Olivia: Infidelidad Obsesiva.

En aquella época yo vivía felizmente casada con mi primer marido, tenía veintiocho años, y ya había nacido el mayor de mis dos hijos. Como muchas parejas, iniciábamos una nueva etapa llenos de ilusión, en la que nos acabábamos de comprar un piso.
Como nuestra economía se lo podía permitir gracias al trabajo bien remunerado de mi esposo, ambos, habíamos decidido que yo redujera mi jornada laboral.
Por las mañanas yo dejaba al niño en la guardería, por las tardes, lo recogía de la mi suegra, ella estaba encantada de poder pasar unas horas con su nieto. Cuando mi marido salía de trabajar, pasaba a continuación por casa de su madre, para buscar al niño.
Por lo tanto, yo tenía todas las mañanas libres. Había decidido aprovechar ese tiempo para matricularme de un par de asignaturas, que me habían quedado colgadas de la carrera.
Llevábamos tan pocos días viviendo en nuestro nuevo hogar, que todavía no conocía a ninguno de mis vecinos. Hasta que una mañana, al volver de dejar a mi hijo en la guardería, coincidí con un señor de unos cincuenta años en el ascensor.
—Buenos días —, saludé amablemente.
Él ni siquiera me respondió, tan solo con un gesto instintivo arqueó las cejas. Iba a apretar el botón del ascensor de mi rellano de escalera, cuando vi que ya estaba pulsado, entonces deduje que sería un vecino que viviría en mí misma planta.
Al cerrarse la puerta del ascensor y ponerse en marcha, pude ver por el espejo del fondo, que el antipático personaje no me quitaba ojo con total descaro. Eso me hizo sentir realmente incómoda, incluso tiré de forma instintiva de mi corta falda hacia abajo, sin conseguir tapar una zona más amplia de mis expuestas piernas. Él debió de percatarse de mi fallido intento.
—Bonitos muslos —, dijo con una voz grave y profunda.
—Gracias —, respondí tremendamente cortada —¿Vive aquí? —, le pregunté intentado rebajar la tensión de su inoportuno comentario —Mi marido y yo nos hemos mudado hace unos días.
—Si, ya lo sé —, dijo recorriéndome de arriba abajo con la mirada —Os escuché ayer.
—Perdone, tenemos un niño de año y medio y algunas noches llora un poco cuando lo acostamos. —Me disculpé.
—No, no se trata de eso. No fue precisamente al niño al que escuché —Dijo con una burlona sonrisa en los labios, justo cuando se abrió la puerta del ascensor.
Salí tras él, y vi que abría justo la puerta que estaba al lado de la mía. Una vez que entré en casa me quedé pensativa. «¿A qué se refería con que nos había escuchado?», me pregunté, encontrando casi al instante la respuesta.
La noche anterior, como casi todas, había hecho el amor con mi marido. Ambos éramos bastante ardientes, y puede que nos hubiéramos excedido. Aunque no recordaba que hubiera sido una noche especialmente tórrida.
Intenté hacer memoria, mi marido me había comido un rato el coño hasta que me había dejado casi a punto de alcanzar el clímax. Luego yo me había puesto encima de él, cabalgando, hasta que nos habíamos corrido casi al mismo tiempo.
Cuando por la noche acostamos al niño, y me quedé a solas con mi marido, le relaté el comentario que me había lanzado el vecino de al lado.
—¿Crees que nos pudo escuchar cuando hacíamos el amor? —, le pregunté.
—Cariño, estoy seguro que más que oírnos, te escucharía gemir a ti —, dijo riéndose de la situación.
—No recuerdo que fuera un polvo del otro mundo —, le respondí un tanto confundida.
—Ya sabes que cuando estás cachonda, no puedes reprimir tus gemidos. Pero me encanta verte disfrutar. No le des más vueltas—, trató de tranquilarme mi marido, dándome un abrazo.
—¿En serio? ¿Crees que hago más ruido que otras mujeres? Tendré que tener cuidado a partir de ahora. ¡Qué vergüenza! — Exclamé sonrojada.
Nunca me había planteado, que fuera una mujer especialmente ruidosa a la hora de expresar el placer, que podía sentir, cuando practicaba sexo
Esa noche cuando por fin nos metimos en la cama y comenzamos hacer el amor, sin saber muy bien el motivo, me excité aún más que de costumbre.
Comencé a imaginarme al seco y descargable vecino escuchar con atención al otro lado de la pared. No pude reprimirme, me lo imaginaba masturbándose. Recordé su forma de mirarme en el ascensor, con total descaro.
Mi marido comenzó a comerme el coño, mientras dos de sus dedos alcanzaban el interior de mi vagina, ya no pude aguantar más. Había tratado hasta ese momento de ahogar mis gemidos, mordiéndome la mano hasta clavar mis dientes. Pero el placer que me estaba proporcionando mi esposo, era demasiado intenso para poder retenerlo dentro. Entonces retiré la mano de mi boca.
—¡Ahhh… siiiií…! ¡Qué bien me comes… el coño! ¡Que gustooooo!
Alex, estaba tan acostumbrado a mis jadeos, que ni siquiera se acordaba de mi vecino. Seguía insistiendo, intentando hacerme llegar al orgasmo.
Yo lo sujetaba fuertemente por la cabeza, pegando su boca a mi vagina. Ahogándolo contra mi sexo, muerta del gusto y del morbo que estaba sintiendo.
—¡Me corroooo….! ¡Sigueeee…! ¡Siiiii, qué bien…!. ¡Sigue, cariñoooo…! ¡Ahhh...! ¡Ahhh….! ¡Ahhh…! — Grité sin poder ni querer evitarlo, al llegar al clímax.
