Quiero separarme de ti

Ya antes de conocer a su amigo temí las consecuencias. Aunque mi marido no tuviera ni idea, hacía tiempo que para poder llegar al orgasmo yo tenía que pensar en alguna fantasía, o en otro hombre. A pesar de ello, quiero dejar claro que lo que sucedió no fue algo que yo buscara. Todo lo contrario, fue el hecho de que Alfonso invitara a otro hombre a nuestra casa lo que me pareció una clara incitación a la infidelidad, a que le pusiera de una vez unos hermosos cuernos. Por lo visto se trataba de un antiguo amigo de la universidad que pasaría un par de días con nosotros.
El mejor amigo, de una mujer casada.
19 de Septiembre de 2018.
Estaba harta, hacía meses que me sentía insatisfecha con el rumbo de mi vida. Ya no podía seguir amañando los hechos para eludir que jamás había triunfado ni fracasado lo suficiente. Aquella monotonía insulsa era la suma de todas las decisiones lógicas que había tomado. No es que estuviese enojada por haberme convertido en la esposa de…, en la mamá de…. Simplemente me había convertido en la prisionera de la seguridad que siempre me había obsesionado.
Mi naturaleza suspicaz y por momentos maliciosa me ha supuesto un lastre social, sobre todo a la hora de forjar y conservar amistades sinceras. A cambio, ese fenotipo que siempre me hacía recelar de las intenciones ajenas me había ayudado a sobrevivir en la vida. Sin embargo, en aquel momento mi forma de ser me lastraba más que nunca. Aunque yo no fuera consciente de ello, esa forma de aferrarme a la seguridad era lo único que me impedía tomar la decisión de abandonar a mi marido.
Alfonso, mi esposo, no tenía la culpa. Él siempre había sido muy cariñoso, atento e indulgente conmigo. La verdad es que cuando lo conocí me quedé prendada de su ambición, su inteligencia, caballerosidad, pero sobretodo de su amor insensato y suicida.
Alfonso me fue conquistando con paciencia, rindiendo gesto a gesto el castillo en que se había convertido mi desconfiado corazón. Tanto fue así que tras cinco años de noviazgo incluso consentí casarme con él ante Dios Padre Todopoderoso, siendo yo atea de toda la vida.
Los años se fueron consumiendo con la inquietud de pensar que le había dado mi vida a él como se la podría haber dado a cualquier otro. Así era, yo no me había enamorado de Alfonso si no que, de todos los que me rondaron, él fue el único que supo seducirme. Esa idea chirriaba en la boca de mi estómago como una tiza vieja arañando la pizarra del colegio. Veía que la vida se escapaba mientras yo seguía inmóvil, esperando una oportunidad, una señal, o a alguien que me dijera que debía hacer para salir de aquel atasco.
Por eso le dije a mi marido que sí, que invitara a su amigo, deseando en mi fuero interno que fuera un hombre interesante y seductor. Hacía meses que me masturbaba fantaseando con serle infiel y liarme con otro me tenía obsesionada. Por ello, en cuanto Alfonso me dijo que su amigo Alberto se quedaría un par de días con nosotros no pude evitar que mi pícara cabecita se pusiera a imaginar. “Alberto”, me decía imaginado a quién pertenecería un nombre tan varonil.
Ya sé que sonará estúpido, pero a mis treinta y nueve años me sentía igual que una adolescente en su primera cita, y conforme se acercaba la fecha de llegada me sentía más y más inquieta. No sé cómo contuve las ganas de pedirle a mi marido que me enseñara una foto de su amigo. Tampoco sé si fue lo mejor, ya que empecé a imaginarme a un hombre a mi medida, alto, corpulento, inteligente y claro está, muy atractivo. Por lo poco que sonsaqué a mi esposo me enteré de que su amigo era un lobo solitario y viajero, algo que le hacía aún más interesante.
Por contra, mi marido siempre había estado demasiado delgado como para resultar varonil. Además, con la escusa de ser progresista iba siempre bastante descuidado: barba de tres ó cuatro días, vestido de cualquier manera, etc. Lamentablemente, en la cama Alfonso no era tan transgresor como aparentaba ni tampoco, digámoslo claro, muy imaginativo. Mi marido no había sido nunca un amante apasionado.
Cuando Alfonso me hacía el amor yo apenas me excitaba. Así, lo normal era que fuese yo quién llevara la iniciativa, pues esa era la única manera de que yo disfrutase del sexo. Lo que Alfonso no se imaginaba es que mientras galopaba encima de él en realidad me imaginaba con otro hombre, casi siempre el mismo. Uno de los chicos a los que rechacé en mis tiempos de aparato de ortodoncia y amor juvenil.
Pedro, el que fuera hijo del panadero de mi barrio, un chaval sin sustancia que nunca llamó mi atención pues me parecía un inmaduro como todos los chicos de mi edad. Siempre pensando en divertirse, en mentir a cualquier tonta para meterle mano, sin más horizonte en la vida que continuar con el negocio de su padre. Pues bien, al cabo de un montón de años me volví a encontrar con Pedro en los disturbios que siguieron a una manifestación antisistema. Por increíble que pueda parecer el hijo del panadero se había convertido en un oscuro inspector de policía. Contra toda lógica, Pedro me sacó del calabozo y procuró que borrasen mi nombre del informe de detenidos.
Tras aquel extraño encuentro sentí una tremenda curiosidad por saber más de él, y quién mejor que otro policía para aclarar mis dudas sobre el inspector Serrano. Mi vecino de abajo era policía local y teníamos cierta confianza. Cuando le expliqué lo ocurrido éste me contó que mi viejo amigo no era trigo limpio, palabras textuales. Se rumoreaba que tenía tratos con el Rey, que así era como se hacía llamar el mayorista de la cocaína en nuestra pequeña pero transitada provincia. Al parecer, el inspector Serrano se encargaba de que nadie le hiciese la competencia, de ahí su éxito en estupefacientes. Sus detenciones y alijos de droga mantenían la paz y generaban titulares de prensa, así que nadie preguntaba por los soplos de Serrano ni por su Porche 911.
Lo cierto era que mi viejo amigo se conservaba bien. Yo le encontré atractivo. Los años son compasivos con ellos y despiadados con nosotras. Incluso las secuelas que le habían ido dejando las noches de juerga y las decepciones vividas le hacían más interesante si cabe. Además, Pedro mantenía el mismo cuerpo esbelto y musculoso de veinte años atrás. En fin, no era de extrañar que el recuerdo de aquel hombre me ayudara a llegar al orgasmo con mi marido.
