Olivia: y el viejo profesor

Me gustaría compartir contigo, una historia que me ocurrió cuando yo tenía veintidós años, y estudiaba el primer curso de la carrera de periodismo.
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 Recuerdo que acudí esa tarde a la universidad bastante nerviosa. Había recibido un toque de atención de mi profesor de Documentación Comunicativa.
—Olivia, no se que te pasa últimamente, pero has bajado mucho tu rendimiento académico. Aunque sea un examen parcial, sin duda, te va a costar mucho levantar la asignatura —, me dijo Don Anselmo con un tono de voz serio.
—Lo siento Don Anselmo —, me disculpé. —Sé que últimamente ando algo más descentrada. ¿Habría alguna posibilidad de que me amplie una semana la fecha de entrega del trabajo, para poder repetirlo? —, casi supliqué, sin demasiado convencimiento.
—Te quiero ver esta tarde a las siete en mi despacho —, ordenó mientras se atusaba su blanca barba. —Antes de seguir hablando, quiero que veas conmigo, el nefasto trabajo que has presentado —, añadió en tono de reprimenda.
Al escuchar eso, no pude menos que sonreír por dentro. Pese al severo tono de voz de Don Anselmo, vislumbré un rayo de esperanza. Necesitaba aprobar la asignatura como fuera. Sabía de sobra que el viejo, tenía fama de ser un profesor duro de roer, pero también conocía cuales era sus puntos más débiles.
Desde que había comenzado el curso, yo había advertido como Don Anselmo se quedaba como hipnotizado mirándome, cuando yo me sentaba en primera fila, frente a él. Entonces, conscientemente me levantaba un par de dedos más de lo debido, la corta minifalda que llevaba, ofreciéndole así, una buena panorámica de mis largas piernas.
Tengo que reconocer, que siempre he tenido una vena bastante exhibicionista, y sentir la atracción y el embobamiento del regio profesor, me divertía. A pesar de que como es lógico, no sentía ningún tipo de atracción física hacia él.
«Seguramente si en la reunión de esta tarde, logro excitarlo, tal vez se sienta más dispuesto a concederme otra oportunidad», pensaba yo en aquel momento.
Don Anselmo, era de esa clase de hombres serios y reservados, que se sienten algo más intimidados, cuando su interlocutor es una mujer. Esa timidez con las mujeres, era la baza que yo estaba dispuesta a jugar.
Aquel día me vestí, tal como era mi costumbre, de una forma que me impedía pasar desapercibida. Siempre me ha gustado ser el foco de atención, y captar libidinosas miradas de hombres, y más, en ese momento en el que mi novio, estaba realizando un máster en los Estados Unidos. Por lo tanto, en ese momento, yo no tenía que dar explicaciones a nadie.
Mi forma de vestir, pese a ser tan jovencita, siempre me hicieron pasar por ser una chica de más edad. Me gustaban los zapatos de tacón, las medias hasta medio muslo, las minifaldas o los ajustados vestidos.
A las siete en punto, ya estaba llamando a la puerta del despacho del honorable catedrático.
—Pasa Olivia, te estaba esperando —me dijo Don Anselmo desde dentro. Levantando la vista por encima de una montaña de papales, que se acumulaban encima de su mesa.
—Buenas tardes Don Anselmo. En primer lugar, quiero agradecerle que me haya recibido esta tarde —, respondí, mientras avanzaba hacia la mesa del profesor.
Llegué hasta donde él estaba, contoneándome, con paso corto y lento, haciéndome desear, con esos andares felinos y elegantes, que solo conseguimos las mujeres, cuando sabemos caminar con unos altos tacones.
—Coje una de esas sillas, y siéntate aquí a mi lado —, dijo el profesor, mientras encendía la pantalla de su portátil.
Obedecí, cogí una silla y me senté al lado de Don Anselmo. En esos momentos pude notar, como los ojos del profesor se posaban directa, y casi instintivamente sobre mis muslos.
«Solo le falta que se le caiga la baba», reí interiormente bromeando conmigo misma. Pues iba a calentarlo, y de momento lo estaba consiguiendo.
El comenzó a mostrarme en la pantalla del ordenador, que partes del trabajo que le había entregado, no estaban correctas.
—Olivia, este trabajo no es digno de ti, y lo sabes. Cuando comenzó el curso, pensé que ibas a ser de esas alumnas que hacen que la enseñanza merezca la pena —, se desahogó el hombre.