Una vez que logré recuperarme, me tocaba a mí darle placer a mi esposo. Entonces agarré de forma decidida su gruesa verga, y comencé hacerle una buena mamada, como a él siempre le ha gustado que se la haga.
Cinco minutos después, Alex dormía como un bendito, en cambio yo no era capaz de conciliar el sueño. Solo hacía que pensar en mi incómodo vecino de al lado.
«¿Me habría escuchado? ¿Se habría masturbado? Seguro que sí…», pensaba complacida y muerta de vergüenza a partes iguales.
Pasaron dos o tres días, y yo prácticamente me había olvidado del desafortunado encuentro con mi vecino.
Cuando una mañana cuando iba a llevar a mi hijo a la guardería, Justo cuando estaba guardando las llaves en el bolso, no sé si sería coincidencia o me estaría esperando, pero el caso es que él también salió de su casa en ese momento.
Nada más verlo me sentí avergonzada.
—Buenas días rubia ¿De paseo con el niño tan pronto? —, me preguntó con una mueca burlona en los labios.
—No. Voy a llevarlo a la guardería —, respondí empujando el cochecito hasta el ascensor.
—Anoche no te escuché —soltó él de repente.
—¿No sé a qué se refiere? —, dije interrumpiéndole de forma cortante e intimidatoria, mirándole con despreció con la cabeza alta, ya que, con los tacones puestos, yo le sacaba media cabeza de altura.
—Me refiero que no te escuché como te corrías —, comentó con total descaro y naturalidad —Llegué tarde, y supongo que a esa hora tu marido ya te habría dado lo tuyo —Dijo entrando en el ascensor, justo cuando las puertas se abrían.
No pude evitar entrar tras él, me negaba a esperar que bajara las siete plantas, para tener que llamar yo de nuevo al ascensor. «No pienso dejarme intimidar», pensé enojada.
—¿Supongo que una mujer como tú, llevará el chochito depilado? —, interrogó mirándome de forma socarrona.
—¿Una mujer como yo? —, pregunté llena de rabia.
—Me refiero a una mujer tan cachonda como tú — respondió sin perder su estúpida sonrisa.
—¡Imbécil! —, exclamé con aplomo —¡Qué sabrás tú de mujeres! —, añadí en el mismo tono.
—¿Tienes el chocho depilado? —, insistió sin sentirse herido en su amor propio.
No contesté. «¿Pero que se ha pesado este idiota?», no dejaba de repetir, deseando llegar a la planta de abajo.
Esa mañana dejé al niño en la guardería, sin poder quitarme las groseras palabras de mi vecino de la cabeza.
«Se lo diré a mi marido. Tal vez si Alex habla con él, y le pone las cosas en su sitio, deje al fin de molestarme». Pensé totalmente indignada.
«Que me hubiera escuchado correrme cuando hacia el amor con mi esposo, no le daba derecho a hablarme de esa forma».
Pero al final decidí no comentarle nada a mi marido esa noche. Sabía que Alex a veces no tenía demasiada mano izquierda, y yo no quería un enfrentamiento entre ellos. Acabamos de comprarnos el piso, y no quería forzar tensiones con ningún vecino.
Esa noche cuando hicimos el amor, gemí como siempre. Además, con el aliciente de pensar que seguramente, él me estaría escuchando, y se estaría masturbando. No podía evitar pensarlo, y aún menos podía eludir que ese morboso pensamiento, encendiera aún más mi lívido
A la mañana siguiente volvimos a coincidir en el ascensor. Nunca he creído en las coincidencias. Estaba segura que él me esperaba mirando por la mirilla de la puerta, para salir al mismo tiempo que yo de casa, y hacerse así el encontradizo.
—Buenos días —, dije sin tan siquiera mirarlo a la cara.
Pero esta vez no obtuve respuesta. Esa mañana no abrió su grosera boca en ningún momento, ni hizo ningún tipo de gesto o comentario. Solo me miraba de arriba abajo, sin ningún tipo de filtro.
Los días se fueron repitiendo. Por las noches yo hacía el amor con mi esposo, sabiendo que él estaría escuchando. Pero por las mañanas, el antipático personaje salía al mismo tiempo que yo de casa, y compartíamos el ascensor sin dirigirme ni una palabra.
Hasta que una mañana, no sé aún porque lo hice. Fue como si alguien hablara dentro de mí. Juro que no lo tenía para nada premeditado.
—Si —, afirmé escuetamente.
Entonces él me miró, sonriendo de nuevo con su gesto burlón y grotesco.
—¿Sí? ¿A qué te refieres? —, preguntó de forma socarrona, sabiendo de sobra a que me refería.
—Que sí, que tengo la rajita rasurada —, confirmé muerta por la vergüenza.
—Muy bien, eso me gusta —, me respondió —¿Llevas bragas, o tanga? —, me interrogó sin dejar de mirarme a los ojos.
Yo intenté aguantar su mirada, pero justo en el momento en que comencé a responderle, no pude aguantar y miré el suelo.
—Tanga —, respondí con un hilo de voz.
—¿De que color? —, quiso saber.
—Blanco —, respondí cada vez más cortada.
—Mañana, quiero que te pongas uno negro para mí ¿Has entendido? —, me preguntó con tono autocrático.
Yo respondí moviendo con un gesto afirmativo, moviendo la cabeza.
—No te he oído — manifestó para obligarme a decirlo.
—Sí, lo he entendido —, dije sin poder mirarlo a la cara.
«¿Por qué le había dicho que sí? ¿Es que acaso iba a ponerme un tanga negro solo porque me lo pidiera? ¿Qué quería decir, con que me pusiera un tanga negro para él?», las preguntas invadían mi cabeza, nada más que salí a la calle.
Recuerdo la mañana siguiente. Busqué las bragas más feas y discretas, de todas las que tenía. Encontré unas de color carne, que ni siquiera las recordaba. Cuando salí de la ducha me vestí y me las puse decididamente.