En una ocasión me planteé separarme, pero la mala experiencia de una compañera de trabajo me hizo descartar dicha posibilidad. Si las cosas entre nosotros seguían yendo bien aguantaría con Alfonso hasta que la niña fuera mayor. Papeleo, abogados, reparto de las propiedades, hacen de la separación toda una tortura. Aunque ya no estaba segura de seguir queriéndole, sí sabía que le necesitaba. Me entristecía ver como nuestra relación se había ido oxidando y apagando con el paso del tiempo. En efecto, estaba hecha un lío. No deseaba hacerle daño, habíamos compartido mucho. Además, mi hija necesitaba a su padre.
Sin embargo, ya no había química entre nosotros para qué nos vamos a engañar. Yo siempre he sabido que soy una mujer atractiva, aunque mi marido dejase hace tiempo de recordármelo. Quizá no esté hecha para alguien como él. Mido casi un metro setenta y hago mucho ejercicio en mi trabajo, soy maestra de Educación Física. Además, salgo a correr siempre que mis obligaciones laborales y familiares me lo permiten. Gracias a ello, ostento un culo menudo a pesar de haber sido madre, mis pechos están en su sitio, y si bien ya no soy una chiquilla, mis ojos azul turquesa me siguen dando un aire fresco e inquietante para los hombres. Por eso llevo las uñas largas y afiladas, para mantenerlos a raya.
Como ya os habréis dado cuenta, otro de mis defectos era desear siempre algo más, alguien mejor… Esa siempre ha sido una constante en mi vida. Un coche deportivo, una casa en el centro, otro trabajo y por qué no, un hombre que hiciese que me temblar al acercarse y que me faltase el aire cuando me mirara. Alguien que me animara y ayudara a hacer las locuras que dan sentido a la vida, y no que reprimiese mi deseo de adoptar el perro que había deseado desde niña. Quiero disfrutar de alguien que me haga enloquecer y me de un amor irracional. Alguien que me trate como a su diosa en todo momento, pero que me someta al darme placer tal y como me gusta. Tenía que saber de una vez qué sentía una mujer estando con un hombre así.
20 de Septiembre de 2018.
El día que llegó nuestro invitado me arreglé un poco más de lo habitual. Ya era media tarde, por lo que quería que mi aspecto fuera el ideal para salir de cañas por ahí. Me vestí informal, pero mona. Vaqueros pirata ceñidos de color claro (las faldas no me van) y blusa blanca entallada que acentuara mis pechos y mi piel morena. El pelo, rizado y con mechas rubias naturales, en un recogido sexy, apenas maquillada, lo justo para resaltar mis ojos azules y labios sugerentes, y por supuesto, taconcitos. Lo reconozco, a veces soy un poco engreída, pero conozco bien mis armas femeninas y si me lo propongo puedo ser letal.
El timbre sonó a las cinco de la tarde y Alfonso, que estaba en el despacho, fue a abrir. Entonces lo vi…
Me quedé impresionada, quiero decir, no era el tipo de hombre que me imaginaba, no sé, tipo Indiana Jones con ropa caqui, no, nada de eso, era un caballero corpulento, moreno, elegante y fresco a pesar de los años vividos. Con pelo muy corto y mirada intensa, dientes blanquísimos y facciones marcadas entorno a una inquietante sonrisa de chico malo. Y Dios, ¡qué brazos!… Llevaba una camiseta entallada de color gris, que dejaba a la vista unos bíceps fornidos de piel tostada y unas grandes manos que sujetaban como si nada su equipaje.
Cuando pasó frente a mí me fijé en sus vaqueros envejecidos, en el bulto al lado izquierdo de la cremallera y en su trasero redondito. Caminaba altivo sobre sus sandalias, sólo gracias a mis tacones no era más alto que yo. En el tobillo derecho intuí un misterioso tatuaje. Me quedé pasmada como tonta frente a él.
― Alberto, te presento Adoración, mi mujer.
― Llámame Dora ―corregí a mi esposo.
― Un placer, Dora ―me dijo acercándose para darme un par de besos en las mejillas.
Su olor era una intensa mezcla de sudor y alguna fragancia sport masculina. Olía a un hombre seguro de sí mismo y te hacía sentir protegida. Parecía uno de esos tíos con nervios de acero que siempre lo tienen todo bajo control.
Me quedé inmóvil mirando sus ojos, de un verde ceniza que parecían escogidos para su tono de piel y su cabello negro. Era un portento de hombre. Comprobé por el hueco de su camisa que llevaba un colgante metálico, parecía un silbato. Vamos, un tío sexy, muy sexy.
― Hola. Encantada.
— Es un silbato, para llamar a mi perro —explicó al darse cuenta de que yo me había fijado en su colgante.
¡No podía ser! Aquel buenorro además tenía perro, con lo que a mí me gustaban…
Así, fortuitamente, empezó nuestra primera conversación, hablando sobre perros. Aunque me avergüence reconocerlo, durante aquella charla hubo un preocupante intercambio de miradas que por suerte pasó desapercibido para mi marido. De una forma u otra, nuestros ojos parecían destinados a encontrarse. Alberto tenía unos ojos que volvería loca a cualquier mujer. Además, estaba convencida de que él también se había fijado en mí, lo cual me hizo sentir halagada y algo más…
Ese fue mi primer y premonitorio encuentro con el amigo de mi marido. Lo que siguió fue un sueño que superó a la más tórrida de mis fantasías.
Durante la tarde preparé una cena especial para darle la bienvenida a nuestro huésped. Luego me duché. Encerrada en el baño, miré la cuchilla de afeitar y pensé que tal vez… bueno… no sé. Al final decidí arreglar un poco mi pubis. Me afeité dejando un coqueto triángulo de vello que luego recorté con ayuda de las tijeras. Me vi sexy muy frente al espejo, comprobando que mi pubis resultaba más bonito. Para terminar, opté por verter en mi intimidad tres gotitas de colonia de mora de Ives Rocher, un aroma fresco y ligeramente dulce que siempre me sugiere encuentros ardientes. No sé la razón por la que lo hice, me apeteció y ya está.
No podía dejar de pensar en la intensa forma en que Alberto me había mirado. Creo que yo había hecho lo mismo. Sí, estaba segura. Ansiaba y temía estar cerca de él, ya que no sólo me apetecía conocerle, también ansiaba explorar su cuerpo.
Después me fui al dormitorio y muy nerviosa me dispuse a vestirme. Me miré en el espejo y me puse de perfil. A pesar de mi edad me consideraba una mujer atractiva. “Tiene un buen par de tetas”, dirían muchos. “¡Menudo culo!”, reconocerían todos.
