Caricias perversas - Parte 7

Caricias perversas - Parte 7



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Caricias perversas - Parte 7


Louis Priène


Adaptado al español latino por TuttoErotici
 
7
 
Papá nos acompañó a la estación. El tren se puso en movimiento mientras él, agitando su pañuelo, nos gritaba alegremente:
—¡Saluden a esos atorrantes de mi parte!
 
La impaciencia y las ganas de llegar eran visibles en los ojos de todos. Tan sólo Émilienne se mostraba afligida pensando que nos dejaría al llegar. Qué orgullo experimentaba el hombre joven que yo ya era al constatar que era sobre todo a mí a quien dirigía su mirada entristecida. A ésa ya la tenía esclavizada… Ella me amaba…
Fue mamá, poco antes de alcanzar nuestro destino, quien la consoló un tanto al sugerir:
—Bueno, querida, ya que nos da tanta pena, ¿por qué no le pedimos a tus padres que te dejan pasar unos días con nosotros en el castillo?
—¡Oh! ¿De verdad, señora? ¿De verdad aceptarían?
—Por supuesto… ¿Qué dicen mis hijos?
Nuestra respuesta debió de oírse desde el castillo. Y Émilienne, transportada, dijo:
—¡Oh! Estoy segura de que papá no me negará este placer.
Nos dejó, provisionalmente, en la estación, mientras Léon y Justin, que habían venido a recibirnos, se ocupaban de las valijas. ¡Qué chispas relucían en sus miradas! ¡Y también en las de Jeanne y mamá! Una concupiscencia apenas disimulada. Esa semana que acababan de consumir en abstinencia había llevado los deseos a su máximo apogeo. Era bien visible. Y, con la distancia, debo reconocer que el de Justin y Léon era muy explicable, y ahora el azar los gratificaba con semejante ocación…
Aún me parece ver esa llegada. Todavía nos veo en el césped que llevaba al castillo. Mamá y Jeanne andaban balanceando el culo de una forma asombrosa, pero no más que la tía, quien, a su lado, no les iba en zaga. Yo no la había observado nunca desde esa perspectiva: de talle estilizado y carnes generosas, ceñidas un tanto excesivamente por el fino vestido veraniego. Parecía estar un poco desanimada… En cuanto al rostro, iluminado por unos ojos grandes de expresión perpetuamente asombrada, era un prodigio de gracia y elegancia. Ni el mismísimo Fragonard hubiera podido soñar en una modelo tan dulce. Y qué hermosa cabellera, cuyos reflejos rojo cobrizo parecían aureolar todos sus encantos…
Sí, bajo esta nueva perspectiva, todo estaba impregnado de concupiscencia.
Porque, al llegar al castillo, pude ver, en la oportuna penumbra del recibidor, a Justin aferrar por la cintura a mamá, quien murmuró:
—Hasta esta noche, Justin.
Y, en la retaguardia, Jeanne se pegaba a Léon, frotando su vientre contra el de él, estrechándole entre sus brazos, boca contra boca. Perdida, se habría dejado coger allí mismo si Léon se hubiera atrevido. Al parecer, sólo la presencia de la desconocida, es decir, tía Suzanne, le impidió cometer esa osadía…
Émilienne no tardó en reunirse con nosotros. ¡Qué alegría! ¡La muchacha estaba exultante! Sus padres la dejaban estar con nosotros todo el fin de semana…
¡La impaciencia fue general durante la tarde! Parecía que cada cual tenía alguna idea en mente. Sin duda pensábamos en la noche, y en los extravíos que todos consentíamos por anticipado: mamá a Justin…, Jeanne a Léon…,Émilienne a mí…, Henriette, quizá al mismo tiempo a Héctor y a mí. Tan sólo tía Suzanne, la más ingenua, pensaba en las maravillas de la naturaleza, ante las cuales se extasiaba. Y fue su presencia lo que probablemente impidió que se consagrara la tarde a los placeres que imaginábamos… Pensábamos en resarcirnos durante la noche.
A partir de las ocho, empezamos a hablar del sueño y de las ganas que teníamos todos de meternos en la cama.