«Pero que se habrá pensado ese salido? ¿Pensaba que le iba hacer caso?», me dije, sonriendo.
Pero justo cuando iba abrir la puerta me asaltaron las dudas. Es como si algo dentro de mi cabeza, me obligara a seguir su morboso juego. Corrí por el pasillo hasta llegar a mi habitación, abrí la mesilla y cogí un tanga negro de encaje.
Me bajé las bragas a toda prisa, las tiré al suelo con desprecio, y me puse en su lugar, el tanga negro que acaba de coger de la mesilla.
Como cada mañana, ambos salimos de casa al mismo tiempo. Ni siquiera hablamos mientras esperábamos el ascensor en el rellano. Pero una vez que entrábamos, y las puertas se cerraban, todo cambiaba
—Levántate la falda. ¿O prefieres que te la arranque yo? —, dijo de forma autoritaria.
Entonces obedecí sumisa. Levanté mi faldita por la parte de atrás, mostrándole lo que él deseaba ver.
—Menudo culazo de zorra tienes —, dijo si tan siquiera tocarme.
Yo estaba muerta de miedo. Por un lado, deseaba que las puertas del ascensor se abrieran al llegar al piso de abajo, pero otra parte de mí, estaba deseando sentir una de sus manos sobre mis expuestas nalgas.
Le había sido infiel a mi marido en alguna ocasión, pero me había prometido cambiar. Estaba muy ilusionada con nuestro nuevo proyecto de vida juntos. Nuestro hijo, ya hablábamos incluso de tener otro, nos habíamos comprado el piso, teníamos buenos trabajos, además, Alex era muy atento conmigo, y yo sabía que estaba enamorada de él.
«¿Por qué me comportaba de esa forma, con un hombre por el que ni siquiera encontraba ningún tipo de atracción física?». Era una especie de magnetismo insano, el que sentía por ese cincuentón antipático.
Bajé mi faldita, e intenté esforzarme por no dejarme arrastrar por ese impulso que sentía hacía él. Notaba palpitaciones en mi vagina, sabía que estaba húmeda, me sentía peligrosamente excitada.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, salí tirando del cochecito de mi hijo, que dormía plácidamente.
Esa mañana no regresé a casa, Me dio miedo encontrarme con mi vecino nuevamente en el ascensor. Tenía que poner fin a todo esto. Una cosa era haber encontrado un punto de excitación, al saber que él escuchaba al otro lado de la pared, y otra, era haberme subido la falda.
Pero esa noche cuando mi esposo se acostó a mi lado y comenzó a besarme, salió de golpe toda la excitación que yo había sentido esa mañana. Necesitaba su verga en lo más profundo de mi sexo.
—No aguanto más —, dije casi al comienzo de nuestros juegos de precalentamiento. —¡Métemela! — Casi le supliqué incorporándome del colchón, y poniéndome a cuatro patas.
Alex me miró algo confundido, sabía que yo era una mujer muy ardiente, que me gustaba el sexo tanto o más que a él. Pero también conocía que me encantaban los preámbulos, las caricias y los besos, el sexo oral… Para mí el sexo es un conjunto de etapas, y circunstancias que me gusta ir saboreando una detrás de otra.
—Cariño, métemela ya. Estoy muy puta hoy —, le confirmé.
No se lo tuve que repetir. Alex se puso detrás de mí, azotando con fuerza mis nalgas hasta dejarlas enrojecidas, tal y como sabía que a mí me gustaba. El sonido de sus cachetes contra mi culo, restallaba por la habitación, como si de un látigo se tratara.
Pero esa noche mi sexo estaba tan hambriento, que al poco de comenzar a penetrarme, me corrí como una puta loca. Pocas veces he alcanzado el clímax de una forma tan rápida y fulminante.
—¡Joderrrrrrrr! Como me gusta sentir tu polla dentro —, grité poseída por un alto grado de excitación y de placer. Podía notar correr la humedad de mi coño, resbalando por la cara interna de mis muslos.
Mi marido, seguramente al verme tan cachonda, tampoco aguantó demasiado y derramó su caliente leche en lo más hondo de mi vagina.
Ni siquiera me levanté a lavarme al bidé como hacía todas las noches después de follar. Estaba agotada seguramente por la presión, y los sentimientos de culpa que llevaba sintiendo todo el día.
«Mañana saldré antes de casa, de esa forma él no estará preparado, y así no tendremos que compartir el ascensor», pensé justo antes de quedarme por fin dormida.
Pero durante el día, yo pasaba y sufría diferentes trasformaciones en mi estado de ánimo. Por las mañanas, no podía evitar estar deseando verlo. Me levantaba tan húmeda y cachonda, que había probado a masturbarme en la ducha, pero no había forma de rebajar esa tensión sexual. Luego, el resto del día, me asaltaban molestos sentimientos de vergüenza y de culpa, donde me juraba a mí misma que no volvería a hacer nada de lo que estaba haciendo.
Salí a la misma hora que de costumbre, esperando ardientemente verlo.
—Buenos días —, dije esperando al ascensor.
Él no respondía casi nunca a mis saludos, solamente me miraba de arriba abajo, como si estuviera haciendo una radiografía de mi cuerpo. Como si yo fuera un objeto de su posesión.
Cuando cruzaba la puerta del estrecho habitáculo, era el momento más complicado para mí. Se me secaba la boca y me sentía terriblemente tensa y nerviosa, nunca sabía por dónde iba a salir esa mañana. Mi corazón se aceleraba, por unos minutos podía sentir una violenta taquicardia.
—Anoche estabas más cachonda que de costumbre. Tus gemidos eran aún más intensos —, dijo con su voz grave y cavernosa.