Toc – Toc – Toc
― ¿Sí?
― Disculpa Dora… ¿Puedo utilizar la ducha?
Era Alberto desde el otro lado de la puerta.
―Claro, estás en tu casa ―dije lo más cordial que pude― Tienes toallas limpias en el armario.
Guau, al estar tan cerca de él sonaron todas las alarmas de mi cuerpo, quedándome unos instantes sin respiración.
― Vale, gracias ―respondió.
Hubiera querido decirle que entrara, y preguntarle si estaba guapa así ó si prefería que me pusiera un vestido. Pero no lo hice, evidentemente. Decidí ponerme uno de mis conjuntos favoritos, uno negro, el color que nunca falla. Luego cubrí mi cuerpo con un vestido camisón que me quedaba a medio muslo, un vestido de elegantes y bonitos bordados. Dudé un instante si ponerme medias, pero no lo hice. Deseaba estar deslumbrante, pero puesto que íbamos a cenar en casa llevar medias resultaría excesivo. Pasé entonces a decidir que zapatos me pondría, me repasé el maquillaje y recompuse mi recogido dejando unos mechones caídos a cada lado. Por último, me puse unas gotas de Coco Chanel y los comedidos zapatos de tiras que había escogido. Con ellos puestos resaltaba el color morado con que había pintado mis uñas.
Al salir de nuestra habitación escuché el agua. El tío se estaba duchando y no había cerrado la puerta. Me pregunté si no lo habría hecho de forma intencionada, pero entonces recordé que el pestillo de esa puerta hacía meses que no funcionaba y que Alfonso no hacía caso de arreglarlo. Mi marido estaba en el salón, tenía la tele encendida.
“Y si echara un vistazo”, me dije, ¿qué mal hacía eso a nadie? Solamente una pequeña ojeada para calmar mi inquietud, por supuesto. Una inocua miradita que no haría daño a nadie. El destino quería hacerme pecar. Aquella puerta quedaba justo al lado de la ducha, sólo tendría que acercarme y mirar un instante… sin hacer nada de nada. Caí en la tentación e intentando no hacer ruido me aproximé un poco a la puerta del cuarto de baño.
Como un cazadora furtiva, dirigí mi mirada hacia esa presa prohibida. Yo, una mujer casada mirando a otro hombre enjabonándose el pelo con champú con los ojos cerrados. ¡Qué músculos! ¡Qué brazos! ¡Qué todo! Apenas cabía en nuestra ducha, Dios mío. Entonces, se giró para coger el gel de la repisa al otro lado y pude intuir unos grandes pectorales. ¡Por dios!Tenía el cuerpo de uno de esos nadadores de los Juegos Olímpicos. Su piel era morena, sus hombros robustos, sus brazos enormes, su vientre escultural y su sexo… Su sexo se balanceaba de un lado a otro a medida que Alberto se enjabonaba. Ciertamente prometedor. Me quedé tan atónita, desconcertada y se me secó la boca. También me llegó ese olor corporal tan fuerte y explícito. Mi nerviosismo y excitación acabaron obligándome a apretar las piernas como si tuviera ganas de orinar.
― ¿Dora, cariño?
Casi me da un infarto. Era mi marido, voceando desde el salón.
― ¿Qué pasa? ―pregunté
― Vienes ya ó qué.
― Un momento —contesté volviendo sobre mis pasos hasta nuestra habitación.
Me encerré en el baño de nuestro dormitorio. Estaba atacada y mi corazón latía desbocado. La mezcla del miedo a que mi marido me hubiera pillado, y lo cachonda que me había puesto la imagen de aquel tío duchándose hizo que perdiera los papeles. Me subí el vestido y vi que estaba mojada. ¡Mis braguitas! Me toqué por encima y sentí el tejido empapado en mis dedos. Apoyada sobre el lavabo, sin darme cuenta de lo que hacía, empecé a batir aquel fluido transparente que brotaba de mi sexo.
Con los ojos cerrados, recordé la polla del amigo de mi marido. Había perdido el control, no entendía qué me ocurría. No dejaban de volar en mi mente los tormentos a los que Alberto me podría someter. Esos brazos podrían aguantarme suspendida en el aire mientras me ensartaba en su polla. Sus fuertes manos sujetaría mi cintura mientras le galopo sobre el suelo. Esa polla, cuánto me gustaría chupársela hasta hacer que se corriera o meneársela y hacerle esparcir su esperma sobre mi cara. Ese cuerpazo musculoso me zarandearía como a un trapo al someterme a cuatro patas o quizá me hundiría en el colchón bajo su peso. Esa boca...
Me masturbé como una loca hasta que el orgasmo me hizo desfallecer. Tuve que apoyarme en el lavabo para no caer al suelo. Allí estaba yo, con las bragas a medio bajar, fantaseando con el amigo de mi marido y disfrutando de la imparable propagación del orgasmo.
¿Por qué? ¿Por qué no podía controlarme? Me subí las bragas y traté de serenarme. Todavía no sabía lo que estaba a punto de ocurrir.
Durante la cena, estaba tan atacada que apenas pude probar bocado. Mi marido se sentó a un lado y Alberto al otro. Nuestro invitado llevaba un sencillo polo azul marino que le sentaba de escándalo. Una fila de botones deliberadamente desabrochados dejaba entrever su torso y aquel colgante. Tampoco podía dejar de admirar sus brazos. Sus bíceps se tensaban con cada movimiento, no había visto nada igual. Me resulta bochornoso y exasperante que la simple presencia de aquel hombre pudiese trastornarme de semejante manera.
Confieso que al comienzo de la cena, deseé que Alberto aprovechara para tocarme por debajo de la mesa, que acariciara mis muslos subiendo después hasta donde él quisiera. Aquella idea me excitó de tal forma que la dureza de mis pezones no tardó en poner a prueba la tela del vestido. Aquel claro indicio de excitación no escapó a la atenta mirada de Alberto, provocando una ligera sonrisa por su parte.
A medida que avanzaba la cena y nada ocurría, la desilusión fue haciendo mella en mí. Contrariada y decepcionada, me di cuenta de que me había engañado a mi misma al ilusionarme como una quiceañera con tener algo con el amigo de mi marido.
― ¿Voy por más vino? ―preguntó mi marido.
― Por mí sí ―dijo Alberto levantando su copa casi vacía y mirándome a la espera de mi opinión.
— Bueno, sí ―respondí preocupada de que mi marido se ausentase para ir a la cocina.
Sin la presencia de Alfonso me sentía indefensa, no me atrevía ni a mirar a su amigo. Estaba a punto de perder los estribos.
