Caricias perversas - Parte 8

Caricias perversas - Parte 8



relatos


Caricias perversas - Parte 8


Louis Priène


Adaptado al español latino por TuttoErotici
 
8
 
En el castillo, todos parecían dormir. Una calma como pocas. Pero,¡ay!, no eran más que apariencias porque, apenas había llegado al primer piso cuando, al oír los ruidos procedentes de la habitación de mamá, tuve que convencerme de que esa noche que empezaba estaba en camino de convertirse en una orgía.
De hecho, durante la misma se cometieron tales excesos, las parejas se embrollaron en unos cambios de un impudor tal, la pasión de gozar se hizo tan general, que «orgía» es la palabra más apropiada. Pero se lo contaré a ustedes desde el principio.
Cuando llegué a la habitación de mamá, agucé el oído. ¡Dios, qué voces!… ¿Era mamá la que gritaba de ese modo? ¿Quién la excitaba tanto? Entreabrí la puerta… y asistí a las desastrosas consecuencias que pueden acarrear más de veinte años de hipocresía… Veinte años de una vida marcada por el yugo de las obligaciones de la respetabilidad burguesa. Era aquel su día de gloria. Mamá se liberaba. Un psiquiatra hubiera dicho que se liberaba de sus complejos… La verdad, se pasaba de la raya… Una libertina sin freno, eso es lo que era. Era ella quien montaba a Justin…
¡Estaba desnuda! Él estaba tendido boca arriba en la cama, por supuesto también desnudo… Ella, en celo, galopaba empalada sobre la verga empinada, cabalgaba desenfrenada… Mamá gemía…, jadeaba…, gritaba…
—¡Cogéme!… ¡Cogéme, Justin! ¡Cogé a tu Mathilde! ¡Ensartala!… ¡Hacela morir, ultrajala!… ¡Ah, Justin! ¡Estoy harta!… ¡Estoy harta de su respetabilidad: Querida Mathilde, mis saludos… Querida Mathilde, mis respetos…¡Me tienen agotada, con sus respetos!… ¡Mi marido! ¡Qué viejo estúpido! ¡Me tiene harta!… Se pone guantes para cogerme: Querida Mathilde por acá… QueridaMathilde por allá… ¿Te lastimo, Mathilde? ¡Un pelotudo, con sus cursilerías!¡Quiero una pija! ¡La quiero en el culo! ¡En todas partes!… Mi adorado Justin, montame… Descarga sobre mí. ¡Ah! ¡Decime palabrotas!… Decile muchas palabrotas a tu Mathilde… Decime: ¡puta!… Decime: ¡cerda!… Decime: ¡puta!… ¡Ah, cómo me gustaría que me cogieran así todos los días!… ¡Ah, sentir enormes pijas como la tuya! ¡Vergas como las de un caballo! ¡Ah, cómo me gustaría sentir la pija de un caballo! ¡Aah, Justin! ¡Llegá! ¡¡¡Llegá!!!… ¡Soy toda tuya!… ¡Tu esclava!…¡Tu esclava, que te ama! ¡Pegame! ¡Pegame fuerte!… ¡Ah! ¡¡¡Aah!!! ¡Matame! Pegame…¡¡¡Aaah!!!
Decididamente, no había nada para mí en esa habitación, tendría que buscar en otra. Elegí el cuarto de Jeanne… Y, una vez ahi, ¡qué estupor! ¡No podía creer lo que veía!
Sobre la cama estaba tendida mi Émilienne, una Émilienne desconocida…,tan  inocente parecía. En camisón, pasiva, ¡se dejaba chupar! Sí, Jeanne, inclinada sobre ella, le había levantado el camisón y le lamía la concha con frenesí… ¡Dios, cuánto jugo largaba! Al mismo tiempo, con el consolador metido en su concha, Jeanne se masturbaba con ambas manos… Lamía y se masturbaba…
Entonces apareció Léon, saltando el balcón. Jeanne se estremeció de inmediato… Esperaba a su amante. De modo que abandonando a nuestra invitada, se precipitó hacia él… ¡Qué grito! ¡Qué estremecimiento de deseo!
—¡Ah! Por fin llegaste, mi Léon.
Y mientras él le extendía los brazos, ella le palpaba la bragueta…Émilienne, enrojecida sobre  la cama, con los ojos cerrados, tal vez creyendo estar soñando, murmuró:
—Ah… Ah… ¿Dónde estoy? ¿Qué pasó?…
Jeanne le respondió:
—No es nada, Émilienne…, ya terminé… Me tenías un poco preocupada, con tu mareo…
La otra, que aún no había bajado a la tierra, preguntó:
—¿Fue… un… mareo?
—Sí…, un simple mareo…
Luego, al no ocurrírsele nada mejor para deshacerse de la molesta muchacha, queriendo reservarse a su Léon para ella sola, tomó intencionadamente un libro que estaba sobre la mesa y, tras lanzarlo discretamente por la ventana, dijo:
—Émilienne, qué inútil que soy. Se me cayó el libro al césped… ¿Te molestaría ir a buscarlo? Tengo miedo de bajar.
Y la otra, que empezaba a recobrar el sentido, quedó por un momento sorprendida al encontrar allí a Léon, quien la veía casi desnuda. Se sonrojó, se bajó el camisón para disimular su desnudez, y respondió:
—¿Qué…, qué dijiste? ¿Un libro?
—Sí… Mi libro, se me cayó al césped… ¿Podrías ir a buscarlo?
Y mientras Émilienne, asombrada, obedecía después de ponerse una simple bata, Jeanne se abalanzaba sobre el objeto de su codicia, la pija que su compañero ya exhibía, y la agarraba.
—¡Vení, Léon! ¡Vení!…
Escuché el  rechinar de los resortes del colchón. Émilienne ya estaba en el jardín…, y se me ocurrió la idea, esperando su regreso, de ir a desearle buenas noches a la tía… Mi preciosa e ingenua tía… Al recordarla aquella tarde, radiante caminando por el césped, concebí ciertas alocadas intenciones respecto a ella… Unas intenciones poco  respetuosas… Después de todo,¿quién sabe si ella también…? Me había llevado tantas y tantas sorpresas los últimos días… ¿Por qué no intentarlo?
Empujé la puerta. La habitación estaba a oscuras. Tanto que, en la noche cerrada, o casi, sólo se veía el cuadro de la ventana abierta, donde alumbraban las estrellas. Y a mi tía, que no estaba en la cama. Sin duda nerviosa por el clima insólito y perturbador que reinaba en el castillo, tía Suzanne, en camisón, estaba asomada sobre la baranda de la ventana, de tal manera que su silueta se recortaba nítidamente, ¡oh, qué imagen maravillosa!, sobre la claridad del firmamento…
Así, la vi en una especie de pálido contraluz, el de la luminosidad creciente del claro de luna al subir… Debo admitir que el tejido del camisón era tan poca cosa, que si la hubiese visto desnuda habría sido lo mismo. Porque su contorno se perfilaba tan nítidamente, que no se me escapaba ningún detalle de su anatomía…
Una anatomía espléndida, es lo menos que puedo decir.
—¿Qué pasa?… ¿Quién es?… —murmuró, con una voz que aquella irrupción inesperada volvía algo sorprendida, algo inquieta, pero en la que se adivinaba un dejo de resignación, como si en aquel castillo extraño, por presentimiento, se esperaran cosas…, cosas angustiosas…, cosas que ponían un nudo en la garganta y ante las que uno se sentía débil…, demasiado débil para resistirse.
—Soy yo, tía. Vengo a desearte buenas noches…
—Ah…, sos vos… —murmuró ella, tranquilizada, pero en un tono en el que percibí una cierta decepción.
Como si ella hubiera dicho, expresando sus pensamientos secretos:«¡Ah!… Sólo sos vos… Esperaba… otra cosa». Porque, afortunadamente, mi tía no me creía tan pervertido como ya lo estaba, en cuyo caso quizá su pudor congénito se hubiera alarmado, se hubiera puesto a la defensiva y yo no hubiese podido cogerla, como se verá a continuación. ¡Ah!, y yo no fui el único aquella noche…Ella puso dichosos no a uno solo, sino a varios…
Mi tía preguntó:
—¿Sos vos Jacquot?