No dije nada, mis manos permanecían apoyadas en el cochecito del niño, disimulando como podía la excitación que él me provocaba.
—¿En qué posición te corriste? —, me preguntó.
—A cuatro —, respondí como una estúpida autómata sin voluntad propia.
—Como una buena perrita, solo te faltó ladrar —dijo riéndose mientras levantaba mi faldita.
No dije nada. Me quedé quita esperando, deseando ansiosamente sentir una caricia.
Entonces se puso de cuclillas, manteniendo su cara casi pegada a mis exhibidas nalgas. Noté como sus manos agarraban la goma del elástico de mi tanga, entonces comenzó a tirar hacía abajo, cerré las piernas un poco, para facilitar la labor de que me bajara las bragas.
Pero él, a pesar del sitio y el momento, se tomó su tiempo. Disfrutando de cada centímetro en que mis bragas, se deslizaban, primero por mis muslos, y luego por mis piernas, hasta que por fin bajaron hasta los tobillos.
Me agarró directamente por uno, como indicándome que levantara esa pierna. Yo obedecí, Entonces el sacó mis bragas, con cuidado de que no se quedasen enganchadas en mis tacones.
—Levanta el otro pie —, me indicó con un tono más dulce que de costumbre.
Obedecí, como una buena yegua domada y domesticada. Cuando por fin tuvo mi tanga en su poder, se puso de pies. Entonces bajó mi falda, que hasta ese momento había permanecido subida hasta mi cintura. Incluso, se paró a colocármela correctamente con cierto mimo. No me tocó en ningún momento, lo que incrementó mi deseo de que lo hiciera.
«¡Méteme mano! ¡Me arde el coño! ¡Tócame!» Gritaba una voz dentro de mí.
Entonces lo miré, estaba oliendo mis bragas, luego me sonrió y las guardó, doblándolas cuidadosamente en el bolsillo de su chaqueta.
—Me encanta tu olor a hembra. ¡Huelen a perra! — Comentó sin ningún pudor. —Si quieres recuperarlas, ya sabes donde vivo —añadió sin parar de sonreír, coincidiendo justo en el momento, en el que se abría la puerta del ascensor. Dejándome sola y perpleja, con mi hijo dentro.
A pesar de que ir sin bragas por la calle no era algo nuevo para mí, no por ello, la sensación de ir sin ropa interior en público, siempre me ha provocado una excitación especial
«Se podía quedar con las bragas. Para nada iba a forzar un encuentro con la excusa de ir a buscarlas. Además, esta vez en su propio terreno. Ya había llegado demasiado lejos. Esto tenía que acabar», no dejaba de darle vueltas al asunto dentro de mi cabeza.
Justo cuando me disponía a introducir la llave en la cerradura de mi casa, se abrió la puerta de al lado. Era él, se me quedó mirando fijamente. Estaba apoyado en el marco de la entrada.
Intenté meterme en casa antes de que me dijera alguna de sus lindezas, pero con los nervios, las llaves se me cayeron al suelo. Entonces intenté agacharme con mucho cuidado, la falda era muy corta y recordaba que por su cumpla, no llevaba bragas.
—¿Quieres pasar a mi casa a recoger tu tanga? —, me preguntó de forma jactanciosa.
Dudé si semejante pregunta, merecía respuesta por mi parte.
—Puedes quedártelo —, dije justo al tiempo, que conseguí abrir por fin la puerta.
—Me masturbaré con él esta noche cuando te escuche gemir como la puta que eres —añadió antes de que yo cerrara de un fuerte portazo.
Esa noche en la cama, cuando mi marido comenzó a besarme intenté hacerme la remolona.
—Estoy cansada. He estado estudiando todo el día —, mentí intentando quitármelo de encima.
Pero Alex insistió. Me conocía desde que tenía quince años, y sabía de sobra que tenía que hacerme, para poder levantarme nuevamente la lívido.
Poco tiempo después, noté su boca sobre mi sexo. Su juguetona lengua comenzó a buscar mi clítoris. Puse mi mano sobre mi boca, no quería dejar escapar ni un solo gemido. Pero pronto me imaginé al hombre masturbándose con las bragas que el mismo me había quitado esa mañana.
Un dolor seco me hizo volver a la realidad, me había mordido el dorso de la mano, se notaba perfectamente el dibujo y la forma de mis dientes, como una radiografía clavados en mi piel.
En ese momento, noté los dedos de Alex entrando dentro de mi sexo, mientras su boca me hacía estremecer de gusto.
—¡Fóllame, jódeme como a una puta! — Grité ya fuera de mí.
Mi marido me hizo caso, me volteó quedándome boca abajo. Yo abrí las piernas, cuando noté su verga rozando mi vagina.
—¡Joderrrrrrrrrrr… que gustooooooo! — Dije cuando noté como se abría paso en el interior de mi sexo.
—¡Córrete cariño, córrete! ¡Vamos Olivia, quiero oír como te corres! — Me decía mi marido sin dejar de entrar y salir de mi coño.
—¡Dame fuerte, más fuerte! ¡Joderrrr dame más! ¡Me corro, me corroooo! ¡Me corrooooo…! ¡Ahhhhh...! ¡Ahhhh…! ¡Síiiiiiiii…! ¡Me corrooooo…! ¡Qué gustoooooo!
Dormí de un tirón toda la noche. A pesar de que siempre me ha encantado madrugar, esa mañana si hubiera podido, me hubiera quedado el día entero en la cama.
Estaba emocionalmente agotada. Pensé en quedarme en casa. Avisar a mi suegra y decirle que no fuera a buscar al niño por la tarde, que no iba a llevarlo ese día a la guardería. Sin embargo, al final decidí que no podía perder el día. Estaba retrasada con las asignaturas. Además, tenía que enfrentarme a mis propios temores y demonios.