― Estás preciosa.
― ¿Cómo? ―pregunté incredula. Si había oido bien, aquel hombre acababa de aprovechar la ausencia de mi arido para piropearme.
― Estás preciosa con ese vestido ―repitió pícaramente.
― Gracias.
― Y ese perfume que llevas no me deja pensar.
Alberto se me quedó mirando en silencio. Quería saber cómo se llamaba mi perfume.
― Coco Chanel —respondí.
― No, no puede ser. Huele a flores, a fruta.
No contesté. No podía. Alberto había olido la colonia de mora con la que había impregnado mi pubis. ¿Cómo? ¡No era posible...! ¿Por qué diablos tardaba tanto mi marido?
― Si no estuvieras casada…
¡Joder, joder! Disimulé como si no hubiera oído nada, mi marido volvía justo en ese momento. Sonreí aunque las palabras de Alberto no paraban de resonar en mi cabeza: “...te haría el amor ahora mismo, aquí, encima de la mesa”. Eso había dicho.
― Aquí traigo el vino. No lo encontraba. Un Cinco Almudes. ¿Qué te parece?
― ¡Estupendo! —contestó Alberto― ¡Ahora mismo no querría otra cosa! ―exclamó Alberto mirándome de reojo.
Incómoda, me levanté inmediatamente. Estaba tan nerviosa que volvía a tener ganas de orinar.
― ¿Te ocurre algo, cariño? ―me preguntó mi marido.
― No. Voy al baño. Perdonad.
Tuve que salir de allí. De lo contrario, me habría arrojado sobre Alberto como una leona.
Cuando pasé al baño eché el cerrojo, aún seguía sobresaltada por las palabras de Alberto. “...te haría el amor aquí, encima de la mesa”. Frente al espejo, intenté respirar lenta y profundamente para calmar mi estado de nervios. Me miré en el espejo y empecé a asumir la atracción que sentía hacia el amigo de mi marido. Con sólo pensar en aquel hombre el corazón me palpitaba y un cosquilleo recorría todo el cuerpo. En ese momento, llamaron a la puerta.
― ¿Dora? ¿Te encuentras bien?
¡Era Alberto!
― Sí, sí. Salgo enseguida.
No podía creerlo. ¿Cómo había consentido mi marido que Alberto se levantase de la mesa? Luego recapacité y recordé que después de todo Alberto era enfermero.
Abrí la puerta y me quedé mirándole sin decir nada. Alberto me agarró por la cintura y me besó. Pese a que traté de resistirme, su fragancia neutralizó mi voluntad, su pasión me volvió loca y finalmente acabé correspondiendo sus labios con los mios. Le besé como si le hubiera estado esperando cien años. Nuestras bocas se revolvieron nerviosas e impacientes.
― Suéltame, por favor ―supliqué al fin.
― Ojalá te hubiera encontrado antes que él.
― Mi marido… Alberto ―sollocé intentando no alzar la voz.
No respondió. En lugar de eso, me apretó contra él y metió por detrás una mano bajo mi falda. De pronto sentí como sus dedos alcanzaban mi sexo.
― ¡Joder, cómo estás! ―susurró en referencia a lo empapadas que debían estar mis bragas― Me encanta que te hayas pintado las uñas de los pies. Lo has hecho para mí, ¿verdad?
La perspicacia del amigo de mi marido me acabó de desarmar. Llevaba razón, hacía siglos que no me pintaba las uñas de los pies.
― ¡No...! ¡Así, no! ―empecé a gemir en cuanto percibí como uno de sus dedos desplazaba a un lado la goma de mi ropa íntima y se adentraba en mi interior.
Sin dejar en ningún momento de besarme con angustia, las manos de Alberto avanzaban imparables hacia su destino y pronto, apartándome las bragas a un lado sentí que empezaba a hurgar en lo más profundo de mí ser. Yo luchaba por no entregarme a él, por no ceder a la tentación, al hambre. Pero ya no podía oponerme, en aquel instante mi cuerpo era suyo, y mi piel arcilla que Alberto moldeaba hábilmente con sus manos. Le acogí dentro de mí con auténtico frenesí.
― ¡Para! ―traté de revolverme.
― ¿Por qué? Es lo que deseas, igual que yo.
Intenté negarme, pero no por mucho tiempo. Al final claudiqué a su boca, a su dedo, a su deseo y luego empecé a comerle la boca totalmente desquiciada.
Todo esto sucedió en apenas treinta segundos, no más. Treinta segundos que se consumieron apresuradamente, como la mecha de un cartucho de dinamita.
― Alberto, ¿está bien? ―preguntó mi marido desde el pasillo.
Rápidamente nos separamos. Me alisé el vestido y me recompuse.
― Ya parece que está mejor ―dijo Alberto con tranquilidad― Debe haber sido una bajada de tensión como te he dicho. Hoy ha apretado el calor.
“¡Casi nos pilla!”, pensé asustada.
― ¿Qué te pasa, cariño? ¿Estás colorada?
― Deja, tengo calor ―dije al salir, evitando mirarle a los ojos.
― ¿Quieres que vayamos al médico?
― No, no... Debo de estar a punto de empezar con el periodo.
Miré a Alberto al incorporarme a la mesa. Ahora hablaba con Alfonso como si no hubiera pasado nada. “¡Quién se cree que es para tratarme así!”, me dije enojada.
Una vez en la mesa, brindamos con vino. “Por nosotros”, dijo mi marido y chocamos las copas. Cuando tomé el primer sorbo me distrajo aquel frenesí que habían dejado los dedos de Alberto dentro de mí. Casi me atraganté con el vino ya que por la rugosidad de sus manos parecía como si hubiera tenido una polla en mi vagina segundos antes. Era como esa extraña sensación de gustazo cuando haces pipí después de estar mucho tiempo aguantándote. Agaché la cabeza para aguantar aquel rescoldo entre mis piernas. Crucé las piernas y miré hacia Alberto cada vez más encrespada. “¿Cómo se ha atrevido el muy sinvergüenza?”.
― Dora, estás muy rara. Dijo mi marido visiblemente preocupado. ―Será mejor que vayamos al médico. Tal vez te haya sentado algo mal.
― ¡He dicho que no! ―dije golpeando en la mesa con la palma de la mano― ¡Y deja de beber vino! ―exclamé enojada.
Miraba a Alberto de reojo. Debido al creciente picor en mi vagina empezó a costarme hablar con naturalidad. Era un auténtico suplicio. Mis bragas empezaban a filtrar la humedad de mi sexo y pronto empaparía la tapicería de la silla. Nunca me había pasado nada parecido.