—Sí, tía…
Y me reuní con ella en el balcón, colocándome a su espalda, pegado a ella, debido a la estrechez de la ventana.
—¿Está linda la noche, tía?
Su pecho se levantó.
—Sí…, es bonita… —suspiró, ofreciéndome una mejilla afectuosa.
Yo, al besarla, la estreché traviesa y fuertemente entre mis brazos.
—¡Oh! ¡Miralo, el que quiere ser fuerte como un hombre!… ¡Oh, Jacquot! No me abracés así…, que… me ahogas… ¡Dios mío! ¡Qué robusto te pusiste!
—Oh, sí, tía… Me siento fuerte, ¿sabés?…
Y añadí, sin soltarla:
—Tía ¿te acordas de cuando era más chico y jugábamos a la lucha?
—Claro que me acuerdo, Jacquot.
—Luchemos, ¿querés? Para ver si ahora puedo ganarte…
Todo esto puede parecer un procedimiento un tanto grosero, pero mi tía era ingenua y, como ya dije, no me creía muy despierto. Además, el ambiente estaba muy enrarecido y era propicio a las extravagancias… Era de noche…,estábamos en una habitación… Agreguemos que, estrechándola así, por la cintura, tenía las manos llenas y sentía una carne generosa contra mi cuerpo…
—¿Querés, tía?
Y, sin esperar su respuesta, atrayéndola contra mí, la estreché con todas mis fuerzas.
—¡Oh! ¡Jacquot! ¿Te parece…, razonable? —protestó ella, debatiéndose entre mis brazos con la esperanza de resistirse mejor, o tal vez de rechazarme…
Quedamos uno frente al otro. Entonces, con las manos pegadas a su cintura, la apreté muy fuerte, la atraje hacia mí y la hice doblarse hacia atrás…
—¡Oh!… ¡¡¡Oh!!!… Basta, Jacques… ¡Oh, Jacques! Jacques, ¿querés…? ¡Oh,qué…, qué fuerte sos! Qué… fuerte… ¡Oh! Jaaacques…
Deslicé una rodilla…, una rodilla en su entrepierna y, disimuladamente, como por casualidad, presionaba…, presionaba y frotaba lentamente lo que es claro imaginar… Mientras tanto, una de mis manos se extravió, descendió, le palpó las nalgas… Ella se quedó muda, y pronto, conmovida por la maniobra, la sentí inerte como un títere desarticulado. Era el momento de jugar a Caperucita y el lobo feroz.
—Te voy a comer, tía… Te voy a comer… —dije bromeando, posando mis labios al azar. Primero sobre el cuello…, después la mejilla…, luego, ¡oh, qué delicia!, la boca. Qué sorpresa: se entreabrió levemente… Babeaba… Encontré la lengua…
—¡Jacquot!… ¡¡¡Jaaac-oooh!!!… —tartamudeó.
Y, en mitad de la noche, noté una mano tímida que buscaba…, tanteaba…,hasta que se posó sobre mi bragueta en el lugar donde ajustaba mi verga… ¿Lo hizo para defenderse mejor, o acaso estaba fascinada?
—Jacquot… ¡Oh! ¡Jacquooot! —se estremeció, asustada al sentir mi pija tan tensa…
Todo transcurría a pedir de boca cuando, en el momento de nuestra aparente lucha, unos extraños ruidos procedentes del jardín nos hicieron volverla vista hacia la ventana. Y, en la claridad de la luz de luna, vimos recortada sobre el césped la silueta de Émilienne, que había ido en busca del libro. Acababa de encontrarlo, y se agachaba para recogerlo cuando apareció, inquietante en la penumbra, un gran demonio cuya presencia por estos pagos resultaba de lo más insólito.Identifiqué a Héctor, el vagabundo. Héctor, al que no había pasado por alto la llegada al castillo de sus recientes conquistas y que esperaba sin duda reverdecer esa noche los laureles cosechados el domingo anterior… ¿Tomó a la hija mayor delos Villandeau por Jeanne? Fuera lo que fuese, ya la aferraba por la cintura y, con una mano sobre la boca, la amordazaba para evitar el grito de sorpresa que indudablemente ella habría soltado.
Entonces, pudimos asistir a una curiosa escena bajo la luz macilenta de la luna.
Émilienne, asustada, creyendo sin duda que aquel hombre quería matarla, cayó de rodillas, juntó las manos y dirigió hacia él una mirada suplicante y cándida.
—¡Oh, señor!… Señor…, tenga piedad de mí.
Él, comprendiendo la confusión, se apresuró a tranquilizarla.
—¿Piedad? ¡Por favor, pequeña!… ¿Por qué llora? Vamos…, vamos, tranquilicese.
Y, sentándose sobre el césped, junto a ella, empezó a hacerle mimos. Émilienne se desahogaba sollozando ruidosamente.
—Vamos…, vamos, no voy a comérla —dijo Héctor…
La abrazó. Y ella, sosegada a medias, recostó la cabeza sobre la cavidad del hombro acogedor. Después dijo, cansada:
—¿De verdad, señor, no quiere hacerme daño?… Sea amable, tengo tanto miedo… Incluso ahora tengo un poco de miedo.
—¿Miedo? ¿De qué? —replicó él.
Héctor la tomó del mentón para volver hacia él su graciosa cara que la angustia alteraba bañándola en lágrimas.
—¡Oh, qué carita más linda!… ¡Estás tan asustada, mi angelito!¡Vamos!… ¡Vamos, muchacha, no vine para comerte!… ¿Tan terrible te parezco? —dijo.
Su mano se deslizó dentro de la bata y calculó, sin duda, un seno abundante, bajo el cual el corazón latía emocionado…
—¡Oh, pobrecita!… Secaremos esos ojos tan bonitos.
Secarlos, para él, consistía en poner sus labios encima. Y entonces ella, que todavía hipaba en breves sollozos, emocionada sin duda por aquella mano que le exasperaba los pechos, cerró los ojos que besaba aquel hombre…, un hombre hipócrita, embelesador… Cerró los ojos y, poco a poco, se abandonó a la caricia… La caricia suave…, insidiosa…, atrevida… ¡Oh, sí, atrevida es la palabra! Entonces Héctor no tuvo más que dejar que sus labios se deslizaran…hasta los labios de ella, que, sorprendido, encontró expuestos… Expuestos y entreabiertos… Y la boca, ablandada, cedió al beso.
—¡¡¡Aaah!!! —gimió la víctima, con esfuerzo…
El le desató el cinturón, y la bata se abrió por completo. Entonces, boca contra boca, el hombre, deslizando la mano por debajo del camisón, se dejó caer muy lentamente sobre el césped, atrayendo a Émilienne hacia el… Una posición realmente curiosa. Era ella quien lo montaba. Indudablemente, Émilienne estaba demasiado aturdida para extrañarse; la invadía un estado de abatimiento y, sin siquiera esbozar un gesto de resistencia, murmuraba:
—¡Oh! ¡¡¡Oooh!!! ¿Por qué…, por qué me hace esto?
«Esto» hacía alusión al enorme nabo que Héctor metía por abajo del camisón y que le hacía cosquillas en la entrepierna.
—¿Por qué…, por qué me hace esto? —volvió a decir.
Émilienne hizo una mueca extraña porque, como ya dije, tenía un sexo estrecho, mientras que Héctor estaba muy bien dotado. Sin duda, la penetraba con suma dificultad… Empujaba…, la atraía…
—¡Ah!… ¡¡¡Aaaah!!! —se quejaba y, tendiéndose bruscamente sobre el hombre, se dejó penetrar bestialmente…
La vimos gozar en extremo, lascivamente y con voluptuosidad…
Ambos acoplados… Ella encima, el abajo… Experimentaban un placer intensísimo.
