Mí abogada personal

La tarde había caído rápidamente sin apenas darme cuenta.
De reojo, comprobé que mi reloj marcaba ya las seis de la tarde.
La creciente obscuridad del despacho profesional, apenas me permitía ver con claridad, los informes que releía desde primeras horas de este día gris de invierno.
Encendí la lámpara de sobremesa y dirigí su luz hacia los documentos.
Yolanda, mi secretaria, llamó a la puerta para recordarme las citas del día siguiente, entregarme los documentos que había redactado y despedirse hasta mañana.
Se despidió como últimamente lo hacía, de una manera fría e inquietante, su intuición femenina le estaba advirtiendo que nuestra relación laboral había sufrido una transformación de alguna manera.
Con la interrupción de Yolanda, y al comprobar que el cansancio hacía las primeras mellas en mi cuerpo, decidí tomar unos minutos de descanso, tomar un café y fumar un cigarrillo.
Al volver al despacho, instintivamente me acerqué a la ventana para bajar la persiana, noté en mi cara la sensación de frío que el cristal expedía, y observé cómo la fina lluvia que empezaba a caer, formaba unos pequeños hilos de agua en el cristal, que caían por su propio peso, formando pequeñas figuras a todo lo largo de la ventana.
La abstracción que me hicieron sentir aquellas imágenes de agua junto al pensamiento sobre mi secretaria, me hicieron perder durante unos segundos la sensación de realidad, mientras mi mente se evadía.
Los recuerdos de todos los acontecimientos que ocurrieron hace apenas un mes, acudieron súbitamente a mi memoria.
Para una mujer de mi edad, cumplidos ya los treinta y cinco años, con una carrera profesional ampliamente elogiada por muchos compañeros, abogados de profesión, con unos ingresos que me permitían mantener un nivel de vida medio alto, en una ciudad relativamente pequeña como Elche, mi vida y mi futuro no deberían plantearme ninguna incógnita.
Pero no era así.
Desde aquel día, a primeros de noviembre, no era la misma, no lo había comentado con nadie por temor a que pensasen que había enloquecido o que sufriera alucinaciones.
Aquel día como tantos otros, abandoné el despacho cuando era de noche, era viernes y no volvería a él hasta el siguiente lunes. No había hecho ningún plan especial.
La semana había sido larga, habíamos terminado de preparar una complicada demanda de separación para un cliente, y pensaba pasar todo el fin de semana descansando, leyendo, oyendo música y viendo viejas películas subtituladas, que era mi principal afición en el espléndido chalet de mi propiedad que acababa de redecorar.
En el aparcamiento, la obscuridad y el silencio, me sobrecogieron de una forma muy especial, sentí como mi espalda fue recorrida por una sensación de escalofrío, sensación que achaqué al cambio de temperatura que acababa de experimentar, al pasar del calor del despacho al frío de la cochera.
Abrí la cerradura de mi Mercedes 190, color blanco, que apenas contaba con tres mil kilómetros después de tenerlo casi tres años, me acomodé, lo puse en marcha, me dirigí hacia la puerta, la abrí con el mando a distancia, salí, y me dispuse a coger la ronda de la ciudad para dirigirme hacia mi casa.
El día era como hoy, gris y lluvioso, tenía que dar al limpiaparabrisas de vez en cuando, para evitar que las pequeñísimas gotas de agua, me impidieran ver con claridad a través del cristal.
Por un instante, pensé en acercarme al centro de la ciudad para tomar una copa, o para intentar ver a alguien con quien pasar la velada, pero al final recordé el cansancio que tenía mi cuerpo, que solo me pedía llegar a casa y relajarme.
Al llegar al chalet, metí el coche en la cochera, pasé por el acceso interior a la cocina y me dispuse, sin más dilación, a meterme en la ducha.
Me desvestí, puse el agua a la temperatura idónea, y durante muchos minutos, dejé que el agua recorriese todo mi cuerpo.
El agua posee realmente, un efecto reconfortante y relajante sobre un cuerpo cansado.
Aproximadamente, hacia la media noche, me encontraba en mi habitación dispuesta a dormir, aunque la larga semana de trabajo, y la tensión que me había provocado, no me dejaba conciliar el suelo, decidí tomar una infusión relajante de salvia y poner una película que había visto en innumerables ocasiones: Casablanca.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero debí de dormirme enseguida.
Soñaba que estaba en la oficina trabajando, en mi despacho, y que sonaba el timbre de la puerta.
Sonaba y sonaba, pero nadie abría.
Seguía soñando y nadie abría la puerta.
Irritada, me dispuse a abrir la puerta, pero me desperté entonces.
No era la oficina.
La llamada a la puerta era en mi casa.
Instintivamente, miré el radiodespertador, y éste señalaba las dos de la madrugada.
¿Quién coño sería a estas horas?
