le dije que no se lo contase a nadie, joder —le recriminé.
—Eh, tranquilo, chaval, que no es un cualquiera. Es un compadre de toda la vida, y es de fiar.
  Suspiré y miré nervioso hacia el pasillo.
—Está bien. ¿Dónde quiere que nos veamos? —dije.
—Pásate por mi finca cuando se vaya el sol. ¿Sabes dónde queda?
—Sí. Lo se.
—Y sé discreto. Mi compadre no es un cualquiera —me advirtió.
—¿Que sea discreto? Hay que joderse.
—No rezongues tanto, coño, que te vas a ganar unos buenos duros. Bueno, hasta mañana, y dale recuerdos a tu abuela.
—Los cojones.
—¡Ja ja! Me estás empezando a caer bien, chaval.
  Colgué el teléfono, más fuerte de lo necesario. No me agradaba la idea de ir de noche al criadero de cerdos de los Montillo, un lugar que todos los lugareños evitaban. Por otra parte, me agradaba la idea de aumentar mi capital. Lo que más me había molestado fue el tono lascivo con el que Don Ramón había mencionado a mi abuela. Era lógico que todos los hombres del pueblo (excepto el cura, por lo visto) la desearan, pero pensar que un tipejo así quería ponerle encima sus sucias manos me enfermaba. A todo esto, la susodicha ya había salido del baño y me miraba desde la cocina, anudándose el cinturón de la bata a la cintura.
—¿Quien ha llamado, cielo? ¿Era Jacinta otra vez? —preguntó.
—Eh... No. Era un amigo —dije. Casi me dan náuseas al llamar “amigo” al porquero—. Mi amigo Julio. Ha estado aquí un par de veces, ¿te acuerdas de él?
—Ah, sí, ese chico rubio tan simpático —dijo mi abuela, haciendo memoria—. ¿Como está?
—Bien, bien. Resulta que no me acordaba de que hoy es su cumpleaños, así que esta tarde iré a la ciudad y a lo mejor vuelvo tarde. No te importa, ¿verdad? —improvisé.
—Claro que no. Ve a divertirte, que te lo mereces. Pero no bebas mucho, ¿eh?, no vayas a tener un accidente.
—Descuida. Y tú no me esperes despierta.
  Me acerqué a ella y la besé, agarrándola por la cintura. Olía a jabón y a hierba recién cortada, y a pesar del calor veraniego el contacto de su piel era refrescante. Me dejó magrearla un poco y me apartó, sonriendo.
—Anda, quita. Que me acabo de duchar y estás lleno de polvo del garaje —se quejó.
—Polvo el que...
—Sí, polvo el que me echabas, ¿no? —se adelantó a mis palabras, burlona.
—Oye, te estás volviendo una deslenguada —le dije, riendo.
—¿Y de quien es la culpa, tunante? —Me dedicó una sonrisa traviesa y se giró hacia la encimera—. Anda, ve a darte un agua que voy a hacer la comida.
  Después de la comida y la telenovela pensé que podríamos intimar un rato en el sofá de la sala de estar, pero aún no habían terminado los créditos del culebrón cuando sonó el teléfono y se levantó a descolgarlo. Por un momento temí que pudiera ser Don Ramón, pero era otra vez su amiga Jacinta, para ponerla al día sobre el caso del sacerdote. El padre Basilio seguía entre rejas y al parecer le iba a caer una buena. A Luisito le habían dado el alta en el hospital pero el pobre no iba a poder sentarse en una temporada.
  Hablaron un buen rato y noté que mi abuela volvía a estar triste y de mal humor. Las posibilidades de diversión horizontal se esfumaron, así que un rato después me vestí y me subí al Land-Rover, rumbo a la ciudad.
  No es que realmente fuese a ver al patán de mi amigo Julio. Conduje hasta un enorme centro comercial en las afueras y entré en busca de algo que me sirviera para repartir las dosis de tónico. Si iba a dedicarme a venderlo, era mejor hacerlo bien. Después de visitar varias tiendas sin éxito, el dependiente de una ferretería me dijo que tal vez en una farmacia encontraría lo que buscaba. En efecto, en la farmacia pude comprar diez pequeños frascos de vidrio marrón con pipeta incorporada, ideales para albergar varias cucharadas de tónico.