—¡Oh!… ¡¡¡Oh, señor!!! ¿Estoy…, estoy… soñando?
No, no estaba soñando porque, sintiendo esa verga tan rígida, soltó un fuerte grito:
—¡Oh, señor!… ¡Cómo me gusta!… ¡¡¡Cómo me gusta!!!
También él gozaba. Y, luego, ella quedó abatida, destrozada, y se dejó caer… Rodó sobre el césped…, desfalleciente… Ya habrán adivinado que nuestro Héctor no estaba dispuesto a dormirse en los laureles… Le subió el camisón, descubriendo un sexo asombrosamente velludo… Con dos dedos en el interior, el sátiro se puso a masturbarla.
—¡¡¡Aah!!!… ¡¡¡Aaaah!!! —exclamaba ella, abriendo las piernas al máximo.
Entonces él le sacó la bata… La despojó del camisón… Desde nuestra posición, la vimos completamente desnuda y avergonzada, una Eva eterna que escondía con el brazo levantado una cara sonrojada… Y él, al verla tan bella, exuberante y grácil a la vez, una muchacha emocionada y una hembra hambrienta de verga, dolorida y totalmente abierta, ofreciéndose a su deseo, se tendió sobre ella y volvió a cogerla…
Así, nosotros lo vimos claramente, la enorme verga penetró lentamenteen su concha… En esa concha estrecha y suntuosamente velluda… Poco a poco, dilatando el orificio, la colosal morcilla la penetró.
—¡Ah! ¡Ah, aah! ¡¡Ah, aah!!… ¡¡¡Ah, aah!!! —jadeaba Émilienne, transfigurada de placer…
De repente, puso los ojos en blanco, soltó un grito agudo y proyectó el vientre hacia adelante, acabando de engullir el miembro. Él lo había ensartado hasta los testículos…
—¡Oh, señor!… ¡¡¡Qué…, qué placer!!! ¡Ah, me encanta! ¡Ah, quémaravilloso!… ¡Oh, siga!… ¡¡¡Siga!!!
El vaivén se intensificó… El hombre la cogía con violencia y, sumida en un extravío absoluto, ella empezó a delirar.
—¡Oh, señor!… ¡Me muero!… ¡Aah! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡¡¡Me siento morir!!!¡Ah, quiero!… ¡Quiero más!… Ya está, mamá, subo…, ¡¡¡subo al cielo!!!
Sin lugar a dudas, estaba en el limbo, ya que no reaccionó de ninguna manera cuando Héctor retiró su verga… Un miembro reblandecido, fláccido, viscoso de leche… Una leche tan abundante, que goteaba en grandes grumos de la entrepierna de Émilienne…
Me quedé muy desconcertado. ¡Qué conquista tan fácil! Era más que evidente que ella había consentido… Con un cierto temor al principio, es cierto, pero había cedido enseguida… Más aún, había participado… ¡Qué ardor a la hora de estimular a un hombre!… Entonces ¿todas querían eso? La ocasión hace al ladrón…, cedían cualquiera que fuera el asaltante, iba a ver a muchos otros, y vería cómo el placer les hacía perder la razón…
Y aquél, ¿se quedaría ahí? Seguro que no. Volvía a inclinarse sobre su presa cuando, a poca distancia, se escuchó un ladrido. Un ladrido que se acercaba… Héctor no  lo pensó dos veces: el hombre sabía el riesgo que corría, porque aquellos ladridos correspondían a Black, un moloso impresionante que vigilaba la vivienda. Raudamente, Héctor se había esfumado cuando llegó la bestia.
Aproximándose al cuerpo inmóvil, lo olfateó… El hocico del animal se extravió, le husmeó las axilas, luego hurgó en la entrepierna, allí por donde la mujer desprende más olor… Para Black, era una hembra en celo, y por eso la lamió… El animal le lamía la concha… Y entonces —¿era posible?—, imperceptiblemente al principio, Émilienne se alteró, después se agitó…, luego separó los muslos…,ofreció su sexo abierto…, un sexo ardiente que Black lamía… Pero eso no fue más que el principio, ya que el animal no tardó en montarla. Estrechándola entre las patas delanteras, con la lengua colgando de su hocico, empujó con su peludo lomo. Una rojiza daga asomó bajo su vientre, una cosa muy larga… Una cosa puntiaguda y brillante.
—¡¡¡Aaaah!!!
Le había tocado el sexo fugazmente.
—¡¡¡Aaaah!!!…
La pija escarlata violaba la vulva cada vez más adentro…
—¡¡¡Aaaaaaaah!!!…
Penetraba cada vez más.
—¡¡¡Aaaaaaah!!!
En silencio, mi tía y yo estábamos estupefactos. ¿Debíamos creer lo que veíamos? No teníamos más remedio.
—¡¡¡Aaaaah!!!
Era la último embestida; el ardiente apéndice estaba adentro…
Entonces, la muchacha se agitó voluptuosamente… Siguiendo el ritmo de la bestia, contribuía al apareamiento… Gruñía y gemía.
—¡Ah, aah!… ¡Ah, aah!… ¡¡¡Ah, aaah!!!
¡Qué acoplamiento tan monstruoso!
El perro la cogía, y ella vibraba…, sumergida en el placer, estrechando aquel lomo en movimiento con los brazos y las piernas, como un pulpo, abrazando a Black, moviéndose furiosa…
De repente, el animal se quedó inmóvil, con la lengua colgando, y emitiendo algunos gruñidos. Comprendí que eyaculaba… Pero Émilienne quería más, enloquecida por un placer intensísimo… Entonces, lejos de soltar al animal, lo estrechó hasta casi ahogarlo… No dejaban de gruñir…, de agitarse…, de extasiarse…, de eyacular…, de sollozar…, de apretar…, de desfallecer y suspirar…
—¡Ah!… ¡Seguí, por favor!… Seguí…, ¡¡¡quiero mááááás!!!
Pero la bestia se había vaciado…, estaba seca hasta los huesos. De modo que el pobre Black, enloquecido al no poder liberarse de aquella vampiresa, cuya voraz vagina se contraía sin cesar sobre su pija, su pobre verga encogida, que ya no podía más, se puso a aullar de dolor…
Yo estaba trastornado. ¡Émilienne! ¡Émilienne, tan pura ayer! ¿En qué te habías convertido ahora?
Pero, si yo estaba trastornado, ¿qué decir de mi tía, de mi querida tía, que jadeaba a mi lado…, o más bien delante mío? Ella estaba acodada en la baranda, y yo a su espalda…
¿Qué habría hecho otro en semejante situación? Levantarle discretamente el camisón… Hasta desnudar dos nalgas prominentes…, espléndidas, provocativas, blandas y vellosas… Y entonces…, entonces, muy despacio, acerqué mi verga a la raja… En cierto modo, se la incrusté… Después, lentamente, muy lentamente, me agité… ¡Qué momentos tan angustiosos! ¿Qué diría mi tía? ¿Armaría un escándalo?¿Me daría una cachetada? ¿Me sermonearía?… Pues no…, nada de eso…, fue extraño…No dijo ni una palabra… Tensa, con los ojos clavados en Émilienne, todavía inerte, era como si ella no sintiera nada de lo que yo le hacía… Y sin embargo, sí…, sí… ¡La muy hipócrita!… Poco a poco…, poco a poco, sentí que meneaba las nalgas. Por suerte, mientras las balanceaba, sentí bajo la punta de mi verga la pequeña abertura… ¿Una casualidad prodigiosa? Sin duda. ¿Fui yo el que empujó? No lo sé, pero el caso es que me encontré, de repente, adentro… Muy poquito…, tan sólo la punta, apenas el glande… Pero no necesité más que eso para soltar enseguida un chorro abundante. Así fue como eyaculé en el culo de mi tía… ¡Oh, que divino agujerito, cómo se contraía!