Sobresaltada, pensé que sería alguna mala noticia familiar. Mis padres eran ya mayores. Corrí hacia la puerta mientras encendía las luces a mi paso.
-          Ya voy…, un momento.
-          Ya va…, (seguí diciendo, mientras me acercaba a la puerta).
Al llegar a la puerta, me serené y volví a preguntar quién era.
-          ¿Quién es?
Una voz, serena y natural, contestó al otro lado de la puerta.
-          Soy yo.
No reconocí la voz, pero no me alarmé, miré por la mirilla y le vi.
Era un hombre alto, con cara madura, aunque joven, con pelo castaño, que vestía una cazadora de piel.
Su pelo lacio, echado hacia atrás, se mecía al viento suavemente.
Sus ojos inspiraban una confianza total.
No solía ser muy confiada con extraños, pero aquella vez era diferente, pues no temía absolutamente nada malo de aquella persona.
-          Un momento, por favor…
Me abroché el batín que me había puesto al salir de la cama, y sencillamente, abrí la puerta.
-          Hola. (Me limité a decir).
-          Hola. (Me contestó él).
En ese primer instante, solo notaba el fresco que acariciaba mi rostro.
No sé cómo, ni cuando, pero la siguiente sensación que sentí, fue que me cogía de la mano y me introducía hacia dentro de la casa.
No era capaz de articular palabra, solo tenía sensaciones…, agradables y maravillosas sensaciones de un sosiego excepcional.
Su olor, era un aroma que me reconfortaba. Me inspiraba paz y tranquilidad.
Sin saber cómo, nos encontrábamos en el dormitorio y estábamos besándonos apasionadamente.
No era capaz de decir nada, solo tenía ganas de amar y de ser amada. Quería ser amada profundamente. Quería ser amada, como jamás había sido capaz de imaginar.
Me besaba despacio, mi boca, mis ojos, mi nariz, mi mentón, mis cabellos.
Al mismo tiempo, acariciaba mi cuello, mis hombros y mis pechos, que habían quedado al descubierto, sin darme cuenta.
Me besaba y acariciaba constantemente, sin hablar ni una sola palabra.
Solo con la poca iluminación del salón, pude comprobar que él también se había desnudado y que, arrodillado a mi lado de la cama, me besaba mi torso, mientras acariciaba tiernamente mi vientre.
Volvía a tocar mis pechos nuevamente, con una dulzura sin igual. Pechos que notaba endurecidos, así como los pezones, absolutamente erizados y tersos.
Con su mano izquierda, mano que tenía totalmente cálida, noté cómo me acariciaba mi sexo con absoluta delicadeza e incluso ternura.
Se inclinó hacia él. Me echó ligeramente hacia atrás, hasta hacerme delicadamente, caer sobre la cama, para inclinarse sobre mi ardiente y deseosa entrepierna.
Noté cómo, suavemente, su lengua y su boca, e incluso sus dientes, lamían al tiempo que besaban, e incluso cómo mordisqueaba mi sexo, pletórico de pasión.
Creía volverme, por momentos, loca de placer.
Conseguí tener varios orgasmos seguidos, antes de notar, cómo su cálido, grueso y enorme miembro erguido y duro, me penetraba sin resistencia, suavemente, despacio, muy despacio.
Solo notaba placer, placer y más placer. Todo era placer.
Solo sentía, en aquellos momentos, las palpitaciones de mis sienes, fruto de los latidos acelerados de mi corazón, al sentirme unida a ese hombre, a través de nuestros sexos, extasiándose ambos, segundo a segundo, dispuestos a alcanzar unidos, un maravilloso clímax compartido y simbiótico.
Decir que obtuve el orgasmo vaginal más satisfactorio de toda mi vida, parece exagerado, pero fue realmente así. Exageradamente satisfactorio. Instante álgido al sentir cómo su fluido caliente entraba dentro de mí, mediante varias convulsiones increíbles.
Cuando, después de alcanzar tanta plenitud, la relajación empezó a alcanzarme, noté cómo, abrazado a mí, se acomodaba en la almohada.
Miré al reloj, y éste marcaba las cinco de la mañana.
Me dormí plácidamente.
Al notar la sensación de despertarme a la mañana siguiente, y en esas décimas de segundo que van desde que una se remueve en la cama hasta que abre los ojos, sentí la sensación agradable que se tiene cuando recuerdas un sueño erótico, y pensé que había sido eso, solo un sueño.
Un instante después, al descubrir que estaba desnuda, me sobresalté. Olí la almohada, y supe que no había sido un sueño. Olía a él. Supe que no había sido un sueño. Había sido real. Estaba sobresaltada, pero tranquila, al mismo tiempo.
Salté de la cama y fui hacia la cocina.
Allí estaba preparando algo de comer, desnudo, solo cubierto por una pequeña toalla, alrededor de sus caderas.