De repente, Alfonso se agarró a la mesa casi tambaleándose.
― ¡Vaya, qué sueño me está entrando! ―dijo mi marido extrañado.
― No estás acostumbrado a beber ―afirmó Alberto con sorna.
― Pues no sé…
― Alfonso, ¿te ocurre algo? ―pregunté mirándole a él primero y luego a su amigo.
“¡Qué cabrón!”, pensé al ver en los ojos de Alberto que él tenía algo que ver con esa súbita somnolencia de mi marido.
― Bueno. Será mejor que nos vayamos todos a dormir ―sentencié.
Alfonso hizo ademán de levantarse, pero su trasero no se movió de la silla. En vez de eso, su rostro fue descendiendo lenta pero inexorablemente hasta caer sobre el postre.
―Alfonso, ¿estás bien? ―dije asustada, pero al no obtener respuesta miré a Alberto y le acusé de todo― ¿Qué le has hecho? Le has echado algo en el vino, ¿verdad?
― Sólo un poco de Valium, de verdad ―afirmó como si tal cosa― Lo que pasa es que ha bebido demasiado vino. Me temo que va a dormir del tirón hasta mañana por la tarde.
―Y a mí, que me has puesto a mí. Tengo el coño ardiendo, imbécil.
― No, preciosa. Tú te has puesto cachonda solita ―se eximió el amigo de mi esposo— y ahora será mejor que hagamos algo.
Alberto cogió a mi marido de las axilas y lo llevó a nuestro dormitorio. Yo fui detrás sin poder dar crédito a lo que estaba pasando. Una vez en nuestro cuarto, Alberto echó a mi marido sobre la cama y me pidió que le ayudase a ponerle el pijama. El pobre roncaba ya como un oso.
― Seguro qué no le pasará nada ―pregunté muy preocupada.
― No, a él no…, pero a ti puede que sí ―dijo poniéndose serio― Sé cuando una mujer desea comerme la polla.
Alberto pretendía acusarme de ser yo la culpable de todo aquello por no controlar mi deseo. Sonó tan seguro de lo que acababa de decir que olvidé de inmediato mi enfado y empecé a preocuparme. Noté mis rodillas flaquear y entonces, Alberto me cogió la nuca y me besó otra vez. Yo cerré los ojos y le dejé hacer como una quiceañera.
― ¿Por qué haces esto? ―pregunté desconcertada.
― Creo que está bastante claro. Lo hago por ti ―dijo como si fuese algo obvio― Esta mañana pasé al baño después de que te masturbaras. El olor de tu sexo me ha vuelto loco, Dora.
― Calla —supliqué.
― Una mujer hecha y derecha como tú lo que necesita es follar, no masturbarse como una cría.
Aquella contundente forma de hablar me desarmaba. Mi silencio equivalió a darle la razón, a suplicar que me follara. Esa certeza prendió hasta el último poro de mi piel, y el deseo comenzó a preparar mi cuerpo para lo que estaba por llegar.
― Si quieres podemos follar aquí ―dijo Alberto empujándome sobre la cama... ¡¡Junto a mi marido!!
― ¡No, aquí no! ―supliqué atónita.
― Se lo tiene merecido, Dora ―comenzó a hablar echándose sobre mí, subiéndose a la cama con una rodilla a cada lado de mis caderas― Si tú fueras mi mujer, invitaría a todos mis amigos a jugar al póquer y te follaría entre partida y partida. Imagínatelo, te haría gritar para que todos te oyeran.
― ¡Cállate! ―grité horrorizada.
Alberto sonrió al tiempo que se escurría hacia los pies de la cama. Me sorprendió cuanto tiempo se entretuvo lamiéndome los deditos, sin ni siquiera quitarme los zapatos. Lo hizo con grandes síntomas de fetichismo. Su lengua era como una serpiente deslizándose entre mis dedos, para lamerlos y saborearlos. Cató con sus cariñosos labios cada centímetro de mis piernas. Besó y exploró con la punta de su lengua la cara oculta de mis muslos.
Volvió sobre sus pasos lamiendo el empeine de mi pie, el tobillo, la pierna, probando la tersura y firmeza de mis muslos. Aquel largo preámbulo me estaba aturdiendo. Yo me estremecía por las cosquillas y el placer, reía y gemía a partes iguales. Tenía sus rasposas mejillas entre mis muslos, su diestra lengua en mi ingle, sus dedos apartándome las bragas para llevarse mi sexo a la boca. Sexo que en realidad ya era suyo, pues yo se lo entregaba completamente embriagada por su buen hacer.
Recuerdo que no dejaba de recriminarme a mí misma: “Estoy casada, pero me muero de ganas de que este tío me coma el coño ¡Cómo puedo ser tan puta!”. No podía dejar de pensar esa clase de cosas.
En realidad yo nunca había hablado abiertamente con mi marido sobre la infidelidad. Quizá de haberlo hecho hubiéramos permitido de mutuo acuerdo las relaciones extramatrimoniales esporádicas. Ya era tarde para eso, mientras yo divagaba Alberto había llegado a mi sexo y empezó a dedicarle toda su atención. Su lengua revolvió sin remilgos aquel cenagal pringoso e indecente que tenía entre mis piernas.
― Estás empapada ―me incriminó.
― Yo... Yo no soy así ―me defendí de la injusta acusación del amigo de mi marido que, no en vano, había metido ya uno de sus dedos en mi sexo.
Al mismo tiempo, su pérfida lengua buscó mi clítoris para atormentarlo cuando, sin previo aviso, desgarró de un enérgico tirón la costura de mis bragas. No pude evitar un pueril chillido al ver a aquel animal ensañarse con mi delicada lencería.
― Fuera bragas ―proclamó arrojándolas contra la pared.
Alberto me miró y empezó a chupar y lamer donde le dio la gana, metiendo y sacando su dedo de mi vagina como si fuese un consolador.
Me quedé sin respiración de la rapidez con que aquel hombre me hizo subir los primeros tres peldaños de la escalera del orgasmo. Fui consciente de que no podría soportar aquella extenuante tortura por mucho tiempo. El habilidoso amigo de mi marido haría que me corriese en cualquier momento.
― ¡Qué coño tan rico tienes, pequeña zorra!
― ¡Sigue! ―reclamé, ya fuera de mí.
Me excitó que me llamase zorra. Así era precisamente como me sentía: una zorra desesperada por tenerle. Le deseaba como nunca había deseado a ningún hombre. Ansiaba que recorriese todos los caminos de mi cuerpo, que hallara cada senda en mi piel.