¿Y seguía sin decir una palabra? Entonces, aprovechando mi superioridad, deslicé la mano en el escote y acaricié, por debajo del camisón, dos tetas muy comprimidas con las puntas firmes… ¡Demonio, qué pezones tan grandes tenía tía Suzanne! ¿Seguía sin sentir nada? De repente, en el preciso instante en que Black ladraba de dolor, coloqué una mano… entre los muslos de mi tía. ¡Qué matorral tan espléndido! ¡Y qué botón encontré! Enorme y muy sensible. Tan sensible, que apenas lo toqué se mojó abundantemente… dejándome la mano bien empapada.
—¡Ooh! ¡Jacques!… ¡Jaaacques! ¿Qué…, qué hacés? No…, no…, nooo…,Jacques… —exclamó, con voz quejumbrosa.
Pero yo, masturbándola enérgicamente, la conduje hacia la cama.
—Jaaacques…, no… No, Jaaaacques… ¿Qué… querés de mí?
No obstante sus quejas, desfalleciente, se hundió en la cama…
Ahora me sentía su dueño… Le separe las piernas y la lamí sin demora.¡Jesús, qué emoción la suya, y cómo me estrechaban sus muslos nerviosos!…
—Oh… ¡¡¡Jaaaacques!!!… ¡¡¡Nooooo, Jacques!!!… Ya…, ¡terminala! …Jaaacques…, ¿no te…, no te da vergüenza?… ¡A…, a… tu tía! Hacer…, hacerle esto a tu tíííía…
Pero, algo asfixiado dentro de ese templo, retiré la nariz para tomar un poco de aire, y ella, creyendo que sus hipócritas reproches habían dado su fruto y temiendo que la abandonara, agarró mi cabeza con ambas manos y volvió a sumergirme la nariz en su ardiente vulva, manteniéndome en ella con fuerza, con mi boca pegada a su sexo…
—¡Ah!… ¡Jacques!… ¡Jacques!… ¡Querido mío!… ¡Seguí!… ¡Seguí!…¡Hacela…, hacela gozar mucho, a tu tía!… ¡¡¡Aaaah!!!
Soltó varias secreciones, y yo tenía la boca tan llena, que me vi obligado a detenerme. Ella, extasiada, jadeaba, estremeciéndose. Y yo, entonces, la besé en los labios, palpé su cuerpo exuberante. ¡Me tenía fascinado! Manoseé a mi preciosa tía, mi tía que se entregaba, mi tía que me lo ofrecía todo: los muslos y las tetas, el culo y la concha… ¡Dios, con qué furia la masturbaba! Y ella se lamentaba.
—¡Oh! ¡Jaacques!… Jacques, ¿por qué…, por qué hiciste? No…, no debías…, no debías hacerlo… a…, a tu tía, que te quiere… ¡Ah!… No…, no lo hagas, ¡Jaaacques!… No lo… hagas…
Invadido por los escrúpulos, vacilé. ¿Debía desvirgar a mi tía? ¿A mi tía, que parecía tan afectada? Pero ella —qué extrañas son las mujeres—, al verme a punto de respetarla, asaltada por un furioso deseo de ser poseída, me dijo:
—¡Ah! ¡Aah! Jaaacques, querido…, te…, ¡te amo!… ¡Dale!… ¡Vamos!Hacelo… Vos podés…, podés, no temas nada… ¡Dale!… Vamos, querido…, yo… ¡yo ya no soy virgen!
¡Ya no era virgen! ¡M tía!… ¡Quedé petrificado! Y ella, jadeante y avergonzada, me confesó:
—Sí…, sí…, fue esta semana…, el jueves… ¡Estaba enloquecida! Tenía muchas ganas… Fue Jeanne…, fue Jeanne quien me hizo sentir ganas… Me lo contó todo el martes… ¡Todo!… ¡Todo! La aventura en el cobertizo…, sus locuras…, su virginidad perdida… Me volví loca al saber que Jeanne lo había hecho, e incluso Henriette… Es algo terrible tener tantas ganas, ¿sabés? Y hacía tanto tiempo que pensaba en eso… El jueves todo se conjugó… Como si el destino lo hubiera decidido. Tu padre se había marchado del bufete… Vos no estabas… Henriette, en casa de Églantine… Jeanne y tu madre habían salido a pasear…
¡Sola! Estaba sola con Gustave, que ordenaba los archivos en el cuarto de al lado… Y entonces escuché unos extraños jadeos. ¿Qué le pasaba a Gustave?¿Estaba enfermo? Una mirada indiscreta, ¡y lo vi!… No, no estaba enfermo… Había colocado sobre la mesa… adivina qué. ¡Mi fotografía!… Ya sabés, la que había desaparecido… Y, con la lengua colgando, agitaba con la mano… ¡Oh! No me atrevo a decírtelo…
—¿Qué agitaba, tía? —inquirí yo con hipocresía.
—Su…, su cosa…, ya sabés…, eh…, ya sabés…
—Sí…, sí, tía…, su pija… Agitaba su pija y se masturbaba mirando tu foto…
—¡Oh, Jacques!… ¡Jacques!… ¡Si supieras lo perturbada que quedé!…Volví al bufete…, fuera de mí… Sentía fuego entre los muslos… Entonces…, entonces cometí una locura… Me saqué la bombacha…, me acosté en el sofá del despacho…,me subí el vestido hasta las caderas… Y después… esperé… Esperé, con los ojos cerrados… ¡Qué larga se hacía la espera! Mi corazón latía…, latía… Y un rato después… sentí…, sentí que alguien se ponía sobre mí, que me separaban las piernas, porque tenía tanto miedo que no las abría lo suficiente… Suspiré cuando se deslizó una cosa… Hurgó…, hurgó ahí donde me quemaba. Grité: «¡Ay!»…,y después suspiré: «¡¡¡Aaaah!!!». Era Gustave… Gustave, que me cogía. No había podido resistirme…
Con él o con otro, cualquiera, hubiera sido igual, yo hubiese querido…, hubiese querido con cualquiera…, hasta con el portero… ¡Oh, Jacques, cómo gocé!… Me cogió cuatro veces… ¡Ah, cuánto placer!… Pero si supieras lo sinvergüenza que es…
—¿Sinvergüenza?…
—Sí…, sí…, porque, después, al verme debilitada, me pegó…
—¿Te pegó?
—Sí…, me pegó… Me pegó. Quería dinero. Me dijo que me había convertido en su puta, y que necesitaba dinero para comprar cigarrillos…
—¿Y entonces?…
—Entonces, yo… se lo di… Diez francos…
¡Gustave! ¡Le había pegado a mi tía!… ¡La había desvirgado, y después le había pegado!
¡La tomaba por una niña! Ningún afrodisíaco me habría excitado tanto. Furioso y celoso al mismo tiempo, la maltraté yo también: le abrí el matorral cuanto pude y, con un golpe brutal, la penetré.
—¡¡¡Aaaaah!!!… ¡Jaaacques! ¡Jacquot! ¡Qué travieso sos!… ¡Sos demasiado fuerte!… ¡Jaaacques! ¡Jaaaacques! ¡¡¡Me matás!!!
La había ensartado hasta el hueso. Entonces ella empezó a divagar, en cierto modo, ingenuamente y, mientras gozaba, hacía comparaciones que, pensándolo bien, me adulaban.
—¡Ah, Jacquot! ¡Me gusta! ¡Qué dura la tenés! ¡Ah! ¡Aaaah! Vos…, ¡me cogés tan bien!… ¡Jacquot! Vos…, ¡me cogés mejor que él!… ¡Ah! ¡No me dejés, Jacquot!…¡Ah, no me deeeejés!
Hacía plaf-plaf, en la entrepierna… Goteaba por sus muslos… Era un acoplamiento loco… ¡Qué placer, hacer el amor con ella! ¡Ah, qué caliente estaba mi tía! Más que mis hermanas y Émilienne… Más que Brigitte y su madre… Más exigente que mamá… Qué puta era, pese a su aire ingenuo…
Me alivié tres veces; ella, dos más. En éxtasis, ella siempre quería más. Pero yo ya tenía suficiente por el momento y, tras dejarla abandonada a sus divagaciones, llegué al recibidor en el mismo instante en que Léon, con el consolador en la mano, salía de la habitación de Jeanne… Justin hacía lo mismo del cuarto de mamá…
Su conversación fue breve.