—Lo sé Don Anselmo, y por eso le pido otra oportunidad. Sé que la he fastidiado —, dije mirando a la pantalla, donde el profesor me exponía partes del trabajo que yo le había presentado, hacía unos días.
El profesor no dejaba de mirarme, aprovechando que mis ojos de forma intencionada, permanecían pegados a la pantalla del ordenador. Disimulando que no me enteraba de nada.
—Si te doy otra oportunidad, estaría haciendo contigo una excepción, que no hago con tus compañeros. Éticamente no estaría bien. Todos tenéis que tener las mismas oportunidades. —, me indicó seriamente, sin poder evitar casi comerme con los ojos.
—Don Anselmo, si usted me da otra oportunidad, yo estaría dispuesta hacer lo que hiciera falta —, dije prácticamente a la desesperada.
—¿Lo qué haga falta? —, preguntó por primera vez mirándome a los ojos.
—Si, lo que haga falta —, afirmé de forma tajante y segura.
—¡Valla… ¡—, exclamó dudando el viejo profesor. —Eso me gusta, porque eso significa que en realidad te importa la asignatura.
Yo en ese momento me quedé callada, pero aproveché ese momento para abrirme un poco de piernas, acto que no pasó desapercibido para Don Anselmo, que ahora tenía a la vista, la cara interna de mis muslos.
«¿Quieres carne, viejo salido? ¡Pues toma carne!», pensé para mí misma, mirando por primera vez a la entrepierna de mi profesor. «Juraría que está empalmado», pensé divertida.
De repente Don Anselmo, no pudo contenerse y posó una de sus manos, sobre uno de mis desnudos y expuestos muslos.
En ese momento yo no dije nada, la verdad es que me dejé toquetear algo asustada. «Nunca pensé que se atreviera a tanto. Esto está yendo demasiado lejos», pensé casi paralizada.
Sin embargo, no dije nada ni hice un solo gesto para darle a entender, que su mano sobre mi pierna me desagradaba. Necesitaba aprobar como fuera, si el peaje de ese aprobado, era dejarme manosear un poco, por un viejo salido, yo estaba dispuesta hacerlo.
—Me alegra que, en este primer encuentro, hayamos acercado posturas —, me dijo el hombre mientras seguía palpando a su antojo mi muslo.
Recuerdo que en esos momentos yo notaba la mano del profesor áspera y seca, tengo que decir que la caricia no me agradó en absoluto.
—¡Qué piel más suave tienes! —, exclamó de repente, como si en esos momentos me hubiera leído el pensamiento.
—Gracias —, respondí sin saber el motivo.
«¿Seré idiota? ¿me está manoseando y encima, le doy las gracias?», me regañé a mí misma.
—Olivia, creo que será mejor que sigamos hablando otro día. Ahora tengo muchos exámenes que corregir —, dijo apuntando la montaña de papeles que estaban sobre su escritorio. —Será mejor que lo retomemos para el jueves, pero en vez de vernos aquí, lo haremos en el despacho de mi casa —, dijo Don Anselmo por fin liberando mi pierna.
—Ahora vete—, casi me ordenó.
No fui capaz de hablar, todo esto me estaba superando. Obedecí su orden, me puse de pies al mismo tiempo que Don Anselmo se levantaba.
—Ven, te acompañaré hasta la puerta —, me dijo agarrándome por la cintura.
La escena de ver a Don Anselmo caminando, mientras me mantenía agarrada por la cintura, como si fuéramos una pareja de amantes o novios, me resultó incluso en esos momentos cómica. 
Pocas veces habrá habido una pareja tan descompensada, y no sólo por la diferencia de edad, ya que yo le sacaba, por lo menos, una cabeza de altura.
—Toma, esta es la dirección de mi domicilio —, dijo entregándome una vieja tarjeta de visita.
Seguí callada, pero recogí la tarjeta que me había dado y la metí en el bolso. Yo estaba como en una especie de sueño, esperando que en cualquier momento pudiera despertarme.
—Recuerda, en mi casa el jueves a las siete —, dijo propinándome un fuerte azote en el culo, a modo de despedida.
Me sentí avergonzada por dejar que un hombre, por el que no sentía el más mínimo deseo, me tocara como si fuera de su propiedad. Me estaba casi prostituyendo por un aprobado.
Cuando por fin crucé la puerta y salí de su despacho, me sentía muy aturdida. «La culpa es mía, yo he provocado todo esto. ¿Seré idiota?», pensé regañándome.