«Pensándolo bien, nunca me ha tocado. Jamás me ha rozado, ni tan siquiera cuando me bajó las bragas, se atrevió a meterme mano. ¿Por qué entonces le iba a tener miedo? No había hecho hasta ese momento prácticamente nada» Me decía a mí misma intentando restar importancia a lo que había pasado.
No se porque siempre le damos más importancia a lo que hacemos que a lo que sentimos Cuando muchas veces son más peligrosos los propios sentimientos, que los actos.
—¡Cabrón de mierda! — Grité con todas mis fuerzas en mi dormitorio, con la esperanza que él pudiera oírme. —¡Déjame en paz! — Chillé casi al borde de las lágrimas.
Acto seguido salí de casa, arrastrando la sillita de mi pequeño.
Llamé al ascensor, esperé nerviosa. Por fin llegó y se abrió la puerta. Entonces entré ansiosa, mis dedos temblaron cuando pulsé el botón de la planta de abajo. La puerta se cerró. Respiré aliviada, pero por dentro, no pude dejar de sentir una gran decepción.
«Tal vez me haya escuchado gritar. Habrá pensado que lo mejor será dejarme tranquila», intenté razonar, sin sentirme totalmente convencida.
Entonces no sé porque lo hice, pero cuando llegué a la planta de abajo, volví a pulsar a la séptima. El ascensor se puso en marcha de nuevo, esta vez en sentido inverso.
Aproveché el trayecto para sacarme las bragas. Cuando el ascensor se abrió, salí decidida hasta su entrada, dejando mis bragas abandonadas en el pomo de su puerta. Entonces escapé como alma que lleva al Diablo. Subí de nuevo al ascensor, y bajé de nuevo a la calle.
Nada más llegar abajo me arrepentí de lo que acaba de hacer. Era un punto de no retorno, estaba convencida. Yo misma lo estaba animando a que siguiera, le estaba dando alas para que continuara con su maléfico juego de dominación hacia mí.
«¿Qué has hecho Olivia?», me pregunté intentando encontrar una respuesta que nunca acerté a comprender.
Nada más dejar al niño en la guardería, decidí volver a casa. No pensaba volver a pasar el día escapando del propio destino, que yo había decidido para mí esa mañana.
«¡Mis bragas no están! Alguien las ha cogido, supongo que habrá sido él», pensé mientras buscaba nerviosa las llaves de mi casa en el bolso.
Entonces se abrió su puerta. Se me quedó mirando, esta vez su semblante era serio, casi severo y circunspecto.
—Hola Olivia —, me saludó con tono adusto.
—¿Cómo sabes mi nombre? —, pregunté confusa.
—Así te llama tu marido, se lo he oído decir a él, alguna noche—, me contestó. —Pasa —, dijo retirándose de la puerta y desapareciendo de mi vista.
Yo dudé. Todavía estaba a tiempo. Aún no había llegado demasiado lejos, en realidad, no había pasado nada.
«¿Pero eso era lo que en realidad quería?», me pregunté a mí misma
Crucé la puerta y me asomé a un oscuro pasillo que me recordó una sinuosa caverna. No lo vi, no había el menor rastro de él. Pero desde el fondo de la casa, lo escuché decirme con su tono autoritario.
—¡Vamos! Pasa de una puta vez y cierra la puerta.
Obedecí en silencio. Cerré la puerta temblando y asustada, avanzando por el largo y oscuro pasillo como una dócil oveja que va directamente al matadero. Recuerdo perfectamente el olor a humedad, hacía frío.
—¿A qué has venido Olivia? —, escuché su voz, con un tono aun más tenebroso del que recordaba.
Avancé hasta él. Crucé una puerta y entré en un dormitorio. Él me esperaba sentado en una cama que permanecía deshecha de varios días.
—No lo sé. En realidad, no sé qué coño estoy haciendo aquí —, respondí con franqueza.
—Al otro lado del cabecero de la cama, está tu dormitorio —, me dijo apuntando con un dedo.
—Lo sé —, le confirmé. Intentando hacer audible el débil hilo de voz que salía de mi boca.
Entonces me fije, mis dos tangas estaban sobre una de las mesillas que había junto a la cama.
—Ven, siéntate aquí conmigo. Hoy por primera vez vas a estar del otro lado —Dijo apuntando el tabique que separaba ambas casas.
Me acerqué y me senté justo a su lado, sobre el colchón.
Entonces paso su mano sobre mi camiseta a la altura de mis voluminosos pechos, pude notar a través de la tela de la camiseta el calor de la yema de sus dedos, sobre uno de mis pezones.
—¿No llevas sostén? —, preguntó por inercia conociendo de sobra la respuesta.
—No, casi nunca lo llevo. Solo me lo pongo con cierta ropa que me aplasta el pecho —, negué confirmando su sospecha.
—¿A tu marido no le importa que vistas como una puta? —, preguntó intentando humillarme.
—¿A qué te refieres? Él nunca se ha metido en la forma en la que visto. Tampoco se lo permitiría, ni a él, ni a nadie —, afirmé rotunda y convencida.
—Vas sin sostén, siempre llevas unas minifaldas escandalosamente cortas, y a veces, te he visto con escotes que enseñas la mitad de estas tetazas —dijo intentando palpar y cogerla inútilmente en la cavidad de su mano. —Además, estando tan buena, llamas aún más la atención.
—Gracias —, dije sin saber muy bien la razón de mostrarme agradecida.
—¿Me das las gracias por decir que vistes como una puta? —, preguntó volviendo a la carga.
No dije nada, permanecí callada, era obvio que el motivo de darle las gracias había sido por decirme que estaba buena, no porque pensara retrógradamente que una mujer que viste, un poco atrevida, va provocando como una puta.
—¡Quítate la camiseta! — Dijo con su tono áspero y tajante que no admitía discusión posible.