—¿Qué tal la pequeña?
—¡Una puta, papá!… Digna de un burdel… ¿Y la vieja?
—¡Por Dios que le dí su merecido, podés creerlo!… Quizo que le pegara, y quedó satisfecha… Ahora se está recuperando. Mientras tanto, me ocuparé de la hija.
Y entró, sin lugar a dudas, con la intención de coger a Jeanne… Sin embargo, Léon vacilaba, sin atreverse a entrar a la habitación de mi tía. Era comprensible. ¿Cómo habría podido imaginar que aquella bella joven de aspecto tan reservado acababa de dejarse coger por su sobrino? ¿Qué recibimiento le daría? Pero la tentación era demasiado grande. Tanto, que por fin entró, y encontró a mi tía adormecida, lánguida, gimiendo todavía:
—¡Oh, sí!… Sí… Dale…, hacemelo…
Léon se sobresaltó.
—¡Hacemelo!
De repente, no lo pensó más. Dejó el consolador sobre la mesa de luz y, quitándose el pantalón, se abalanzó sobre ella separándole las piernas.
—¡Aah!… Jaaacques…, querido…, oh, ¡qué gruesa la tenés ahora!… —bramó mi tía, con los ojos cerrados.
¡Por supuesto que era gruesa! Era el doble de la mía. Tenía que estar muy aturdida para imaginarse que volvía a ser yo, con semejante verga…
—¡Ah! ¡Jaaaacques!… ¡Ah! Mi hombrecito, ¡qué fuerte sos!… ¡Y qué gruesa la tenés!… ¡Ah, qué placer! ¡¡¡Ah, qué placer, Jacquot!!!… ¡Seguí!… ¡Ah, seguí! ¡Me llega hasta el alma!… ¡Ah, Jacquot! ¡Cómo me gusta!… ¡Ah! ¡¡¡Qué…placer!!!
Oh, sí, ya lo creo que gozaban. Léon la cogía con rabia, agitándose como un condenado… Y, de pronto, fue como una ola que crecía…, crecía… El orgasmo prodigioso que sacudió a mi tía, arqueada, tensa, le hizo soltar un grito agudo de voluptuosidad.
—Oh… ¡Ooh!… ¡¡¡Ooooooh!!!…
Un fuerte sollozo prolongó el eco durante un buen rato.
¡Dos visitas en tan poco espacio de tiempo!: ¡Una situación muy prometedora para mi tía!
No obstante, tan discretamente como había llegado, el hijo del jardinero se retiró, dejando a Suzanne todavía jadeante. Y, ya en el pasillo, masculló:
—¡Ah, la quiero!… ¡Es a la otra a la que deseo! La hija de los Villandeau…
Porque, después de haber visto a Émilienne casi desnuda en la cama de mi hermana mayor, el muchacho estaba obsesionado. Y, por supuesto, para un patán de su talla, esa ocasión de coger a la hija de uno de los personajes ilustres del pueblo era casi inesperada… Así entonces, fue a buscarla. ¿También él la haría sucumbir?
Mientras tanto mi tía, en la cama, abría con esfuerzo unos ojos marcados ya por unas ojeras escandalosas… Unas ojeras grandes que le consumían la mitad del rostro…
Su mano palpó, a tientas, a su alrededor.
—¡Oh! —exclamó, decepcionada al encontrarse sola en la cama.
Una soledad efímera, pues la puerta se abrió y un tercer admirador asomó en el umbral… Era Justin, dispuesto a tentar a la recién llegada…
¿Creía ser el primero? De todas maneras, su deseo, parecía grande, a juzgar por el majestuoso falo que apuntaba fuera de la bragueta. Porque, al pasar de una cama a otra, ni tan siquiera se molestaba en esconder el instrumento que traicionaba sus intenciones…
Con paso calculado, sin prisa, pero seguro, se dirigió hacia mi tía.¡Que verga!… Ella no podía imaginarse que hubiera pijas como ésa, ella que sólo había visto la de Gustave y había sufrido, sin ver, la mía… La invadió una especie de deslumbramiento, que le hizo cerrar los ojos y llevarse una mano sobre el pecho.
¡Cuánto nerviosismo mostraba! Seguramente mi tía tenía unas ganas terribles de probarla… Imagínenselo: una pija semejante, y en el estado en que ella estaba… Pero, como es sabido, era tan mojigata aún, como tan novata en el juego del amor… Y, si había sido desvirgada por el ordenanza de su hermano, al que se había ofrecido con más impudor que una mujer de la calle; si había sucumbido a las caricias de su joven sobrino; si, en fin, había expresado a gritos, con una visible aprobación, vergonzosamente manifiesta, todo el placer que le proporcionaba la hermosa pija de Léon, fue más bien —por paradójico que parezca— por un candor mezclado con inocencia, maravillada al descubrir los abismos deleitables que se alcanzaban al practicar ese juego… Y además, en cierto modo, en el transcurso de los pecados precedentes, ella había sucumbido, o sufrido, sin que fuera premeditado, al golpe emocional demasiado intenso que la había encontrado desarmada. Pero, ahora, ¿qué excusa tendría? ¿La inocencia? Ya la había perdido. ¿El deseo derivado de haber esperado demasiado? Léon y yo acabábamos de cogerla siete veces… En suma, y sin duda de una manera confusa, ella consideraba que sería una acción despreciable permitir a este nuevo visitante salirse con la suya: cubrirla, palparla, desnudarla, cogerla. Pero¡Dios, cómo la tentaba aquella cosa tan enorme!… Su pudor hizo sonar la alarma…Trató de resistirse… Sólo para cumplir el expediente, y estrictamente con palabras…
—¡Oh, señor! ¿Qué…, qué quiere de mí? Segura… seguramente está confundido…
Pero él, a tres pasos de la cama, imperturbable y predispuesto, esperaba que se calmara. Conocía demasiado bien su estrategia, seguro del resultado…
Esperaba que lo llamaran… Mi tía, fascinada por aquel miembro tan próximo y estremeciéndose de la cabeza a los pies, dijo con voz débil:
—Usted… se confunde… Ni…, ni siquiera lo conozco…
Pero el loco deseo que aumentaba, el deseo que le oprimía la garganta, haciéndola tartamudear, alcanzó muy pronto una intensidad tan aguda que, si bien ella había tratado de tapar su desnudez, ahora, desarmada ante ese nabo, hizo el gesto esperado y, temblando, retiró la sábana y descubrió su velludo sexo. Gimió, se dio  vuelta, se desnudó por completo…, se abrió exhibiendo la entrepierna… Con el vientre hacia adelante, totalmente desnuda, se ofreció al desconocido.
¡Cómo necesitaba ser cogida! Mi tía se estremecía. Volviendo a cerrar sus bonitos ojos, pronunció una última frase que proclamaba su abandono total.
—¡Ah! ¡Hagalo!… Hagalo…, pero de verdad no…, no hubiera creído… Le aseguro que… un desconocido…, nunca hubiera creído que un… ¡Aaaah! ¡Hagalo! ¡Ah,aaaah!…
Justin acababa de penetrarla. Ella había engullido la pija y, esta vez, sin pestañear… Ya lo ven, mi tía hacía grandes progresos: tres amantes en tan poco tiempo… ¿Tal vez quería igualar a Jeanne? En cualquier caso, sus dientes castañeteaban con fuerza de tanto como la apresaba el placer, mientras él la trabajaba hábilmente. Justin cogía a mi tía con un mete y saca circular, un curioso vaivén de rosca. Un método eficaz como pocos, a juzgar por los gritos y gemidos de Suzanne, que pataleaba como una loca.
—¡¡¡Ah, ah, aah!!!… ¡¡¡Ah, ah, aah!!!… ¡¡¡Ah, ah, aah!!!