  Era temprano, así que me puse a pasear por el centro comercial. Barajé la posibilidad de una rápida visita a mi madre, pero quería respetar su advertencia de llamarla antes. Si mi padre estaba en casa no podríamos resolver los asuntos que teníamos pendientes, fuesen cuales fuesen. Pasé frente a una tienda de lencería y al ver las sugerentes prendas del escaparate tuve una idea.
  Entré y me atendió una dependienta de unos treinta años, rellenita y bastante follable, con los ojos muy pintados y el pelo como Uma Thurman en Pulp Fiction, aunque aún quedaban años para que se estrenase esa película. Me miró con una sonrisa forzada y cierta desconfianza. Seguramente no solía atender a muchos jovencitos de metro sesenta vestidos con unos desgastados pantalones de chándal y una camiseta de Los Ramones, por no hablar de mis rasgos agitanados y las greñas que me cubrían la nuca.
—Buenas tardes —saludé, con la mejor de mis sonrisas.
—Hola, ¿en que puedo ayudarte? —dijo ella, con una amabilidad impostada y excesiva.
—Verás, quería regalarle un conjunto a mi novia por nuestro aniversario. Hacemos dos años —mentí cual bellaco. A decir verdad, mi “novia” y yo llevábamos juntos apenas dos días.
—¡Ah, enhorabuena! —me felicitó, mostrándome dos hileras de dientes perfectos. Creo que no había visto una sonrisa tan forzada en toda mi vida— ¿Y en que habías pensado?
—Un conjunto. Ya sabes, sujetador y bragas. Que sea sexy y a ser posible verde. Es pelirroja y le sienta muy bien ese color.
—Vaya, parece que lo tienes muy claro, ¿eh? Ven, te enseñaré algunos modelos.
  La seguí por la tienda entre estantes y perchas llenos de bragas, corsés, ligueros, medias, y otras prendas íntimas pensadas para realzar la follabilidad de las mujeres que pudiesen permitirse pagarlas. Nos detuvimos frente a un expositor donde colgaban una gran variedad de sujetadores. Localicé uno que me encantó, de un bonito verde mar. El tejido de la copa era muy fino, pensado para que los pezones se transparentasen, y tenía finos encajes en los bordes de caracolas y estrellas de mar.
—Me gusta ese —dije, señalándolo.
—Ah, ese es precioso. Tienes muy buen gusto —me alabó la dependienta—. ¿Me dices la talla?
—Uff, la verdad es que no sé la talla exacta. Ya sabes como somos los tíos para esas cosas —bromeé, aunque realmente me fastidiaba no saber la talla de las tetas con las que tanto disfrutaba.
—¡Qué me vas a contar! —dijo ella, riendo, esta vez de forma casi sincera.
—Las tiene grandes, eso sí —afirmé, con cierto orgullo.
—Para que me haga una idea... ¿Más grandes que las mías o más pequeñas?
  La tipa se señaló el pecho, mirándome con aire interrogante. Tenía un buen par de peras, no cabía duda, apretadas bajo su camisa blanca, pero ni por asomo se acercaban.
—Más grandes. Mucho más grandes. Yo diría que el doble de las tuyas.
  La dependienta levantó una ceja y su sonrisa se torció un poco. Debía estar acostumbrada a recibir cumplidos y mi aparente falta de interés hacia sus por otra parte atractivas curvas debía desconcertarla un poco. Parecía el tipo de piba que te pregunta si está gorda solo para que le digas lo buena que está. Me enseñó el sugerente sostén verde en varias tallas y ninguna me convencía. Finalmente me llevé la más grande, esperando que sirviese. Elegir la talla de las braguitas fue más rápido. Solo tuve que indicarle con las manos la anchura aproximada de las caderas. Al igual que la parte de arriba, las bragas tenían mucha transparencia y la parte trasera dejaba a la vista casi toda la nalga, aunque no llegaban a ser tipo tanga. Era un conjunto sexy pero no era vulgar ni hortera. Y era caro de cojones.