Me saqué la camiseta y la dejé a los pies de la cama, dejando mis senos al descubierto.
—¡Qué buenas tetazas tienes, zorra! — Dijo mirándolas con ansia, como un hambriento espectador, que no ha sido invitado al festín, y ve pasar los platos a su lado.
—¿Quieres tocarlas? —, lo invité con deseo de sentir sus manos sobre mis pechos.
—¡Ponte de pies! — Ordenó dejándome muerta de ganas y con la palabra en la boca —Ayer me dijiste que tenías el coño depilado —, me recordó.
Me levanté, mientras él permanecía sentado en la cama, situándome de frente. Me levanté la corta faldita de cuadros rojos, dejando mi sexo a corta distancia de su cara. Cogí su mano entre las mías, y la coloqué directamente sobre mi vagina. Por fin pude sentir el tacto de su piel sobre mi desnudo cuerpo.
—¿Te gusta mi rajita? ¿Has visto lo mojadita que está? —, dije con tono morboso, mientras él comenzaba a meterme dos de sus dedos dentro de mi coño —Así cariño… méteme tus deditos dentro —, añadí estremecida de las ganas y del placer que sentía
Los abundantes fluidos de mi sexo, comenzaron entonces a resbalar por sus dedos, llegando incluso a gotear hasta el suelo. Podía notar mis muslos mojados, de cuando había estado sentada.
—¡Ven acá perra! — Dijo liberando mi sexo, agarrándome por las nalgas y acercándome aún más a él.
Entonces noté como su boca llegaba a mi coño. Comenzó recorriendo con su lengua toda mi vulva, noté como mis labios vaginales era absorbidos prácticamente por entero por su hambrienta boca.
Me quería morir de gusto. Incluso tuve que apoyar mis manos en su cabeza para no perder el equilibrio. Pero justo cuando la punta de su lengua, buscó por fin mi abultado clítoris, creí desvanecerme de gusto.
—¡Joderrrrrrrrrrr! — Dije sin poder contener un largo suspiro.
Mis gemidos hicieron que él reaccionara, encendiéndose aún más. Se levantó y me empujó violentamente contra la cama. Me sacó toscamente mi falda, que yo había hasta ese momento mantenido levantada. Abrí mis piernas, levantándolas todo lo que pude, como invitándolo a continuar.
Él se lanzó como un animal salvaje, siguió con verdadera maestría comiéndome el coño. Me daba tanto gusto, que mis gemidos eran continuos y me impedían casi poder enlazar palabras enteras.
Perdí la noción del tiempo, solo sé que me hizo correr dos o tres veces, hasta dejarme exhausta. Mis piernas temblaban como si tuvieran espasmos nerviosos.
—Para por favor, no puedo más —, le supliqué intentando despegarlo de mis muslos.
—Mira lo cerda que te has puesto —, dijo apuntando las sábanas debajo de mi sexo.
Entonces vi un gran circulo oscureciendo la tela de las sábanas, humedecidas con mis propios fluidos.
—Lo siento —, dije mitad sonriendo, mitad avergonzada.
—Ahora quiero que te vayas —, dijo de pronto con un tono tan severo, que me produjo un verdadero escalofrío.
—¿No quieres follarme? —, me atreví a preguntarle sorprendida, pues nunca me había pasado nada parecido.
—Cuando quiera follarte, lo haré —, dijo secamente — Solo te follaré cuando lo necesites tanto, que seas completamente mía —, añadió de una forma, que sonó como una inminente amenaza.
—Estoy aquí completamente desnuda y abierta de piernas para ti. Mira como he dejado las sábanas. Crees que puedo entregarme aún más a alguien —, le respondí deseosa que se dejara de milongas, y comenzara a follarme como un hombre.
—¿No me has oído? ¿Además de ser una zorra, también eres sorda? ¡Lárgate de una puta vez! —, exclamó de una forma tan violenta, que incluso pude notar como su rostro enrojecía de ira.
No añadí nada más. Cogí mi camiseta, mi falda y uno de los tangas que estaban encima de la mesilla, y me vestí, sin encontrar arrestos suficientes para mirarlo a la cara.
Salí de la habitación, sin acabar de vestirme del todo, avanzando por el oscuro y largo pasillo en silencio, terminando de colocarme la minifalda. Llegué a la entrada de la casa, él no me acompañó, prefirió quedarse en la habitación viéndome huir.
—¡Puto impotente de mierda! —, grité justo antes de abrir la puerta de la calle y cerrarla de un fuerte portazo, que hizo casi temblar el edificio.
Recuerdo que estaba rabiosa con el mundo. Primero conmigo misma, por haberme dejado arrastrar al juego de un desconocido, que me podía complicar la vida, y por el que ni siquiera sentía una especial atracción física. Era algo mucho más intenso y oscuro. Era una especie de atracción insana, que no podía controlar. Me sentí como una imbécil, seguía excitada, a pesar de haberme corrido como una loca.
Sabía que, a pesar de mi enfado, en el caso que él llamara en ese momento a mi timbre, yo abriría la puerta y me dejaría follar como él quisiera.
«Estaba en sus manos ¿Qué problema tenía? ¿Por qué no había querido follarme? ¿No me deseaba? Sabía que eso no era cierto, nadie te come el coño de esa manera si no siente un fuerte deseo…», mi cabeza no dejaba de maquinar absurdas ideas, dando vueltas a todo lo que acaba de vivir, como una centrifugadora.
Me di una ducha, quería despejarme, quitarme la sensación de su boca sobre mi coño, de sus manos en mis muslos. Me cambié de ropa, necesitaba aclararme, salir a la calle, escapar de allí. Maldije el momento en el que se nos ocurrió, a mi marido y a mí, comprar ese piso, en ese maldito edificio.