Chillaba recorriendo toda la gama de tonos: del más grave al más agudo; del más breve al más sostenido… Por fin, con los ojos en blanco, soltó un prolongado aullido, la sacudió un último estremecimiento, la arqueó un último sobresalto y se dejó caer como desvanecida. Justin regaba el jardín. Descargaba dentro de la cueva:
—¡¡¡Aaaaaaaaah!!!…
Y Suzanne alcanzó el éxtasis…
Fue entonces cuando Justin, la dejó…
¡Tendrían que haber visto a mi tía en ese momento! Entumecida, se estremecía y su hermosa carne temblaba. Y, saciada como estaba, un reflejo extraño e instintivo le hacía agitar su concha en movimientos cortos y secos, tirando el bajo vientre hacia delante… ¿Esperaba otra?… ¿Quién podía llegar? ¿Tendría un cuarto visitante?…
Pues sí, lo tuvo. Este cuarto fue Héctor… Un Héctor que saltó por la baranda de la ventana. Nuestro Héctor, el libidinoso, al que le gustaban las jovencitas…
Seguramente buscaba a Henriette. Esperaba encontrarla ahí. ¿Quedó decepcionado al descubrir que era otra? No lo creo. Porque, si Henriette era más joven y muy linda, ésta no le iba en saga. Piénsenlo: hermosa como un ángel, veintisiete años, completamente desnuda sobre una cama… ¿Qué más podía pedir?
El hombre desenfundó su verga de inmediato. En suma, ninguno se andaba con chiquitas. ¡La tomaban por una niña! En cualquier caso, también le tocó a ésta. Y ella, al sentir nuevamente una pija que buscaba refugio, separó los muslos y gruñó… Sí, gruñó, pero de placer…
Suzanne se abrió para recibirla, y Héctor empujó con firmeza.
—¡¡¡Aaaah!!! —bramó ella—. ¡Ah! ¿Qué es esto?
Porque, siempre en aumento, esta pija eclipsaba a los otros tres. Yo estaba estupefacto al verla contorsionarse bajo el miembro que, lentamente, la penetraba.
Ella sufría, era evidente; era una verga muy gruesa. Mi tía hizo una mímica espantosa, dio un golpe de culo devastador y suspiró: «¡Por fin!», abriendo sus preciosos ojos. Y, entonces, recibió una nueva sorpresa: ¡era otra vez un desconocido! Pero pronto reconoció al que, poco antes, abusaba de Émilienne. Resignada, extendió los brazos hacia él y le ofreció los labios. Después, abrazándolo estrechamente, apretándole entre brazos y piernas, gritó:
—¡No importa! ¡No importa!… ¡Hagamoslo!… ¡Hagamoslo, quiero hacerlo!…¡Quiero hacerlo!… ¡Ah! ¡Todo lo que usted quiera! Es…, ¡es tan hermoso!… ¡¡¡Ah, qué enorme es, su cooooosa!!!…
Y se oía: plaf, plaf, plaf…, plaf, plaf, plaf… Era el chapoteo del miembro, actuando en esa vagina tan abierta… Finalmente, también él descargó su mercancía.
Mi tía se encorvó, igual que un arco, se lo aseguro, con el vientre hacia adelante, apoyándose sólo sobre la nuca y la planta de los pies, levantando a su amante sobre su vientre. Imagínense la escena: una pareja soldada por una pija de la que ya no se distinguía el rastro, incluso las pelotas estaban adentro.
¡Ah, tía Suzanne! ¡Tía Suzanne, cómo te pervertías! Cómo te pervertías, vos que durante tanto tiempo fuiste una mujer ejemplar. Pero ¿qué podía hacer yo? ¿Era yo, quien debía darte una lección de moral? ¿No era yo el que había empezado?
Sin embargo, Héctor, destrozado como los otros dos por aquella concha ardiente e insaciable de placer, retiró su miembro…
¡Y yo que creía que mi tía, por fin, desearía descansar!… En absoluto,todavía quería más. Sí, golosamente, ardiendo en la pira del deseo, se enganchó al hombre, aferrándose fuertemente a él, y después agarró el miembro reblandecido, lo apretó, lo agitó y, por último, ¡lo chupó!… ¡Sí, tomó entre los labios aquella verga pegajosa!… ¡La chupaba! ¡Tía Suzanne chupando la pija de un desconocido! Pero pronto hizo cosas peores porque, al ver que no podía reanimarla, al comprobar que aquel hermoso miembro permanecía fláccido, dijo:
—¡Dale!¡Quiero más!… ¡Quiero más!… ¿Se volvió impotente? ¡Ah, no! ¡No!Usted no es un hombre…
Y tiró del miembro con tanta fuerza que Héctor, herido, vejado, exasperado, tomó su cinturón y, blandiéndolo como si fuera un látigo, la azotó…
—¡Ah, ah!… ¡Ah, ah!… ¡Ah, ah!
Como Gustave, también éste le pegaba. ¿Le gustaba a mi tía que lo hicieran?
Yo estaba aturdido porque, bajo la lluvia de golpes, arrastrándose por el suelo como una perra, ella se postró a los pies de su verdugo, exponiendo las nalgas para que se las azotara.
Su hermoso culo estaba ya de un tono carmesí, y sin embargo ella seguía ofreciéndolo… Él le pegaba con todas sus fuerzas…
—¡¡¡Ooooooh!!! —aulló ella.
Mi tía sangraba, y el hombre volvía a excitarse. Entonces, separando las nalgas surcadas por rojos hematomas, la atacó, como ya lo había visto hacerlo con mamá, es decir, con la pija en el culo. Sí, metiéndole el miembro en el agujerito.
—¡Ay! ¡Ay! —gritó Suzanne un instante. Y después, a medida que su esfínter se dilataba, dijo:
— ¡Oh, sí!… ¡Oh, sí!… ¡Empuje!… ¡Empuje! ¡Ah! ¡Empuje fuerte! ¡¡¡Ah, empuje… que me gusta!!!
Él estaba a punto de metersela hasta el fondo, ella ya tenía un buen pedazo adentro, cuando los ladridos ya conocidos hicieron que el agresor aguzara el oído. Cierto es que a Héctor le gustaba el placer, pero temía más a Black… De modo que le faltó tiempo para terminar su faena. Huyó por el mismo lugar por donde había entrado, es decir, por la ventana…
—Oooh —suspiró mi tía, decepcionada.
Pero en ese instante entraba el moloso… ¿Había detectado el olor de un extraño? ¿O, simplemente, el dulce aroma de la entrepierna de la mujer? Ella levantó la cabeza, frustrada por haber sido abandonada a medio camino de ese paraíso que ya avizoraba, al ver a Black, se sobresaltó. Comprendiendo que debía reservarle aquella última virginidad a esa bestia, le gritó:
—¡Ah! ¡Sucio animal! ¡Asi que sos vos!… ¡Sos vos! ¡Ahora me la vas a pagar!
Y, mientras el animal se agitaba alegremente, pidiendo una caricia, Suzanne, furiosa como estaba por el desengaño que acababa de llevarse, e impulsada por la pasión que experimentaba de entregarse a un macho, le aferró a manos llenas el aparato entero: con una mano le apretaba las pelotas, y con la otra lo masturbaba…
Pobre perro, que ya había sido vaciado por Émilienne. ¡Qué gruñidos de socorro emitía! Pero la ayuda no llegaba, y la mujer se ensañaba, nerviosa, enloquecida; hasta el punto de llevarse el pene a la boca y, ávidamente,chuparlo…
Poco a poco, la cosa fue tomando consistencia, hasta que por fin se puso firme. Entonces, mi tía se deslizó en cuatro patas por abajo de la bestia…¿Qué se proponía hacer? ¡Lo que ella quería!… Que el perro terminara lo que Héctor había empezado… Quería ser penetrada por atrás, y hacía todo lo posible por conseguirlo.
Certeramente, el moloso tanteaba el agujero tímidamente. Pero ¿cómo entrar en él? ¡Era tan estrecho ese conducto! Mi tía, exasperada, fuera de sí, le aferró la verga con una mano y se lo metió en el culo. ¡Sí, toda la punta adentro del ano! Y, después…, un empujón, y listo.