  Cuando lo pagué me quedó lo justo para comprar tabaco y echarle algo de gasofa al Land-Rover. Menos mal que esa noche iba a recibir nuevos ingresos, y por partida doble. Guardé la lencería en la guantera y me deslicé al habitáculo trasero del vehículo. El aparcamiento del centro comercial estaba tranquilo a esa hora, así que saqué el tónico del compartimento bajo los asientos y me dediqué a llenar los frasquitos con cuidado de no derramar nada, pues no había sido tan listo como para comprar un embudo. Me guardé dos en el bolsillo y dejé los demás en la vieja caja con las botellas.
 
 
  El sol comenzaba a ponerse cuando enfilé el camino de vuelta. La finca de los Montillo estaba más lejos del pueblo que la parcela de mi abuela, y cuando llegué ya era de noche. Hice sonar una herrumbrosa campana que colgaba en el muro junto a la verja de entrada y me abrió un tipo al que no conocía, con ropa de faena sucia y cara de pocos amigos. Debía ser un empleado o un pariente de Don Ramón. Sin responder a mi educado “Buenas noches” me indicó con un gesto que continuase por el camino de tierra que llevaba hasta la fachada de una casa de dos plantas, grande pero de aspecto descuidado. No parecía una casa abandonada, sino habitada por gente no tan civilizada como debiera.
  En el pueblo siempre se había comentado que los Montillo tenían mucho más dinero de lo que aparentaban y debía de ser verdad, a juzgar por el tamaño de la finca. A cierta distancia de la vivienda pude distinguir los tejados de las pocilgas. Eran varias y muy grandes, con espacio para albergar a miles de gorrinos. Como es de suponer, en cuanto comencé a acercarme el intenso pestazo que transportaba el aire atacó mi prominente napia como un enjambre de abejas africanas. Por suerte no soy especialmente melindroso y pude soportar el hedor.
  Bajé del coche y me acerqué a la casa, rodeada por toda clase de chatarra y desperdicios. En la oscuridad pude distinguir el chasis oxidado de un tractor, montones de neumáticos usados y algunos muebles rotos. Me sorprendió que no saliera a recibirme ningún perro, pues en ese tipo de fincas solían tener varios. En su lugar apareció Don Ramón, en el porche iluminado por una bombilla que colgaba de un cable. Me llamó con un potente silbido y movió una mano hacia el interior de la casa. Llevaba una camisa de franela como las que usaba siempre su hijo, remangada hasta los codos y con manchas de grasa. Al acercarme vi que su nariz estaba más roja de lo habitual y su aliento apestaba a vino, aunque no parecía estar borracho.
—Ya era hora, coño —se quejó, con una sonrisa aviesa en sus labios.
—He tenido que ir a la ciudad. Ya sabe —me disculpé.
  El porquero se había tragado el cuento de que el tónico lo fabricaban en la ciudad y tenía que mantener la farsa. El interior de la casa no olía mucho mejor que el exterior. Además del aroma porcino que entraba por las ventanas, flotaban en el denso ambiente los olores propios de un hogar donde la higiene y la limpieza no eran una prioridad. Había ropa sucia amontonada por doquier, polvo acumulado en todos los muebles y basura por el suelo, colillas, envoltorios de dulces y latas vacías. La iluminación era escasa así que caminé con cuidado para no tropezar con nada. En un pasillo de paredes desconchadas esquivé por los pelos un cubo lleno de agua sucia. Al menos esperaba que fuese agua.
  Acostumbrado a la extrema pulcritud de mi abuela, y a la más relajada pero eficiente actitud de mi madre hacia la limpieza, aquel ambiente me asqueaba y deprimía. Hice lo que pude para ocultar mi incomodidad y seguí a mi anfitrión hasta una amplia sala de estar, ligeramente más limpia que el resto de la vivienda. El sofá y los sillones estaban cubiertos con sábanas, la mesa por un mantel casi limpio y en el suelo solo advertí un par de colillas recientes. Las paredes estaban decoradas con cabezas de animales disecados, cornamentas de ciervo y unas cuantas manchas de humedad. Había un ventilador de techo que traqueteaba con cada giro, haciendo vibrar la lámpara de cristal esmerilado que esparcía por la estancia una luz mortecina. Al entrar encontré allí a tres personas.