«¡Por supuesto que no voy a ir a su casa! ¿Por quién me ha tomado? ¿Piensa acaso que soy una puta que pueda comprar por un mísero aprobado?», no dejaba de preguntarme.
«Debería de ir hablar ahora misma con el Decano, y ponerle una denuncia por acoso», llegué a pensar molesta. Pero deseché la idea, pensando que yo misma tendría que dar algunas explicaciones. Además, no tenía pruebas y terminaría perdiendo la asignatura. Por otra parte, la reputación de Don Anselmo era intachable.
Al día siguiente seguía absolutamente convencida de que no acudiría a la cita que me había propuesto el viejo el profesor, pero lejos de tirar la tarjeta, sin saber muy bien la razón, la mantenía guardada en mi bolso.
Pero el jueves por la mañana, todo comenzó a cambiar. Las dudas comenzaron a surgir. «Tenía que aprobar esa asignatura».
Llegué a pensar, incluso en grabar al profesor y chantajearlo, pero desestimé la idea casi en el acto. Ese no era mi estilo, y sabía que yo misma no me perdonaría nunca causar ese daño. Además, por un juego que yo misma había iniciado. Más tarde comencé a pensar que tal vez debería acudir.
«Por dejarme toquetear y calentarlo un poco, tampoco pasa nada. Además, si Don Anselmo se pone demasiado pesado, siempre podré largarme. Es un salido, pero tampoco es un psicópata», comencé a repetirme incesantemente.
El día transcurrió, estando echa un manojo de nervios. Cuando por fin llegó la hora de encaminarme a casa de Don Anselmo. Estaba demasiado asustada para pensar.
La sensación y el recuerdo de la áspera mano de mi profesor, recorriendo a su antojo mi muslo, me repugnaba. El recuerdo de ese azote en mi culo a modo de despedida, me hacía sentir aún más humillada. «¿Acaso piensa que soy de su posesión?», me pregunté indignada.
La verdad es que yo siempre había respetado al viejo profesor, sabía que tenía una mente privilegiada, había escrito varios libros, y no dejaba de ser uno de los catedráticos, más prestigiosos de la Universidad de Periodismo.
Pero todo ese respeto, y admiración que yo había sentido por él, se habían desvanecido por completo, transformándose en grima y aborrecimiento, desde que yo había descubierto su peor cara. La figura de todo un catedrático que había dedicado toda su vida a la docencia, había caído como en saco roto. Ahora era un hombre abominable, que se aprovechaba de su parcela de poder que la universidad le otorgaba, para obligarme hacer algo, que para nada me hacía sentir orgullosa.  
Pensé en Alex, mi novio. Tengo que reconocer que yo le había sido infiel en más de una ocasión. Pero nunca hubiera pensado que llegaría tan lejos.
—Pasa Olivia, me alegro de verte —, me saludó Don Anselmo cuando abrió la puerta de la entrada de la casa.
Yo lo seguí, estaba casi temblando. La casa me pareció oscura, y estaba decorada sin gusto. Recuerdo que los cuadros se amontonaban unos junto a otros, todos llenos de fotografías de gente desconocida, que me miraba como censurándome por estar allí. Me parecía un hogar triste, sin vida, como recién sacado de una cápsula del tiempo.
—Mi mujer va todos los jueves a ver a su madre al pueblo —, me comunicó Don Anselmo, como si yo supiese que estaba casado.
A pesar del estado de ansiedad que yo estaba sufriendo en esos momentos, no pude dejar de preguntarse, cuantos años tendría la suegra de Don Anselmo. «O su esposa es mucho más joven que él, o la madre de su mujer, debe ser contemporánea de Tutankamón».  
—¿Quieres beber algo? —, me ofreció el hombre, intentando sin conseguirlo, mostrarse como un buen anfitrión.
Yo negué con la cabeza.
—Olivia, te veo muy callada hoy. ¿Prefieres irte? —, me preguntó, mirándome directamente a los ojos.
—No —, contesté intentando falsear una sonrisa.
—Bien, entonces será mejor que no perdamos el tiempo. Seguro que tú tienes mejores cosas que hacer, que estar en la casa de un viejo como yo, y por mi parte, yo también soy un hombre ocupado. Aunque seguramente mi vida no sea ni la mitad de interesante que la tuya —, Dijo en un tono tan serio, que me recordó cuando dabas sus clases en la universidad.
Pero Don Anselmo ya no estaba dispuesto a perder más tiempo. Me volvió agarrar por la cintura, tal y como había hecho unos días antes en su despacho de la universidad.