Mamá fue la primera en abandonarnos, rogando que la dejáramos en paz en su habitación, argumentando cansancio. Ahora bien, a parte de la que se había reservado mamá, sólo disponíamos de tres habitaciones más. A saber: una para dos personas, y las otras dos no ofrecían más que una cama muy estrecha, una de las cuales, naturalmente, me correspondía. En cuanto a la segunda, la hubiera querido Jeanne —ya adivinarán por qué—, lo mismo que Émilienne, sin duda por el mismo motivo. Finalmente hubo que recurrir a las azar, y la fortuna designó… ¡a tía Suzanne! La que no aspiraba a nada… Jeanne y Émilienne tuvieron que compartir habitación, y al mal tiempo buena cara, con la esperanza de que una vez que la otra se hubiera dormido, irían al encuentro del objeto de su deseo. ¿Y Henriette?… No se nos ocurrió nada mejor que mandarla a casa de los Villandeau, donde ocuparía la cama de Émilienne. Es fácil imaginar sus gritos airados. Pero no tuvo más remedio que resignarse, y, como ya había caído la noche, me encargué de acompañarla. Por el camino me dijo:
—¡Oh, Jacques! ¡Jacques!… Esta noche esperaba que vendrías…, ya sabés…, a mi cama…, como dijimos.
Yo repliqué, con hipocresía:
—Oh, sí, es una lástima. Yo también me aburriré mucho.
—¡Jacques!… ¡Jacques! Hacelo ahora, ¿querés?… Tengo muchas ganas.
Así fue como, al borde del camino, al reparo de unas matas, comprobé que, efectivamente, mi hermanita tenía un gran apetito. Porque, apenas sintió mi verga en su montículo, empezó a jadear; y esta vez sin contenerse…, ya no estábamos en la escalera de casa. Si le hubiera hecho caso, habríamos pasado toda la noche ahí. Pero yo tenía a mi Émilienne en la cabeza. Por eso, puse bruscamente fin a la diversión y reanudamos el camino hacia el pueblo…
Encontramos al notario solo, terminando, en su despacho, un trabajo urgente. Su señora había acudido precipitadamente a casa de su madre, que había enfermado de repente. Pasaría la noche ahí…
El señor Villandeau, era un hombre grande y fuerte, barrigón, barbudo y sonriente… Una sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes blanquísimos, como yo había imaginado siempre que debían de ser los dientes de los ogros.
Nos recibió muy amablemente.
—Por supuesto… ¡Por supuesto que la señorita Henriette puede disponer de la cama de Émilienne! A fin de cuentas, es pagar con la misma moneda. Si espera acá un momento, termino de levantar esta acta y le mostraré su habitación… Es una pena que no hayan llegado diez minutos antes, Brigitte todavía estaba acá. Ahora está en la cama, seguramente dormida.
Le di las gracias y me despedí. Me entretuve en el recibidor para examinar unos grabados que me divirtieron. Después, en el preciso instante en que me disponía a salir, tuve una especie de presentimiento y, al ver entornada la puerta del despacho donde acababa de confiar a Henriette a los buenos cuidados del señor Villandeau, quise curiosear antes de irme. Sí, espié por la abertura de la puerta: el señor Villandeau, inclinado sobre el papel, escribía aplicadamente. Pero ¡qué curioso comportamiento el de Henriette! ¿Qué se proponía empujando poco a poco hacia el borde de la mesa un objeto que yo no llegaba a distinguir bien, y que, tal y como ella quería, terminó por caer al suelo?
—¡Oh, Dios mío! ¡La goma está en el suelo! Abajo de la mesa…
—Levantela, ¿quiere, jovencita?
Ella se precipitó bajo la mesa. Una vez ahí, empezó a provocarlo.
—Le hago cosquillas, señor Villandeau. Le hago cosquillas… —dijo, acariciándole la pierna.
—¡Picarona!… ¡Picarona!… —exclamó el notario, riendo.
Pero Henriette, que tenía una idea fija, siguió haciéndole cosquillas más arriba de la pierna.
—¡Oh, pequeña!… ¡Pequeña!… ¡Ya basta! ¡Ya basta!… —protestó él entonces, pero sin mucha convicción.
¿Saben dónde había puesto una mano Henriette? Sobre una prominencia que presionaba de un modo preocupante la bragueta del notario. ¡Qué audacia mostró mi hermanita!… Hasta que empezó a desabrocharle la bragueta…
La cara del notario enrojeció.