El chapoteo de su lengua sonaba alto y claro mientras yo asía con fuerza las sábanas y me tapaba la boca para no gritar.
Con la punta de su lengua, Alberto dibujó sobre los húmedos labios de mi sexo las primeras letras del abecedario. La A, la B, la C, D, E… y estallé de gusto. Jadeé y chillé como una loca, derramando mi placer sobre la colcha de la cama.
― Eres una gran anfitriona. Hacía tiempo que no comía tan bien ―dijo con sorna.
― Hijo de puta ―le insulté entre dientes, casi sin resuello.
Al intentar incorporarme vi a Alfonso durmiendo a mi lado, roncando a trompicones. Había dejado un cerco de saliva en la almohada. No se había movido ni un milímetro. Estaba durmiendo a gusto a pesar del trajín que nos traíamos su amigo y yo.
Junté las piernas y admiré a su amigo como si este fuera una obra de arte. Sus robustas piernas, un abdomen firme provisto de un bonito ombligo, unos brazos poderosos y una sonrisa maliciosa que me enloquecía. Intuí una marcada erección bajo la entrepierna de su pantalón. Lucía una piel bronceada gracias a la cantidad de horas que debía pasar haciendo deporte al aire libre. La anchura de sus hombros le hacían parecer aún más corpulento. Su cabello, oscuro y muy corto para disimular las entradas.
Alberto pasó su dedo índice por la cara interna de mi brazo, acariciándome sin apenas tocarme. Eso me vuelve loca y él lo tuvo que notar. El vello de mi brazo se iba erizando a medida que su dedo quemaba mi piel. No me preguntéis cómo ni porqué, pero aquel hombre parecía conocer todas mis debilidades.
Comenzamos a besarnos de forma sosegada y empecé a imitar sus caricias, sólo que mi dedo subió deliberadamente más de lo debido hasta topar con algo duro cerca de su cintura.
De pronto Alberto atrapó mi labio inferior y me mordió con fuerza.
— ¡Ah! —le rehuí a causa del dolor, pero Alberto comenzó a besar mi cuello justo debajo de la oreja y poco a poco le fui aceptando de nuevo. Era inútil nadar contra corriente.
¡Plas!
Recibí por sorpresa un fuerte azotazo que resonó por toda la casa. Aquel azote no fue un castigo, si no una tosca petición de sometimiento.
Luego metió su mano entre mis piernas una vez más y yo le dejé hacer. Por la libertad con que su dedo se movió dentro de mí intuí que seguía húmeda.
Busqué su cremallera y la bajé con una elocuente sonrisa. Luego metí la mano dentro y le agarré la polla. No me sentí decepcionada. Si bien su erección aún no era completa, estaba claro que Alberto tenía una buena polla. Yo no había conocido otro hombre que mi marido, así que me llamó la atención que no tubiera piel cubriendo su glande. Alberto estaba circuncidado.
El amigo de mi marido me estaba devastando con un solo dedo. Mi sexo respondía a su provocación con un estallido de lubricación que hizo que pronto se volvieran a distinguir aquel mismo chapoteo indecente entre mis piernas. Le miré a los ojos mientras sacaba su miembro del pantalón, mordiéndome el labio inferior con un deleite casi incontenible. Le agarré la polla con suavidad y empecé a masturbarle.
Alberto hizo algo que yo no esperaba. Mirándome, sacó su dedo de mi sexo y me lo puso en los labios. Mi olor jugoso y embriagador me llegó al cerebro, y cuando le chupé el dedo los ojos de Alberto se llenaron de deseo. Me puse a masturbarme, orgullosa de mi coño, totalmente pringoso, ávido e inmoral y el se dio cuenta.
― Zorra ―dijo en tono de alabanza mientras yo le meneaba la polla con firmeza― Esta noche dejaremos que Alfonso descanse. Yo me ocuparé de ti.
A mí me encantó su propuesta, y de hecho hervía de ganas de tenerle dentro. Su miembro era mejor que la de mi marido, la miraras como la miraras no había comparación. Sabía que él quería follarme, pero yo le detuve.
― ¿Qué? ―preguntó inquieto.
― Quiero comértela antes.
― Perfecto ―dijo sorprendido.
Alberto se sentó sobre sus pies y se echó hacia atrás. Su sonrisa era malvada, sinvergüenza, prepotente y perfecta. No era para menos, su pollón se erguía rampante como el cañón de un navío. Entonces levantó sus musculosos brazos y agarró el cabecero de forja de nuestra cama de matrimonio. Su miembro era un mástil robusto y del tamaño de una de esas enormes bananas tropicales.
Aunque estaba bastante acongojada por el falo de Alberto, afronté el reto con decisión. Utilicé mis largas y cuidadas uñas para arañar su abdomen mientras con la otra mano sacudía fascinada aquel hermoso miembro viril. Agarrarla con la misma mano donde llevaba mi alianza de matrimonio me pareció insanamente excitante. Mi forma de jugar con su esbelta hombría parecía gustarle tanto como a mí misma. Alberto se quedó mirando al techo con cara de gusto mientras se la meneaba.
― ¿No te la querías comer? ―me urgió al fin.
La sujeté por la base y me la metí de inmediato dentro de la boca. En un primer momento me limité a saborear con pasión. Ya era mía, no importaba si mi marido se despertaba, no iba a soltar la verga de Alberto pasara lo que pasara. Empecé a succionar con fuerza aquella fuente de pecado. Aún casada, una mujer tiene necesidades y aquel hombre estaba dotado para aliviarlas todas.
Empecé a lamer su polla de arriba abajo, a lo largo, deteniéndome en la cúspide de tanto en tanto para saborear su glande. Grueso y esponjoso como un suculento boletus, lo saboreé como la delicia que era.
― Está riquísima —tuve que reconocer— Qué pena que no me quepa entera.
Alberto apoyó una mano en mi nuca para acompañar mis movimientos. Devoré su polla como una víbora para luego hacerla resurgir lentamente entre mis labios.
― ¡Oh sí! ¡Qué bien la chupas, Dora! ¡Qué maravilla! —me alabó Alberto.
¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!
― ¿Quieres que te folle ese conejito tan rico que tienes?
― ¡Sí! ―supliqué chupando como loca aquella polla inabarcable.
― ¡Ah! ―protestó el amigo de mi esposo― ¡Cuidado con los dientes!
― Lo siento.
Aquel hombre logró que emergiera toda mi furia sexual. Sé que le hice la mejor mamada que había hecho en mi vida. Su polla me sumió en la angustia de un deseo sin futuro, pues pensaba que aquello no se volvería a repetir.
―Para, para, ¡Joder!