—Olivia eres una chica preciosa. Sé que lo que hago no está bien, y me avergüenzo de ello. Pero no puedo resistirme. Llevas todo el curso provocándome con esas minifaldas.
—Lo siento —, dije casi con la voz entrecortada, si poder disimular un breve sollozo. El hombre me resultaba repulsivo.
—No lo sientas. La verdad, es que llevaba unos años que el sexo había dejado casi de interesarme, pero desde que llegaste tú, comencé a masturbarme cada día pensando en ti.
No pude menos casi, que sentir una arcada, imaginando al pobre Don Anselmo, con su verga en la mano masturbándose.
—Las chicas como tú, sois unas calienta pollas, os divierte ver como los viejos como yo perdemos los papeles y babeamos por vosotras —, me soltó de repente. —Os sentís seguras, pensando que somos ya una especie de eunucos inofensivos, pero seguimos siendo hombres, Olivia. —, añadió arqueando sus canosas y espesas cejas.
Por fin llegamos a una estancia que supuse que sería el despacho del viejo profesor. Estaba tan asustada, que era casi incapaz de hablar. En realidad, no estaba segura sobre cuáles serían los requerimientos del viejo, para aprobarme la asignatura. Ni tampoco, hasta donde yo sería capaz de aguantar.
Don Anselmo se sentó en su viejo sillón, mientras yo permanecía de pies, sin saber muy bien cual sería mi papel.
—¿Te gustaba que te mirara cuando acudías a mis clases así vestida, y te sentabas en primera fila? —, me preguntó el profesor.
Yo moví intentando ser sincera, afirmativamente la cabeza.
—Quiero oírtelo decir, Olivia —, me ordenó de forma autoritaria.
—Si, me gusta que los hombres me miren —, reconocí incapaz de mentir.
—Pues ahora quiero verte bien. Date la vuelta—, me indicó mostrándose más dominante.
Yo obedecí y me giré. Comencé a contonearme de forma sutil, más obligada por las circunstancias que, por una verdadera apetencia de mostrarme sumisa y sexi. Pensando que cuanto antes terminara toda esa locura, mejor para mí.
—¡Menudo culazo! —, Exclamó el profeso alargando la mano y comenzando a palpármelo.
Notar sus caricias en mis nalgas, me hacían sentir repulsión.
—¿Te gusta? —, le pregunté fingiendo que me importaba su opinión.
—¿Tienes novio? —, me preguntó él omitiendo la respuesta.
—Si — afirmé girando el cuello y mirando a los ojos al viejo profesor —Llevo con él desde que tenía quince años — añadí, buscando clemencia por su parte.
—¿Le has sido infiel alguna vez? —, quiso saber el hombre.
—Hasta hace unos meses, nunca le había sido infiel —, contesté algo avergonzada.
El hombre rio a carcajadas, yo nunca me hubiera imaginado que él se mostrara de una forma tan vulgar y denigrante hacia[W1]  mí.
—Me lo temía. Estás muy buena y eres demasiado zorra —, ambos ingredientes, si los juntas, son como el fuego y la gasolina. Ven, siéntate aquí —, me indicó el hombre.
Volví a obedecer, y me dirigí hasta él. Entonces me senté, encima de sus piernas, dándole la espalda, como si fuera una niña. Comencé a sentir su mano, justo cuando la puso sobre la tela de mi blusa, palpando mis pequeños pechos.
—Desabróchate la camisa, quiero comértelos —, dijo refiriéndose a mis juveniles senos.
Volví a obedecer y me desabroché con cuidado la blusa. Entonces noté, como las manos del viejo se metían por debajo de la tela, acariciando mi espalda. Sentí un escalofrío. De nuevo pude notar el contacto con la yema de sus dedos ásperos y secos.
Don Anselmo intentó desabrochar el sostén, pero ante su incapacidad, tuve que ser yo misma la que se me lo quité, dejándolo encima de su tosco y sobrio escritorio.
—¡Qué ricas! —, exclamó el hombre, abarcando con la palma de las manos mis senos desnudos y expuestos.
Noté, como comenzó a pasar la yema de sus dedos sobre mis pezones, estos al sentir el estímulo de sus caricias, comenzaron a presentarse endurecidos y turgentes. Me dio un sutil pellizco, entre esa difícil frontera del placer y del dolor, que hizo que me brotara un nuevo escalofrió, haciendo que mi boca me traicionara y dejara escapar un leve gemido.
—Ahora quítate la falda —, dijo expresando un tono inflexible.