Y Henriette, hecha un diablito, liberó con codicia una verga monstruosa: larga, gruesa, dura y negra como la de un burro. ¡Que depravación mostró ella a partir de ese momento! Descorrió y lamió el prepucio… ¿Dónde había aprendido a chupar así? ¡Cuánto talento!. Ensalivaba, relamía y sorbía aquel improvisado chupetín, engulléndolo en la boca hasta la mitad… El notario estaba sudando.
—¡Nena!… ¡Oh, nena!… ¿Qué… hacés? —murmuraba, pasándole una mano nerviosa por los cabellos.
Ella seguía chupando con un ardor en aumentó, subiendo y bajando la piel del prepucio, excitándolo, meneándola…, hasta que:
 —¡Aaaaah! —gimió él, hundiendo la cara entre sus brazos cruzados sobre la mesa y estirando las piernas.
La enorme verga, que Henriette apenas podía tomar con ambas manos, proyectó en bruscos sobresaltos un esperma espeso que salía a grandes borbotones.
—¡Aaaah! —gimió de nuevo.
Y mi hermana devoró la cosa y sorbió glotonamente. Después, él se levantó con esfuerzo. Y ella, erguida de inmediato, se apoyó en la mesa, se levantó el vestido y se metió el miembro entre los muslos.
—¡Ah! ¡Aah, qué bueno! —chilló ella, ya que el notario, con el miembro ensartado en sus tres cuartas partes, alcanzaba el éxtasis, soltando los últimos chorros…
Deslumbrados, ambos permanecieron así, cara a cara, durante unos instantes.
Luego, él la levantó entre sus robustos brazos con la misma facilidad con que alzaría a una muñeca.
—¡Vení!… ¡Vení!… Te voy a mostrar la habitación…
Se refería a la suya… ¡Qué noche se disponían a vivir!
Ya se imaginarán hasta qué punto me había perturbado esta escena. Tanto que, creyendo abandonar aquella casa donde la lascivia iba a desatarse en todo su esplendor, confundido empujé una puerta y… me encontré no en la escalera, sino en un cuartito. ¿Dónde estaba?… Era la habitación de  Brigitte, la menor de los Villandeau, como pude comprobar al ver, de pie junto a la cama, a esa jovencita de dieciséis años. Un pimpollo como pocos. ¿Qué estaba haciendo? Con parte del antebrazo escondido bajo del escote de su camisón, parecía muy atareada. ¿Qué buscaba ahí, bajo el brazo o sobre el pecho?
Al oír ruido, levantó la cabeza.
—¡Oh! Disculpe, señorita… Me…, me confundí de puerta —balbuceé, avergonzado.
Y ella, con un aire cándido, y cuya inocencia no parecía demasiado alarmada por aquella brusca interrupción, replicó:
—¡Oh! ¡Yo lo conozco! ¡Usted es el señor Jacques!
Acompañó estas palabras con una sonrisa deliciosamente pueril.
—Sí…, sí, claro… ¿Qué es lo que busca, señorita Brigitte?
—Es…, es…, no lo sé. Creo que es un bicho que estaba en la cama y que se metió en…, en mi camisón.
—¿Un bicho? ¿Un ciempiés o una langosta?
—¡Oh, no!… ¡Oh, no! ¡No diga una langosta! ¡Me dan tanto miedo!…
—Eh…, Eh…, entonces no sé qué puede ser… ¿Quiere que le ayude a buscar?
Y ella dijo, con toda su ingenuidad:
—¡Oh, sí! Por favor...
Entonces, mi mano sustituyó la suya. ¡La muy sinvergüenza! ¡Qué tetitas más bonitas tenía! Temblequeaban bajo la presión de mis dedos. ¡Y qué puntas tan rígidas tenían sus pezones!
—¿Lo encontró, señor Jacques?
—Creo que sí…, pero es tan escurridiza que se me escapa —inventé, sumergiendo un brazo en el escote…
Le puse la mano sobre el ombligo.
—¡Oh! ¡Qué molestias le causo! —Y, con un candor inverosímil, añadió:
—¿Quiere que me acueste, para que pueda maniobrar mejor?
¡Maniobrar! ¡Ella llamaba a eso maniobrar!… Así fue que la instalé para… la maniobra: al borde de la cama y tendida boca arriba.
—Cerraré los ojos —dijo ella—. Me dan tanto miedo las langostas…
Así, todo resultaba más fácil. Yo saqué mi pija rápidamente, y le quité el camisón. ¡No podía creerlo! ¡Hasta me hacía temblar! ¡Dios, qué belleza era ese bosquecito en la cavidad de su entrepierna! Un bosquecito dorado que ocultaba la entrada a la cueva, esa cueva donde dormía la flor. Una flor que, ingenua, se exponía a un gran peligro. Y como la niña cerraba los ojos, dije:
—¡Ah!