Me miró, y con su mirada me señaló la silla para que me sentase.
Fui incapaz de articular palabra, solo me limité a comer una ensalada, una rica ensalada de atún, que me había preparado. La ensalada de atún más apetecible que me había tomado nunca.
Mientras terminaba de comer, él se había colocado detrás, y sus manos me estaban dando un ligero, sensual, y agradable masaje de cuello y hombros.
Se inclinó y me susurró al oído:
-          ¿Te gustó…?
Balbuceante, solo pude decir.
-          Sí…, sí…, mucho.
Inmediatamente después de comer, salimos abrazados hacia la terraza.
No sé cómo, pero me encontraba en la terraza con él, abrazados y besándonos de nuevo.
Solo notaba un ligero frescor en todo mi cuerpo, fruto de la ligera brisa que corría esa tarde del sábado.
En la terraza, él detrás de mí, ambos desnudos…
Estábamos haciendo otra vez, apasionadamente, el amor allí mismo.
Sus manos recorrían mi espalda, abrazaban mis pechos, tocaban mis pezones, y sin saber cómo, ya estaba nuevamente penetrada, y a punto de tener un maravilloso y deseado nuevo orgasmo.
Noté cómo sus convulsiones, marcaban su nueva salida de semen dentro de mi interior, y tuve el mío en ese preciso momento. Otro gran clímax, que me hizo ruborizarme cuando me miraba, antes de fundirnos en un beso apasionado.
Después de unos segundos, mientras su respiración entrecortada disminuía, dado que su enorme sexo aún seguía dentro de mí inusualmente duro, volvió a friccionar rítmicamente, hasta que unos minutos después, volvíamos a tener un orgasmo gemelar.
Era increíble, había encontrado mi alma gemela, nuestros sendos y parejos orgasmos increíbles, se acompasaban permanentemente.
Después de ducharnos y de jugar, mientras nos enjabonábamos las espaldas, hicimos el amor otra vez en la ducha. Era la tercera vez esa mañana, y no sería la última.
Posteriormente, ya en el dormitorio volvimos a amarnos pausadamente. Despacio, muy despacio.
Había anochecido y seguíamos amándonos con ritmos que cambiaban de lento a rápido.
No puedo calcular cuánto tiempo estaríamos así antes de dormirme, pero si recuerdo lo extasiada y cansada que me notaba antes de cerrar los ojos aquella madrugada,
El domingo por la mañana me desperté, ya sabía que lo ocurrido el día anterior y la madrugada anterior no había sido un sueño, lo apreciaba en las agujetas que tenía en todo mi cuerpo y la sensación de exceso de actividad en mi vagina agradecida.
De un salto me incorporé de la cama, me dirigí hacia la cocina pensando en degustar otro buen almuerzo, pero allí no había ninguna actividad.
Recorrí rápidamente toda la casa, pero no hallé a nadie.
Tomé un café y una ducha rápida para despejarme, y me senté a esperar.
Nadie apareció durante toda la jornada restante del domingo.
Mi pensamiento luchaba con constantes contradicciones.
¿Había sido realmente un sueño?
De haber ocurrido realmente… ¿Cómo fui capaz de hacer algo así, sin preguntarle su nombre, o algún dato personal? ¿Dónde viviría? ¿En qué trabajaría? ¿De qué me conocería?
A partir del lunes siguiente, tuve la sensación de que en cualquier momento, aparecería por la puerta de mi casa o de mi despacho con algún regalo, y con alguna excusa que justificaría su desaparición, por muy tonta que fuese.
Pero no ocurrió así…
Después de los primeros días de confusión, fui percibiendo en mi estado de ánimo y en mi personalidad, pequeños cambios de carácter y de sensaciones.
Pequeños cambios, pero muy raros.
La primera en apreciarlo fue Yolanda, mi secretaria.
Se dio cuenta de que mi forma de vestir empezó a cambiar poco a poco.
Me lo comentaba, pero no le hacía mayor caso.
Ya en ocasiones me había puesto pantalones, o trajes de corte de caballero, era la moda.
También había dejado de ponerme joyas en muñecas y lóbulos.
No le había dado importancia.
Yo me empecé a preocupar cuando, mis sensaciones al estar a su lado, al lado de Yolanda, fueron cambiando poco a poco.
Empecé a sentir cierta atracción y excitación al oler su perfume, al rozar su mano involuntariamente, o al ver su forma de caminar.
Las sensaciones fueron aumentando de tal manera, que me asusté y me preocupé realmente.
Llegué a excitarme absolutamente con ella, y tener que llegar a masturbarme en mi despacho, pensando en su desnudez o en pensamientos en los que la visualizaba acariciándonos mutuamente.
Realmente, lo pasaba mal, jamás había tenido sensaciones de carácter lésbico, me sentía fatal, me sentía culpable y con remordimientos hacia ella.