Alberto me cogió del pelo y me hizo poner a cuatro patas. Igual de salvaje y sin ningún miramiento, agarró su polla y me la metió hasta el alma. Lancé un ahogado gemido, más de estupor que de placer. Pero él continuó hundiendo en mí toda aquella cosa, sacudiéndome con rudos embates hasta lo más profundo de mí ser. Toda la cama se estremecía al ritmo que Alberto imponía contra mi trasero, y perdí todo rastro de vergüenza.
― ¡Sí, fóllame! —le jaleé.
Alberto lo hacía de una forma indescriptible. Complaciéndome como nadie lo había hecho hasta entonces, sin detenerse ni un momento, zarandeándome hasta el punto de obligarme a hundir mis largas uñas en la colcha para no caer de bruces.
― ¡Hazme galopar! ―exigí con desesperación.
¡Plas!
― ¡Qué culo tienes, cabrona! ―bramó al darme un fuerte azote, para meterme un dedo después.
La traicionera invasión de mi esfínter me dejó anonadada. Fui su yegua durante un buen rato, al punto que aquello se convirtió en una suerte de doma sin cuartel.
Luego Alberto tiró de mis brazos para que me irguiera y poder así besar y chupar mi cuello a la vez que me follaba. Ya dije que tenía una buena polla.
La cama se agitaba con tanta fuerza que el cabecero metálico empezó a chocar contra la pared. Espantada, volví a mirar a mi marido. Era imposible que no se despertara con aquel escándalo.
Mis tetas comenzaron a botar al ritmo que marcaba la polla de aquel semental. Yo seguía sujeta de los brazos, así que las contemplaba balancearse de forma alborotada sin poder hacer nada.
― ¡Sí! ¡Sí! —chillé a punto de llegar al orgasmo por segunda vez.
Al hacerlo, al correrme como una posesa me acordé de mi marido y busqué con pánico su rostro, pero seguía inexplicablemente dormido.
― Te has vuelto a correr ―dijo Alberto cogiéndome de la barbilla.
— ¡Uf! Sí... ¡Ay! —confirmé lánguidamente al recibir una de sus profundas embestidas.
Incansable, la polla de mi amante continuó atravesando con dulzura mi vagina en ambos sentidos, saliendo hasta el umbral y luego entrando hasta el fondo, hasta chocar con mi útero. Sin embargo, poco a poco la fuerza de sus arremetidas aumentó hasta convertirse en un vaivén estruendoso. Alberto me follaba tan fuerte que acabé desplomándome sobre el colchón acabando mi rostro justo frente al de Alfonso. En ese momento creí ver que Alfonso apretaba los párpados.
— ¡Ah! —rezongué cuando Alberto me volvió a meter su miembro sin miramientos.
“¿Estará fingiendo?”, me pregunté a la vez que me follaban. Imaginé por un momento que así era, que mi marido era consciente de todo y que, aunque se estaba haciendo el dormido, escuchaba escuchando todo lo que hacíamos. Aquella idea me animó a ser todavía más depravada.
― ¡Sí! ¡Fóllame! ―gruñí apretando los dientes.
Aplastada bajo el peso del amigo de mi esposo intuí una vez más esa plenitud que había alcanzado dos veces ya. Volví a sentirme fuera de control.
― ¡Tú sí que sabes follar! ―afirmé en obvia comparación con mi esposo.
Desquiciada, acerqué mis labios al oído de mi esposo y le dediqué unas malintencionadas pero sinceras palabras.
― ¡Joder Alfonso, qué bien me está follando tu amigo!
Aquella ruin confesión me dejó paralizada. Paralizada bajo el fuerte latigazo que me atravesó y tensó hasta el último de mis músculos. Un nuevo orgasmo me sumió en espasmos y jadeos.
Acabé agotada, sí, pero sobre todo confundida y ofuscada, dado que al volver a mirar a mi marido ya no tuve dudas. Aunque no se movía, el gesto de su cara no era el de alguien que duerme. Demasiado forzado, demasiada tensión en sus ojos, incluso tenía el ceño fruncido.
― Espero que tomes la píldora, porque voy a llenarte de semen ―me advirtió.
Hubo entonces tres segundos de duda y una súbita idea. En ese fulminante instante de silencio comprendí que debía averiguar si, tal y como yo pensaba, mi marido se estaba haciendo el dormido. Sin embargo, el plan que se me acababa de ocurrir no estaba exento de riesgo.
― ¡Aún no! ―me precipité― ¡Fóllame el culo, cabrón!
Al recordar mis palabras todavía me cuesta creer que fuese capaz de proferir semejante barvaridad.
Mi treta funcionó. Aunque mi marido siguió fingiendo que dormía fui testigo de como levantaba las cejas. Tenía los ojos cerrados, pero no logró ocultar su estupor. No era de extrañar, esa era una línea roja que él nunca había osado cruzar.
A pesar de lo vil de mi conducta, Alfonso no reaccionó, no se opuso, no dijo ni una palabra, y fue precisamente la indignante indiferencia de mi marido la que me incitó a ponerme a gatas para ser sodomizada por su amigo Alberto.
— ¿Quieres que…? —por educación, Alberto se abstuvo de terminar la pregunta.
— Sí, ¿qué pasa? —respondí molesta.
— Eres la primera que me lo pide… a la primera.
— ¿Ah, sí? —contesté incrédula.
— Sí —dijo mirándome como si yo fuera la mujer mas sexy del mundo.
Yo nunca se lo había pedido a nadie, y si lo acababa de hacer había sido únicamente por el monumental cabreo con mi marido. Aún así, me apoyé con los codos sobre la cama y arqueé la espalda. Mi culo quedó elevado como indiscutible protagonista. De aquella desvergonzada manera le ofrecí al amigo de Alfonso mi orificio más sagrado, ese templo que todos los hombres veneran.
Alberto hizo una mueca de complacencia ante lo explícito de mi postura y supo que mi apuesta no había sido un farol. Se abalanzó sobre mí sin pensárselo dos veces. Metió un par de dedos en mi sexo y atacó mi trasero a lengüetazos. Estuvo un buen rato comiéndome el culo como si de un delicioso sorbete se tratara. Luego se incorporó y con un alarde de flexibilidad fue a sentarse justo a mi lado. Sin tantos modales como antes, Alberto me agarró del pelo y me hizo tragar la mitad de su miembro. El amigo de mi marido pretendía evitar que yo protestara, quería que yo estuviese entretenida cuando escupió entre mis nalgas y me metió su pulgar en el culo.