  Desde un sillón orejero me miró un hombre de unos sesenta años, estatura media y tirando a gordo. Vestía una guayabera blanca, pantalones a juego y zapatos de rejilla marrones sin calcetines. Llevaba el pelo canoso peinado hacia atrás con gomina y lucía un cuidado bigote negro, además de un grueso reloj de oro en la bronceada muñeca. Enseguida reconocí a aquel tipo con aspecto de mafioso caribeño, pues no era otro que Jose Luis Garrido, el alcalde del pueblo. Montillo no había mentido cuando me dijo que su compadre no era un cualquiera.
  Se levantó, con la ensayada sonrisa propia de un político, y me saludó con un firme apretón de manos mientras me agarraba el brazo, dejando claro quién era el macho alfa en esa habitación. Don Ramón se quedó en segundo plano, confirmando que aunque él fuese el dueño y señor de la finca era su amigo quien estaba al mando.
—¿Que tal, Carlos? ¿Cómo va eso? —me dijo.
—Bien... Bien, señor alcalde —dije. Nunca había hablado antes con él y no estaba seguro del tratamiento adecuado.
—¡Ja ja! Llámame Jose Luis, hombre, que no estamos en un pleno del ayuntamiento.
—De acuerdo.
  Me dio unas palmadas en el hombro y volvió a sentarse. Yo ocupé una silla cerca de la mesa y Don Ramón un sillón junto al de su amigo. A un par de metros de donde estábamos había un sofá pegado a la pared, y desde él me miraban con desconfianza y cierta inquina otras dos personas. Eran dos chicas jóvenes. La más joven rondaría los veinte años y la mayor veinticinco, ambas morenas, de ojos oscuros y constitución recia. No eran rematadamente feas pero estaban lejos de ser guapas, y sus curvas indicaban que a no ser que se cuidasen en unos años estarían gordas como vacas lecheras. Eran las hijas de Don Ramón, las hermanas pequeñas de Monchito. Rara vez salían de la finca y nunca las había visto hasta ese día.
—¿Otro vinito, compadre? —dijo el porquero, con una botella de vino en mano.
—La duda ofende —respondió el alcalde, acercando su copa vacía.
—¿Y tu que quieres beber, chaval? —Esta vez me preguntaba a mí.
—Cerveza, si tiene.
—Pues claro que tengo cerveza, hombre, faltaría más —afirmó. Volvió su cabezón hacia las dos chicas y les habló con voz áspera—. ¡Niñas! Ya habéis oído, traedle una cerveza fría a mi amigo.
  Las dos se pusieron en pie de mala gana y me miraron como si yo fuese el culpable de que su padre las tratase como a criadas. Ambas iban descalzas, tenían las rodillas sucias y el pelo descuidado. No eran retrasadas como su hermano mayor, pero como dirían nuestros amigos anglosajones no parecían las herramientas más afiladas del cobertizo. La mayor era muy alta, y le sacaba dos cabezas a la pequeña, más o menos de mi estatura. La grandullona llevaba un ajado vestido de verano blanco con lunares negros que le quedaba pequeño, sin mangas y largo hasta la mitad del muslo. Su hermana solo vestía una camiseta larga que apenas le cubría las nalgas, descolorida y con numerosas manchas. Salieron al pasillo y pensé que, limpias y bien vestidas, podrían tener algún atractivo.
—¿Dónde está Monchito? —pregunté, por hablar de algo mientras llegaba mi bebida.
—Con su madre, dando de comer a los cerdos —dijo Montillo—. Anda enfurruñado conmigo porque le he prohibido joderse a la nuera del estanquero.
—Pero deja al pobre que disfrute, hombre —dijo el alcalde.
—Que se conforme con cascársela y con la puta que le pago una vez al mes. Como siga metiéndole el rabo a la rubia esa se acabarán enterando el marido y el suegro, y no quiero problemas con la gentuza del pueblo.
  Las chicas regresaron y la pequeña puso un botellín de birra en la mesa frente a mí, con un golpe seco y una mirada hosca. La pobre había heredado la mandíbula cuadrada y la gruesa nariz de su padre, pero tenía un buen par de tetas, al igual que su hermana. Le pegué un buen trago a la cerveza y las chicas regresaron al sofá, sin dejar de mirarme con animadversión. El alcalde me miró sonriente, dio una palmada y se frotó las manos.
—Bueno, vamos a ver ese licor mágico del que tan bien he oído hablar —dijo.
  Saqué del bolsillo los dos frasquitos y los puse sobre la mesa. Don Ramón cogió uno de ellos, impaciente, y lo miró a a trasluz. Garrido abrió el otro y lo olió con aires de sumiller.