Yo dudé, pero ya había llegado demasiado lejos para tirar todo ese esfuerzo a la basura. Temía que, en caso de negarme, después de haberme dejado manosear por el viejo, eso no hubiera valido para nada.
Me puse de pies, dándole la espalda, desabroché mi corta minifalda y la dejé caer al suelo. Quedándome tan solo, con la blusa desabrochada, con el tanga y los zapatos puestos.
Don Anselmo, se quedó absorto mirándome el culo. Yo sabía que ese momento el hilo de mi tanga se le clavaría de forma incesante y casi pornográfica, perdiéndose entre la raja de mis redondas y duras nalgas.
—¡Qué culo tienes! ¡Por el amor de Dios! —, exclamó el hombre agarrándome fuertemente por las caderas, atrayéndome hacia él.
Entonces, como un cerdo comenzó a besar y a lamer mis nalgas, demostrando tener un hambre atroz. Luego volvió a propinarme otro fuerte azote, pillándome totalmente desprevenida. Los dedos de su mano, quedaron marcados en rojo, como una firma de lo que había pasado, durante unas horas sobre una de mis nalgas.
Al notar el azote, no pude disimular un nuevo gemido. Reconozco que me encanta cuando un hombre me propina un buen cachete. Me gusta sentirme entregada.
Don Anselmo metió entonces un dedo entre mis deseadas nalgas, sacando, muy despacio, como recreándose, el hilo del tanga que permanecía allí sepultado. Luego, separando ambos cachetes, comenzó a lamerme por todo el culo.
El sentir sobre mi ano la asquerosa lengua de Don Anselmo, hizo que mi cuerpo comenzara a estremecerse. Mis gemidos, no pasaron desapercibidos para el cerdo profesor.
—¿Te gusta? ¿eh? —, preguntó el viejo.
—Si, me está encantando —, dije sincerándome con dificultad, como si me faltara el aire.
Entonces fue cuando Don Anselmo bajo mi tanga hasta las rodillas.
—Gírate, muéstrame tu coñito —, pronunció de una forma tan soez, que me costó reconocer su tono.
Seguramente para asombro del viejo, yo volví a obedecer. Dando media vuelta, puse ahora mi sexo a la vista del sátiro profesor.
—Me imaginaba que lo llevarías depilado como una buena putita —, dijo mirando mi sexo, con los ojos casi fuera de las orbitas.
Acto seguido de lanzarme ese improperio, pude sentir como sus cortos y torpes dedos irrumpían dentro de mi vagina. Yo abrí mis piernas, en un auto reflejo para facilitarle la maniobra.
—Estás cachonda como una perra —, me soltó el hombre de forma impertinente.
Después acercó su boca a mi sexo, y comenzó a lamer mi tierno y sonrosado coño. Sin dejar de meter y sacar dos dedos del interior de mi mojada vagina.
Comencé a gemir. No sabía justo en que momento había comenzado a excitarme, pero mi cuerpo temblaba casi sin poder sostenerme.
—Me voy a correr. No pares. —, casi le rogué.
Don Anselmo aceleró sus caricias, hasta tal punto, que tuve que agarrarme de su canosa cabeza para no caerme.
—Me corrooooooo —, chillé como una loca.
—Muy bien guarra, córrete. Luego ya me harás correr a mi —, anunció el viejo sin dejar de tocarme.
El orgasmo que sentí fue brutal, nunca me hubiera imaginado que Don Anselmo iba a conseguir excitarme, y mucho menos, que consiguiera hacer que me corriera de esa forma.
Cuando por fin conseguí recuperarme un poco, me hinqué voluntariamente de rodillas. Entonces abrí su bragueta, y metí la mano dentro, no sabiendo muy bien, que podría encontrarme ahí.
Noté un trozo de carne algo duro y caliente, tiré de él sacándolo de la bragueta.
Miré extrañada aquella negra y oscurecida verga. «Está algo más dura de lo que esperaba», pensé justo antes de comenzar a masturbarlo.
Don Anselmo cerró los ojos y se dejó caer contra el respaldo del viejo sillón de oficina. Nunca se hubiera imaginado que volvería a sentir nada igual.
Yo permanecía concentrada, la verdad es que, a pesar de haberme corrido, seguía muy excitada. «¿Me estaré volviendo loca?», me pregunté a mí misma.
No sé qué pasó en ese momento por mi cabeza, pero el caso es que, siguiendo un repentino impulso, introduje su negra poya entera en mi boca.