Aunque no hubiese tenido su miembro en la boca no me habría quejado, ya que Alberto también atendía mi clítoris con el dedo índice de esa misma mano. Ese hombre era un artesano del sexo. De hecho, enseguida logró sincronizar el movimiento de su pulgar con el de su polla entrando y saliendo de mi boca.
Alberto rebañó los flujos de mi sexo y los untó entre mis nalgas. Entonces tuve la certeza de que al fin me iban a redimir de todos mis años de fiel y abnegada esposa. A pesar de todo, cuando Alberto violentó mi trasero con un par de dedos volví a gimotear.
Durante aquel afanado prólogo le oí escupir un par de veces más. Su saliva y mi flujo se aliaron para dilatar mi esfínter, y al sacarme la polla de la boca supe que se disponía desvirgar mi culo. Sí, Alberto iba a ser el primero.
Alberto sabía que yo ya estaba preparada y me hizo recostar sobre la cama para tumbarse luego detrás de mi espalda. Me besó en el hombro, apoyo con cariño su pecho contra mi espalda y por último puso su falo entre mis nalgas.
―Así es mejor —dijo dando a entender que en esa postura todo iría como la seda.
Me sentía tan segura envuelta entre sus brazos que apenas me inquietó que encajara su miembro en mi estrecho agujero.
Alberto fue aumentando la presión, poco a poco, hasta lograr someter mi esfínter y entrar en mí con más facilidad de la que yo jamás hubiera imaginado. No fue un suplicio si no una gozosa e inverosímil sensación por lo antinatural de aquel acto. Si bien era su miembro el que circulaba en sentido contrario, realmente la temeraria era yo por permitirlo.
Alberto se quedó inmóvil susurrándome cosas al oído que yo no atendí. Sus manos surfearon mi piel mientras dejó que me acostumbrase a él. Todo eran contrastes. Me sentí segura pero dominada, protegida pero mancillada, jodida pero satisfecha. Era tan irónico que aquel hombre me acariciara con dulzura mientras me daba por el culo.
Aquel delicioso malestar se fue mitigando paulatinamente, dando paso a un placer sucio y prohibido.
― Nunca te han follado el culo, ¿verdad?
― y tú cómo lo sabes —pregunté exhausta.
― Estas demasiado nerviosa para tener experiencia. Demasiado callada.
Era cierto, si no hubiera sido la primera vez para mí habría empezado a gemir mucho antes.
Cuando mi amante empezó a entrar y salir entonces sí perdí los papeles.
― Esto es lo que querías, ¿verdad, amor? —le dije a mi marido.
― ¡Cálla! ―gruñó Alberto tapándome la boca.
El amigo de mi marido continuó bombeando lenta pero contundentemente.
¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —clamé de placer pues mi culo ya apenas oponía resistencia.
Así, unos minutos más tarde Alberto empezó a follarme de verdad, poseyéndome como un animal. Sus potentes sacudidas volvieron a hacer resonar las paredes una y otra vez, sin descanso ni piedad.
¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! —hasta que al fin me la metió entera y ya no la sacó.
Cuando noté que Alberto empezaba a eyacular me precipité en un último y devastador orgasmo. Mi culo se contrajo de inmediato aferrando su miembro entre mis nalgas. Sentí como Alberto bombeaba su esperma dentro de mí y eso me sumió en un estado de conmoción que todavía perdura en mi memoria.
Nos quedamos tumbados unos instantes envueltos en la depravación que emana una mujer sodomizada. Tendidos, apuramos la felicidad que nos acabábamos de regalar el uno al otro.
Esperamos a que su erección fuese cediendo por sí sola, pues sentía tal quemazón que me espeluznaba que intentara sacármela. Sin embargo, he de confesar que aquel escozor avivó el placer de tenerle sobre mí, haciéndome sentir sometida y satisfecha.
Atento a cada detalle, Alberto comenzó un masaje que me recorrió de los pies a la cabeza. Sus manos bailaron sobre mi cuerpo sudoroso un sinfín de compases, sumiéndome de nuevo en un estado letárgico, adormeciéndome igual que la suave brisa en el patio de mi abuela.
Sólo una vez pasado el efecto narcótico del orgasmo atisbé la catástrofe. El tonar de Torre Mangana me espabiló. Sólo entonces, reflexioné sobre lo que había hecho y me asusté. Me encontraba en un punto peligroso de mi vida donde podía hacerme mucho daño. A la sazón miré a Alfonso que parecía seguir dormido y supe que ya nada volvería a ser igual.
21 de Septiembre de 2018, San Mateo.
La luz entra con maldad a través de la ventana de la cocina. Estoy sola, Alfonso y Alberto ya se habían marchado cuando logré salir de la cama. Hoy es festivo en Cuenca y, según la nota que había sobre la mesa, mi marido y su amigo se han ido a andar a Valdecabras, una preciosa aldea muy cercana a la ciudad, pero en plena naturaleza. Es allí donde Alfonso y yo solemos salir a correr hasta perdernos por sus arroyos y sendas.
Son las doce del medio día. Después de que mi suegro viniera a recoger a Bárbara me he tumbado a tomar el sol en la terraza. Resacosa, me he dejado remozar por los cálidos rayos de luz y me he puesto a leer con una cerveza a mano, cualquier cosa antes que pensar sobre lo ocurrido.
El teléfono me avisa, pero la cerveza lleva más tiempo esperando. Mi marido sugiere que en lugar de comer en casa vayamos a un hotel-restaurante de las afueras, la Cueva del Fraile. Al parecer, Alberto nos quiere invitar a comer en agradecimiento por nuestra hospitalidad.
A mi llegada, me encuentro a Alfonso y Alberto en el patio del restaurante, riéndose de sus años de universidad. De nuevo aquella repetida historia de cómo se colaban en una residencia de estudiantes sólo para chicas. Jóvenes e idiotas, saltaban desde el grueso muro del patio trasero hasta una de las ventanas de la primera planta, jugándose la vida por un revolcón. Es fácil dejarse engañar por aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pensé.
Les miro. Por el lado conocido veo seguridad y confianza, por el otro, un abismo.
Tras apenas saludarlos nos vamos para dentro, ya es tarde. El camarero se acerca y mi marido solicita una de las mesas más apartadas. Cuando ya me iba a sentar, mi marido apoya su mano en mi cadera y dice algo que me hiela la sangre.
— Métete debajo de la mesa.
Aquella se convirtió en la tarde más tórrida de mi vida. Les dejé exhaustos, sí, pero a costa de acabar casi muerta sobre la cama. No quedó nada que no tomaran de mí. Quién iba a pensar que compartiéndome con otro hombre mi marido fuese a recuperar a la esposa que ya daba por perdida.

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