—¡Ah! ¡Ya está!… ¡Ya está! ¡Ya te tengo!
Sí, lo tenía. Tan bien metido, que Black, definitivamente reanimado, no paraba de sacudirse. ¡Qué embestidas terribles le asestaba! Y, en cada ocasión, el fino y largo pito salía y volvía a hundirse…
—¡Ah, aah!… ¡Ah, aah!… ¡Ah, aah! —gritaba ella, postrada, con la cara oculta en la piel de oso que servía de apoyo, agitando el culo furiosamente.
Al agitarse con tanta violencia, hizo tambalear la mesita de luz sobre la que Léon había dejado —como se recordará— el consolador, de tal suerte que éste cayó al suelo, justo delante de mi tía…
Con toda seguridad, ella no había visto ninguno hasta entonces. Pero al verlo, adivinó de inmediato el uso que podía hacer de él. Porque, en pleno delirio, metiéndolo en su concha con las dos manos, se penetró de nuevo. ¡Con qué velocidad lo accionó adentro de su vagina! Al mismo tiempo, Black seguía cogiéndola por atrás, arrancándole aullidos llenos de voluptuosidad.
Este fabuloso episodio, que constituía el punto culminante de sus desmanes, la dejó agotada, jadeante, destrozada… Y, masturbándose por adelante, ensartada por el culo, se dejó caer, estremeciéndose, reventada, al pie de la cama. Pero Black, que todavía se agitaba, con el hocico en el sexo entreabierto de ella, se puso a lamer con leves lengüetazos el esperma que supuraba en un reguero blanquecino, ese homenaje viscoso con que los cuatro amantes habían colmado, muy generosamente, el sexo febril de mi enloquecida tía.
¿Qué podía hacer yo, sino ir en busca de una aventura similar?
¿Iría a coger a mi hermana? No, en el cuarto de Jeanne ya estaba otro. Era Héctor, que conseguía así cogerse a todas las mujeres de la familia: Henriette y mamá, Suzanne y mi hermana Jeanne. Se las había pasado a todas, incluso a Émilienne, de rebote…
¿Quizá mamá? ¿La encontraría disponible? No, el joven Léon estaba con ella.
¡Qué cuernos llevaba mi papá! Sólo me quedaba Émilienne. Estaba en mi habitación, pero… ¡ay!, Justin la cogía… Desfallecida, archidesnuda en mi cama… y ¿qué le obligaba a hacer?
¡Qué abominación! ¡Qué cosa más odiosa! ¡Le hacía lamerle el agujero del culo a pequeños lengüetazos!… Ella trataba a ese atorrante a cuerpo de rey, acariciándole los testículos con una mano y masturbándolo con la otra…
Y él ¿qué hacía? Acostado sobre ella del revés, le lamía la concha y también el culo, después de haberle aplicado vaselina, le había metido la empuñadura redondeada de uno de los bastones del señor conde.
Ya lo dije: ¡una orgía! Todo impregnado de hipocresía, cada una fingiendo ignorar a la otra, esperando que estuviera plácidamente dormida. Cada una librándose, por turnos, a las fantasías de los tres apóstoles: Héctor,Justin, Léon…
¡De cuántos culos y conchas amorosas pudieron disponer esa noche! Las vírgenes de ayer, las mojigatas… Los tres usaron de ellas a diestra y siniestra…
Mientras tanto yo, un poco desanimado, vagando como alma en pena, salí al jardín con la esperanza de olvidar esas locuras. Pero todavía me aguardaban más, puesto que se presentó la ocasión de una última y dulcísima aventura. Ocurrió cuando atravesaba el pasillo que bordeaba las cocinas. Estaba bastante oscuro. La única iluminación era un farol. Uno de esos faroles venerables que todavía se usan en los castillos de nuestros antepasados… Por eso, y por el hecho de estar un poco dormido, tropecé con un arcón de madera. ¡Qué estrépito!… Me quedé inmóvil por un instante cuando, frente a mí, se entreabrió una puerta…
Era una joven sirvienta, muy joven de verdad: no debía haber cumplido los dieciocho. Seguramente era la más bonita de las numerosas criadas que servían en el castillo… Era también, me acuerdo, la hija de la cocinera.Recuerdo, además, que se llamaba Rose. Un nombre que le caía como un guante…
¡Qué expresión más desconcertada la suya! Y qué ojos tan preciosos, abiertos como platos, que reflejaban como dos luceros la vacilante llama del farol…
—¿Quién es?… ¿Quién es?… Ah, es el señor… —dijo, serenándose. Se llevó una mano al pecho—. ¡Dios, qué susto me dió, señor!… Temía que hubiera ocurrido alguna catástrofe.
Rose iba en camisón. Y, en el campo, como comprenderán, un camisón de noche es un lujo que no se prodiga demasiado. El que ella llevaba era al mismo tiempo, según la hora, camisón de noche o camisón de día. Lo que quiero decir es que era muy corto…
—Sí, tranquilícese…, sólo soy yo… Fue una torpeza.
Y —ya verán en qué caradura me había convertido— pasándole un brazo por la cintura, añadí:
—Vamos, vuelva a su habitación…, en este pasillo va a tomar frío…
Sabio consejo, pero no exento de picardía. Porque, llegados a su habitación, también yo entré…
—Pero…, pero, señor… —dijo ella, en un tono que expresaba su sorpresa…
Pero el señor la atrajo hacia sí y, golosamente, tomó sus labios…¡Dios, qué bien dotada estaba la señorita Rose! Porque un camisón era muy poca cosa para disimular unos encantos tan abundantes…
Bebí de sus labios… La estreché…, ella cedió bajo mi peso… Decía:
—Pero…, pero…
Y yo replicaba:
—¡Ah, señorita Rose! Desde esta mañana, cuando la ví por primera vez, no hice más que pensar en usted…
—Pero…, pero… yo sólo soy una pobre chica…
—¡Bah! ¡Callese! ¡Qué cruel! Dice esto para tratar de desalentarme…,¡pero yo la amo demasiado! Ah, présteme sus labios…
Emocionada, turbada, la imprudente me los prestaba… Solapadamente, yo la empujaba en dirección a la cama. Y, cuando la tuve medio vencida, en la cama, ella dijo con voz débil:
—¡Oh, señor! ¿Qué quiere hacer?…
Y entonces, insidiosamente, mi verga, ya entre sus muslos, se introducía en aquel reducto de amor.
—¡Ah! Oh, señor…, cuidado…, mamá…, mamá duerme en la habitación de al lado.
No la encontré virgen, pero poco faltó. Porque, además de la exigüidad de su entrepierna y la ingenuidad de Rose, constaté que, para ella, era una experiencia casi novedosa.
En verdad, ella me lo confesó, con un candor más que adorable: la cosa se remontaba a un mes atrás, un día en que había salido al jardín a tender las servilletas… Fue Louis, el guardia de caza, quien llegó cuando ella tenía mucho calor y se había aligerado de ropa. Es bonito, el uniforme de guardia de caza, con las polainas y el fusil… Ella tenía calor… Él le aconsejó que se resguardara a la sombra…, a la sombra de un haya. Él hizo lo mismo… Fue entonces cuando la desvirgó.
—¡Me hizo mal con las polainas! Son rugosas, y están llenas de botones.Sí, señor, ¡me hizo mucho mal! Me raspaban las piernas…
Más tarde —ella me lo contó inclinando la cabeza—, había vuelto a pecar… por segunda vez. No hacía mucho de eso. Mamá no estaba lejos… Fue con el señor Léon…, en ese mismo pasillo, a cuatro pasos de la cocina. Él la había cogido una noche, sobre uno de las arcones de madera…
—¿Y no gritaste?
—Oh, no me atreví porque mamá estaba cerca…, y, además —escondió la nariz en la cavidad de mi hombro—, me daba placer… El señor Léon no llevaba polainas.