Ya está, ya lo ví… Conoce buenos escondites… Acá está, escondido en ese agujero.
Ese agujero. Era precisamente eso lo que yo escudriñaba con un dedo, y ya comprenderán de qué se trataba.
—¡Ah! ¡Aah! —exclamó ella con voz quejosa, después de un largo estremecimiento.
—Separa… ¡Separa las piernas! Está ahí, en ese agujero… Ya lo veo.
—¡Ah! ¡Aaaah! —volvió a estremecerse, abriendo los muslos al máximo…
Y yo me coloqué sobre ella.
—¿Lo tiene?… ¿Looo tieeeneee? —suspiró ella.
Naturalmente que lo tenía… Lo tenía adentro… o casi. Empujé con cautela.
—¡¡¡Ah!!! ¡Ay, mamá!… ¿Qué es eso?
—Es el bicho…
—¡Dios, qué gordoooo!
—Abrí más las piernas… Lo agarraremos…
Ella se abrió, gimiendo.
—¡Maaamá!
Yo tenía toda la herramienta adentro…
—¡Aaah! ¿Qué es eso? ¿Qué es eso que va tan adentro?
—Es el bicho que buscamos… ¿Te picó, preciosa?
—¡Oh, sí!… ¡Me picó mucho!… ¿Lo tiene?
—Sí… Ahora lo aplasto… Movete… Movete…
—¡Sí, me muevo!… ¡Ah, señor Jacques, me muevo! ¡Aplastelo!… ¡Oh, lo siento!… Es…, es una oruga, ¿verdad?… ¡Ah, qué gorda es! Aplastela…, ¡ah!
Tanta ingenuidad me excitaba, y me descargué,  incapaz de contenerme.
—¡Aaaah! —exclamé, soltando un chorro ardiente…
Y ella, extasiada, estaba al límite.
—¡Ah, ya está! Está muerto…, está muerto adentro mío… ¡Ah, québuenooo!… ¡Ah, qué buenooo! ¡Ah, señor Jacques! ¡¡¡Aplastelo muy fuerte!!!
De ese modo me cogí a la niña, mientras que dos habitaciones más allá la otra pareja hacía otro tanto.
Lo más curioso es que Brigitte me lo agradeció como si le hubiera hecho un gran favor.
—Oh, gracias, señor Jacques… Sin usted hubiera podido…
Por supuesto que no hubiera podido…
Vacilé unos instantes, de tantas ganas como tenía de pasar la noche ahí…Pero, en el castillo, me esperaba la hermana mayor… Un fruto más maduro… Así que me marché…
Tenía la mente ocupada por esta aventura extraordinaria que acababa de brindarme la breve estancia en casa de los Villandeau cuando, durante elr egreso, me ocurrió otra, tanto o más singular. Fue cuando, volviendo a pasar por el pueblo, atravesé la plaza de la iglesia, donde habitaba justamente la madre de la señora Villandeau, la misma cuya súbita indisposición había propiciado la ausencia de la esposa del notario y, en consecuencia, provocado los excesos que acabo de contar.
Unos excesos que se prolongaban en ese mismo momento en la cama del respetable Villandeau, donde, seguramente, Henriette debía hacer algunas muecas a causa del fabuloso calibre del cirio que el otro debía de meterle en el templo…
Entretanto, yo atravesaba la plaza, cuando reparé en una luz que brillaba en el balcón de una primer piso… En casa de la abuela, precisamente. Se me ocurrió entonces la descabellada idea de ir a interesarme por el estado de la anciana, con la loable intención de comunicárselo a Émilienne una vez que llegara al castillo…
Ya verán cuáles fueron las consecuencias… Lo contaré crudamente. Subí al primer piso y toqué discretamente el timbre. Fue la propia señora Villandeau, con un dedo sobre los labios, quien me abrió la puerta. Me reconoció y dijo:
—Silencio… Hay gente descansando… ¿Qué querés, muchacho?
—Informarme sobre la salud de su señora madre.
—Nada grave, gracias a Dios… Unas curas y un somnífero…, creo que eso alcanzará. Pero no te quedés en la puerta… Pasa, por favor.