Abrí la mesilla para coger unas bragas, pero entonces vi las que me acaba de quitar tiradas en el suelo. Entonces las cogí, las miré, las olí.
«Se habrá masturbado con ellas», quería pensar que sí. No podía estar segura, pero solo saber que las había tenido en sus manos, que las había olido…
Decidí ponérmelas, sentí un inmenso cosquilleo cuando la tela del tanga se introdujo clavándose y desapareciendo entre mis nalgas. Me subí la goma del elástico, tirando hacía arriba. Entonces noté la tela clavada sobre los labios de mi vagina. Me gustaba la sensación, era como volver a sentirlo acariciándome.
Salí de casa, haciendo todo el ruido posible al cerrar la puerta. Deseaba que él se diera cuenta que estaba allí. Me lo imaginaba mirando por la mirilla, mirándome excitado, deseándome.
Entonces toqué el botón del ascensor, quería que saliera, que me acompañara al bajar las escaleras. Que se atreviera a detener ascensor con el botón de parada de emergencia, que me pusiera contra el espejo, levantara mi falda y me follara salvajemente allí mismo.
Pero no salió de casa, no escuché el menor ruido ¿Habría salido él también? ¿Estaría espiándome? La decepción que sentí fue tremenda, cuando se cerró la puerta y ascensor comenzó a descender hasta la planta de abajo.
Cuando salí a la calle recordé que ni tan siquiera sabía su nombre. Ni siquiera podía insultarlo, gritando interiormente su asqueroso nombre.
Comencé a caminar, sin que mi cabeza ordenara a mis pies que me llevaran a ninguna parte. Tomando un rumbo indeterminado, simplemente quería alejarme de casa cuanto antes. Ni siquiera me fui de tiendas como solía hacer cuando quería pasar el rato o despejarme.
Estoy acostumbrada a caminar con tacones, nunca me canso o me duelen los pies. Llevaría más de una hora paseando, cuando de repente, sin saber muy bien donde me encontraba sentí necesidad de hacer un pis.
Busqué un bar con urgencia, no vi ninguno. Los nervios y seguir caminado hicieron que las ganas de mear se incrementaran. Por fin vi uno al final de la calle, respiré aliviada.
Entré dentro, era una cafetería de esas de barrio en la que no había a esas horas demasiados clientes.
—Una cerveza de tercio, por favor —, pedí justo antes de encaminarme hasta el servicio.
Una vez que salí me sentí mitigada y tremendamente relajada, me senté junto a la barra. El camarero me miró sonriendo.
—No te había visto nunca por el bar, ¿Eres del Barrio? —, me preguntó.
—No, estoy de paso. Me gusta caminar y perderme a veces por sitios que no conozco —, le comenté devolviéndole la sonrisa.
—Me alegro que tus pasos te hayan traído precisamente a mi bar. No se ven mujeres tan interesantes y guapa como tú todos los días —, dijo regalándome el oído.
Me gustó su desparpajo. Lo volví a mirar más atentamente. «Debía de tener más o menos mí misma edad, o quizá un par años más que yo. Como mucho rondaría la treintena», calculé mentalmente.
Lo encontré atractivo, no era el típico chico guapo sin gracia. Me pareció un hombre muy masculino. Era alto, moreno.
—Gracias por lo de guapa ¿Le dices eso a todas tus clientas? —, le pregunté siguiéndole ya abiertamente el juego.
—No, que va… en realidad soy un hombre muy tímido —, bromeó. —Pero cuando te he visto pasar al ir al servicio, no he podido menos que fijarme en tus piernas. Estás tremenda. Luego al sentarte, he podido ver que de cara también eres muy guapa —, dijo atreviéndose a piropearme.
—Tú también estás muy bien —, le respondí sin dejar de mirarlo a los ojos.
A veces, cuando soy tan directa, muchos hombres se intimidan y retiran su mirada, pero el chico supo sostenerla.
—¿Estás casada? —, preguntó de repente.
—Pues la verdad, si quieres que te diga la verdad no me acuerdo. A veces cuando salgo a pasear sufro una especie de amnesia pasajera —, bromeé.
—Perdona, creo que he sido muy torpe. No he debido preguntar eso, estoy desentrenado —, comentó poniendo una mano sobre las mías.
— No te preocupes, no me he sentido ofendida —, le respondí sonriendo.
—¿Me dejas que te invite a tomar otra cerveza? —, ofreció intentando corregir su torpeza.
—¿Estás intentando emborracharme? —, le pregunté con sorna, asomando una sonrisa.
—Ya me gustaría… pero la verdad, es que me apetecería tomar algo contigo, con algo más de intimidad —, dijo apuntando con los ojos a los dos clientes que permanecían en el bar.
Yo sonreí, dándole a entender que yo también estaría dispuesta a pasar un rato con él a solas.
—Lo siento señores, pero tengo que cerrar el bar. Me ha surgido un asunto. Por supuesto estáis los dos invitados —, dijo de repente elevando el tono.
—Espero que no sea nada grave, Miguel —respondió un hombre que había estado jugando a la tragaperras.
—No es nada malo —, añadió el camarero guiñándole un ojo.
Los dos hombres se miraron sorprendidos, apuraron la bebida y salieron del bar.
Miguel salió tras ellos y cerró la puerta del establecimiento, quedándonos tan solo él y yo dentro.
Un minuto después ambos comenzamos a besarnos.
Creo que yo misma apresuré los acontecimientos, seguía muy excitada desde mi encuentro con el vecino, y la forma de besarlo, le dieron a entender que no tendría que andar con demasiadas finezas o sutilezas conmigo.
Las manos de Miguel levantaron mi camiseta, y se tiró directamente a besar mis pechos. Su boca comenzó a succionar mis erguidos y sensibles pezones, que en el acto se pusieron duros y turgentes.