Pasé la noche ahí, hasta el amanecer, en que dejé a Rose, más agujereada que un pasador. Lo más curioso fue que ella se pusó a llorar, cuando la abandonaba.
—¡Ah, señor! Yo también me doy cuenta de que me enamoré…
Con el corazón, no sé si decía la verdad, pero con el sexo, les aseguro que durante esa noche de amor ella se había enamorado de una forma devastadora…
Inútil decirles en qué estado nos sorprendió la mañana, a la hora del desayuno.
Todos teníamos la cara descompuesta, y estábamos escandalosamente ojerosos. Pero también se leía la dicha en todos nuestros semblantes… No les sorprenderá saber que nadie demostró el más mínimo entusiasmo por salir de paseo, y nos pasamos la mañana en reposo absoluto, sobre la hierba, a la sombra del castillo, cuyas butacas de caña fueron las más apreciadas. Incluso sacrificamos la misa mayor…
Qué lección fue para mí la conversación, a la vez pérfida y pueril, que tuvo lugar entre las señoras, todas igualmente hábiles a la hora de hacer teatro. Fue entonces cuando constaté que, más que otra cosa, la hipocresía era moneda corriente.
Émilienne aseguró que había dormido divinamente.
—Un sueño ininterrumpido desde que me acosté hasta que me levanté…
¡La muy pérfida! Y su máxima preocupación parecía estar en conseguir de sus padres un nuevo permiso para pasar la noche siguiente con nosotros…
La que, en cierta medida, acusaba más el cansancio después de semejantes excesos era tía Suzanne: un poco a causa de que acababa de hacer su verdadero estreno; un poco también porque, ardiente de deseo, se había entregado con especial entusiasmo a sus cuatro amantes, sin olvidar al perro, ni los alicientes del consolador… Ni siquiera conservaba fuerzas suficientes para participar en la conversación…
Un poco antes del mediodía, vimos llegar a la señora Villandeau y a Brigitte. Nos traían a Henriette… Una Henriette cuyas ojeras superaban en mucho las de todas las demás. ¡El señor Villandeau debía ser un tipo de cuidado! Y, cuando mamá le preguntó si había pasado una buena noche, mi hermanita respondió:
—¡Oh, sí, mamá! Fue la sucesión de un único y mismo sueño…, ¡el mismo, mamá! El mismo sueño… el mismo, al menos ocho veces…
¡Ocho veces! ¡Con semejante sátiro! Para estremecerse… De hecho, a juzgar por su andar, con las piernas muy separadas, se deducía fácilmente hasta qué punto la había quebrantado ese sueño…
La señora Villandeau, sin duda la más pudorosa de todas las presentes, no atinaba a posar sus bellos ojos en mí… Muy pocas veces se atrevió a mirarme, pero, cuando sus ojos encontraban los míos, bajaba inmediatamente los párpados como una dulce prometida lo habría hecho al recordar su primera experiencia amorosa… Créanme, resultaba muy conmovedor.
En cuanto a Brigitte, toda una muñeca, yo leía perfectamente en esa mirada que fijaba en mí y que parecía haber conservado toda su pureza, que no tenía conciencia de lo que mi malignidad había arrebatado a su inocencia. Sin embargo, pronto llegué a descubrir que aquello no eran más que falsas apariencias, y que las chicas, por cándidas que parezcan, no tardan en avanzar a paso firme por ese camino flanqueado de rosas, pero que, ¡ay!, conduce directamente a la perversión. Sí, no tuve que esperar mucho porque, contra todo pronóstico, esa misma mañana la cogí de nuevo. Veamos cómo. Les cedo la labor de extraer la moraleja.
Así, todos estábamos allí rendidos, en la hierba… Las señoras parloteaban y bostezaban a discreción. Me acuerdo que eran las once cuando Brigitte, cuya butaca estaba bastante próxima a la mía, en un tono que, con la distancia, me parecía lleno de picardía, pero que en ese momento resultaba de lo más inocente, dijo de pronto:
—¿Y su habitación, señor Jacques? ¿Le gusta?
—¿Y a quién no, señorita? Es espaciosa, es alegre… Muy luminosa, y muy bien ubicada, con una vista magnífica
—Ah…, una vista magnífica… —Y, volviéndose hacia su madre, en un tono que merecía darle la absolución sin confesarla, le dijo
—Mamá…, al señor Jacques le gustaría mostrarme la vista que se tiene desde su ventana, que al parecer es soberbia… ¿Me das tu autorización, mamá?
—Claro que sí, querida, pero vuelvan enseguida, que ya es tarde y tenemos que ir a casa a comer.
Yo estaba embobado —¡qué frescura la mía, habiéndome ofrecido a mostrarle mi habitación!—, ella se levantó como impulsada por un resorte.
—Vamos, gran seductor, muéstremela, ya que dice que es tan linda. Pero sepa que acepto para complacerlo, porque soy perezosa, sobre todo un domingo de mañana, y subir dos pisos es un gran sacrificio para mí.
Pueden creerme si quieren, pero, invadido por la sorpresa, estuve en silencio mientras subíamos la escalera. Brigitte también callaba. Sin duda, ella se daba cuenta ahora de que era una audacia excesiva hacer… lo que íbamos a hacer. En síntesis, estaba muy emocionada… Y, una vez adentro, sin atreverse a posar sus hermosos ojos en mí, y, por supuesto, sin conceder la menor atención a esa vista presuntamente sin parangón, dijo:
—Sí, su habitación es muy bonita… Y la cama parece cómoda…
Ella se encontraba muy cerca de la cama…, casi tocándola. Estaba, lo juro, más preciosa que nunca: engalanada, con zapatos de medio tacón, y un arrebatador vestido de cretona blanca, adornado con topos de color azul celeste… Y, como yo titubeaba, sin saber a qué atenerme debido a su actitud ambigua, ella dijo:
—¿Se acuerda de esa…, eh…, langosta que encontró ayer?
Me mostré sorprendido.
—Me lastimó… Me di cuenta después de que usted se fuera… Mire, fue acá, en el muslo…
Y, sin esperar, subiéndose el vestido de cretona, me descubrió su… ¡Su felpudo!… Mejor aún: su felpudo que bostezaba. No había duda de que tenía mucha hambre, dado que tenía la garganta abierta…
Si yo hubiera vacilado más, con toda seguridad ella me habría tomado por un estúpido… La empujé hacia el borde de la cama… Ella se abandonó,separando los muslos… Y yo la penetré sin miramientos, en un abrir y cerrar de ojos… Ya no hubo más pretextos: ni vistas panorámicas, ni langostas. No, aquella pequeña pérfida empezó a suspirar y a gozar con una presteza que indicaba que había progresado, en muy poco tiempo, de una manera inverosímil…
Y dado que yo descargué toda mi mercancía en su nido demasiado pronto a su parecer, ella, considerando que no había tomado más que la entrada y unos entremeses, me contuvo adentro de su agujero, estrechándome entre sus muslos, susurrándome al oído:
—Más…, una vez más, por lo menos…, pero no tan rápido…, que tenga tiempo de…, de…
—¿Y tu mamá?
—Mamá…, mamá…, le diré que…, que admirábamos el paisaje…
¡Qué falsas pueden llegar a ser las chicas!
Lo vi más claramente después, cuando, temiendo que nos retrasáramos demasiado, retiré, quizá prematuramente, mi dardo, y le solté un chorro viscoso sobre el vestido.
—¡Carajo! ¿Y tu mamá? ¿Qué va a decir cuando vea esto?
—¡Oh!, no…, no se preocupe, no lo verá…, porque esta tarde lo lavaré…
¡Qué cerda! ¡Flor de puta iba a ser esa muchacha!
 
Por desgracia, a primera hora de la tarde nos llegó un fastidioso telegrama. Era de mi padre, quien nos invitaba a emprender el regreso de inmediato… El motivo: la llegada del tío Arséne, el hermano menor de mamá. Encargado de una importante misión en un lejano país de Asia, se había presentado en casa sin previo aviso, con la intención de pasar ahí la noche del domin

0 comentarios - Caricias perversas - Parte 8