—Hay que tomar muy poco. Con lo que cabe en la pipeta del frasco es suficiente —expliqué a mi nuevo cliente—. Tarda alrededor de media hora en hacer efecto, a veces más a veces menos. Dependiendo de la persona.
Sin más preámbulos el alcalde echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y vació la pipeta sobre su lengua. Tragó y torció el gesto.
—¡Puaj! Odio el regaliz —se quejó.
—Sí, el sabor no es su punto fuerte —expliqué, aunque yo lo encontraba agradable.
  Don Ramón también tomó una dosis, ansioso por volver a sentir los efectos del brebaje. Tal vez había quedado esa noche con su joven amante, o quería volver a demostrarle a su exigente esposa que no había perdido su potencia viril. El alcalde se sacó del bolsillo un grueso rollo de billetes y comenzó a contar con ágiles movimientos de sus dedos.
—Ramón me ha dicho el precio. Por esa cantidad espero que funcione.
—Ya lo creo que funciona, compadre. Ya lo creo —confirmó Ramón, antes de soltar su risita porcina.
—A esta ronda invito yo.
  Garrido me entregó una cantidad en pesetas que hoy equivaldría a cuatrocientos euros, el doble de lo que obtuve con mi primera venta. Hizo una pausa y me dio un par de billetes más del nutrido fajo.
—Toma una propina, anda.
  Cuando tuve el dinero en el bolsillo mi ánimo mejoró bastante. No quería que más gente supiese lo del tónico, pero si esos dos tipejos se convertían en clientes habituales tendría una cómoda fuente de ingresos hasta que se me terminase la mercancía.
—Por supuesto, esto queda entre nosotros —dijo Garrido, en tono casi amenazante.
—Por supuesto —afirmé.
—A ver, no es que necesite nada para que se me ponga dura, pero uno ya va teniendo una edad y hay que dar la talla, tu ya me entiendes.
—Claro, Don Jose Luis. Si yo estuviese casado con una mujer de bandera como la suya también querría tenerla contenta —me atreví a decir, quizá tomándome demasiadas confianzas.
  Para mi sorpresa, el alcalde se echó a reír, y su amigo le imitó al instante.
—¿Mi mujer? A esa arpía hace años que no se la meto. Si no fuese porque está podrida de dinero la habría mandado al carajo hace mucho.
—Ah... vaya... —balbucí, sin saber qué decir.
—Pero no pasa nada. Yo tengo mis líos y ella tiene los suyos, ¿me entiendes? —Antes de que pudiese responder se inclinó un poco en mi dirección, con aire confidente—. Ahora tengo a dos zorritas en la ciudad. En las afueras tengo a una madre soltera que hace lo que sea por dinero. La muy infeliz cree que voy a dejar a mi mujer por ella, ¡ja ja!, va lista. En el centro tengo a una abogada jovencita que la chupa mejor que cualquier puta. Esta lo hace por los contactos. Piensa que siendo alcalde de un villorrio de mala muerte la puedo enchufar en algún puesto importante. Mis cojones treinta y tres.
  Asentí a las confesiones del rijoso alcalde sin inmutarme. Lo peor de mi incipiente negocio era tener que escuchar la sórdida vida sexual de aquellos tipos. Me habría gustado salir de allí en cuanto acabó la transacción, pero insistieron en que me quedase un rato. No se si por amabilidad o porque el alcalde quería asegurarse de que el tónico hacía efecto. Eso no me preocupaba. El brebaje ya había demostrado su eficacia en cinco personas distintas y era improbable que Garrido fuese inmune.
  Me acabé la cerveza y las chicas me trajeron otra sin escatimar miradas ariscas. Cuando no estaban ejerciendo de camareras se sentaban en el sofá, hombro con hombro, y cuchicheaban o miraban por la ventana. Los hombres bebíamos y hablábamos de esto y de aquello. Cuando el alcalde descubrió que yo estaba en paro me dijo que me buscaría algún trabajo por la zona. Se lo agradecí educadamente, no muy seguro de querer deberle un favor a ese tipo.
Pasada una media hora, puede que más, el alcalde dejó de hablar, soltó aire por la nariz y una amplia sonrisa se dibujó bajo su bigote.