Entré al salón. Y, cuando la conversación pasó a otros temas, ella me hizo varias preguntas:
 —¿Cuáles son tus ambiciones en la vida? ¿Qué aspiraciones tenés?…
Todo con mucha amabilidad, cierta reserva y una dulzura infinita.
Intimidante, debido a su semblante austero, un bello perfil de un clasicismo purísimo que haría soñar a un Juno triste. Su edad: unos cuarenta y tantos; una cuarentena plácida, tranquila e impregnada de una radiante frescura…Al verla, era imposible no evocar la imagen de su hija, su hija mayor, claro está, que se había desarrollado repentinamente…
En la quietud de ese viejo salón, tuve deseos de cogerla. Sólo tenía este tipo de ideas en la cabeza desde mi reciente iniciación. Sí, ese capricho me asaltó de repente, pero debo admitir que no esperaba tanto…
Lo que me estimulaba era el hecho de haber cogido a las hijas…Haberlas desvirgado a las dos, y a continuación coger a la madre, sería una gesta poco insignificante.
Aunque, mirándolo bien, ya había logrado eso. ¿Acaso no había cogido a mamá y a sus dos hijas, mis hermanas? Sí, pero, en ese caso, lamentablemente no me habían ofrecido su virginidad, mientras que Émilienne y Brigitte…
¿Cómo hacer caer a la madre? Se veía una mujer íntegra. Yo tenía apenas dieciséis años… Era cuestión de intentarlo. Ya veríamos el resultado.
—¡Ah! —me quejé, llevándome una mano a la frente…
—¿Qué pasa?… ¿Te sentís mal, querido?
—No…, no sé, señora… Espero que se me pase pronto…
—Pero ¿qué te pasa? —se alarmó ella al ver que me tambaleaba, y me tomó el pulso.
Pero, si el corazón me salía del pecho, era por el hecho de sentirla tan cerca mío.
—¡Qué pulso acelerado tenés! ¿Es la cabeza? —preguntó, poniéndome una mano suave en la frente.
—Sí…, es la cabeza… —confirmé.
Una cabeza que, gimiendo, recosté sobre su seno oprimido…
—Pobrecito… ¡Cómo sufre!… —me arrulló maternalmente.
¡La muy atorranta! ¡Qué tetas más exuberantes! Me apoyé sobre ellas con más fuerza.
—¡Ah!… ¡Ah!… —gimoteé y, con toda naturalidad, puse una mano sobre su pollera, a la altura de una rotunda rodilla.
En seguida noté como se sobresaltaba…, alarmada…, y se ponía en guardia. Yo me quedé inmóvil, limitándome a crear un clima más propicio para disfrutar de aquella tibieza tan dulce, y contagiarla…
Transcurrieron algunos minutos de confusión. Después exclamé, con un hilo de voz:
—¡Oh, qué mal me siento, señora!…
Y ella replicó, desconcertada:
—¿Querés descansar un poco?… Acostado te sentirás mejor… ¿Querés acostarte en la cama… un rato?
—Creo que sí, señora…
Me acompañó al dormitorio, con cierta amabilidad. Una vez ahí, temiendo que me abandonara, dije:
—Qué buena es usted, señora… ¡No me deje! ¡Quedese!… Quedese al lado mío y pongame sobre la frente esa mano dulce y fresca.
Ella se acomodó, sentándose a mi lado, al borde de la cama.
—Tranquilo…, muchacho…, ya pasará —dijo, acariciándome los cabellos.
Cuando se detuvo, la animé.
—¡Oh, señora, siga! ¡Esa mano me hace tan bien!
La veía poco confiada. Pero no por eso dejó de acariciarme. Entonces me quejé.
—¡Ah, esa luz tan fuerte me hace mal!… ¿Puede apagarla?
—¡Dios, qué chico tan caprichoso!
—Es verdad, señora… Me hace mal.
Se oscureció la habitación… Yo tenía ganas…, pero vacilaba. Ella se alarmaba por nada. Sin embargo, tenía la impresión de que estaba profundamente perturbada…Decidí  jugármela. De repente, me levanté, como aguijoneado por el dolor. Murmuré:
—¡Oh, cómo duele!
Y, sin fuerzas, mi cabeza volvió a caer para posarse sobre… sus rodillas…,o mejor dicho algo más arriba…, ahí donde la entrepierna describe una cavidad. ¡Dios, cómo se sobresaltó! Creí por un instante que todo estaba perdido, me quedé quieto y muy pronto, al verla más tranquila, reanudé cautelosamente mi insidiosa artimaña.