Don Anselmo abrió de nuevo los ojos como alucinando. No podía creerse que una chica como yo, le estuviera haciendo una felación, sin que él se lo hubiera requerido para aprobar la asignatura. Nunca se hubiera atrevido de llegar tan lejos, me confirmó tiempo después.
El sabor de su verga, lejos de desagradarme me excitó aún más. Entonces comencé acariciar sus testículos con una mano, tal como le gustaba a mi novio que se lo hiciera.
—Que bien la chupas —, dijo Don Anselmo agradecido.
—Necesito que me folle —, le pedí de pronto, mirándole directamente a los ojos.
—No hay nada que quiera hacer más en este mudo —, dijo con tono nervioso —Vamos a la cama, allí estaremos más cómodos —, me indicó Don Anselmo a la vez que se levantaba.
Subimos a la segunda plata, el hombre me llevaba agarrada de la mano. Esta vez reconozco que no me molestó, y que tampoco la imagen me pareció tan cómica, como el día que me llevaba por la cintura en su despacho.
Entramos a la habitación de matrimonio. La estancia me pareció totalmente pasada de moda. Unas cortinas estampadas, llenaban toda una pared ocultando lo que debería ser una ventana. Mientras tanto, un retrato del propio Don Anselmo y otro me imagino que, de su esposa, colgaban sobre el cabecero de la cama, entre ambos cuadros, había un crucifijo, y debajo de este, un gran rosario de madera.
Don Anselmo retiró la colcha de la cama y me invitó a entrar.
Me introduje dentro, usurpando una cama en la que no debería haberme metido nunca. Don Anselmo se quitó los pantalones, doblándolos con sumo cuidado, y dejándolos en una silla cercana. Luego se quitó sus blancos calzoncillos de algodón, que le llegaban hasta medio muslo.
Entonces se echó junto a mí, y empezamos a abrazarnos. Sentir su cuerpo desnudo junto al mío, me hizo estremecer. Me agradaba notar su calor corporal. Luego el viejo buscó mi boca, y ambos comenzamos a besarnos.
La lengua del viejo entró en mi boca, yo la recibí tremendamente excitada. Me abrí todo lo que la cama me permitió de piernas. Mientras, Don Anselmo permanecía encima de mí, apuntando con su glande, directamente a la entrada de mi palpitante y deseoso coño.
—Métamela —, rogué casi suplicando.
La verga del hombre se coló dentro de mí, y el viejo profesor comenzó a moverse. Me encantó la sensación, sentía un morbo casi insano, por estar follándome al viejo profesor. «Me está follando sin condón», me acordé de pronto, pero dejé que siguiera, y no dije nada.
Don Anselmo no dejaba de besarme.
—Me voy a correr —, anunció él sacándola de mi interior.
Entonces yo me abalancé nuevamente sobre su hinchada verga, introduciéndomela por segunda vez dentro de la boca. Con una mano, comencé acariciarme el clítoris, necesitaba correrme por segunda vez, y sabía que el viejo follándome, no iba a ser capaz de conseguirlo.
Cuando estaba a punto de correrme me puse a cuatro patas sobre el colchón.
—Métemela otra vez. Corrámonos juntos —, le dije sin dejar de acariciarme.
El dudó, como si no comprendiera lo que le estaba diciendo.
—Métemela desde atrás, como si fuera una perra. Puedes correrte dentro, tomo la píldora —, le indiqué.
Él se puso detrás y me la volvió a meter, mientras mis dedos seguían trabajando intensamente mi enrojecido clítoris.
—Me corro —, gritó de pronto.
—Lléname el coño de leche —, le dije incentivando aún más la excitación de ambos.
—Toma puta, tómala toda —, chillaba el viejo profesor cuando sintió el orgasmo.
Noté como mi coño recibía su caliente y abundante corrida. La sensación de sentirme lleva de su semen hizo que no pudiera aguantar más.
—Me corro —, aullé sin dejar de tocarme.
Ese segundo orgasmo me hizo quedar agotada. Me tumbé en la cama, y él se acostó a mi lado abrazándome. No sabría calcular cuánto tiempo pasó, solo sé que me despertó Don Anselmo. Él ya se había vestido, habiendo recuperado con ello, toda su dignidad y serio semblante de catedrático
—Olivia. Tienes que irte, mi mujer puede llegar de un momento a otro.
—¿He aprobado? —, pregunté divertida.
—Tienes un sobresaliente — dijo él, dándome un último y cálido beso.

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