—Tienes unas tetas preciosas —, me dijo en un susurró sin dejar de comérselas.
—Y tú tienes una boca deliciosa —, le respondí
—¿Cómo te llamas? —, me preguntó ofreciéndome la mano.
—Olivia —, le contesté.
—Acompáñame Olivia, ahí estaremos más cómodos —, comentó apuntando a unos sillones, que había junto a una enorme pantalla de televisión.
Aproveché ese instante para quitarme la camiseta, que hasta ese momento permanecía subida, exhibiendo mis exuberantes y profusos pechos.
Miguel me agarró por la cintura, y me llevó gentilmente hasta dichos sillones.
—Eres una mujer espléndida —, exclamó sorprendido por mi altura.
No quise esperar más, entonces puse mi mano sobre su entrepierna, notando un enorme bulto bajo sus estrechos pantalones vaqueros.
—¿Que tienes aquí? —, pregunté abiertamente.
—¿Quieres verlo? —, me ofreció sonriendo.
—No solo me conformo con verlo, quiero también comérmelo —confesé guiñándole un ojo.
Él se apartó un poco de mí, y comenzó a quitarse torpe y apresuradamente los pantalones, yo me quité la falda, y me quedé solo con los zapatos y el tanga puesto.
Miré con firme deseo su erecta polla, se presentaba firme y dura como una estaca ante mí. Entonces me puse de cuclillas, y sin más dilación me la introduje dentro de la boca.
Estaba tan ansiosa, que incluso yo misma me produje un par de arcadas al metérmela con tanto ímpetu. Pocas veces he disfrutado tanto de comerme un duro rabo. De no haber estado tan cachonda, creo que hubiera estado todo el día saboreando ese manjar.
Pero mi estado de excitación me hacía comportarme de una forma más apresurada. Entonces apoyé mis manos contra el respaldo de unos de los sofás, dándole a Miguel la espalda, casi le supliqué
—¡Vamos, fóllame!
Él se puso detrás, y comenzó a sobarme las nalgas, yo me abrí de piernas, deseando sentirlo dentro.
—¡Fóllame! —, volví a repetir. —Me están esperando —, mentí intentando disimular mis prisas.
—Tranquila reina. Te aseguro que no te irás sin una buena follada —, Dijo acercando su glande a la entrada de mi vagina.
—¿Me pongo condón? —, preguntó indeciso.
—Haz lo que quieras, pero métemela ya —, contesté apremiándole.
El pareció dudar, pero un segundo después noté como su fuerte y dura polla entraba dentro de mí, obligando a mi vagina adaptarse al grosor de su verga.
—¡Síiiiiiiiiiii…! —, chillé poseída de una enorme excitación, al sentirla deseosa toda dentro de mí.
El chico comenzó a moverse, entrando y saliendo de mi coño con verdadero frenesí. Yo sabía que, a ese ritmo, ambos no íbamos a durar mucho, pero necesitaba correrme casi desesperadamente.
Ni siquiera era capaz de evitar, mover instintivamente empujando mi culo en un movimiento hacia atrás. Buscando y aumentando con ello, la fuerza de sus embestidas.
El chico follaba bien, y su polla era tan dura como una barra de acero. Por lo tanto, no tardé en comenzar a vislumbrar la llegada de un intenso orgasmo.
Mis piernas comenzaron a temblar, y por mis muslos, comencé a sentir gotas de líquido que producían mis propios fluidos vaginales, que abandonaban así, mi empapado coño.
—¡Joder Olivia! si no paro me vas hacer correr —, gritó el chico entrecortadamente.
—No pares por favor. ¡Sigueeeeee, sigueee dándomeeee! — Lo animé.
—¡Toma, toma mi polla! ¡Tómala toda! — Chillaba Miguel fuera de sí.
—¡Me corroooo… Me corroooo…! ¡Ahhh… Ahhh…! ¡Sigueeeee… Síiii…! ¡Me encanta, me encanta… ahhh! — Gemí y grité todo a la vez. Poseída por un intenso, largo y profundo orgasmo.
—¡Yo también me corrooooo…! ¡Qué coño más bueno tienes…! ¡Me gusta, me gusta tu coñoooooo! —, dijo Miguel, justo en el momento que comenzó a eyacular dentro de mi vagina.
Notar sus fuertes borbotones de leche caliente en lo más profundo de mi sexo, me hizo sentir una sensación muy placentera.
—¡Joder nena! me hubiera gustado aguantar más —, dijo intentando disculparse cuando ambos recobramos la compostura.
—El sexo no se mide solo en tiempo, también en intensidad. Ha estado genial. Me has hecho gozar como una perra —, le dije sentándome unos segundos en el sofá, ya que mis piernas se negaban a sostenerme.
Mientras Miguel se vestía, yo intenté colocarme el tanga. Entonces vi como de mi enrojecida rajita, asomaba un liquido viscoso de color blanquecino.
Cuando me despedí de Miguel, sabía que nunca más volveríamos a vernos, aunque el chico me hizo prometer que volvería a pasarme alguna mañana por el bar.
Esa noche, cuando por fin hacia el amor con mi marido, no pude evitar pensar que era el tercer hombre que me tocaba y me hacía correr ese día. Nunca hasta ese momento le había sido infiel a mi marido, con dos hombres diferentes el mismo día.
Cuando Alex me hizo llegar al orgasmo, no pensé para nada en mi vecino. Ni siquiera fantaseé con que seguramente me estaría escuchando.
Mientras, mi marido ajeno a todas mis experiencias de ese día, comenzaba a correrse sobre mis pechos.
—Te quiero cariño, me gusta ver cómo te corres sobre mí —, le susurré amorosamente.
(CONTINUARÁ)

0 comentarios - Olivia: Infidelidad Obsesiva.