Fue entonces cuando, desplazando lentamente la cara, puse mi boca en su entrepierna, en la parte superior, sobre el nido, cuyo relieve notaba perfectamente bajo mis labios a pesar de la fina tela que lo cubría. Tenía buenas cartas: ella me creía inocente. Sin embargo, estaba inquieta…, tensa… No se atrevía a rechazarme. ¿Qué motivos tenía para eso? El caso es que me toleraba… Era jugar con fuego, porque, en cierto modo, mi boca se encontraba justo delante de su mata, de la que no me separaba más que un fino tejido. Así era como, al espirar, mi cálido aliento debía de alterar su sexo. ¡Qué momentos más inquietantes! En aquella penumbra, con esa mano acariciándome la frente, ese nido tibio sobre el que descansaba mi cabeza, ese vello agitándose bajo mis labios pérfidos y esa respiración entrecortada de la mujer, presa de la emoción, en la que yo la sentía estremecerse…
Entonces, para escapar de aquel hechizo, ella realizó un último esfuerzo, trató de distraer mi atención, murmurando con mucha dificultad:
—Pobre ángel… Pobre ángel… ¿Está sufriendo mucho?
Me rechazó ligeramente. Yo sentí el peligro y, bruscamente, pegué mis labios a su sexo. ¡Qué sobresalto! Se quedó inmóvil…
—¡Oh, acarícieme!… Acarícieme, es tan dulce… —le supliqué.
Esta vez, mi mano tomó contacto con una rodilla… bajo la pollera. Lo que me había infundido la confianza necesaria para eso era que, al parecerse a su hija mayor, sensible al extremo, pensaba que también ella debía de tener una carne vulnerable. Avancé sin temor y llegué un poco más arriba. Mi estrategia se revelaba con claridad… ¡Qué emoción sacudió a mi víctima!
—Muchacho…, ya es tarde… Es hora de que te vayas… —logró articular, con una voz oprimida por la angustia.
—Me siento tan bien… Un poco más…
Ella respiraba ruidosamente, y cerró las piernas con fuerza. Pero mi mano alcanzaba en ese momento la carne… La carne blandísima que tenía entre los muslos…
—¡Ooh!… Muchacho…, muchacho… —dijo ella, temblorosa, mientras yo la atraía hacia la cama, donde, lentamente, se echó.
Una vez ahí, atontada sobre las almohadas, murmuró:
—¡Ah!… ¡Basta!… Basta,…
Yo buscaba sus labios. Ella me rechazaba, pero con tan pocas fuerzas, que pronto mi boca aplastó la suya…, una boca que se abrió para recibir mi beso… Se estremecía…, luchaba débilmente… Decía: «No…, nooo…». Pero mi mano, ágil, se deslizaba… Ella se abría… Toqué su concha… La hermosa concha de la mujer del notario… Una concha madura y jugosa…
—Oh, muchacho…, no…, no te abuses…
¡Qué caliente! Lo estaba, sin duda… Mucho más aún que Émilienne, porque mi mano quedó totalmente empapada… Entonces coloqué la verga en la posición adecuada, y ella, al sentirse atacada, me dijo con voz quebrada:
—¡Oh, Dios mío!… ¡No!… No, yo soy…, soy una mujer honrada… ¡Ah! ¡Aah!…¡Cielo santo! ¡¡¡Aah!!!
Aun cuando ella había cerrado los muslos, yo tenía el miembro en su sexo, tan húmedo que la penetré como en un sueño.
—¡Ah, ah! ¡¡Oooooh!!… Aaaah…, querido ángel…
Estaba dentro de ella… Penetrada hasta el hueso, ella claudicó…Extraviada y embriagada…
Todo fue maravilloso, y el asalto culminó en las contorsiones inauditas de una víctima que desfallecía de placer…
Después, se echó a llorar… Lloró de alegría y gratitud… Yo besé sus ojos, inundados de lágrimas…
—Malvado —me dijo—, me hiciste pecar. Pero, por lo menos, ¿te sentís mejor?
Yo la tranquilicé, como es de suponer. Y agregué con voz mimosa:
—¿Puedo volver mañana para… informarme?
—Por supuesto —respondió ella, con una tímida sonrisa.


CONTINUARÁ... 

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