En mis pocas actividades fuera de la oficina, tomando alguna copa con mis compañeros de profesión, amigas, o comprando en el supermercado, me empezaba a ocurrir lo mismo.
Miraba de forma especial a las mujeres y cualquier conversación en torno al sexo femenino, me producía un interés poco natural.
Estaba hecha un lío, tendría que ir a ver a algún médico o especialista.
Al terminar de pensar en todo lo sucedido aquel fin de semana, y recordar estos últimos días, me di cuenta de que habían transcurrido casi dos horas.
Yolanda, me avisó de que había llegado la visita que esperaba esta tarde.
-          Hazlos pasar, Yolanda. Gracias.
Era un compañero de profesión, de nombre José Miguel, que venía a presentarme a su nueva compañera sentimental, que quería poner en marcha su divorcio.
-          Hola, José Miguel. ¿cómo estás?
-          Te presento a Verónica. De la que ya te hablé el otro día.
Verónica, se acercó a darme un beso y saludarme.
-          Hola, Esther. Encantada de conocerte. José Miguel me ha hablado mucho y bueno de ti.
-          No le hagas caso, es un “truhán”. Un astuto pillo, pero muy buena persona, y mejor profesional.
Apenas podía pensar, ni articular palabra. No sé cómo se me había ocurrido decirle a Verónica, que José Miguel era un truhán. ¿Qué habría pensado?
Lo cierto es que me había dejado anonadada su belleza, sus enormes ojos azul verdosos y su gran contagiosa sonrisa al hablar, sin olvidar ese olor tan especial, sin apenas colonia.
Sus feromonas, sin duda, me habían conquistado. Me sentía, además de inquieta, muy mojada.
Realmente, me había excitado conocerla.
Hablamos de los detalles técnicos de la demanda de divorcio, y después de cerrar los detalles económicos, quedamos en citarnos para la semana siguiente.
Los despedí educadamente, no sin antes, sentir celos inexplicables de José Miguel.
Recogí todos los documentos de la mesa y decidí irme a casa, ducharme, cenar algo y descansar.
Estaba muy mal, tanto física, como emocionalmente.
Ya en casa, semidormida, empecé a tener sueños y alucinaciones que se intercalaban indistintamente. Sentía que él había vuelto, pero me producía un rechazo absoluto, hasta que observaba su cuerpo con detalle y le veía cuerpo de mujer, aunque luego volvía a tener su cara, a veces ésta cambiaba por la de Verónica o la de Yolanda.
Me desperté sobresaltada varias veces.
A la mañana siguiente, me desperté angustiada, cansada, y realmente rota.
Me fui directamente a la ducha para conseguir despejarme.
Me sentía realmente alterada.
Mi corazón palpitaba de una forma muy rara.
Jamás había tenido esa sensación.
Tendría alguna lesión cardíaca.
Pensé en ir al médico ese mismo día.
Al meterme en la ducha no había notado nada en especial, pero al recorrer con la alcachofa mi cuerpo, me di cuenta de lo ocurrido.
Me quedé helada al verlo…
Era imposible…
Cerré y abrí los ojos varias veces, creyendo ver una ilusión óptica, pero estaba realmente allí.
Me lo toqué y era de verdad.
Mi corazón empezó a palpitar estrepitosamente, sentí un punzante dolor en el pecho y la luz empezó a desvanecerse.
Mientras me caía y mi corazón reventaba, solo veía ese asqueroso pene que me había salido.
Qué horror. Qué asco de vida.
Apenas unos últimos pensamientos tan tenebrosos en milésimas de segundos.
Al día siguiente, en la puerta del edificio, había una esquela.
El nombre de la difunta, era el mismo que rezaba en la placa dorada, anclada en el mármol gris de la pared.
La placa decía:
Esther Climent Sempere. Replaceta de la Fregesa, 2. Ático. 13202. Elche. – Abogada –
FIN.
Espero que lo hayan disfrutado.
Escríbanme. Contestaré a todos los que deseen contarme cualquier cosa, a través de mi correo electrónico. Me encanta compartir de todo, con todo tipo de personas, incluso detalles sobre vida en general, gustos y aficiones, sin que sea que ser necesariamente sobre sexo.
Les cuento que uno de mis próximos proyectos, hay varios más, sin más pretensiones que el de hacer disfrutar a los lectores, es un libro que tengo en marcha de título provisional: “Historias reales de cornudos complacientes”. Quiero contarles diez historias reales noveladas con escenas de sexo morboso. Llevo actualmente redactadas en borrador, ocho historias y aún puedo integrar dos historias más si alguno de ustedes, quiere que su experiencia como cornudo o cornuda quedé para la posteridad..., cambiando obviamente nombres y ciudades.
Hasta muy pronto

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