—Joder, ya lo noto —dijo.
—Yo también. Desde hace un rato —dijo Don Ramón.
  Garrido se llevó la mano a la entrepierna y apretó el bulto que se marcaba en sus inmaculados pantalones blancos.
—Hostia puta. La tengo tan dura que podría partir nueces con el capullo. Ahora mismo me follaría hasta a mi mujer.
  Don Ramón soltó una carcajada y también se sobó el paquete, igualmente abultado.
—No te preocupes, compadre, que no te vas a ir de aquí sin aliviarte —Sin dejar de tocarse el rabo por encima de la tela de los pantalones se volvió hacia sus hijas y las llamó en tono autoritario—¡Niñas! Venid aquí.
  Las chicas obedecieron sin vacilar. La mayor se acercó al sillón de su padre y la más joven al del alcalde, quien la miró de arriba a abajo con lascivia. Estaba claro lo que iba a ocurrir, y me dio la impresión de que no era la primera vez. Tal vez el porquero ni siquiera tenía una amante en el pueblo de al lado y usaba el tónico para divertirse con sus obedientes hijas. Desde luego yo no era el más indicado para juzgarlo, teniendo en cuenta mi reciente actividad amatoria, pero la sordidez de aquella escena no podía compararse con los momentos de amor y pasión que yo había compartido con mi abuela y mi madre.
  En pocos segundos tuve el dudoso honor de contemplar el miembro erecto del señor alcalde. No muy largo y de un grosor notable, a la más joven de los Montillo le costaba abarcarlo con la boca cuando se inclinó hacia adelante y empezó a mamarlo con diligencia. En esa postura se le levantó la camiseta hasta la mitad de las nalgas y pude ver que la muchacha no llevaba bragas. El vello negro asomaba entre sus muslos y rodeaba el ojete rosado que quedó a la vista cuando Garrido extendió los brazos para sobarle el culo, separándole los cachetes y amasándolos con fuerza.
  La culebra de Don Ramón también salió de su guarida, larga, cabezona y curvada hacia un lado. No era tan grande como la de su hijo pero de sobra sobrepasaba los quince centímetros. Su hija mayor le tenía tomada la medida y la engullía una y otra vez, tragándosela entera con cada sumiso cabeceo. Su padre le levantó el vestido hasta la cintura revelando unas nalgas grandes y pálidas, que muy pronto quedaron enrojecidas por los azotes del porquero. Ella no se quejaba ni hacía gesto alguno de dolor.
  Sentado en mi silla, yo me limitaba a dar breves tragos al botellín y contemplar la escena, moviéndome entre la repugnancia y una morbosa excitación que, contra mi voluntad, me la puso dura. El alcalde resoplaba. Agarró la cabeza de la joven con ambas manos y le folló la boca sin importarle que se atragantara. La chica debía tener experiencia y encajó sin problemas las acometidas, llenando de babas los huevos del tipo. Don Ramón seguía recibiendo las atenciones orales de su experimentada hija mayor, y me sobresalté cuando me miró, hizo un gesto con la mano y señaló el amplio trasero de la joven.
—Fóllatela, chaval, no te cortes. Dala por el culo, que le gusta —dijo, con un matiz cruel en su voz ronca.
  En otras circunstancias no habría tenido inconveniente en disfrutar de un culazo como ese, pero a pesar de que comenzaba a estar realmente cachondo no me seducía en absoluto la idea de participar en esa retorcida orgía.
—No, gracias. Creo que mejor... me voy —dije, en un tono bastante educado teniendo en cuenta la circunstancias.
—¿Qué pasa, hombre? Mira que hermosa está —dijo Don Ramón, al tiempo que hacía temblar la nalga de su hija con una fuerte palmada—. ¿No serás marica, eh?
—No. Lo que pasa es que... tengo novia.
  Los dos hombres se echaron a reír ante mi excusa. Para dos adúlteros redomados como ellos sonaba ridícula. Por suerte no insistieron más, y poco después me escabullí hacia el pasillo. Antes de salir de la estancia pude ver que el alcalde había puesto a la chica a cuatro patas en el sillón y le estaba castigando el coño con tal energía que el pesado mueble crujía y rechinaba como si lo estuviesen apaleando




CONTINUARÁ...



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